6

Tomaron parte en cuatro convoyes más, todos ellos penosos y difíciles, con las terribles peripecias que, en aquel tiempo, corrían la mayor parte de los convoyes. Después, en pleno verano, obtuvieron lo que hacía tantos meses habían estado esperando: una reparación del barco. Esto suponía el disfrute de un permiso prolongado que sería el primero desde que la Compass Rose entró en servicio. Todos necesitaban de aquel descanso y la mayoría con verdadero apremio. El servicio de los convoyes del Atlántico exigía un esfuerzo cada vez mayor, que podía llegar a un punto extremo difícil de prever, y esto hacía que los nervios y la resistencia de los tripulantes tuvieran que pagar su contribución lo mismo que la pagaban los barcos. Esta situación se ponía de manifiesto en pequeños detalles: algunas faltas de puntualidad al cesar los permisos, que ya se sabía que no habían de quedar impunes; discusiones en la cámara; un brote de pequeños latrocinios en los ranchos de la marinería… El único remedio que tenía esta situación era un descanso adecuado, libre de la rutina del servicio, libre del peligro que constantemente acechaba, libre de los rigores de la disciplina. Si se concedía este descanso, los hombres podían echar de nuevo sobre sus hombros aquel pesado fardo y trabajar duramente hasta el fin; pero sin esa pausa, la irritación y la ineficacia podrían llegar a tomar caracteres alarmantes.

La Compass Rose necesitaba también, y en no menor medida que su dotación, de ese respiro. Sería la primera interrupción importante desde que abandonó el Clyde, cerca de dos años antes. Aparte de otras reparaciones necesarias, de menor importancia, los planos de las corbetas se habían modificado, su armamento mejorado y aumentado el personal. Había, pues, mucho que hacer para modernizar el buque y ponerlo a la altura de las corbetas de construcción más reciente. Necesitaba un puente de mando enteramente nuevo, más amplio y mejor protegido, y el mástil debía colocarse detrás de él, como correspondía a la auténtica configuración de los buques de guerra. Debía dotársele de una enfermería adecuadamente equipada; de nuevos lanzadores para las cargas de profundidad y de una instalación de sonar más perfecta, que pudiera hacerlo todo, excepto decir el nombre del submarino que cayera dentro de su radio de acción. La relación completa de los cambios y adiciones que había que hacer era muy importante y la Compass Rose, regresando con gratitud al astillero, volvió la espalda al mar y se dispuso a disfrutar de un curso de rejuvenecimiento de seis semanas de duración.

Lockhart, con dos terceras partes de la dotación disfrutando de permiso y sólo con Baker como compañero, se daba perfecta cuenta de este proceso de relajación. Había aplazado su permiso para poder cerciorarse de que la reparación de la Compass Rose se empezaba a conciencia, lo que constituía una de sus obligaciones como teniente, y mientras daba vueltas por el barco inspeccionando lo que tenía que hacerse según la larga y complicada lista de defectos, sentía un extraño malestar al ver la facilidad con que la Compass Rose había llegado a aquel punto muerto. Debería haberse mantenido con un poco más de firmeza. Unos pocos días antes, el barco había llegado del mar en perfecto estado, como una buena embarcación, eficiente, gallarda, respondiendo obedientemente a una actividad que, a los dos años, no había dejado ningún cabo suelto. Ahora, de golpe y porrazo, aquella actividad se había desvanecido y la Compass Rose se había convertido en un barco sin vida, en una carraca amarrada al malecón, sucia y descuidada, con las máquinas heladas, la dotación ausente y el mástil derribado. Era inconcebible que hubiera podido sufrir aquel menoscabo de un modo tan rápido y tan completo.

Miraba cómo los obreros iban cortando grandes pedazos del puente con sopletes acetilénicos mientras las chispas caían en la plataforma del cañón, sin utilidad entonces, ya que el arma había sido quitada de allí. Vagaba desconsolado por la popa donde los soldadores, que estaban trabajando para montar los nuevos soportes de las cargas de profundidad, habían doblado los antiguos, que adquirían formas fantásticas. Sabía que la Compass Rose volvería a resurgir de nuevo, más fuerte y mejor acondicionada que antes, pero, en aquellos momentos en que daba la sensación de que el barco se estaba materialmente disolviendo, le producía tristeza el contemplar que un navío que había estado tan bien dispuesto y preparado perdiese todo su vigor y fuerza en el transcurso nada más de una semana.

Durante aquellos primeros días de la reparación hubo otras cosas que todavía le gustaron menos. No podía dejar de comparar la dotación disciplinada y animosa de la Compass Rose y el trabajo infinitamente duro que llevaba a cabo, día tras día, como la cosa más natural del mundo, con lo que pasaba con el trabajo de los obreros del arsenal. Pudiera ser que aquél fuese un mal astillero, pero, bueno o malo, el contraste era evidente y las conclusiones que esto producía eran francamente desagradables. No faltaba quien trabajaba con intensidad y en forma concienzuda, pero la mayor parte no lo hacía así, sino que, por el contrario, parecía que tanto se le diera una cosa como otra y se conducía con una desidia indignante, perdiendo el tiempo en charlas por los rincones una docena de veces al día y abandonando el trabajo con tanta puntualidad que cuando sonaba la sirena ya estaban todos bajando apresuradamente la pasarela para largarse cuanto antes. En muchas ocasiones Lockhart había sorprendido partidas de cartas que se estaban jugando en la sala de máquinas a escondidas del capataz, y había una empeñada partida de póquer que cada tarde se congregaba en el departamento del sonar, con la puerta cerrada por dentro y que duraba hasta las cinco, con los oídos sordos a todo lo que no fueran las incidencias del juego. Teniendo en cuenta que esos operarios tenían una vida libre de peligros y exentas del rigor de la disciplina y de las órdenes, que podían irse a sus casas después de terminar, que sólo trabajaban durante la jornada establecida y que sus sueldos eran muy superiores a los de los marineros, costaba trabajo suprimir la impaciencia y el desprecio ante una actitud descontentadiza y llena de mala voluntad. Pertenecían al país por el que los marineros estaban luchando y muriendo y, por regla general, aquellos obreros no parecían dignos de ello. En una ocasión, Tallow se presentó ante Lockhart en un estado de gran indignación.

