10

En la helada hora que transcurrió entre las dos y las tres de la madrugada, con luna cubierta por las nubes y el agua negra e impenetrable, se oyeron unos pasos que ascendían por la escalera del puente. Era una manera distinta de pisar: animosa, rápida y sin que tuviera ya nada de furtiva y tímida. Era el jefe de maquinistas Watts.

—¡Mi Capitán! —gritó dirigiéndose a la vaga figura que se encorvaba en la parte delantera del puente.

Ericson, aterido por su prolongada vigilia, se volvió con cierta torpeza de movimientos hacia él.

—Dígame, Watts.

—Estamos listos para ponernos en marcha, señor.

Ericson se enderezó y se estiró satisfecho por la noticia. Ya podían irse y abandonar, al fin, aquel maldito lugar, huyendo de allí con vida. El alivio que experimentó fue enorme y todo su organismo pareció inundarse por aquella ola de euforia. Hubiera querido felicitar a gritos a Watts, cogerle la mano, estrechársela y dar rienda suelta a la alegría que lo inundaba; pero lo único que pudo decirle fue:

—Gracias, jefe. Ha trabajado usted muy bien.

Empuñando después la boquilla del tubo acústico, gritó:

—¡Caseta del timón!

—Caseta del timón, puente de mando, señor —respondió la voz del timonel que interrumpió, alarmado, un ligero sueñecito.

—Comunique «preparadas las máquinas».

No tardaron en ponerse en movimiento y navegaron rápidamente hacia el norte en busca del convoy. Las revoluciones aumentaron y todo el barco cobró vida y calor, brillando de nuevo la esperanza. No había necesidad alguna de mirar hacia atrás porque, con una suerte sin igual, no dejaban nada suyo tras de sí ni habían entregado nada a la voracidad enemiga.

Sobre las seis de la mañana, cuando las primeras luces del alba iluminaron el cielo por Oriente, el convoy fue alcanzado en el límite extremo de la pantalla del radar. Lockhart, que estaba de oficial de guardia, calculó aquel borroso contacto. Estaban separados aún por muchas millas y no llegarían a establecer contacto directo hasta media mañana, pero aquello parecía volverlos de nuevo a la vida porque ya no se encontraban solos en el vasto océano que podía haber sido su tumba. Despertó al Capitán para comunicarle la noticia, tal y como éste le había ordenado hacerlo. No parecía muy indicado el despertarlo de su sueño con una noticia que podía haberse reservado hasta más avanzada la mañana, pero ésas eran las órdenes recibidas y seguramente Ericson reanudó su interrumpido sueño más tranquilo después de oír que nuevamente se había conseguido localizar el convoy. En efecto, el ronquido que se escuchó por el tubo inmediatamente después de que el Capitán diera por recibida la novedad demostró palpablemente que sólo se había despertado a medias para oír aquello y después se había hundido de nuevo en las profundidades del sueño. Lockhart se sonrió mientras cerraba el tubo acústico. Después de una noche como la pasada, el Capitán tenía perfecto derecho a roncar.

La guardia del alba fue avanzando y hacia su final, a las ocho, la luminosidad aumentó en el este blanqueando las oscuras aguas. Tomlinson, el camarero, al recoger las tazas y los platos de los bocadillos de la noche anterior, atravesando con blancas pisadas la cubierta húmeda de rocío, producía la impresión de un nuevo personaje que aparece en un tercer acto y que, repentinamente, cambia el aspecto de la comedia haciéndola optimista. Las revoluciones de la máquina llegaron casi a su máximo y la marcha de la Compass Rose encaminándose hacia el convoy que tenía delante era suelta y desembarazada. Lockhart no tenía otra cosa que hacer sino entrar en calor golpeando el suelo con los pies y vigilar la pantalla del radar, mientras la distancia se acortaba y los barcos iban haciéndose más visibles y adquiriendo forma. Resultaba grato observar en la pantalla cómo aquellos trazos borrosos que formaban un grupo compacto y que le eran tan familiares como el propio barco que pisaba, iban adquiriendo mayor vigor y acentuando la nitidez de sus siluetas, cada vez más cerca de ellos. Hacía demasiado tiempo que estaban separados y, sobre todo, querían que su soledad terminase, y esto había al fin llegado en forma tangible y feliz, como cuando una familia está esperando a uno de sus miembros al final de un viaje. Lockhart dejó vagar sus pensamientos y respondió automáticamente cuando se produjo el relevo del timonel y de los vigías al final de la media hora de su servicio. La Compass Rose, surcando la larga ondulación del Atlántico y balanceándose suavemente, hubiera podido compararse a un tren que pasa, traqueteando, la última serie de cambios de aguja, mientras corre rápidamente hacia la próxima estación final. Esperando en el andén estaría… De pronto volvió bruscamente a la realidad cuando sonó el timbre de aviso del departamento del radar.

—Radar. Puente de mando.

Lockhart se inclinó sobre la boquilla del tubo acústico.

—Puente.

La voz del operador de radar, uniforme, sin excitación y más bien con dejo de cansancio, llegó de nuevo al oficial.

—Capto una pequeña señal a retaguardia del convoy, señor. ¿Quiere usted verla en la pantalla de reproducción?

