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Existía la vida en el mar, ruda, severa y a veces espantosa. Existía la dulce vida en el hogar, disfrutando de los permisos. Había, finalmente, el término medio de la vida en el puerto, cuando descansaban de un convoy y se preparaban para el próximo. De esas tres formas de vida la del puerto, con sus actividades, era la que quizá les producía la impresión más vívida de constituir un elemento esencial entre los demás que componían esa arma compleja empeñada en una batalla mortal de enormes proporciones.

Gladstone Dock, donde descansaban casi todos los barcos de escolta del Mando de los Accesos Marítimos Occidentales, se había convertido, en el término de dos años, en una enorme colmena donde se concentraba la actividad naval. En los profundos sótanos del edificio Liver se albergaba el gran centro director, que tenía a su cargo la estrategia de la batalla del Atlántico. En Gladstone Dock y en otros muelles más pequeños que se extendían a lo largo de las riberas atracaban los barcos que libraban los combates parciales de aquella batalla gigantesca, rudos peones de brega, inmóviles ahora y amarrados de costado en grupos de tres y de cuatro, a lo largo de los embarcaderos, curtidos por el viento y la sal marina, cansados y maltrechos por un trabajo excesivo. Unas veces descansaban agradecidos, mojados aún por el accidentado viaje, y otras esperaban nada más que la marea fuera propicia para hacerse de nuevo a la mar. Aquellos barcos producían una impresión semejante a la de los buenos obreros; con poca elegancia, es cierto, pero fuertes y merecedores de confianza. Se hallaban atestados, de proa a popa, con los mástiles apuntando al cielo y sus planos castillos de proa elevándose sobre los malecones que, a su vez, se hallaban cubiertos de barracas y cobertizos y un confuso hacinamiento de maquinarias, piezas de repuesto, bidones de aceite, mercancías y abastecimiento de todas clases que se iban amontonando constantemente. Pero lo que atraía las miradas eran los barcos: los destructores, delgados y grises, los cañoneros rechonchos, las corbetas, los dragaminas que limpiaban los caminos del mar…; ése era el equipo combinado que llevaba el peso de la lucha. Allí, en Gladstone Dock, estaba la fuerte coraza de los convoyes, la armadura del Atlántico. No era brillante; estaba, aquí y allá, mellada y abollada, era indudablemente delgada por su excesiva extensión y estaba sometida al máximo esfuerzo y al límite de su resistencia, pero seguía manteniéndose después de la prueba de dos años brutales y aguantaría mientras durase la guerra y aun después.

Los hombres que tripulaban esos barcos tenían todos el mismo carácter. La batalla del Atlántico se estaba convirtiendo para los marineros en una especie de guerra personal. El que tomaba parte en ella conocía todos sus secretos y recursos; la forma de mantener tensa la vigilancia en las noches cargadas de peligros; el modo de sobreponerse al agotamiento de la fatiga; el procedimiento para salvar a los supervivientes de los hundimientos; los recursos para hundir sumergibles; la manera de sepultar a los muertos y también la de morir sin ocasionar ninguna pérdida inútil de tiempo. Se conocía, aunque no con los precisos detalles de la parte directa que correspondía a cada uno en su respectiva faena, el plan conjunto de la batalla y cómo se iba desarrollando. Se percataban, por ejemplo, de que, en aquellos momentos, la balanza se inclinaba invariablemente en contra de los convoyes. Se sabían de memoria los totales de los hundimientos mensuales, el historial y las cualidades de los demás barcos de escolta, los nombres de los comandantes de los submarinos que se habían distinguido de un modo especial por su pericia o por su dureza implacable. El conjunto de la batalla era una cosa casi personal y en los marineros que tomaban parte en ella se fomentaba un orgullo y una camaradería que no podía ser sustituida por nada. Ellos eran los expertos, ellos quienes sostenían la lucha por completo, ellos sabían lo que exigía de un hombre y la mortal furia que, aumentando de mes en mes, ponía a prueba a todos los que participaban en el combate, desde el más alto al más bajo, hasta el límite de su resistencia.