—Haga el favor de venir y mirar esto, señor —dijo sin poder casi articular las palabras.

Guió al oficial hasta la cubierta de las lanchas junto a los botes estaban las balsas Carley, una especie de almadías de salvamento equipadas con remos, un pequeño tonel de agua y una lata de provisiones cerrada a prueba de agua que contenía suficientes comestibles para una semana poco más o menos. Había dos de estas balsas Carley y, por consiguiente, tendría que haber habido dos latas de provisiones; pero entonces, después de una semana de estar en manos de los trabajadores de la dársena, no quedaba ninguna.

—¡Perros malditos! —Exclamó Tallow tomándose una libertad de expresión desacostumbrada en él—. ¡Robar alimentos que pueden sostener la vida de un hombre que ha sido torpedeado…! Me gustaría abandonar a alguno de esos ladrones en una balsa en medio del Atlántico y que se las arreglara como pudiera. ¿No podemos hacer algo, señor?

—Me temo que no —contestó Lockhart mirando con melancólica calma las saqueadas almadías.

Durante aquellos pocos días transcurridos había aprendido muchas cosas.

—Nos podemos quejar, naturalmente —prosiguió—. Hablaré de esto con el jefe del astillero; pero con ello no recuperaremos lo robado ni conseguiremos que se den cuenta de lo tremendo que es hacer una cosa así. Ellos no piensan como nosotros, contramaestre —añadió mirando a Tallow—, eso es todo.

—Pues creo que ya es tiempo de que se enteren —murmuró Tallow muy enfadado—. Ésta es la gente que se declara en huelga pidiendo más jornal, menos horas de trabajo y que el capataz no los moleste con preguntas. Lo único que quisiera sería que tuvieran que cambiar su trabajo con el nuestro aunque sólo fuese durante un viaje. Entonces sabrían lo que es bueno.

Los diarios hablaban de huelgas y cuando los marinos, al regresar al puerto, leían esas noticias no podían por menos de preguntarse por quién diablos estarían ellos luchando. Realmente parecía un contrasentido, por no decir otra cosa, el que por ponerse un uniforme un hombre tuviera que hacer todo lo que le mandaban, sin discusión posible, percibiendo una mezquina soldada y teniendo que sufrir toda clase de calamidades, mientras que el vecino, vestido con traje civil, pero para quien la guerra tenía la misma trascendencia, pudiese hacer lo que le diera la gana, sacando todas las ventajas, lo que pudiera. Los marineros no hablaban mucho de estas cosas, porque bastante trabajo y preocupaciones tenían con lo que habían de hacer y no les quedaba mucho tiempo para las expansiones verbales; pero esa situación estaba flotando en el ambiente, complicada con los abusos del mercado negro, con la gente que obtenía ilícitamente racionamientos extraordinarios y que malgastaba la gasolina, cuyo transporte a Inglaterra había costado tantas vidas humanas. Todo aquello formaba parte del podrido tinglado armado por una minoría desaprensiva, pero que, en momentos de desaliento, podía engendrar un estado de agudo descontento capaz de envenenar toda la satisfacción y todo el orgullo que origina el cumplimiento del deber.

Normalmente, Ericson hubiera pasado mucho tiempo a bordo durante las reparaciones. La tentación de rondar de una parte a otra mientras en la Compass Rose se estaban llevando a cabo tantas reformas hubiera sido irresistible para él. Pero por primera vez desde el comienzo de la guerra, su permiso había coincidido con el de su hijo y quiso pasar en su casa todo el tiempo que pudiera, sacando el mayor partido posible de una reunión familiar que quizá no pudiera volver a repetirse durante mucho tiempo o que, tal vez, la desgracia pudiera impedir por completo. El joven John Ericson, terminado ya su aprendizaje, era entonces cuarto oficial. El uniforme azul adornado con un solo galón de oro hacía un efecto extraño en relación con su figura juvenil y desgarbada, y Ericson, observándolo con disimulo mientras estaba sentado en el sofá por el que, unos pocos años antes, el niño había trepado o que le había servido de cabalgadura, apenas podía creer que aquel muchacho tuviera derecho a vestir como un hombre hecho y derecho. Había crecido rápidamente, cuando apenas había tenido su padre tiempo de volverle la espalda y, lo que era más fantástico de todo, estaba ya empeñado en la misma clase de trabajo que su progenitor.

Por la noche el círculo familiar en torno a la chimenea tenía un tono de irrealidad. Ericson estaba sentado en su acostumbrado sillón, leyendo o hablando; Grace hacía labores de punto sin descanso en un extremo del sofá y el joven John, que parecía haberse hecho un adulto por milagro, se sentaba en el otro extremo fumando una reluciente pipa nueva. Frente a Ericson y ocupando el sillón que hacía pareja, la abuela hacía crucigramas e imponía su voluntad sobre todos los demás. La madre de Grace, según pensaba Ericson, se había dulcificado algo, pero no mucho. Persistía aún en querer ser quien manejara el cotarro, como si ella fuese la única persona mayor en una casa llena de niños. Era una suerte que Ericson estuviese tan poco en su casa y que contara con la Compass Rose como punto de retirada cuando le dominaba la impaciencia. Era evidente que la anciana señora no parecía dispuesta a moverse de allí. Se había instalado permanentemente y el hogar doméstico tenía que reagruparse en torno suyo de un modo que no podía ser aceptado como una cosa natural por un capitán de un buque de la Armada.