Lockhart miró la pantalla del radar que había junto al tubo acústico y que era una reproducción de la que había en el departamento del operador, e hizo, para sí mismo, un ademán afirmativo. Era cierto. Entre el convoy y ellos existía ahora una pequeña señal que oscilaba y se desvanecía en la pantalla como una vela bajo los efectos de una leve corriente. Lockhart la observó medio minuto antes de hablar. No excedía del tamaño de una punta de alfiler luminosa, pero aparecía siempre, permanecía insistentemente allí todo el tiempo. Era una señal, y había que tenerla presente. Volvió a inclinarse sobre el tubo.

—Sí. Ya la veo. ¿Qué le parece? —Luego, antes de que el otro pudiera contestar, le preguntó—: ¿Quién está ahí ahora?

—Soy Sellars, señor.

Sellars, pensó Lockhart. Era el jefe de los mecánicos de radar, un operador digno de confianza y un hombre a quien se podían preguntar las cosas…

—¿Qué te parece, Sellars?

—Es difícil de decir, señor —respondió el operador con voz dudosa. La señal es pequeña, pero permanece allí todo el tiempo, siguiendo el paso del convoy.

—¿No podría ser un reflejo de los mismos barcos?

—No lo creo, señor —contestó vacilando Sellars—. Por lo menos, el ángulo no concuerda.

—Bien; puede ser un barco rezagado.

—La señal es demasiado pequeña para tratarse de un barco, señor… ¿Ve usted el buque que está en derechura a estribor, seguramente uno de los de escolta? Su señal es mucho mayor.

Lockhart miró en la pantalla del radar. La observación del operador era cierta. Al lado del grueso del convoy, a estribor, se registraba una señal individualizada y muy clara que correspondía seguramente a una corbeta y era, a las claras, mucho mayor que la manchita luminosa que atraía ahora su atención. Lockhart dudó si informar al Capitán sobre aquella extraña señal, aunque, por otra parte, no le parecía bien volverlo a despertar de su merecido sueño sin tener para ello razones muy fundadas. Podía tratarse de cualquier cosa inofensiva: quizá se debiera a un defecto en el funcionamiento del aparato de radar, que no era aún absolutamente perfecto en sus primeras aplicaciones; tal vez fuese, en definitiva, un barco rezagado, aunque se opusiera a tal explicación el tamaño, y tampoco había que descartar la posible perturbación de algún fenómeno meteorológico como, por ejemplo, un chubasco. Pero también podía ser algo que, realmente, hubieran querido ver. Después de continuar observando aquello con profunda atención durante un par de minutos más, mientras la señal se reforzaba ligeramente, manteniendo el mismo nivel de paso en relación con el convoy, como hasta entonces, Lockhart se dirigió nuevamente a Sellars: «Mantén la observación». Luego, a regañadientes, cambió la comunicación con el camarote del Capitán y apretó el timbre.

Cuando Ericson subió al puente, frotándose los ojos y restregándose la cara, no estaba precisamente de muy buen humor. Apenas había dormido cuatro horas, interrumpidas por el informe de la presencia del convoy, y volver a ser despertado de nuevo sólo porque, como se decía a sí mismo, hubiera alguna maldita gaviota posada en la antena del radar y el primer teniente no hubiera tenido el buen sentido de ahuyentarla de allí, no le parecía la mejor manera de darle los buenos días. No dejó de gruñir mientras Lockhart le señalaba la señal y le explicaba lo que había pasado. Luego levantó la vista de la pantalla y dijo escuetamente:

—Un barco rezagado, con seguridad.

—Es mucho más pequeño que los otros barcos, señor —dijo Lockhart con respetuosa deferencia.

Reconocía el derecho del Capitán a estar malhumorado a aquella temprana hora de la mañana, pero él ya lo había tenido en cuenta cuando lo despertó y quería justificar la alarma.

—Aquí está el barco de escolta de retaguardia —añadió señalando en la pantalla—, según creo. Esa cosa está, cuando menos, diez millas detrás.

—Hum —gruñó Ericson de nuevo—. ¿Quién está de operador de radar? —preguntó después, siguiendo el mismo camino que Lockhart había seguido en el curso de sus pensamientos.

—Sellars, señor.

Ericson se inclinó sobre el tubo y aclarando la garganta con otro gruñido, gritó:

—¡Radar!

—Radar. Puente —respondió Sellars.

—¿Qué pasa con esa señal?

—Sigue todavía, señor.

El operador indicó la distancia y la situación.

—Está a unas diez millas a popa del último barco del convoy.

—No hay ningún desperfecto en el funcionamiento del aparato, ¿verdad?

—No, señor —contestó Sellars con el tono algo seco de un hombre que, a las ocho menos diez de la mañana de un día frío, se siente un tanto molesto por aquella duda sobre su competencia, aunque proceda de un Capitán malhumorado—. El aparato funciona a la perfección.

—¿Habías observado una señal como ésta antes de ahora?

—Exactamente, no, señor —contestó el operador tras una pausa—. Es del tamaño que correspondería a una boya o a una lancha.

—¿Un pesquero? ¿Restos de algún naufragio?

—Más pequeño, señor. Más bien como si fuera una lancha.

—¡Hum!…

Ericson miró de nuevo a la pantalla del radar, mientras Lockhart, observándole, se sonreía. Era evidente que el mal humor del Capitán estaba librando una batalla, perdida de antemano, con su reconocimiento de la competencia de Sellars. Detrás de él, el resto del personal del puente y Baker, que acababa de subir para hacerse cargo de la guardia, estaban mirando también al Capitán con expectación, atentos a cualquier determinación suya. Cuando se produjo, constituyó, sin embargo, una sorpresa.

