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Tres de los catorce espejos que cubrían las paredes del pulido bar londinense le ofrecían a Lockhart tres aspectos de sí mismo entre los que podía escoger el que quisiera: de frente, de perfil derecho y de perfil izquierdo. Como no tenía ninguna otra cosa que hacer mientras esperaba a Ericson, con quien estaba citado aquel mediodía, se dedicó a estudiar, con un cierto interés especulativo, aquellos tres distintos aspectos de un joven y delgado oficial de la Armada que descansaba de las fatigas del servicio activo. El uniforme era impecable; la cara, algo demacrada pero llena de resolución, y las cárdenas ojeras representaban el debido tributo a las pasadas penalidades… En el ambiente trivial de aquel artificioso establecimiento, con su gruesa alfombra, sus muebles relucientes y su aspecto general de lujo, su cara y figura se hallaban un poco desplazadas. Aunque había también otros oficiales de los distintos cuerpos armados de aire, mar y tierra en el mostrador o sentados en las mesitas, apenas tenían un aspecto bélico sino que más bien parecía que hubiesen permanecido allí sin moverse desde el comienzo de las hostilidades. Las mujeres a quienes acompañaban tenían, en mayor grado aún, aquel mismo aire de frivolidad. Pero Lockhart decidió que, a pesar de todo, él no parecía completamente fuera de lugar. Si no podía ostentar el mismo fácil aspecto de confianza en sí mismo de los concurrentes habituales, cuando menos confería al rincón donde estaba sentado una nota de autoridad, un severo prestigio que se imponía al ambiente. En todo caso, otra ginebra más y se sentiría al nivel de los habituales, sin duda alguna… Miró a su alrededor.

—¡Camarero!

—Mande, señor.

El camarero, un hombre muy viejo con la pechera almidonada, acudió a su llamamiento.

—Otra ginebra.

—Bien, señor.

—Y, oiga, camarero…

—Dígame.

—El agua tiene algo de polvo —continuó Lockhart señalando la botella de agua que había en la mesa.

—Lo siento, señor —dijo el camarero, que levantó el recipiente examinándolo un momento, luego lo puso en la bandeja y haciendo una inclinación, prosiguió—: La cambiaré inmediatamente. Lo lamento, Señor. Es la guerra…

—¡Ah! —exclamó Lockhart—. En tal caso no debe dársele ninguna importancia.

—Usted no tiene idea de lo que esto parece ahora —expuso el anciano moviendo la cabeza—. La cristalería está rota; escasea el hielo; en el jerez hay pedazos de corcho… —E, inclinándose de nuevo, continuó—: El otro día encontramos una cucaracha en las patatas fritas.

—¿Y cree usted que debe decirme una cosa semejante? —protestó Lockhart dando un respingo.

—Creí que podría mencionarlo, señor. No es así como nos gustaría atender a nuestros clientes, pero ¿qué podemos hacer? Nos es imposible conseguir los artículos que acostumbrábamos a tener. Sin ir más lejos, la pasada semana estuvo aquí un oficial norteamericano que se quejó de que el agua de Seltz estaba caliente.

—El agua de Seltz caliente es una cosa abominable —comentó Lockhart distraídamente.

—Echa a perder todo, señor.

—Sí, sin duda. Resultaría terrible nadar en ella.

—¿Decía usted?

—Nada —respondió Lockhart—. Es que estaba pensando en algo.

—Entonces, ¿le traigo ginebra, señor?

—Sí. Y que sea una copa grande —ordenó Lockhart, que levantó de pronto la cabeza y vio a Ericson de pie en la entrada del bar. Después de mirarlo un momento, añadió—: Traiga dos copas grandes. Me parece que hay algo que celebrar.