Todo eso era especialmente cierto tratándose de los hombres que tripulaban las corbetas, los barcos más pequeños perdidos en las salvajes inmensidades del Atlántico en esta fase desesperada de la contienda. Cuando se refugiaban en el puerto después del duro convoy, del ataque victorioso, de las desdichas, pérdidas y carnicerías, se daban cuenta exacta de la misión que estaban desempeñando. Leían en los periódicos cosas que se referían a ellos mismos y comentaban los ridículos epígrafes que quedaban, a veces, tan por lo bajo de la verdad; pero, en su interior, cada cual sabía que la pública reputación, el marchamo de la corbeta, era un reflejo de algo que, cuando se hallaban aislados en el mar, les daba un prestigio donde se mezclaban el triunfo y el horror y que tenía el grandioso brillo de un eterno y feroz desafío con la muerte. Cuando un marinero decía: «Yo navego en una corbeta», debía estar preparado para escuchar: «Debe ser muy duro ese servicio; creo que hay que dejarse la piel en ello»; pero fuera cual fuese la respuesta y la escala de simpatía o incomprensión, la verdad lo acompañaba y, en su interior, podía mostrarse orgulloso.

Reunidos todos en el puerto, menudeaban las visitas mutuas en las cámaras y el saboreo de la ginebra del vecino, y los nuevos rumores y comentarios que constituían el chismorreo de la flotilla animaban la rutina establecida y la espera para entrar de nuevo en acción. Había muy pocas diferencias entre aquellos hombres de cualquiera que fuese el barco, se trataba del mismo género de personas: aficionados que habían conseguido graduarse en una competencia y un valor completamente profesionales. Cuando Ericson paseaba la mirada por su propia cámara veía, en teoría, a un periodista, un abogado, un empleado de banca y un joven contable; pero estos membretes personales no tenían entonces significación alguna: eran, simplemente, sus oficiales, los jóvenes que colaboraban en la dirección del buque y que se habían adaptado a su nueva existencia de un modo tan completo que se habían desprendido de todo su pasado, salvo de lo que pudiéramos llamar una especie de acento personal que éste les había dado ya en forma indeleble. Lo mismo sucedía en los otros barcos. Los oficiales de todas las corbetas reunían esas mismas características. El nuevo tipo experimental de buque de guerra había llevado, a la escuela, por decirlo así, a sus hombres, a la vez que la propia embarcación aprendía las lecciones de la experiencia y había desarrollado en aquellos alumnos características personales muy acusadas, que tan necesarias eran para hacerlos dignos de confianza y tan esenciales eran también para mantener la lucha. No podía dudarse de que, cuando se reunían y descansaban entre cada servicio de convoy, aquellos jóvenes exhibían sin excepción, como una marca grabada a fuego, la desdeñosa confianza de los elegidos. Navegar en las corbetas era un género especial de prueba y una distinción singular, y nadie mejor que ellos mismos podía saberlo.

Esto daba un matiz desconocido a sus sentimientos respecto a los demás que no tomaban parte en aquella batalla, como forzosamente tenía que suceder. Durante sus períodos de permanencia en puerto, la Compass Rose entraba en contacto con la oficialidad en tierra, que inspeccionaba el programa de perfeccionamiento continuo en el manejo y funcionamiento de la artillería y el equipo del sonar para la detección antisubmarina, labor que llenaba la mayor parte de los días durante su permanencia en puerto. Eran también muchas las personas que visitaban el barco: expertos de todas clases para revisar el equipo, oficiales de máquinas y señales, portadores de órdenes y partes, capellanes, hombres que tenían un claro motivo para subir a bordo y otros que no lo tenían como no fuese una especie de sed insaciable y la posibilidad de aliviarla en alguno de aquellos bares flotantes que se les ofrecían a docenas… Había, en efecto, un círculo muy amplio de visitantes y obvio es decir que la mayor parte de ellos eran bien recibidos, puesto que acostumbraban a ser laboriosos, serviciales y sinceros cuando proclamaban su ansioso anhelo por ir al mar en vez de estar sentados en una oficina, en tierra, alejados de los riesgos directos del conflicto. Pero había otros que merodeaban por los alrededores siempre dispuestos a libar el dulce néctar alcohólico. Eran visitantes profesionales que se podía dar por seguro que aparecerían a bordo sobre las once de la mañana, alegando cualquier excusa más o menos forzada y que recalarían en las cámaras de oficiales con un vaso en una mano y una botella en la otra, estableciéndose allí con un aire tal de permanencia que, al final, había que optar entre cerrar el bar o convidarlos al almuerzo. Algunos hacían algo de comedia y acostumbraban a exteriorizar sus anhelos por embarcar si pudieran librarse de aquel maldito catarro crónico que los inutilizaba; pero otros ni siquiera se tomaban la molestia de fingir y exhibían sin rebozo su satisfacción por dedicarse a trabajos fáciles, con frecuentes horas disponibles, y el derecho, establecido por la costumbre, de echar un trago, sin dispendio alguno, en numerosas y variadas ocasiones del día. Cuando uno está reponiéndose de dos o tres semanas pasadas en el mar con un tiempo endiablado, con el recuerdo quizá de un convoy especialmente fatídico y la memoria de hombres que, en aquel mismo departamento donde estaban sentados, se habían debatido en las ansias de la muerte, resultaba difícil mostrarse cortés con personas que parecían considerar todo aquello como un juego placentero y su propio papel cómodo y descansado como la recompensa a algún talento natural.