—Dé la señal de «puestos de combate» —dijo Ericson enderezándose repentinamente.

Después, dirigiéndose a la caseta del timón, añadió:

—¡Avante, a toda marcha! Gobierna diez grados a estribor.

Lockhart abrió la boca para hablar, pero la volvió a cerrar de nuevo. Cogido de sorpresa, había estado a punto de decir algo fenomenalmente estúpido, como «¿Cree usted que realmente se trata de un submarino, señor?». El sonido agudo y persistente de los timbres de alarma se esparció por todo el barco y el golpeteo de las pesadas botas por las cubiertas y subiendo las escaleras, dio la mejor respuesta a aquella pregunta que no llegó a formularse. El primer oficial permaneció junto al cuadro de comunicaciones del tubo acústico, con una excitación mayor de la acostumbrada a medida que recibía los informes de los diferentes servicios y posiciones. Todo aquello le resultaba perfectamente familiar y era, por decirlo así, música demasiado conocida que se había estado repitiendo durante dos años completos, fuese en plan de maniobras o en la realidad, pero en esta ocasión parecía tener un significado especial.

Una por una las voces fueron avivando esa excitación.

—La sección de cargas de profundidad, preparada —dijo Ferraby desde la popa.

—Preparado el cañón —transmitió Morell desde el castillo de proa.

—El cañón de dos libras preparado —manifestó Baker desde el centro del barco.

—La máquina a toda marcha —informó Watts desde abajo.

—El contramaestre en la rueda, señor —manifestó Tallow desde la caseta del timonel.

Lockhart dirigió una rápida mirada a su alrededor, de popa a proa, un último visto bueno para su propia satisfacción. Los vigías del puente atendían las ametralladoras allí emplazadas. El jefe de señales, Wells, estaba atento junto al foco grande de señales. Alrededor del cañón de cuatro pulgadas se agrupaban los artilleros, cubiertos con los cascos de acero y capitaneados por Morell, que oteaba el horizonte con sus prismáticos, volviéndose de vez en cuando para vigilar la maniobra de carga mientras que, en la popa, Ferraby era el centro de otro grupo de hombres que desmontaban las cargas de profundidad de sus cadenas de seguridad y las disponían para el lanzamiento. Lockhart, satisfecho de todos estos preparativos, se volvió al Capitán, informándole del conjunto para cualquier cosa que pudiera ordenar.

—Todo el mundo está en sus puestos de combate y los servicios están preparados, señor —le dijo.

Después se entregó de lleno a su propia misión, el aparato de sonar, el mortífero instrumento si es que algo podía merecer tal nombre… Bajo sus pies, como si respondiese al influjo de todos aquellos hombres preparados y alerta en sus puestos, la Compass Rose empezó a vibrar.

Ericson no dejaba de observar la pantalla del radar. Su llamada de alarma se había debido, más que nada, a un impulso e incluso podía llegar a admitir que hubiera obrado bajo el influjo de la irritación que le producía la consideración de que, si él mismo había sido despertado de su sueño, no era justo que nadie siguiese durmiendo a bordo. Pero, en realidad, se había logrado localizar una señal de aspecto poco frecuente, una de las más prometedoras hasta el presente. Era posible que entonces estuviera sobre la pista de algo positivo y, en tal caso, resultaba muy alentador que la Compass Rose estuviese totalmente dispuesta. Alzó sus prismáticos para examinar el horizonte, pero la niebla matinal obstaculizaba la visión. Volvió de nuevo a observar la pantalla del radar y luego se inclinó hacia el tubo acústico.

—Informe sobre el objetivo.

Sellars dio la posición y la distancia de la señal. Fuera lo que fuese, continuaba moviéndose a la misma lenta marcha del convoy y lo estaban alcanzando rápidamente.

—Va ganando un poco de intensidad, señor —concluyó el operador—. El tamaño es el mismo, pero la señal es más firme. Debe de tratarse de un cuerpo muy sólido.

En la pantalla del radar aparecía ya la totalidad del convoy: una escuadra compacta de barcos encuadrados por los buques de escolta y, nadando tras ellos, la pequeña y extraña señal… Ericson había empezado ya a afirmar su creencia. Por primera vez experimentó la sensación de que estaban vigilando un submarino que se comportaba de acuerdo con los textos, es decir, siguiendo la pista ocultamente, quizá después de algún ataque nocturno que había abortado, y esperando la llegada de las sombras de la noche para intentar una nueva acometida. Pero lo que aquel sumergible no sabía era que un barco de escolta se había quedado rezagado fuera del cuadro y que estaba acechando para echarle a perder, por sorpresa, su alevoso ataque. ¡Si pudieran llegar a la distancia adecuada antes de ser descubiertos…!

La Compass Rose prosiguió su veloz marcha con la mayor expectación encaminándose hacia su objetivo, corriendo para averiguar de lo que se trataba y confiando en adueñarse de su presa. Si realmente se trataba de un submarino alemán, podían conseguir la mejor oportunidad que la guerra les había deparado hasta entonces. Aquello era lo que habían estado esperando, el resultado de todos sus esfuerzos, y la hora próxima podía ser definitiva para ellos. La esperanza se adueñaba de todos los hombres que prestaban servicio en la cubierta. Había corrido la noticia de que estaban dando caza a algo definido y tangible y la información que se filtraba desde el departamento del radar se mantenía al corriente y alimentaba la general expectación. En el puente, todo el que podía disponer de unos prismáticos (el Capitán, Wells y los dos vigías) oteaba febrilmente el horizonte, y la presa deseada podría surgir de allí en cualquier momento.