Ericson divisó a su subordinado y se dirigió hacia su mesa atravesando el atestado salón. En su alta figura había una prestancia especial, algo así como un aire de propia importancia, aunque atenuado y discreto, que Lockhart había observado, comprendido e incluso mirado con indudable afecto. Aquél era un hombre con quien podían compartirse los peligros de la guerra… Cuando Ericson llegó a su mesa, Lockhart se levantó con una abierta sonrisa.

Ericson miró hacia abajo, con una cierta timidez, a la gorra que llevaba debajo del brazo. El nuevo galón dorado que brillaba en el emblema demostraba un ascenso.

—Gracias, Lockhart —respondió—. Me han ascendido sólo hace una semana. La antigüedad, naturalmente.

—Y nada más —dijo Lockhart en el mismo tono—. Pero, de todas maneras, es así.

Apuró el fondo que quedaba en su vaso y miró hacia el mostrador.

—He encargado para usted una copa grande de ginebra.

—Que servirá para empezar, ¿eh?

La bebida llegó. Mientras Ericson alzaba su copa, Lockhart volvió a mirar el nuevo galón de la gorra y se sintió algo encogido. Hacía más de dos meses que no había visto al Capitán y su postrer despedida en el muelle, mezcla de extraña subordinación, emoción y mutuo asombro de verse de nuevo en tierra después de lo pasado no era una cosa para recordarse en aquel lugar ni, ciertamente, en ningún otro.

—Por mi parte —dijo finalmente— dudo que llegue a capitán de fragata. La antigüedad no será suficiente, al menos así lo espero y, en mi caso, no creo que pueda haber otros motivos.

—No esté tan seguro de ello —contestó Ericson—. Estuve ayer en el Almirantazgo —añadió después de una pausa— y pasé allí mucho tiempo. Las cosas empiezan a ponerse de nuevo en marcha.

Lockhart se sintió atacado por un estremecimiento nervioso. Era algo parecido a un sentimiento de terror que todavía no había conseguido dominar. Si las cosas estaban empezando a ponerse de nuevo en marcha, él mismo debía participar en aquel movimiento, lo que significaba el fin de aquel intervalo de descanso y de recuperación, y que había que volver a empezar otra vez. Estaba seguro de que Ericson había tratado de su futuro, arreglándolo o cuando menos indicando en el Almirantazgo el camino que debería seguir, y tenía casi miedo de saber lo que sería ese porvenir. Para él, el equilibrio entre su propio dominio y su agotamiento era todavía inestable. Sus nervios puestos en tensión y al desnudo por la catástrofe de la Compass Rose estaban preparados para considerar cualquier cambio como si fuera el fin del mundo. Las palabras de Ericson entraban en esta categoría; eran como una indicación de que iba a perder la tranquilidad, amenazándolo con cambios y complicaciones. Aquellas palabras podían significar muchas cosas; soledad, dificultades sin fin, despedidas… A sabiendas de que podría parecer extraño, desvió bruscamente la conversación y preguntó:

—¿Qué ha hecho usted además de eso? ¿Fue a ver a la viuda de Morell?

Ericson, que de momento pareció satisfecho cambiando de tema, afirmó con un ademán.

—Sí. Precisamente ahora vengo de su casa.

—¿Cómo estaba?

—Pues estaba en la cama.

—¡Oh! ¿Tan mal se lo ha tomado?

—Yo creo que al contrario. Había alguien con ella.

Los dos hombres se miraron por un momento.

—¡Maldita guerra! —exclamó Lockhart.

—Sí —convino Ericson—. ¡Al diablo con ella!

Por algún extraño motivo, Lockhart experimentó de pronto una sensación de alivio. «Es el sexo —pensó—, la eterna panacea de todos los males».

—Cuéntemelo todo —rogó—, sin omitir ningún detalle. Por lo visto ella no ha perdido el tiempo, ¿eh?