Un elemento característico de aquella falta de realidad radicaba en la conversación. Se hablaba de todo menos de lo que precisamente ocupaba la mente de los interlocutores, de aquella fuerza que los había reunido y que podía volver a separar en cualquier momento: la guerra. Tanto Ericson como su hijo, indudablemente, estaban dispuestos a tratar de ese tema, pero delante de las mujeres sentían una extraña timidez. Sentados en torno al fuego, se acordaban de su trabajo lo suficiente para darse cuenta de que no era un tema apto para las conversaciones hogareñas. Cuando lo rozaban era nada más que para discutir un poco el uno con el otro sobre la eterna rivalidad entre la marina mercante y la de guerra. Sólo podían aludir, con referencia a tal materia, a trivialidades tales como las diferencias en las órdenes de navegación, las pagas y, en general, una serie de detalles que carecían de toda importancia en aquellos momentos. A veces, Grace, terciando en la conversación, decía cosas como éstas:

—Estoy segura de que no tiene importancia la velocidad a que pueda navegar una corbeta. ¿Verdad que tienen que ir juntos todos los barcos?

La abuela, a su vez, levantando la vista del periódico vespertino, preguntaba:

—¿Cuál es una palabra de once letras que signifique «Futilidad»?

Y toda la familia aunaba sus esfuerzos para resolver este importante problema.

De esta forma seguían sentados allí, noche tras noche. Dos hombres y dos mujeres, íntimamente unidos, pero, sin embargo, profundamente distanciados. Sentían el peso de la guerra, pero procuraban librarse de él distrayendo su atención en cualquier cosa que pudieran hallar a mano.

Durante esta temporada en que permanecieron reunidos, Ericson y su hijo pudieron, por fin, hablar de lo que les preocupaba. Sucedió esto hacia el final ya de la licencia de John, cuando Ericson, arrastrado por un ansia de mayor compenetración que le dominaba de un modo que él mismo no podía definir, propuso una excursión en autobús hacia el interior del país y un largo paseo por los páramos del Cheshire. El autobús los llevó tierra adentro, a través de los feos suburbios de Birkenhead y de la carretera que corría a continuación. Después dejaron el vehículo y siguieron a pie hacia el noroeste, desviándose hacia el mar. Anduvieron a buen paso durante cuatro horas, bajo los calientes rayos del sol, hasta aspirar la brisa que venía del mar de Irlanda y del propio Atlántico. Su aislamiento en aquellos parajes despoblados, parte de una Inglaterra que conocían y amaban, los unió más entre sí y hablaron como podrían haberlo hecho en el mar compartiendo una guardia en una noche serena. Hablaron del trabajo en que se hallaban comprometidos, que era el asunto que llevaban clavado en sus mentes y que lo dominaba todo; de las peripecias de los convoyes; de los barcos y de los amigos que se habían perdido y, finalmente, de la realidad existente detrás de las estadísticas y de las noticias de los periódicos, excesivamente escuetas o desfiguradas. Pero solamente avanzada ya la tarde, cuando alcanzaron la costa noroeste y se sentaron en el declive de una colina frente al mar, mientras miraban, en el horizonte, una línea de barcos que se dirigía al Atlántico fue cuando, finalmente, empezaron a hablar sin reserva ni timidez, poniendo de manifiesto sus sentimientos recónditos.

—Es un verdadero asesinato, papá —dijo John cuando se trató de los acontecimientos de los meses anteriores y del terrible total de pérdidas—. No se le puede llamar de otro modo. Convoy tras convoy, pasan las mismas cosas, pero cada vez de peor manera. ¿Cuánto tiempo nos seguirán mandando al mar cuando se sabe, con absoluta certeza, que la mitad de los barcos no habrán de regresar?

—Algunos convoyes logran pasar íntegros, John —dijo Ericson en tono defensivo.

—Muy pocos… No es que tengamos queja de los buques de escolta que hacen todo lo que está a su alcance y su actuación es magnífica. Es que el sistema de convoyes no es práctico. Tendrías que oír lo que dicen los viejos marineros sobre este particular. Nosotros, por ejemplo, podemos navegar a una velocidad de quince nudos siempre que queramos y, sin embargo, tenemos que arrastrarnos a siete u ocho nudos, pegados a un convoy durante tres mortales semanas y constituyendo un blanco espléndido para los submarinos.

—Es mejor navegar en convoy que hacerlo aisladamente. Las cifras lo demuestran.

—Pues no se piensa así cuando los torpedos surcan las aguas por todas partes o llueven las bombas de la aviación y la única instrucción que transmite el barco guía es «Mantengan la velocidad del convoy», y viendo que cada vez que se sale al mar son hundidos o bombardeados barcos y gente que uno conoce. A veces me parece como si…

El joven se detuvo.

—¿Qué, John?

—¿Has tenido tú miedo alguna vez, papá?

La cara juvenil, que era como una versión poco formada del propio Ericson, se volvió hacia éste con expresión ansiosa.

—Miedo auténtico, pánico, quiero decir —prosiguió— cuando comprendías que se aproximaba el momento del ataque.

—Creo que todos lo tenemos —contestó Ericson, que se había tumbado de espaldas, mirando al cielo azul y dorado y hablaba con la mayor indiferencia posible—. Al menos, así es por mi parte. Lo único que puede hacerse es demostrarlo lo menos posible, porque resulta contagioso, y procurar hacer el trabajo tan perfectamente como si no se tuviese miedo.

Pareció examinar con gran atención unas ramas de brezo y prosiguió:

—No tiene nada de particular que se sienta miedo, John. Si algún hombre te dice que él no lo siente, en nuestro trabajo, o es un embustero o un estúpido sin nervios y sin sangre que no merece la pena de ser tomado en consideración.

—Pues a veces se ha apoderado de mí un pánico irreprimible.

—Bueno. Tú, al menos, no eres ningún embustero.

Padre e hijo se echaron a reír. Entre ellos se había establecido ya una intimidad, una sinceridad mutua sin reservas que, hasta entonces, nunca había sido alcanzada.