La Compass Rose seguía corriendo, hendiendo las aguas con la proa y dejando tras sí una hirviente estela. Luchaba con el viento, estremecida de impaciencia, mientras corría hacia su presa. El sol había aparecido ya en el horizonte, un sol pálido que iba fundiendo la niebla y que hacía centellear las olas diez millas delante del barco; un sol pálido, pero, a la vez, un sol que les comunicaba fuerza y ánimos porque parecía ponerse de su parte y ayudarlos. El aparejo comenzó a crujir y la vibración de las planchas metálicas de la proa al partir el agua se sentía hasta en la cubierta superior. En la sección de las cargas de profundidad, el roce de la hélice con el agua fugitiva hacía vibrar también toda la popa con un ruido amplio y monótono que parecía el motivo fundamental de una gran sinfonía. «El jefe de máquinas debe estar pegando fuerte», pensó Ericson con un gesto de satisfacción; «esto hará que esos vagos de fogoneros se espabilen un poco y dejará algo de hollín en la chimenea…». Después de la angustia interminable de la noche precedente resultaba muy grato aquel cambio de papeles y lanzarse a aquella caza implacable.

La Compass Rose prosiguió su veloz carrera.

—Informe sobre el objetivo —pidió Ericson por quinta o sexta vez.

Desde su departamento, la voz de Sellars, excitada y jubilosa, confirmó que la distancia iba disminuyendo y que podía estarse cierto de un animado encuentro. A Ericson le parecía que, bajo su mano, todo el barco concentraba sus fuerzas, encogiéndose como un tigre dispuesto a saltar sobre su presa. Era un pensamiento caprichoso, como a veces le ocurría cuando se hallaba muy cansado o tenía los nervios en excesiva tensión. Sentía el barco bajo él como el jinete siente el caballo, y se enorgullecía y se alegraba por el modo eficaz con que se veía correspondido. Era precisamente esto lo que había estado esperando tanto tiempo y por lo que tanto se había esforzado… Se dirigió a la plataforma de la brújula y marcó exactamente la posición de la señal, según la última información del radar, empuñó los prismáticos y los paseó por todo el campo visual que tenía frente a él, en el lejano horizonte.

Casi inmediatamente, lo vio.

Era una manchita negra, de forma cuadrada, y no podía ser otra cosa que la torreta de un submarino. Incluso mientras la observaba, un largo vaivén de las olas la levantó y vio en su base un pequeño penacho blanco…; la espuma levantada por el roce de las olas con el casco sumergido. Más adelante, y para completar el cuadro, se veían errantes nubecillas de humo: las significativas huellas del paso del convoy que lo delataban desde muchas millas de distancia. «Dos blancos y dos cazadores», pensó el Capitán enderezándose de una sacudida.

—¡Morell! —gritó asomándose a la barandilla frontal del puente.

—A sus órdenes —respondió el oficial mirando hacia arriba.

—Hay un submarino en la superficie, exactamente delante de nosotros. En este momento está fuera del alcance de nuestro fuego, pero esté preparado. Hay que dispararle un par de cañonazos antes de que se sumerja, si es que podemos acercarnos lo bastante para ello.

Ericson se volvió a medias hacia Lockhart y, mientras lo hacía, Wells, que estaba junto a él mirando con los gemelos, exclamó:

—Puedo verlo, señor. Lo tenemos enfrente.

Su voz se elevó con grandes muestras de excitación, pero inmediatamente su sentido profesional hizo que bajara de tono hasta alcanzar el normal.

—¿Enviaremos algún informe, señor?

—Sí. Un mensaje por telegrafía sin hilos. Avise a la cabina de la radio.

Ericson reconcentró sus pensamientos.

—Apunte esto… «Al Almirantazgo, repetido para el Viperous. Hay un submarino en la superficie, a diez millas a retaguardia del convoy T. G. 104. Rumbo 345, velocidad cinco nudos. Voy a entrar en acción».

Se volvió de nuevo hacia Lockhart, que estaba en el departamento del sonar.

—Oiga —le dijo— hay un…

Lockhart sacó la cabeza por la ventanilla, sonriendo a distancia.

—Ya oí algo de eso, señor —contestó—. De momento está demasiado lejos para mí.

Ericson sonrió en respuesta.

—No tardaremos mucho en necesitar esa condenada caja de trucos. Ya puede prepararse para ver la zambullida más rápida que registra la historia, tan pronto como nos eche la vista encima.

—Mi Capitán —dijo Lockhart—. Hagamos todo lo que podamos mientras tenga las narices fuera del agua.

Los cinco minutos siguientes fueron de una emoción intensa en todo el barco. La prevención para que estuviese preparado para entrar inmediatamente en acción fue transmitida a Ferraby y a las cargas de profundidad de popa, y después a la sala de máquinas.

—¡Corra hasta reventar, jefe! —gritó Ericson por el tubo acústico—. Tenemos el tiempo contado.