—Me parece que no lo ha perdido nunca —respondió Ericson—. Pero usted juzgará por sí mismo… Cuando llamé a la puerta del piso me abrió una especie de camarera o asistenta. Me dijo inmediatamente que la señora Morell no podía recibir a nadie en aquel momento. A mí no me gustaba haber hecho el camino en balde y le dije que hiciera saber a la señora que el capitán del antiguo barco de su esposo deseaba verla un momento. Me contestó que le transmitiría mi recado y se fue. Es raro —prosiguió tras una pausa—, pero de momento no pensé nada malo aunque me hiciera esperar mucho tiempo. Debería de haberlo adivinado, sin embargo, pues desde el primer momento aquello olía a burdel.

—No la conozco —dijo Lockhart.

—Le daré su dirección, si quiere… Bueno, pues al fin la señora Morell entró en la habitación donde yo estaba.

—¿Es guapa? —preguntó Lockhart mientras Ericson hacía una pausa.

—Mucho… Vestía una bata, pero estaba ya arreglada y condenadamente atractiva. Se disculpó por haberme hecho esperar, se sentó y aguardó a que yo hablara. Le dije cuánto había sentido lo de su marido y lo mucho que todos lo queríamos…; las cosas de costumbre, en fin.

—Pero sinceras en este caso.

—Sí, sinceras… Después esperé, por si ella deseaba decir algo, pero se limitó a permanecer allí sentada, mirándome. En consecuencia, le pregunté si quería saber algún detalle del torpedeamiento y la muerte de Morell. Ella me contestó: «No… Verdaderamente no lo deseo. Esas cosas son siempre lo mismo, ¿verdad?».

—¡Oh! —exclamó Lockhart expresivamente.

Ericson asintió con un ademán.

—Yo me sentía algo aturdido en aquellos momentos. Allí estaba, recién levantada de la cama, era evidente, reclinada perezosamente en el sofá, y debo confesar que hacía una maravillosa figura. En su cara no se veía una arruga ni una sombra, magníficamente maquillada y sin expresar la menor muestra de condolencia… Aquello me resultó tan irreal cuando recordaba cómo era Morell…

Se rió amargamente y siguió hablando:

—En el caso de haberla visto demasiado afligida no me hubiese faltado alguna frase de consuelo como, por ejemplo, decirle que, aun cuando de momento la agobiara la tristeza, más adelante se sentiría orgullosa por la forma como murió su marido y por la misión que había llevado a cabo; pero ¡por Dios! yo no sabía qué hacer en vista de las circunstancias. Al cabo de un momento me levanté y le dije: «Si puedo serle útil en algo, ya sabe que estoy a su disposición». Ella me dedicó una amplia sonrisa y me contestó: «Muy bien… Si desea un par de entradas para la función, ya daré su nombre en la taquilla. Y no deje de verme después».

Ericson bebió un sorbo y continuó:

—No estoy muy seguro de lo que le contesté pero, de todos modos, decliné la invitación… Me despedí y me acompañó hasta el recibidor, y precisamente en el momento en que estaba abriéndome la puerta, se oyó un ruido a nuestras espaldas, una especie de porrazo. Oí que se abría una puerta y después la voz de un hombre, bastante bebido, que gritaba: «¡Por todos los diablos! ¡Echa a ese marino y vuelve a acostarte!». Yo salía ya del piso y, cuando me volví, la mujer me dijo adiós rápidamente y cerró la puerta. Al momento la oí al otro lado…

—¿Hablando? —interrumpió Lockhart.

—No. Empezó a reír.

Los ruidos del bar, que durante el relato de Ericson se habían atenuado algo, recobraron después su acostumbrado estrépito. Se oían, aquí y allí, voces chillonas; los vasos resonaban en las mesas y un hombre y una mujer se rieron a coro. Lockhart suspiró quedamente y aquel suspiro silenció muchas cosas, muchos pensamientos inútiles y contradictorios.

—Me pregunto si Morell estaría al tanto de las cosas —fue todo lo que dijo.

Ericson levantó la cabeza.

—Ella no me dio la impresión de ser la clase de mujer que se toma el cuidado de ocultar sus devaneos.