—Pienso mucho en ti, papá, cuando estoy en el mar —siguió diciendo John después de una pausa. También él estaba mirando al cielo que iba perdiendo su color rápidamente a medida que caía la tarde. En el horizonte lejano, la línea divisoria del mar y el cielo empezaba a desdibujarse mientras el sol se iba hundiendo cada vez más en el agua.

—Sobre todo —siguió el joven— cuando veo las corbetas maniobrando en torno al convoy en persecución de los submarinos. Son tan increíblemente pequeñas…

—Pero no se puede negar que constituyen un blanco muy pequeño.

—Tampoco se puede negar la seguridad que da el tener bajo los pies un buque sólido, de diez mil toneladas, cuando estalla una tormenta en el Atlántico.

—También yo pienso en ti, John.

Ericson, disfrutando plenamente de aquel momento de intimidad, el primero desde la infancia, apenas sabía traducir en palabras los sentimientos que se albergaban en su espíritu.

—Los dos estamos cumpliendo la misma misión, muchacho, y sabemos cuál es su naturaleza, por lo que no puedo evitar el estar preocupado por ti. Preocupado y, a la vez, orgulloso por lo que estás diciendo. Cuando yo tenía tu edad, no sabía nada de estas cosas. Por lo tanto, cuídate mucho. ¿Verdad que lo harás? Quiero que, los dos juntos, celebremos el próximo armisticio en forma conveniente… Hemos de procurar no perder el tren, John, o la abuela se volverá a poner en pie de guerra.

John hizo una mueca jocosa mientras se levantaba.

—Es una vieja de pánico, ¿eh?

—Sí. Nos tiene a todos a raya, ésa es la verdad.

—Vaya. Pero no me importa. Al fin y al cabo, yo no soy el capitán de mi barco.

En el jardín de una casita de las afueras de Liverpool, Ferraby estaba jugando con su hijita, una niña de seis meses, linda, bulliciosa e inquieta y que cuando se oía llamar por su nombre, Úrsula, respondía con un balbuceo delicioso. Ferraby estaba encantado con hacer todo lo que correspondía a un padre. Desde empujar el cochecillo para dar un paseo después de comer, hasta preparar un baño a la temperatura conveniente. Incluso consideraba como una aceptable prerrogativa de la paternidad el levantarse a medianoche, sin querer abdicar de este derecho. Pero lo que más le gustaba era, sencillamente, estar con la niña, cuidar de ella, hablarle y sentir que sus deditos se entrelazaban con los suyos. Aquellos días no necesitaba nada más y pasaba su licencia entregado de lleno a esta pura y tierna actividad que no hubiese cambiado por ninguna otra. Pero ahora, mientras jugaba a pleno sol y tenía en sus brazos el caliente cuerpecito, acariciando aquella piel suave como pétalos de rosa sus pensamientos volaban muy lejos de allí. Eran unos pensamientos de acero y de tormenta, los peores que pueden existir en el mundo.

Aquellas ideas y aquellos cambios de humor acudían en oleadas y no le era posible dominarlos. A cualquier hora del día o de la noche, su mente se volvía hacia la Compass Rose, pensaba que el tiempo de su licencia se iba pasando y no podía apartar de su imaginación la clase de cosas que sustituirían a aquellos días de descanso que pronto iban a terminar. A veces, como en aquel momento, el contraste entre el terror y la ternura, puntos extremos de su existencia, lo abrumaban por completo. Sentía, a la vez, la dulzura del presente, en aquel jardín, y la amenaza del futuro que lo aguardaba en el Atlántico, ese futuro cruel e implacable que odiaba con toda su alma. Ya no hablaba con Mavis de nada de esto, aunque a veces se lo contase a la niñita.

Ahora, mientras se acongojaba con estos pensamientos y con su temor por el porvenir, la niñita, balbuceando sonidos inarticulados, se fue arrastrando hasta el borde de la alfombra que se le había puesto encima del césped para que jugara y cayó graciosamente de bruces en la hierba. El llanto, que estalló violentamente, cesó como por encanto tan pronto como Ferraby levantó a la criatura y la estrechó entre sus brazos. Mavis, que salió de la casa atraída por los sollozos, se detuvo y se quedó mirando el grupo, sonriendo. Benditos fueran. ¡Era tan grato ver a Gordon tan tranquilo y tan feliz…!

—Sí, mamá. Me gustará mucho —dijo el joven Baker.

Subió a su habitación para ponerse el cuello y la corbata. Era la cuarta vez en aquella semana que salía con su madre para tomar el té, pero a ella le gustaba eso mucho y disfrutaba tanto yendo con él de visita para enseñarlo a la gente, que resultaba imposible negarle ese gusto. De cualquier modo que se mirase, no cabía otro remedio que seguirle la corriente.

Como de costumbre, el joven pasaba la licencia en su casa, en la casita de su madre en las afueras de Birmingham. Durante los primeros días le había divertido mucho el ser traído y llevado, disfrutando, a la par, de la excelente cocina y de las indudables comodidades que le proporcionaban los cuidados de su madre, sintiéndose el foco masculino de aquel suave bullicio femenino. Pero estas sensaciones agradables no habían tardado en amortiguarse. No podía por menos que comprender que no era aquélla la clase de bullicio femenino que él deseaba, ni tampoco la clase de suavidades… Baker tenía diecinueve años y era un joven tímido pero enamoradizo y ansioso de alternar con las bellezas que poblaban sus románticos ensueños. Pero hasta entonces, esos sueños no habían tomado cuerpo en la realidad y las únicas chicas que había conocido eran las hijas de las amigas de su madre, previamente sometidas a la censura de ésta y que se distinguían, al parecer del hijo, por su aspecto excesivamente edificante poco acorde con sus ideales femeninos. El único contacto más apetecible que en este aspecto había tenido en Liverpool era con una muchacha del servicio naval femenino, de las oficinas de pagaduría, que estaba demasiado interesada por sus ambiciones profesionales para prestar la menor atención a un subteniente y que, en consecuencia, frenó sus tanteos de aproximación con una sonrisa tan tenue como el único galón que adornaba la bocamanga de su admirador. En consecuencia, el inflamable marino se pasaba el tiempo de permanencia en tierra fluctuando entre la esperanza y la desesperación, radicando la primera en la posibilidad de que, en alguna parte y al volverla primera esquina, se topara con la mujer de sus ensueños, y sobreviniendo la desesperación al ver que, de una manera fatal, la susodicha esquina estaba desierta. Tenía mala suerte. Otros jóvenes como él no carecían de atractivas amistades en el sexo opuesto, salían de paseo, iban al cine…; sólo él tenía que seguir esperando inútilmente la realización de sus inasequibles fantasías.