En la mayor parte de los casos, la reacción que la presencia de estos individuos producía era silenciosa, indicativa de un desprecio tácito que no podría quebrantarse sin la expresión de lo que se pensaba sobre aquello; pero a veces el desprecio no podía contenerse y fluía sin freno. En una ocasión a bordo de la Compass Rose, en que había tenido que retrasarse el almuerzo durante una hora larga por culpa de uno de aquellos inoportunos visitantes que no parecían darse la menor cuenta de que la sesión de la ginebra matinal ya se había terminado, los oficiales se sentaron a la mesa en un estado de impaciencia fácil de imaginar. Ericson se hallaba en tierra y Lockhart, sentado en la cabecera de la mesa, mientras se servía un pastel de carnero ya medio helado, se hizo portavoz de los sentimientos generales diciendo:

—Ese hombre es el colmo. Viene todos los días a bordo mientras estamos en puerto y no creo que, durante todo el tiempo que permanece aquí, haga nada de utilidad en absoluto. —Mirando a Morell, le preguntó—: ¿Qué ha hecho por nosotros esta mañana?

—Se ha tomado ocho ginebras —respondió Morell suavemente—. Aparte de esto, dijo que nuestro cañón estaba muy limpio y era muy bueno.

—¡Un oficial de la inspección de artillería! —exclamó furioso—. Me gustaría coger el cañón y…

—Bien dicho —añadió Morell——. Pero yo reclamo el derecho de apretar el disparador.

Ferraby, sirviéndose a su turno en el extremo de la mesa, terció en la conversación.

—¿No recuerdas a ese individuo, del King Alfred? —preguntó a Lockhart—. Estuvo allí al mismo tiempo que nosotros. Dijo que iba a ir a las fuerzas de costa.

—Creo recordar vagamente su fisonomía —asintió Lockhart.

—Pues le has tenido bastante tiempo delante para poder refrescar la memoria —comentó Morell.

—Lo que me da más rabia —prosiguió Lockhart— es la actitud general de ese sujeto, su manera de considerar el conjunto de la guerra. Viene aquí a bordo, se bebe nuestra ginebra, no intenta siquiera prestarnos la menor utilidad y encima habla de la guerra y de la Armada como si fuera un tinglado montado exclusivamente para proporcionarle un empleo descansado.

—Seguramente es esto lo que la guerra significa para él —dijo Morell—. Hay mucha gente así, como sabéis. No se dan cuenta de la realidad, mejor dicho, no quieren darse cuenta. Consiguen un trabajo descansado, con alguna gratificación por añadidura, y cuanto más dure la guerra, mejor para ellos. No luchan, ni ayudan a los demás a luchar, porque no consideran esto como una lucha ni mucho menos. Para ellos es una especie de pequeño accidente cósmico que les ha proporcionado un uniforme bonito y la posibilidad de comprar cigarrillos libres de impuestos.