—¡Pobre Morell! ¡Qué lástima de hombre!

—Sí, una verdadera lástima. Después de todo, si yo le hubiera contado cómo murió su esposo, hubiera sido como ultrajar la memoria de Morell.

—Es cierto… —asintió Lockhart y levantando la copa añadió—: ¡Por los amigos ausentes!

Tan pronto como terminaron de beber y dejaron las copas, Lockhart se inclinó sobre la mesa y preguntó:

—¿Y qué hay por el Almirantazgo?

Ericson se reclinó en la silla y se frotó las manos como si al fin viera llegado el momento de explanar un espléndido proyecto.

—Pues…; hay un nuevo barco, Lockhart. Un nuevo trabajo. Me han confiado una fragata, que es el más reciente modelo de barcos de escolta. Me concedieron esto —añadió señalando al galón dorado de su gorra—, y, por consiguiente, estaré al frente del grupo de escolta. Y a usted le han otorgado también un nuevo galón.

Lockhart, verdaderamente asombrado, dio un brinco en su asiento.

—¡Cielo santo! ¿Capitán de corbeta…?

—Acaba de publicarse un nuevo reglamento naval —siguió Ericson—. Usted tiene la edad apropiada y ha servido el tiempo prescrito como teniente, además con la debida recomendación.

—¿La suya, supongo? —interrumpió Lockhart sonriéndose.

Ericson se sonrió también.

—La mía, sí. Pero hay un inconveniente o, mejor dicho, podría haberlo por lo que a mí se refiere.

Hizo una pausa y prosiguió:

—Yo seré el jefe de grupo, como ya le he dicho. Están conformes en que pueda tener, como primer oficial, a un capitán de corbeta para que vigile el resto del grupo así como mi propio barco. La misión es digna de encomendarse a un oficial de esa categoría. Me dijeron que podía disponer de usted si quería y les contesté que no podía aún decirles nada.

Lockhart esperó, sin estar seguro del significado de la última frase de Ericson. ¿Era una expresión de duda de si él podría hacer frente a aquel trabajo? ¿Quería decir que Ericson se había dado cuenta de que su sistema nervioso no estaba aún repuesto? ¿Era alguna otra cosa?

Era, en efecto, otra cosa completamente diferente.

—Escuche —le dijo Ericson—. He de serle absolutamente franco. Usted puede tener su mando propio si quiere. Puede mandar una corbeta. Ya han promovido al mando a un par de antiguos tenientes y usted puede hallarse en el mismo caso. También puedo yo recomendarle para eso.

De nuevo parecía hallarse cohibido por una especie de timidez.

—No sé lo que usted pensará a este respecto —continuó—. Si sigue usted conmigo, eso supone aplazar su mando por lo menos durante un año o quizá para siempre ya. Hay momentos en la vida en que se hace preciso aprovechar una oportunidad o, de lo contrario, tal vez se pierda para siempre. El trabajo conmigo, el de primer oficial de un barco de grupo, es bueno y a mí me gustaría mucho poder tenerlo a mi lado; pero no es el cargo de más importancia para usted y no puedo pretender que renuncie a esa posibilidad.

Echándose de pronto a reír, terminó:

—’Todo esto es bastante complicado. Tendrá que tomar una determinación. Por mi parte no quiero hacer indicación de clase alguna en ningún sentido.

Los pensamientos de Lockhart, en aquellos momentos decisivos, fueron rápidos y rotundos. Pensó que debía decidirse sin dilación. A o B. Era el punto crucial de su carrera, la elección, quizá, entre la fama y la oscuridad, la vida o la muerte en tal sentido. Se decidió al punto. La duda era imposible, No había por qué ponderar una cosa con otra. Los dos juntos formaban un buen equipo. Ninguno mejor. Era una bendición que les fuera permitido continuar. ¿Qué necesidad había de vacilar tontamente? ¿Por qué inventar un dilema donde no existía ninguno? Se sonrió animosamente, se echó atrás en su asiento y, después de acariciar un momento su copa, se limitó a decir:

—Hábleme del nuevo barco.