—Vamos. Ya es hora —le avisó su madre, al pie de la escalera.

Baker se puso la guerrera y bajó… ¡Otro té!… Pero no se sabe nunca lo que puede pasar. Quizá esta vez la muchacha estaría allá, le sonreiría, simpatizarían instantáneamente y de un modo u otro conseguirían aislarse y sus sueños podrían, al fin, realizarse o cuando menos entrar en vías de ello.

Allí había, efectivamente, una muchacha, pero era horrible: desgarbada, descolorida, escuálida… No podía sacarse partido de ella. No cabía imaginarse que aquella boca fuese capaz de besar. Se sentaron en círculo y tomaron té y emparedados. Allí estaban la señora Keyes, la señora Ockshott, la señora Henson, su madre, un viejo que era el marido de alguna de ellas, la chica, que era hija de alguien, y él mismo ocupando el sitio de honor: el joven oficial de la Armada que disfrutaba de un breve momento de paz entre sus terribles viajes. La conversación, en efecto, versó sobre este tema. En semejantes ocasiones su madre se esforzaba visiblemente en hacer resaltar los méritos bélicos de su retoño y lo más sencillo era seguirle la corriente y exagerar todo lo posible. Era sencillo hacerlo en aquel ambiente fácilmente contentadizo.

—A veces —afirmó él gravemente— el mar está tan agitado que no podemos poner nada en absoluto encima de la mesa. Tenemos que comer las cosas directamente de las latas de conserva o nos quedaríamos sin nada.

Las señoras hicieron ademanes de dolorida comprensión y la madre del marino añadió, con acento de horror:

—Imagínense ustedes lo que será una cosa así.

Baker sorprendió la mirada de la joven fija en él admirativamente. Pero ¡era tan fea!… Optó por tomarse otro bocadillo.

—Sí —prosiguió luego con aires de afectada indiferencia—. Recuerdo una vez que el camarero me subió al puente un poco de carne curada. Era el primer alimento que tomaba después de dos días. Lo curioso fue que cuando llegó no podía comérmela. Supongo que era debido a la extenuación.

—¡Imagínense! —repitió su madre, que dirigiéndose a él le dijo—: Cuéntanos aquello del hombre que se estaba ahogando, Tom. Ya sabes…, cuando te arrojaste por la borda en plena tormenta…

—¡Oh! Eso… —exclamó la muchacha acentuando aún más el asombro de su mirada.

El héroe alargó su taza para que le sirvieran más té.

—No es nada de particular —empezó, ajustando rápidamente el relato en su mente—. Una noche, el Capitán pidió voluntarios…

Cambió las cosas, a su modo, de una forma maravillosa…, quizá demasiado maravillosa a juzgar por la estupefacta expresión que se pintó en la cara del otro único hombre que había en la habitación. Pero las mujeres lo dieron todo por bueno y la fea muchacha puede decirse que estaba francamente hipnotizada por todo lo que él hacía o decía. Disfrutó de la admiración mientras duró, pero de vuelta a casa recayó de nuevo en su estado de hastío y de fracaso. ¿Qué le importaban a él aquellas matronas y aquella joven horrorosa? Estaba ya harto de todo aquello. Lo que él realmente hubiese querido sería poder contar aquellas historias sentado junto a una chimenea en compañía de otra mujer muy diferente —¡de una mujer…!— que apoyase la cabeza en sus rodillas y levantase la cabeza para mirarlo mientras él le acariciaba la rubia cabellera. «¡Qué maravilloso sería eso!», pensó, dando de nuevo rienda suelta a sus románticas ilusiones.

Morell, saboreando a sorbitos una copa de coñac, se hallaba sentado en el cálido gabinete, suave y femenino, del piso de Westminster, mirando al reloj y esperando que llegase el momento de ir a buscar a su esposa al teatro. La guerrera de su uniforme se hallaba en una silla, frente a él, esperando también el momento de que se la pusiera. Pero ese momento, por muy deseado que fuera, no había llegado aún.

El reloj marcaba las diez y cinco, lo que quería decir que tenía que pasar otra media hora antes de que pudiera marcharse razonablemente. A Elaine no le gustaba que él anduviese rondando por el teatro o por su camerino mientras se hallaba en el escenario, y antes de las once de la noche —tenía que quitarse el maquillaje, cambiarse de ropa— no era fácil que estuviera preparada para marcharse. Cuando estaba en el mar, Morell se había imaginado a sí mismo esperando en el camerino, jugueteando con la caja del maquillaje y hablando con la camarera de su esposa hasta que ésta terminase la función; pero las cosas no habían pasado así. Muchas veces había deseado que terminasen las representaciones de aquella obra, pero no había indicio alguno de que tal cosa fuera a suceder, aparte de que ese deseo era puramente egoísta, ya que a ella le hubiera desagradado mucho tal cosa. Pero aquel compromiso teatral significaba que él no podía verla mucho durante aquel permiso. En efecto, seis representaciones nocturnas a la semana y dos vespertinas por añadidura, le dejaban muy poco tiempo disponible, incluso prescindiendo de otros compromisos extraordinarios tales como almuerzos, cenas y cócteles, que constituían un aditamento indispensable de la representación de una obra en el West End.