—¿Pero es que hay mucha gente que, realmente, considere esto como una lucha? —intervino Baker, que aunque generalmente no tomaba parte en las discusiones de la cámara, en esta ocasión se decidió a hacerlo. Mirando alrededor de la mesa y no sin vacilar algo, prosiguió—: Todos nosotros nos sentimos muy ligados a la contienda, supongo; pero, aun así, incluso cuando nos encontramos en el mar, es difícil sentir que estamos allí porque tenemos que ganar la guerra y derrotar a los alemanes. La mayor parte del tiempo no le parece a uno que esto sea una guerra. Da la sensación de que estamos desempeñando una misión porque alguien tendría que hacerlo y si se tratase de los franceses, por ejemplo, en vez de los alemanes, haríamos lo mismo sin formular ninguna pregunta.

—Sé perfectamente lo que quieres decir —dijo Lockhart después de una pausa—. A veces parece que estamos cogidos por el engranaje de una gran máquina que otros dominan y manejan.

Pareció vacilar. La verdadera respuesta a todo aquello era que los ciudadanos deberían haber prestado la debida atención a la situación política antes de que estallase la guerra, para poder comprender lo que ésta significaba y sentir vehemente deseo personal de triunfar en ella. Pero para hombres como Baker, que apenas tenían veinte años y que carecían de intereses creados, hubiera resultado muy difícil esa labor crítica. Su defecto no era la carencia de interés sino la falta de madurez.

—Pero de todos modos —prosiguió Lockhart— lo cierto es que estamos en la guerra y que tenemos que luchar en ella, y aun cuando no pongamos a la contienda una de esas melodramáticas etiquetas de «luchando por la democracia» o «luchando para acabar con el totalitarismo», esto es precisamente lo que estamos haciendo y en ello radica la verdadera significación de nuestros esfuerzos.

—¿Sientes verdaderamente lo que estás diciendo? —inquirió Morell, que lo miró con curiosidad.

—Sí —contestó Lockhart y después, dándose cuenta de que los demás lo miraban con igual curiosidad, moderó su énfasis y, sonriendo, continuó—: Sí, tengo lo que se llama espíritu patriótico. Esto es lo único que me contiene de mandarlo todo a paseo.

Se oyó un golpe con los nudillos en la puerta y entró un ordenanza.

—Para el oficial de artillería, señor —informó con tono respetuoso.

—¿Qué? —inquirió Morell.

—El oficial que se marchó hace un rato ha vuelto de nuevo, señor.

—¡Dios! —exclamó involuntariamente Lockhart.

—Me dijo que le entregase esto, señor —prosiguió el ordenanza alargando un sobre—. Explicó que se le había olvidado.

—Gracias —respondió Morell. Cogió el sobre y lo abrió con un cortapapeles. Se trataba de una imponente hoja de papel de oficio. Morell la leyó rápidamente y en sus facciones se reflejó una sorpresa jocosa y exclamó—: ¡Increíble! No puede ser.

—¿Qué es? —preguntó Lockhart.

—La enmienda de una errata en las nuevas ordenanzas de la artillería de flotilla que se recibieron ayer —respondió Morell—. Al fin, nuestro amigo ha justificado su existencia.

—¿Es algo importante?

—Claro. En efecto, se trata de algo fundamental —afirmó con un tono de voz que hizo que todos lo miraran—. Os lo voy a leer: «Órdenes de la artillería de flotilla. Enmienda número uno. Página dos, línea seis. Donde pone “shit” (excremento) debe leerse “shot” (disparo)…».

Entre los muchos barcos con los que se encontraban regularmente en Liverpool, había algunos tripulados por hombres pertenecientes a las escuadras aliadas que, o habían huido en los propios barcos refugiándose en Inglaterra, o habían sido reclutados a su llegada y destinados a un barco inglés que había sido puesto a su disposición. Había, entre otros, varios dragaminas holandeses, una corbeta noruega y un cazasubmarino francés de diseño tan aparatoso que, a primera vista, era difícil saber si se estaba hundiendo o no. Estos barcos y estos hombres planteaban un problema curioso: el de si había que tomarlos en serio y contar con ellos como aliados efectivos y dignos de crédito o, por el contrario, prescindir de ellos por completo y considerarlos nada más que como inesperadas piezas decorativas que sólo podían aceptarse mientras no proporcionaran ninguna preocupación seria, pero a duras penas se les podía considerar como barcos de guerra tripulados por combatientes.