La Compass Rose empezó a volar a toda máquina hacia su blanco. Con la presión máxima de las calderas, parecía querer saltar sobre el agua en un intento desesperado para cubrir la distancia precisa antes de ser descubierta por el enemigo. A través de los gemelos de Ericson, la mancha de la torrecilla del sumergible se iba agrandando por momentos. Ya se distinguían algunos detalles y la variedad de luces y de sombras, e incluso podían vislumbrarse la cabeza y los hombros de un hombre, silueteados contra el horizonte luminoso; de un hombre que estaba mirando absorto hacia adelante, clavando la vista, absurdamente atento al arco de círculo que correspondía a su servicio de vigilancia. «Inconscientes por completo de su fatal destino, las pequeñas víctimas juegan», pensó Lockhart, que podía ver ya el submarino a simple vista sin necesidad de esforzarse. Estaba aún demasiado lejos para que se registrara señal alguna con el sonar, pero al paso que llevaban las cosas, podrían despacharse a su gusto sin tener que acudir a los adelantos científicos. La distancia disminuía con rapidez. La voz de Sellars subía cada vez más de tono a medida que anunciaba el aumento de proximidad. De pronto resonó en el puente de mando una llamada con la que se estaba muy poco familiarizado, la del puesto del cañón de cuatro pulgadas y Morell, con el tono de un hombre que hace un cumplido por puro formulismo social, dijo:

—Me parece que ya podría alcanzarle ahora, señor.

Estaban a una distancia de cuatro millas marinas, es decir, siete kilómetros y medio y, por consiguiente, se trataba de un tiro largo para un cañón pequeño. Se exponían a perderlo todo, pero, por otra parte, Ericson pensó que aquel estúpido vigilante de la torreta podía volverse, verlos, y exclamando Donnerwetter! o Gott in Himmel!, hacer que el submarino se sumergiese precipitadamente en busca de salvación. Esperó un momento más, contraponiendo la posibilidad de ser descubiertos con la limitación del alcance del cañoncito de juguete que constituía su principal armamento y después, inclinándose sobre la barandilla del puente, dio permiso a Morell con un ademán para que disparara.

El rugido del cañón siguió con una rapidez extraordinaria, demostrando que Morell debía de tener el dedo puesto en el gatillo.

Fue un buen disparo, incluso descontando la ayuda que el radar les había prestado para precisar la distancia, pero no fue suficiente para aquellas circunstancias decisivas. El surtidor de agua espumosa se levantó a unos treinta metros delante del sumergible. Aquel disparo fue más efectivo para producir la alarma que hubiera podido serlo cualquier clase de aviso. El vigía de la torreta se volvió como si no pudiera dar crédito a sus sentidos, pudiendo ser comparado a una mujer que tiene la seguridad de que su esposo está de viaje y de pronto oye su voz en el vestíbulo de la casa; después se hundió por el escotillón, como si le hubieran tirado de los pies, y la torreta se quedó vacía. En el silencio lleno de expectación que se produjo inmediatamente después, el cañón volvió de nuevo a tronar. Ericson lanzó un juramento. El tiro había quedado corto y la elevada columna de agua le impidió ver más; pero cuando ésta volvió a caer a la superficie, el submarino se estaba ya sumergiendo con una pronunciada inclinación en medio de un remolino de aguas revueltas.

Fuera cual fuese la eficacia de sus vigías, lo cierto es que la maniobra de sumersión se efectuó de un modo perfecto. En cuestión de segundos, el casco y la mayor parte de la torreta quedaron cubiertos por las aguas. Morell hizo un tercer disparo antes de que la superficie del agua recobrase su tranquilidad, pero en la conmoción producida por la inmersión fue difícil observar el lugar exacto de la caída del proyectil. Dio la impresión de que caía muy próximo y tal vez hubiese acertado. La Compass Rose continuó su veloz carrera hacia adelante, en línea recta, mientras el submarino desaparecía.

—¡Ya se ha sumergido, Lockhart! —Gritó Ericson.

Casi inmediatamente, la voz tensa de Lockhart contestó:

—¡En contacto…!

El zumbido silbante de la señal en el aparato de sonar se oía de un modo claro e intenso. Lockhart vigilaba, con los nervios de punta, mientras el operador manipulaba para mantener la comunicación. No podían perderla, ya que el sumergible había estado delante de sus ojos pocos segundos antes… La Compass Rose corría aceleradamente y Lockhart tuvo que dirigir al operador en un momento en que pareció que el enemigo iba a escaparse de la onda del sonar. El hombre, sudando por la emocionada atención que ponía, golpeaba con el puño en el borde del asiento de su silla. «¡Moviéndose rápidamente en la dirección apropiada, señor!», gritó Lockhart haciendo un ademán de satisfacción al ver que Ericson dispuso cambiar el rumbo para cortar el camino al invisible enemigo. El Capitán tocó el timbre de aviso para las cargas de profundidad de popa. Estaban ya muy cerca de su objetivo y el sonido de contacto se iba volviendo borroso, fundiéndose con el ruido de la transmisión. Aquél era el instante en que la suerte podía echar una mano; si el submarino conseguía aprovechar el momento alterando violentamente su curso, quizá pudiera alejarse de la mortífera área de la explosión que iba a producirse. Sólo pasaron muy pocos segundos de espera mientras recorrieron los últimos metros que los separaban del punto de ataque. Después, Lockhart presionó el timbre que dio la señal de fuego y un momento después se lanzaron las cargas de profundidad.

Toda la superficie del mar se alzó cuando se produjo la explosión. Ferraby, entregado a su misión y atormentado, a la vez, por el pensamiento de que había un submarino a pocos metros de ellos, dio también un salto, sacado de quicio por el fragor que se había producido tan cerca de él. Las columnas de agua se elevaron en el aire a gran altura. A todos les pareció imposible, y realmente ésa era la impresión que daba, que el submarino, hecho pedazos, no saltara también por el aire al mismo tiempo; tal era la seguridad que tenían de haberle acertado de lleno… Mientras la Compass Rose proseguía su marcha y el mar alborotado se sosegaba, todos se quedaron mirando, mudos por la expectación, la gran mancha de agua descolorida que marcaba el área de la explosión, esperando que el submarino subiese a la superficie para rendirse.