Morell sorbía su coñac mientras en el reloj se iba arrastrando aquella media hora. Se hallaba malhumorado e inquieto aunque sabía que se reunirían muy pronto; lo malo era que no podía tener la seguridad de que aquel encuentro fuese feliz.

Al principio había parecido que Elaine deploraba sinceramente que tuviesen que permanecer tanto tiempo separados.

—¡Qué lástima, cariño! —había exclamado la noche de la llegada de su marido—. Precisamente una vez que puedes disfrutar de un permiso tan largo, tengo un papel en una función que va a durar en el cartel. Pero no importa —continuó apoyando la cabeza en el hombro varonil—; ven a buscarme al teatro y ya te lo recompensaré.

Y en efecto, aquella noche, cuando él la fue a esperar a la puerta de salida de artistas y la llevó a casa, Elaine extremó las muestras de su cariño con una ternura que le hizo recordar el pasado. Lo mismo sucedió en las tres o cuatro noches consecutivas, sin que por parte de la mujer se observase ni la menor sombra de duda, lo que hizo que él se sintiera inmensamente feliz. Pero después…

¿Qué es lo que produjo, exactamente, aquel visible enfriamiento? ¿Qué es lo que hizo que disminuyese la atención de la mujer, y con ello la felicidad y la confianza del hombre? Lo primero que influyó para ello fue el inconveniente de tener que vivir siempre rodeados de gente, entre constantes llamadas telefónicas, compromisos que ella no podía desatender, reuniones nocturnas después de terminarse la función y otras reuniones de las que él quedaba excluido.

—Pero, amor mío —solía decirle ella—. No está bien que vengas. Sólo asistirá gente de teatro y todo el rato estarán hablando de lo mismo. Te aburrirás como una ostra.

Cuando, más tarde, él protestó, Elaine insistió con un cierto dejo de enfado.

—Querido, tengo que ir, no hay más remedio. Es importante para mí. Puede significar más trabajo cuando se terminen estas representaciones.

No había nada que pudiera oponerse a este argumento, o por lo menos nada que ella pudiera reconocer válido. Tampoco conducía a nada el hacer preguntas.

—¡Oh! Se trata solamente de una pequeña reunión —solía responder cuando su marido quería saber adónde tenía que ir—. Tú no conoces a esa gente y seguramente no sería de tu agrado de ningún modo.

Primero siguió a la pregunta la respuesta; después, el silencio y, finalmente, la protesta airada. Pero, a pesar de ello, Morell no podía evitar las preguntas. Cada vez que se separaban, le mordían los celos.

—¡Oh, querido! No seas pesado —acababa ella por decirle cuando sus indagaciones pasaban ya del límite de la paciencia femenina—. Me vas a volver loca…

Y así quedaban momentáneamente las cosas. Morell hubiera querido explicarle hasta dónde le iba a conducir todo aquello, pero había empezado ya a coger miedo a cualquier clase de emociones, a cualquier cosa que perturbase la normalidad de su vida en común, a cualquier nuevo experimento. Él tenía mucho que perder y era evidente que, por la razón que fuese, lo podía soportar mucho menos que ella. Cada vez que procuraba sobreponerse a aquella situación, el esfuerzo resultaba más débil, el terreno que pisaba menos firme y la abyección del rendimiento más patente. En realidad él carecía de armas y lo había puesto de manifiesto con excesiva claridad, lo que produjo, para ambos, un efecto fatal.

Había también algo más, peor que todo eso, algo de lo que él se dio cuenta al final ya de su permiso. En una sutil mengua del fervor amoroso de su mujer, un modo automático de responderle, un conjunto de cosas, en fin, que a él, pensándolo serenamente, le hacía dudar si ella lo quería de veras o si, sencillamente, estaba representando una comedia. Había habido un momento, un instante de despego un tanto burlesco, en que, a pesar de estar juntos, Morell había tenido la sensación repentina de estarla observando desde una distancia inmensa y, de pronto, se había encontrado formulando en su mente una especie de informe forense en que, más o menos, decía: «Esta mujer, como Su Señoría puede observar, hace el amor con tal grado de maestría técnica, que…». Había tenido aquellas extraordinarias palabras en la punta de la lengua, pero no había sabido cómo terminar la frase. Le había dominado una sensación tal de fría indiferencia que apenas logró disimularla en el justo límite de traicionarse a sí mismo.

No había nada definido para intranquilizarlo, pero tampoco hallaba reposo; y lo peor de todo es que ya no podía hablar con ella de estas cosas, buscar de nuevo la perdida confianza ni encontrarla. Es cierto que compartían la casa y el lecho, que hablaban y bromeaban; pero todo ello era puramente superficial; la franqueza y la intimidad habían desaparecido y él temía ahondar más por miedo de lo que pudiera descubrir.

El reloj tocó al fin la media y Morell, con una presteza llena de alegría, se levantó y se puso la guerrera. Mientras lo hacía, sonó el teléfono.

Durante un minuto entero no se decidió a descolgar el receptor. Era casi seguro que se trataría de alguna de las amistades de su esposa, de sus intolerables amistades: mujeres de lenguas sueltas y malignas, hombres gordos y gesticulantes que llevaban contratos en los bolsillos, galanes jóvenes medio afeminados pero que presumían de tenorios, gente de teatro; en fin, la abigarrada fauna que pulula por escenarios, bastidores y camerinos con la presuntuosa hinchazón de aquel ambiente ficticio… Pero la llamada telefónica persistía y, al fin, Morell se dirigió a la mesita donde estaba el aparato y descolgó el receptor. Era Elaine.

—Amor mío —empezó ella, hablando con rapidez como si se anticipase a las protestas de su marido—. Me han invitado a una fiesta esta noche después de la función.

—¡Oh! —exclamó Morell con reserva.

—No tengo más remedio que ir, querido. Estará allí Readman, el empresario, ya sabes.