Lo difícil era que variaban mucho: a veces su aspecto convencía, mientras que otras no conseguía hacerlo. Los barcos «extranjeros» se mantenían, desde luego, muy apartados de los demás. Aislados en un país extraño y separados de sus propias naciones vencidas, sus oficiales y sus dotaciones mantenían una reserva prudente en sus tratos con extranjeros que era difícil vencer. Se deseaba comprenderlos, hacerse cargo de su situación, simpatizar con ellos…; pero había tantas otras cosas en que pensar que la cuidadosa y casi tierna apreciación de los sentimientos de los desterrados resultaba una complicación demasiado grande, a menos que uno se sintiera en un momento de extraordinaria comprensión. A veces parecía merecer la pena el ocuparse de aquello, y esto sucedía cuando se les podía convencer de que hablasen con toda franqueza y libertad, pues muchos podían referir relatos conmovedores de cómo habían llegado a verse luchando a favor de los aliados, relatos que interesaban mucho más que contar cómo uno se había alistado en la marina mediante una simple firma y embutiéndose un uniforme de la reserva de voluntarios de la Armada. Eran relatos de drama y de intriga en los momentos en que sus países se hallaban al borde de la derrota; de fugas que se consideraban como la única forma de dejar a salvo el honor; de desesperadas decisiones tomadas al amparo de una aceptación pasiva; de luchas y resistencia; del momento, en fin, en que se podía llegar a respirar el aire libre de Inglaterra… Todos participaban, en muchas y variadas formas, de esta excitación fundamental y también participaban de la tristeza, de la congoja que les producía mirar hacia atrás, hacia lo que habían perdido. Esa misma tristeza variaba, sin embargo, e incluso en ella había varios grados en orden a su carácter más o menos plausible.

Los holandeses y los noruegos daban una impresión de seriedad y confianza. También ellos podían tener sus miradas retrospectivas, pues muchos no sabían nada de sus familias y amistades desde el momento en que sus países habían sido invadidos sin contemplaciones en 1940; pero contrabalanceaban esas humanas añoranzas mirando también el futuro y confiando en un esfuerzo positivo para reconquistar y restaurar lo que habían perdido, pensando en una contraofensiva que pudiera devolverles, honorablemente, la paz y el hogar perdidos. Sus barcos producían siempre una impresión excelente porque los mismos hombres parecían dotados de excelentes cualidades. Al abandonar sus países, se habían definido claramente por medio de un esfuerzo resuelto y sin reserva, y este esfuerzo, que llevaba implícitas las virtudes marineras, la alteza de miras, la potencia y el valor, se reflejaba en todo lo que hacían y en la mayor parte de sus expresiones. Casualmente fue Ericson quien resumió estos sentimientos después de haber pasado una tarde en uno de los dragaminas holandeses en Gladstone Dock.

—Me gustan esos holandeses —le dijo a Lockhart a la mañana siguiente, mientras recorrían la cubierta pasando revista—. Toman todo en serio…; todo lo que se refiere con la guerra; y si son cosas de otra naturaleza, no quieren ni siquiera ocuparse de ellas. Incluso cuando les dije que era una lástima que la princesa Juliana hubiese tenido tres hijas seguidas en lugar de un varón, el capitán se puso terriblemente colorado y dijo: «Si usted cree que nosotros no luchamos por causa de ser hijas, le rompo la crisma. Márchese de aquí». Estábamos algo bebidos, naturalmente, pero se mostró resuelto a lodo. Ésta es la clase de hombres que me gustaría tener para limpiar de minas la ruta de un convoy y no esas ranas asustadizas que se pasan el tiempo suspirando por sus cosas y andando por los rincones.

Con los franceses era diferente, y eso no podía negarse. Lockhart iba muchas veces a bordo del barco francés atraído por la comida (que era exquisita) y por la posibilidad de hablar en ese idioma, y no podía menos que darse cuenta de una especie de dudosa reserva, de indiferente pasividad que parecía infectar todo el barco. No es que pudiera dudarse de su fidelidad, sino que se notaba que habían sido rebasados por los acontecimientos y dudaban de que Francia pudiera ser rescatada de su degradante situación, por el momento al menos. Hablaban con respeto del general De Gaulle, pero siempre tendían a dejar un margen por si las cosas salieran mal. Si De Gaulle fracasara, se encogerían de hombros (faut pas penser; faut accepter), y apostarían a favor de otro, incluso de Laval, aceptando la bandera de la colaboración. No se mostraban ya altivos, como los holandeses y los noruegos. Hablaban mucho más de sus casas y de sus familias que del trabajo que estaban llevando a cabo. Suspiraban, sin disimulo, por sus hogares, en todos los sentidos de la palabra, incluso el de entregarlos al enemigo si no hubiera posibilidad de liberarlos de sus manos por la victoria final. A veces parecía que su motivo fundamental no era la patrie sino l’amour lo que, paradójicamente, parecía precisamente disminuir su virilidad… Era una lástima. Lockhart, que había vivido en París y que admiraba todas las cosas francesas, consideraba que esa actitud era profundamente triste y deplorable; pero se trataba de una manifestación del espíritu galo frente a la adversidad que no podía disimularse.