Nada sucedió. La conmoción del agua desapareció y con ella las locas esperanzas. Comprobaron, con rabia y con asombro, que el ataque había constituido un fracaso.

—¡Pero, maldita sea…! —gritó Lockhart convirtiéndose en el portavoz de los sentimientos generales—. ¡Si debíamos haberlos alcanzado! ¡Esos condenados estaban ahí…!

—Volved a la busca —dijo Ericson escuetamente—. Todavía no hemos acabado.

Lockhart se sonrojó por aquel tácito reproche que no podía ser más notorio. Ya se sentía bastante molesto sin necesidad de que Ericson ahondase en la llaga.

—Registren a sesenta grados a popa —ordenó.

Volvió a entregarse a la observación del sonar y casi inmediatamente restablecieron el contacto a unos cincuenta metros del sitio donde habían arrojado las cargas de profundidad.

La Compass Rose dio media vuelta al timón y se precipitó al segundo ataque. Esta vez fue más sencillo. Tal vez, al fin y al cabo, hubieran ocasionado averías porque el submarino no parecía moverse ni realizar ningún intento de huida.

—El blanco permanece inmóvil, señor —informó Lockhart mientras acababan de darla vuelta y fue repitiendo estas palabras hasta el fin de la operación.

De nuevo fueron lanzadas las cargas de profundidad, otra vez conmovió todo el barco el enorme estallido de la explosión y una vez más quedaron todos esperando el éxito o el fracaso en que habían de desembocar sus esfuerzos.

Alguien, en el puente, lanzó un grito de atención. El submarino emergió de proa, con un extraordinario ángulo de elevación, fuera de su inclinación normal debido a la violencia de las explosiones. Era patente que, de momento, había perdido el dominio de su maniobra. Mientras salía, el agua corría por su parte superior y caía por los costados. En torno a la torreta se formaron grandes burbujas y de los intersticios de las planchas metálicas de su parte central, resquebrajadas por la explosión, brotaron chorros de petróleo.

—¡Rompan fuego! —gritó Ericson.

Siguieron unos momentos cuya iniciativa correspondió por entero a Baker. El cañón de dos libras situado detrás de la chimenea era, en aquel momento, la única arma utilizable. El continuado estampido de su fuego conmovió el aire calmado y, con el repiqueteo de un martinete, las rojas balas trazadoras empezaron a llover sobre el agua trazando una línea de puntos cada vez más próxima al submarino. Éste, momentáneamente, había conseguido nivelarse y se mantenía en posición normal. Resultaba chocante y repulsiva en grado sumo la vista inmediata y repentina de aquel artefacto maldito, causa aborrecible de tantos cientos de noches de angustia y de desastre, mostrándose ahora con inocente desnudez. Era algo parecido a contemplar a un criminal que hubiese ultrajado el honor y afrentado a la sociedad descansando tranquilamente junto a nuestra propia chimenea.

El cañón de dos libras empezó a hacer blanco. Comenzaron a brotar de los costados brillantes llamaradas seguidas de penachos, en forma de hongo, del humo amarillento de la cordita. Los proyectiles eran de poco calibre, pero sus impactos repetidos dañaban la cubierta exterior del casco y penetraban en busca de las partes vitales de la embarcación. Cuando la Compass Rose dio de nuevo la vuelta describiendo un círculo cerrado, las ametralladoras emplazadas en el puente de mando y en la cubierta unieron sus disparos con un estrépito infernal. El submarino descendió un poco y los hombres empezaron a surgir de la torreta. La mayor parte de ellos corrieron hacia adelante, resbalando por la cubierta, con las manos en alto, gritando y haciendo señales a la Compass Rose, pero hubo uno, más furioso o más valiente que los demás, que abrió fuego con una ametralladora emplazada al abrigo de la torreta y unas ráfagas de balas fueron a dar en la parte central del barco. Después cesó aquel fuego repentinamente y el que lo hacía se desplomó sobre el borde de la torreta. Los demás tripulantes del sumergible empezaron a tirarse al agua, o a caer, pues las armas de la Compass Rose continuaban disparando y haciendo blanco en los hombres o en el casco. La sangre corrió por la mojada cubierta del submarino y se deslizó por los imbornales, destacando su tono rojo oscuro sobre el gris acerado del casco. El sumergible empezó a deslizarse hacia el fondo, comenzando a hacerlo por la popa, en medio de un remolino de burbujas de agua y petróleo y del humo y el olor de la cordita. Un hombre, sacando medio cuerpo por la torreta, arrojó al mar un pesado saco y luego trató de tirarse también él, pero el cuerpo muerto del que había disparado la ametralladora le dificultaba los movimientos, obstruyéndole el paso y no tuvo tiempo para zafarse de aquel obstáculo antes de que el submarino desapareciese sobre las aguas. Una explosión final producida en el interior del casco hizo ascender una columna de agua grasienta y después reinó el silencio.

—¡Alto el fuego! —ordenó Ericson cuando las aguas del mar empezaron a reunirse de nuevo en el lugar donde el submarino se había hundido y la superficie se alisó formándose un gran charco de petróleo—. Timón recto. Paren la máquina… Echen la escala de cuerda para que trepen los nadadores.