—Muy bien —contestó él después de una pausa. Estuvo a punto de decir otras cosas, pero se daba cuenta de que no surtirían efecto alguno—. ¿Puedo ir a recogerte a alguna parte?

—No. Se acabará muy tarde, querido.

—Eso no importa. ¿Dónde estarás?

—Verdaderamente no lo sé —contestó Elaine con tono algo irritado—. Iremos a algún sitio. No te preocupes.

—Telefonéame, entonces —insistió él tercamente—. Te iré a buscar a cualquier sitio y a cualquier hora.

«Ah, querida —pensó Morell—, eres mi mujer y ésta es mi última semana de licencia. Te necesito a mi lado, y no que te vayas de fiesta con otras personas», Pero no pronunció estas palabras, porque comprendió que tampoco producirían el efecto deseado.

—Es tan fastidioso… —empezó a decir ella, y después, alevosamente, continuó con una sarta de frases rápidas que sólo eran evasivas y subterfugios, sin dejarle tiempo para contestar—. La verdad es que será demasiado tarde cuando regrese, cariño, y no es preciso que me esperes. Vete a dormir y ya te veré por la mañana. Adiós.

Morell había abierto ya la boca para contestar cuando oyó el chasquido del teléfono que se colgaba e inmediatamente el zumbido de comunicación libre.

Se sentó de nuevo y cogió la copa de coñac, pensando solo en aquella imprevista decepción. Luego, antes de que tuviera tiempo de controlar la dirección de sus pensamientos, se acordó de pronto de dos cosas que se sucedieron en su mente de forma tan rápida como horrible. No acertaba a descubrir qué desgraciado instinto se las presentaba tan vívidamente, pero una vez las tuvo en su cabeza ya no se las pudo sacar de allí.

Recordó, en primer lugar, el enorme moratón que había descubierto en el muslo de Elaine durante la primera noche de licencia. Ella era propensa a los moratones, hecho sobre el que habían bromeado en la luna de miel, tal como lo hicieron también aquella noche.

—Me lo hice al apearme de un taxi —le había contestado ella.

—¡Buena mentira! —había refunfuñado él, y después, en otro tono, había añadido—: ¿Quieres que te consiga otro taxi, al punto?

—El taxímetro ya está en marcha… —le había respondido ella.

Una escena encantadora que acabó en frenesí. Pero en aquellos momentos él sólo recordaba la rapidez de la primera respuesta de Elaine.

La segunda cosa que pensó lo hizo levantarse y entrar en el cuarto de baño con una clara sensación de vergüenza. Colgado tras la puerta del baño había un neceser, un neceser especial en el que Elaine guardaba sus «cosas». Se apoyó contra la pared, incapaz en un principio de hacer aquello aunque fuera en secreto. Pero al fin estiró la mano, descolgó el neceser, lo abrió y, con profundo desagrado por lo que hacía, miró en su interior.

Lo que buscaba no estaba allí.

Desde luego, aquello no significaba nada. Una vez —hacía ya mucho tiempo— Elaine le había dicho al respecto:

—¡Oh! Siempre quiero que me encuentres preparada.

Incluso ahora ésta podía ser una explicación simple y delicada.

Pero tan pronto como hubo regresado al gabinete y se hubo sentado, empezó a imaginarse, con todo lujo de horribles detalles, a Elaine haciendo el amor con otro hombre.

Lockhart pasó también en Londres el tiempo de su permiso, aunque en forma menos emocional que Morell. Quizá en otro tiempo no hubiera sido así y hubiese emulado a su camarada en aquel terreno. En el mar se había entregado de lleno a su trabajo, prescindiendo por completo de toda otra clase de pensamientos, pero una larga licencia lo exponía a que aquella armadura se resquebrajase al recordar aspectos muy distintos de su pasado, flaquezas humanas que pensaba que habían desaparecido al despojarse de su traje civil. Pero, en definitiva, la ocasión no se presentó y pasó su licencia en aquel alejamiento de las atracciones femeninas que los dos años anteriores habían convertido en una cosa normal en él.

Vivió en un piso alquilado en Kensington cuyo propietario se hallaba ausente desempeñando una misteriosa misión en Norteamérica. Después de haber vivido tanto tiempo rodeado siempre de gente en el hacinamiento del barco, la soledad debería haberle agradado; pero en la puerta de su casa estaba Londres, su hermosa ciudad desaseada y dañada por los bombardeos, es cierto, pero sin que por ello dejase de ofrecerle sus incomparables atractivos: la gente, los bares, los teatros, los conciertos, el simple deambular por las calles que terminaban en el río o en los amplios parques verdes… Todo eso estaba allí, al alcance de su mano, y él se aprovechaba de todo con un ansia de variedad que nunca se saciaba.

Se encontró con mucha gente, por casualidad, por coincidencia, por haberse citado o por desgracia. De toda esa gente, dos personas se le quedaron grabadas en la memoria. No eran, precisamente, dos buenos ejemplares representativos de lo que debía ser el Londres de tiempo de guerra, y no se trataba precisamente de gente muy grata; pero fueron los que más le impresionaron, al igual de lo que pasa en una fiesta de cumpleaños infantil, donde quien produce una impresión más duradera, especialmente a los concurrentes adultos, es el niño que está enfermo o el revoltoso que hace diabluras.

En el Café Royal se encontró con un hombre que durante un período breve y poco brillante de su vida había sido su patrono en una agencia de anuncios de Londres. Lockhart había desempeñado aquella colocación durante algún tiempo en el año treinta y tantos, en un momento en que se hallaba completamente arruinado, ya que, en otras circunstancias, no habría podido tomar en consideración una cosa que, desde un principio, le pareció tan sin sentido y fastidiosa. Su trabajo consistía en escribir anuncios de productos alimenticios, ponderando sus cualidades. Al perfilar el estilo de esta propaganda, su principal, llamado Hamshaw, procuró comunicarle sus propios y personales puntos de vista y quedó desconcertado por los pinitos literarios, un tanto frívolos, de Lockhart. Las cosas siguieron así difícilmente durante algunos meses. Con creciente frecuencia, las producciones de Lockhart le eran devueltas con las notas de «demasiado seco», «demasiado rígido» «un poco más expresivo, por favor», y una vez, incluso, diciendo «esa alusión a la saliva es poco delicada». Llegó un día en que una frase de Lockhart, ideada para redondear el anuncio de una galleta para alimento de los perros y que decía «Los perros disfrutan con ella», fue rechazada y sustituida por la siguiente: «Jamás ha sido ofrecido al mundo canino un manjar más sabroso». Lockhart se dio cuenta de que, arruinado o no, su paciencia se había agotado.