En el curso de una discusión con el capitán del barco francés, éste le dijo una noche a Lockhart: «¿Confía usted realmente en nosotros?». En el tono de su voz y en la amargura de su inflexión, parecía hallarse la implícita observación de que le tenía sin cuidado el que no fuera así, pues, de todos modos, su interlocutor pertenecía a una nación de bárbaros o poco menos. Pero allí estaba la mancha y su manifestación, sin que pudieran borrarse so pretexto de la insensibilidad anglosajona, ni pudiera pretenderse que fuese fruto de un mal entendido.

Todavía no había aparecido en escena la oficialidad norteamericana. Aún no habían terminado sus dos años de provechosa neutralidad por el repentino ataque a Pearl Harbour. Pero, de vez en cuando, se encontraban alguno oficiales de esta nacionalidad: aviadores que descansaban en Liverpool entre dos vuelos transoceánicos y marinos procedentes de las anónimas correrías hasta el centro del Atlántico, pues, por entonces, los buques de los Estado Unidos ya custodiaban algunos convoyes desde los puertos norteamericano hasta un punto determinado donde pasaban a cargo de la escolta inglesa. Solían surgir de la niebla en destructores de aspecto extraño con largos nombres que a veces encabezaban con «Jacob» o «Ephraim» y deletreaban sus mensajes en morse con gran lentitud y cuidado para que los torpes ingleses pudieran comprenderlos mejor. «Deben de pensar que somos niños de teta», dijo el jefe de señales Wells un día, muy disgustado, porque un operador norteamericano excepcionalmente prudente había agotado su paciencia hasta el límite. «Parece que volvamos a la lección primera en el cuartel. Y por cierto, vaya una manera tan ignorante de deletrear “bahía”».

Pero la reacción que predominaba era la de una grata camaradería. En aquellos momentos de prueba venía muy bien contar con algunos barcos más prestados, y el hecho de que el lazo de unión transatlántico se fuera completando de manera tan natural, es decir, por medio de entregas de Norteamérica a Inglaterra, producía en este último país una expresión agradecida y fraternal. Los norteamericanos no habían entrado aún en la guerra; pero entre la ley de préstamos y arriendos y aquel discreto esfuerzo naval puede decirse que, desde fuera de las fronteras de la contienda declarada y en su misma raya divisoria, estaban haciendo todo lo que podían.

Había otros que no lo hacían. Existen grados de neutralidad así como los hay de infidelidad. Podemos perdonar a una mujer alguna coquetería ocasional pero no su entrega continua y sin reserva a otros hombres. Incluso en las mayores traiciones, sea dentro del matrimonio o fuera de él, pueden existir diversos grados de culpa. Por ejemplo, se podían comprender, aunque no perdonar, los puntos de vista de ciertos países como España y Argentina, que tenían afinidades políticas con Alemania y no disimulaban su antipatía por Inglaterra y el deseo de verla derrotada. Nunca habían puesto la democracia en primer plano. Pero era difícil contener la indignación hacia un país como Irlanda, cuya guerra era la misma que la nuestra y cuyas posibilidades de libertad e independencia eran nulas en el caso de la victoria de Alemania. El hecho de permanecer Irlanda apartada del conflicto en aquellos momentos creaba, especialmente desde el punto de vista naval, una serie de problemas específicos que afectaban, a veces de forma vital, a todos los marinos que tomaban parte en la contienda atlántica y ocasionaban en ellos un disgusto especial.