Así acabó aquel momento maravilloso y terrible.

Sin embargo, para uno de los tripulantes de la Compass Rose todo había terminado un poco antes. Un joven marinero que formaba parte del grupo de artilleros del cañón pequeño había resultado muerto a consecuencia de los disparos hechos por la ametralladora del sumergible. El pequeño grupo de hombres llenos de lástima y dolor que se inclinaban sobre el cadáver no podía verse porque lo ocultaba la cureña del cañón, y su aflicción no era menos intensa aunque constituyera una excepción junto al tono general, de jubiloso triunfo, que reinaba en el barco. Formaban una escena completamente aparte del resto y nadie se había dado cuenta, aún, de la muerte del artillero, ya que, por lo demás, toda la atención general estaba puesta en los supervivientes de la dotación del submarino que nadaban hacia la Compass Rose en demanda de salvación. La mayor parte, en el límite del terror y de la extenuación, jadeaban angustiosamente y pedían socorro. Los tripulantes de la Compass Rose, con la exaltación del triunfo, los animaban con gritos y voces burlonas sin poder tomar en serio los ruegos de unos hombres que, hasta unos minutos antes, habían sido fervientes partidarios de la guerra sin cuartel.

—Ésta es mi clase favorita de supervivientes —dijo Morell de pronto y sin dirigirse particularmente a nadie—. Ellos inventaron eso de la guerra total. Quiero ver cómo se portan ahora.

Se portaron, en realidad, del mismo modo que los demás náufragos que habían sido recogidos del agua por la Compass Rose. Unos pedían auxilio, otros nadaban en silencio hacia sus salvadores y alguno se hundió sin poder mantener el esfuerzo. Hubo, sin embargo, una excepción, un caso aislado, que podía haber estropeado todo. Fue éste un hombre que, nadando vigorosamente hacia las escalas de cuerda que pendían del costado del barco, de pronto levantó la vista hacia sus salvadores, alzó la mano derecha y gritó en voz alta «¡Heil Hitler!». A bordo de la Compass Rose se produjo en el acto un rugido de cólera y un repentino enfriamiento en la buena voluntad para izar del agua a los nadadores que llegaban al costado y ayudarlos en aquel último esfuerzo para trepar a bordo.

—¡Malditos cabrones! —increpó el torpedista Wainwright—. Deberíamos dejarlos en remojo.

Lockhart, que estaba inspeccionando los trabajos de salvamento, sintió un arrebato de ira al presenciar aquel incidente. Se sintió, en su interior, conforme con los sentimientos que el torpedista había expresado en voz alta y creyó justificado que el Capitán pudiera ordenar la marcha del barco abandonando a aquellos hombres a su propia suerte. Pero fue solamente un impulso irreflexivo.

—¡Arriba con ellos, de prisa! —gritó como si no se hubiera dado cuenta de la reacción producida en sus subordinados—. No vamos a estarnos aquí todo el día…

Los nadadores fueron izados uno a uno. El que había dado aquel extemporáneo grito fue el último en saltar a bordo y recibió, en su pie desnudo, un pisotón tan fuerte por parte del cabo Tonbridge, que no era precisamente un ser alado, que tuvo que lanzar otro grito, pero éste de muy diferente significación.

—¡Menos ruido! —gritó Lockhart secamente y con tono inexpresivo—. Estáis todos fuera de peligro… Que formen fila —ordenó dirigiéndose a Tonbridge.

Los prisioneros fueron reunidos en una fila que ofrecía un aspecto bastante deplorable. Eran catorce, y a sus pies yacía el cadáver de otro que había sido rescatado, ya muerto, del mar. La dotación de la Compass Rose los rodeó formando un apretado semicírculo, contemplando a sus prisioneros. Éstos formaban un grupo de apariencia insignificante y que no excitaba una gran atención. El agua que les chorreaba del cuerpo mojaba la cubierta, sus ropas estaban empapadas y destrozadas y sus caras ofrecían un aspecto a la vez de alivio y de infortunio, como el de unos cómicos pésimos que, por lo menos, han conseguido terminar de mala manera su representación, pero sin sufrir tampoco ninguna reacción de violencia física por parte del público descontento. No había nada allí que tuviera relieves heroicos. Desposeídos de su barco, carecían de toda prestancia. La tripulación de la Compass Rose se sintió desilusionada, casi defraudada, por la calidad de los que habían derrotado, primero, y luego salvado. ¿Eran aquéllos —pensaban— los que realmente se habían imaginado que serían los tripulantes de un submarino?

Pero había aún algo en ellos, algo que atacaba los nervios y que les producía un sentimiento de desagrado y de repulsión, como el que se experimenta a la vista de un miembro corroído por una llaga supurante. Eran extranjeros, y su presencia a bordo resultaba tan repelente como la aparición de un submarino en la superficie de las aguas. Eran gente que pertenecía a un mundo distinto y aborrecido, no sólo como alemanes en guerra sino como marineros de un submarino alemán, lo que los hacía doblemente odiosos. Tan pronto como fue posible fueron registrados, se les tomó la filiación y se les condujo bajo cubierta.