La mirada que Ericson le dirigió constituyó el cabal comentario que había dicho que no quería hacer. No tuvo necesidad de prolongarlo y, en su lugar, empezó a dar explicaciones.

—Son un nuevo tipo de buques, las fragatas, y verdaderamente son barcos de categoría. Tienen el mismo tonelaje y forma que los destructores. Cuentan con ocho o nueve oficiales y unos ciento sesenta hombres. Tienen de todo, Lockhart: turbinas, dos hélices, tres cañones, equipos perfeccionados de sonar y de radar… El grupo de escolta constará probablemente de tres fragatas y cuatro o cinco corbetas, así es que no faltará qué hacer, dirigiendo todo ese conjunto y manteniéndolo en la debida forma. Nuestro barco está todavía en construcción, en el Clyde, y nos haremos cargo de él dentro de un par de meses.

—¿Cómo se llama?

—La Saltash. Los buques de esta clase tienen siempre nombres de ríos.

Saltash

Lockhart arrastró aquel nombre al pronunciarlo. Iba a ser algo raro acostumbrarse a él.

—Suena bien —dijo—; pero es un río que no había oído nombrar nunca.

—Es un pequeño y oscuro riachuelo de Northumberland —respondió Ericson—. Lo he logrado localizar. Desemboca en el Tyne. No está en el mapa.

—Bien. Ahora habrá de estarlo —dijo Lockhart con aire casi de desafío, en defensa de aquel nombre desconocido.

Dio una palmada.

—¡Camarero! Traiga ginebra, abundante.

Saltash —repitió luego—. Bueno; me parece que sacaremos partido de ella.

Almorzaron de buena gana y, al final, alegremente. Una vez encarrilado por un nuevo y definido camino, Lockhart se sintió mucho mejor y Ericson parecía seguir su ejemplo, olvidando el sombrío pasado y depositando toda su esperanza en el porvenir. Muy animados ambos, convinieron encontrarse en Glasgow, más avanzado el mes, para dar un vistazo preliminar al nuevo barco. Había muchas cosas concernientes al hecho de volver a estar juntos de nuevo que se habían dejado en el tintero; pero ambos parecieron dar por supuesto que ninguna otra cosa, por muy prometedora que pudiera resultar, les habría parecido mejor y que su colaboración en el pasado había ya moldeado el futuro.

«Si los dos estamos satisfechos —pensó Lockhart mirando de reojo a Ericson mientras este saboreaba un gran cigarro—, lo pasaremos bien y podemos dejar las cosas así. No se puede pedir a la guerra otra cosa…». Comprendió, certeramente, que en aquel optimismo entraba en gran parte la ginebra, sin olvidar el clarete. Pero, de todas maneras, aquélla era una buena forma de pensar, no muy frecuente por cierto.

—Señor —le dijo a Ericson—. Estoy pensando unas cosas muy raras.

—Y yo también —contestó aquél—. ¿Coñac o benedictino…?

Pero, más avanzada la semana, Lockhart, a solas, se dio cuenta de que el pasado todavía vivía y no podía borrarse por el mero hecho de pensar y hacer planes para el futuro próximo. Cogido de sorpresa, no pudo evitar una última mirada hacia el pasado, hacia la Compass Rose, lo que le produjo una emoción muy viva.

Había ido a la National Gallery, en Trafalgar Square, para escuchar uno de los conciertos matinales que empezaban a atraer la atención de Londres. La gran concurrencia lo intimidó un poco y se sentó al fondo, medio oculto por una columna. Myra Hess daba un concierto de piano e interpretaba a Chopin. En medio del emocionado silencio del auditorio, las bellas notas brotaban como piedras preciosas talladas exquisitamente, densas y fluidas al mismo tiempo y llegaban directas al corazón.