La neutralidad irlandesa, entendida en forma muy amplia, permitía a los alemanes mantener en Dublín un centro de espionaje y una ventana abierta sobre Inglaterra que estuvo funcionando durante toda la guerra y ocasionó a los aliados daños incalculables. Desde el punto de vista naval existió un factor que todavía resultó más dañino, es decir, la pérdida de las bases navales del sur y del oeste de Irlanda, que habían podido ser utilizadas por la Armada durante la Primera Guerra Mundial, pero que en la Segunda le estuvieron vedadas. El cálculo de los hombres y de los barcos que costó esta situación, mes tras mes, es imposible de hacer, pero el total fue trágico y de una enorme trascendencia. Partiendo de esas bases, los barcos de escolta hubieran podido zarpar desde lugares más adentrados en la ruta atlántica y los convoyes atacados hubiesen logrado hallar en ellas refugios adicionales, mientras que los destructores y las corbetas se habrían aprovisionado rápidamente y los remolcadores hubieran sido enviados para ayudar a los barcos averiados. Toda la gran batalla del Atlántico, en una palabra, se habría librado en términos mucho más equilibrados con los recursos del enemigo. Merced a esta neutralidad, que denegó el uso de tales bases, los barcos de escolta tuvieron que dar un largo rodeo para llegar al campo de operaciones, regresando al puerto con pérdidas, por lo menos, de dos días, y la sangría de hombres y navíos prolongó durante varios meses la lucha y aumentó la cuenta de un modo que la sonrisa que iluminaba los ojos de los irlandeses el día de la victoria no consiguió cancelar.

Desde un punto de vista estrictamente legal, Irlanda tenía el perfecto derecho de mantener su neutralidad y así lo hizo, de manera que el curso posterior de los hechos se deslizó por cauces ajenos a su determinación. Tenía, naturalmente, libertad para mantenerse a un lado de la lucha, fuera cual fuese el daño que esto pudiera ocasionar a la causa aliada. Pero los marineros, al ver hundirse los barcos y al contar el número de sus amigos que hubieran podido salvar sus vidas en lugar de morir, veían las cosas de forma más sencilla. Veían que Irlanda se mantenía a salvo cubierta por el paraguas inglés, que se alimentaba gracias a sus convoyes y se hallaba protegida por las fuerzas aéreas, de modo que hasta su misma neutralidad se hallaba garantizada por las fuerzas inglesas; pero, como respuesta a esta protección, no veían otra cosa que un constante sabotaje al esfuerzo aliado de guerra y esto los enfurecía en sumo grado. Cuando navegaban a lo largo de aquella costa que mantenía de un modo tan puritano su neutralidad y veían a una gente a la que no parecía importarle un bledo lo que pudiese pasar en la guerra mientras ellos siguiera viviendo en su mundo de cuento de hadas, no podían por menos de considerar todo aquello como un nuevo aspecto de lo indecoroso. Entre la lista de los pueblos a los que se está dispuesto a considerar con cariño cuando se acaba una guerra, no podrían figurar en primer término aquellos que hacen el papel de mirones y se limitan a contemplar con indiferencia cómo le cortan el cuello a su apurado vecino.

Liverpool era una ciudad de marineros y se desvivió siempre para desempeñar generosamente este papel. Cada noche bajaban a tierra cientos de hombres, tanto de los barcos mercantes que se alineaban en los muelles y astilleros, como de los buques de escolta atracados en Gladstone Dock, para intentar disfrutar de sus cortas horas de libertad. Se emborrachaban, provocaban disturbios, atestaban las calles y los bares, invadían los burdeles, seducían a las jóvenes y requebraban alas casadas…; pero Liverpool lo dispensaba todo y les ofrecía su hospitalidad siempre franca y abierta. Resulta difícil evaluar la contribución que esta ciudad prestó para mantener el espíritu guerrero durante los tiempos de invasión bélica; pero no cabe duda de que aquel ambiente grato, aquella segura bienvenida que dispensó años tras año, constituyeron una ayuda memorable para los marineros al darles algo en que poner la ilusión después de pasar semanas enteras en el mar, algo, en fin, que pudiera estimularles desde el exterior, sosteniéndolos en los momentos de soledad y de extenuación.