Ericson había dispuesto que el comandante del sumergible alemán, que figuraba entre los prisioneros, fuese conducido a su propio camarote, con centinela en la puerta, por formularia precaución. Más adelantada la mañana, cuando avistaron el convoy y navegaban a toda marcha para informar al Viperous, Ericson bajó para ver a su colega enemigo, según él le llamaba con acento satisfecho y triunfal. La Compass Rose se había comportado de un modo magnífico y había conseguido llevar a cabo algo que había costado dos años de esfuerzo, por lo que Ericson estaba en excelente disposición de ánimo. Pero, después de los sucesos de aquella memorable mañana, su sistema nervioso estaba algo excitado y propenso a buscar alteraciones y, por otra parte, no estaba preparado para encontrarse con la clase de hombre que se hallaba en el camarote, por lo que su buena disposición inicial experimentó el cambio más completo que hasta entonces había tenido ocasión de sufrir.

El comandante alemán estaba de pie en medio del camarote, mirando con aire un tanto abatido por la porta. Se volvió cuando entró Ericson y adoptó inmediatamente aquel aspecto que juzgaba que era el único que el mundo podía observar en él… Era un hombre alto, muy rubio, y joven; lo suficiente para poder ser hijo de Ericson. Pero, afortunadamente, no lo era, según pensó el capitán inglés inmediatamente al fijarse en aquellos ojos algo descoloridos en los que se adivinaba la cólera reprimida, el desprecio que crispaba sus labios y las aletas de la nariz y el disgusto contra la vida y el odio que le producía el haber sido capturado por quien consideraba un inferior. Era joven pero tenía cara de viejo, ajada por la ambición de mando y de poder. «No hay nada que hacer con esta gente —pensó Ericson con sombría clarividencia—; no tienen cura. Sólo podemos acabar con ellos, y que la próxima cosecha sea mejor».

—¡Heil Hitler! —empezó el alemán con marcada dureza—. Desearía que…

—No —dijo Ericson ceñudamente—. No creo que tengamos que empezar así. ¿Cómo se llama usted?

El alemán se engalló.

—Von Hellmuth. El capitán Von Hellmuth. ¿Usted es también el comandante de este barco? ¿Cómo se llama usted?

—Ericson.

—¡Ah! ¡Un buen nombre germánico! —exclamó Von Hellmuth levantando sus cejas amarillentas como si se dignara dispensar una sombra de condescendencia.

—¡Nada de eso! —Saltó Ericson—. Y le prevengo para que baje los humos. Usted es un prisionero. Está detenido aquí. Compórtese, por lo tanto, en consecuencia con su situación.

El alemán frunció el entrecejo ante aquella falta de consideración para su elevada personalidad. En toda su expresión se dibujó una amarga hostilidad que incluso se reflejó en el encogimiento de sus hombros.

—Usted se ha apoderado de mi barco por sorpresa, capitán —dijo agriamente—. De lo contrario…

El tono de su voz parecía indicar que había mediado traición, felonía en la táctica, un comportamiento, en suma, ofensivo para el honor germánico y sólo digno de ingleses, polacos y negros. «¿Qué diablos has hecho tú, pensó Ericson, durante todos estos meses más que coger a la gente por sorpresa y cazarla al acecho sin darle ninguna oportunidad?». Pero estos pensamientos no tuvieron manifestación externa y, por el contrario, sonriéndose irónicamente, le dijo a su adversario.

—Es la guerra. Siento que sea demasiado dura para usted.

Von Hellmuth le dirigió una mirada furiosa, pero no dio ninguna respuesta a aquella observación. Comprendió, aunque demasiado tarde, que, al quejarse por la forma que había sido vencido, había dado muestras de debilidad. Paseó la mirada por el camarote y adoptó un tono de burlón desprecio.

—Es un camarote muy pobre —dijo—. Yo no estoy acostumbrado…

Ericson le paró los pies, estremecido de cólera. Pensó que si tuviera un revólver le pegaría un tiro a aquel aborrecible teutón. Así obraba aquella maldita gente y de aquel modo se arraigaba y se criaba en el corazón la infección odiada… Cuando volvió a hablar, su voz era tajante y violenta.

—¡Cállese! —exclamó—. Si vuelve usted a hablar de ese modo, lo mando encerrar en la bodega.

Volviéndose bruscamente hacia la puerta, gritó:

—¡Centinela!

El cabo que desempeñaba esta misión, con la pistola al cinto, apareció en el umbral del camarote.

—A sus órdenes.

—Éste es un prisionero peligroso —dijo Ericson secamente—. Si hace cualquier tentativa para salir del camarote, disparad.

La cara del marinero permaneció impasible y sólo sus ojos, pasando de su capitán a Von Hellmuth, tuvieron un asombrado pestañeo de interés.

—A sus órdenes, señor —contestó desapareciendo de nuevo.

La expresión de Von Hellmuth vaciló entre el desprecio y la inquietud.

—Soy un oficial de la marina de guerra alemana… —empezó a decir.

—Usted es un cabrón aquí y en todas partes —le interrumpió Ericson.

Experimentó otro arrebato de cólera. «Podría hacerlo ahora, pensó, asombrándose de sus ideas homicidas, podría hacerlo con tanta facilidad como si me restregase las manos…».

—No tengo ningún interés particular en llevarlo conmigo a Inglaterra —dijo lentamente y midiendo las palabras—. Lo sepultaríamos en el mar al anochecer, si me diera la gana. De modo que ándese con cuidado. Eso es todo lo que tengo que decirle. ¡Ándese con cuidado!

Se volvió y abandonó el camarote. Ya fuera de él no pudo menos de preguntarse, con extrañeza, cómo podía ser que no se avergonzase de sí mismo.