Lockhart escuchaba desprevenido, entregado de lleno al encanto musical, olvidado del mundo exterior. La pianista tocó dos nocturnos llenos de dulce suavidad y después un estudio en el que se repetía un pasaje de tono patético que sonaba como un terrible lamento. La música lo iba llevando, nota por nota y frase por frase, como a un niño cogido de la mano. Suspiró profundamente y de pronto se encontró llorando.

Sabía perfectamente por qué. Estaba llorando, sin poderlo evitar, por las muchas cosas que había confiado que llegaría a olvidar. No era debido sólo a su propia debilidad, al trastorno nervioso que sufría aún al cabo de dos meses de la terrible prueba; lloraba por la Compass Rose misma, por los esfuerzos y el cariño puestos en ella, que se había malbaratado, y por los muertos. Días antes había visitado a Ferraby, que se hallaba aún hospitalizado. Mirándolo postrado en cama, Lockhart se había preguntado si su amigo lograría reponerse alguna vez. Ferraby no era ya más que la ruina de un joven demacrado, gastado, terriblemente nervioso. La cara que reposaba en la almohada parecía una calavera descarnada. Tenía atado alrededor de una de las muñecas un cordón.

—Es mi cordón —dijo cohibido.

Empezó a juguetear con él. Luego, recobrando algo más el dominio, añadió:

—Me lo dieron. Es para entretener mis nervios. Me dijeron que jugase con él cuando experimentara la sensación de que tenía que hacer algo.

Mientras se expresaba así, sus dedos engarabatados arrollaban y desenrollaban el cordón, lo anudaban, lo retorcían y lo hacían oscilar como un péndulo. Al cabo de un rato, Ferraby dijo:

—Creo que ahora me siento mucho mejor.

Y reclinando la cabeza en la almohada, empezó a llorar.

Ferraby había llorado como Lockhart estaba llorando ahora; quizá con las mismas lágrimas, quizá con otras. Eran muchas las lágrimas que podían correr por la Compass Rose; demasiadas para ser secadas, absorbidas o ignoradas. Lockhart se volvió en su asiento y procuró dominarse. La música cesó y resonaron los aplausos. Cerca de él, una muchacha se le quedó mirando y después murmuró algo al oído de su acompañante. Bajo los efectos de aquella mirada observadora Lockhart se levantó torpemente y salió a una de las vacías galerías. Le dolía la garganta pero las lágrimas, que habían cesado de caer, se secaron en sus mejillas.

«Muy bien; estoy llorando —pensó—. ¿Y qué? Alguien tiene que llorar por la Compass Rose; el barco se lo merecía. No me importa que haya sido yo, ni que haya sido por causa de esa música, ni por todos esos muertos y por el barco destruido. La música ha sido la que ha desencadenado ese llanto, pero estaba ya latente en mí. Es mejor que haya llorado oyendo a Chopin que haberlo hecho en silencio, o bebido, o con una mujer. Estaba oyendo esa música maravillosa y triste y, bajo ella, pensaba en todos aquellos hombres, en Morell, en Ferraby, en Tallow cediendo su sitio en la almadía… No pude evitar las lágrimas. Pero ahora se han terminado, y mejor que haya sido así. Era una cosa que tenía que pasar y ya ha pasado sin que haya costado nada ni echado a perder nada, ni haya probado otra cosa sino que el pasado es triste y desolador y que, a veces, la música puede ponerlo de manifiesto así y expresarlo de tal manera».

Se le alivió el dolor de garganta y al regresar permaneció de pie en la entrada de la galería apoyado contra una columna. Cuando, después de un rato, volvieron a sonar las notas del piano, vio que su debilidad había desaparecido, ya que podía escuchar la música sin conmoverse hasta tal extremo.

Y también vio, más adelante, que aquél había sido su último momento de aflicción.