La Compass Rose, naturalmente, participó de lleno de esta generosidad. Después de tener allí su base durante dieciocho meses, la mayor parte de la dotación había adquirido relaciones en tierra y podía contar con seguridad con la comida familiar y la bendita tranquilidad de unos días de participación en la vida hogareña, lo que constituía el mejor de los tónicos. Algunos hombres de la Compass Rose se habían casado con chicas de Liverpool o habían traído a sus esposas para que viviesen allí. El barco parecía pertenecer ya a Liverpool y mientras continuasen las cosas así y no fuera trasladado al Clyde o a Londonderry, que eran las otras dos bases de los Accesos Marítimos Occidentales, se encontraban encantados con aquella situación, que consideraban como el mejor estado intermedio posible entre la paz y la guerra.

Ericson se hallaba también complacido, ya que aquel lazo permanente de unión con la costa contribuía a mantener la satisfacción interior de la tripulación y a hacer menos probables las infracciones en materia de permisos para permanecer en tierra. Incluso se había reconciliado, en lo que personalmente le atañía, con la consolidación de su vida doméstica de la que Grace formaba el plácido fondo, en la casita de Birkenhead, considerada como su lugar de reposo entre convoy y convoy. Ya no se reconcentraba tanto en la Compass Rose y el hecho de que la madre de Grace viviera entonces con ellos y se hubiera instalado de un modo permanente en el lado izquierdo de la chimenea, significaba para él que no tenía necesidad de sentirse culpable cuando había necesidad de ir a pernoctar en la Compass Rose. El otro residente en Birkenhead, Tallow (que había ascendido en la escala de contramaestres), se aficionaba cada vez más a los primores de la cocina de su hermana Gladys, sin perjuicio de lo cual se divertía, también cada vez más, observando la situación que iba creándose entre Gladys y el primer maquinista Watts, que se había convertido en un asiduo visitante, siempre bien recibido desde que la Compass Rose llegó por vez primera a Liverpool. Watts era viudo con hijos ya mayores y Gladys era también una viuda que, pasada ya la edad del ardor romántico, conservaba todavía lo que se llama un buen ver. Eran unas relaciones tranquilas, un plácido compromiso de que, una vez terminada la guerra, se casarían y formarían un hogar con la pensión del marido retirado y los modestos ahorros de la mujer. La primera vez que Watts insinuó estos proyectos a Tallow lo hizo con tantos rodeos que éste apenas pudo darse cuenta de adónde se dirigía; pero cuando finalmente Watts murmuró algo sobre «tomar una decisión después de la guerra», la luz brotó claramente.

—¡Pero eso es estupendo, Jim! —exclamó Tallow.

Los dos camaradas se hallaban solos en el departamento de suboficiales y, con un impulso incontenible, Tallow se inclinó hacia adelante y alargó la diestra a su interlocutor. Se estrecharon las manos calurosamente aunque de un modo torpe y desmañado y sin mirarse, pero cuando Tallow habló, en su voz había un calor cordial.

—Es lo mejor que puede ocurrirle a ella. Y también a ti. Se lo habrás preguntado, ¿verdad?

—Pues sabes… —balbuceó Watts, que se hallaba aún algo turbado por aquella especie de despliegue sentimental—. Hemos llegado a… a un acuerdo, por decirlo así. Lo único que pasa es que…

Al llegar aquí, se detuvo.

—¿Qué dificultad hay?

—Ella está un poco preocupada por ti. Quiero decir que ha sido tu ama de casa mucho tiempo, ¿verdad? No quiere crearte ninguna dificultad.

—¡Oh! No te apures por eso —dijo Tallow sonriendo—. A lo mejor me caso yo cualquier día…; nunca puede saberse lo que pasará. Adelante, Jim, y yo te entregaré a la prometida cuando quieras.

—No podrá ser tan pronto como yo quisiera —respondió Watts—. No será así mientras la guerra siga a este paso. Nunca he visto un trabajo más endiabladamente interminable.

—Tienes razón en eso… Pero, por mí, no te preocupes de ningún modo. Señala la fecha y yo bailaré en tu boda.

Pero tal cosa no había de suceder. Liverpool, la ciudad de los marineros, tenía que pagar pronto el precio por aquel apelativo y de la forma más brutal que podía imaginarse. Y una pequeña parte de ese pago iba a echar por tierra las sencillas esperanzas de felicidad de Watts.