Aguardaba una oportunidad para despedirse y ésta llegó al fin. Una mañana encontró encima de su mesa una nota de Hamshaw. «Le ruego me haga una frase adecuada de propaganda para los bombones Bolger». Lockhart pensó un momento, escribió una línea en el margen inferior de la misma nota, cogió el sombrero y se marchó. Unas horas más tarde, Hamshaw, husmeando entre los papeles de la sala de redacción, leyó aquel lema burlón que era como el esfuerzo final del ingenio de su empleado, la despedida definitiva: «Bombones Bolger: ricos y negros como el agá Jan».

Incluso en aquellos días pasados, Hamshaw era ya bastante pomposo. Júzguese, por consiguiente, lo que sería ahora, cuando tenía a su cargo el control del pensamiento de continentes enteros por encargo del ministro de Información. No era exagerado decir que había alcanzado alturas verdaderamente olímpicas. Saludó a Lockhart con una inclinación de cabeza un tanto displicente y le dijo:

—¡Ah, Lockhart! Siéntese usted aquí.

Su tono no difería mucho del que se emplearía con un apóstata a quien se invitara a penetrar en un santuario. Después de hablar algún rato de cosas sin importancia, el majestuoso personaje dijo reflexivamente y acariciándose con suavidad su poderosa barbilla:

—Un hermoso servicio el suyo, Lockhart; pero he de confesarle que en el Ministerio los encontramos a ustedes… ¿cómo le diría?…, un poco lentos.

—¿Lentos? —repitió Lockhart con tono inexpresivo.

Hamshaw hizo un ademán afirmativo, se engulló un emparedado y volvió a repetir el ademán.

—Sí. Nos gustaría un poco más de rapidez en la entrega del material, en lo referente al Atlántico y demás. Resulta muy difícil conseguir la colaboración del Almirantazgo; muy difícil, en efecto.

—Pues yo creo que se preocupa a fondo de lo referente a la seguridad.

—Mi querido Lockhart: usted no puede enseñarme a mí nada de lo referente a la seguridad —repuso Hamshaw como si aquello fuera una cosa de su incumbencia personal—. Lo que necesitamos es un poco más de buena voluntad para dar la debida publicidad a lo que va pasando. Los éxitos, si es que los hay, no son buenos a menos que la gente oiga hablar de ellos. No, amigo mío, no lo son, en absoluto.

Lockhart frunció el ceño, no viendo razón alguna por la que tuviera que aceptar aquella estupidez, ni siquiera por razones de conveniencia social.

—Un submarino hundido es un submarino hundido —dijo secamente—, lo mismo si aparece la noticia en la primera página de un periódico y a dos colores, que si no aparece. La propaganda que pueda hacerse después no afecta para nada a la realidad del hecho.

—La propaganda, como usted dice —adujo Hamshaw mirando a su interlocutor de un modo huraño y presto a rechazar cualquier muestra de falta de respeto—, tiene un gran valor desde el punto de vista moral. La moral nacional, que es uno de nuestros principales objetivos, necesita un suministro continuo de noticias favorables para mantenerse. Yo estoy convencido, en efecto, de que la guerra no podría sostenerse ni un solo día sin ese aliento público constante que nosotros fomentamos. Sin embargo —prosiguió dándose cuenta tal vez de que la atención de Lockhart se desviaba—, yo no debo encastillarme exclusivamente en mi propio tema, por muy absorbente que sea. Hábleme un poco del suyo. ¿Lo encuentra usted personalmente satisfactorio?

—Pues algo por el estilo.

—En cierto modo —dijo Hamshaw mirando al vacío— es una verdadera lástima que usted no esté con nosotros. Me fue permitido llevar conmigo al Ministerio algunos elementos de mi propio personal, aquéllos en quienes tenía más confianza, y todos se han portado muy bien. Usted, en la actualidad, podría ya haber llegado a ser director de una de nuestras secciones.

—¡Válgame Dios! —dijo Lockhart.

—Sí. Hay mucho campo para el avance. Pero quizá usted se encuentre ya bien donde está.

—En efecto —respondió Lockhart—. Creo que sí.

—Bueno; eso es lo más importante de todo. Todo es importante para la guerra —prosiguió Hamshaw con forzada condescendencia—; todo tiene su trascendencia para una causa grande. Le aseguro que nos damos perfecta cuenta de esto. No es bastante que nosotros proporcionemos lo que pudiera llamarse la fuerza motriz de la guerra; indudablemente los diversos servicios hacen un papel honorable en el campo de batalla.

—Eso que usted dice me parece una vulgaridad —dijo Lockhart sin levantar la voz mientras por segunda vez en su vida de relación con aquel individuo cogía el sombrero disponiéndose a largarse—. Pero tenga un poco más de condescendencia con nosotros. Estamos tratando de integrarnos en su máquina de guerra.

—Veo que le ha molestado a usted algo lo que le he dicho —dijo Hamshaw con tono de reproche.

—Sí —respondió Lockhart—, un poco.

Se marchó, dejando a su principal que sacase las conclusiones que estimara oportunas. Indudablemente consideraría todo aquello como una lamentable manifestación de la psicosis de guerra.

Aquella misma tarde, a hora más avanzada, se encontró en el mostrador de una cervecería de Fleet Street con un compañero periodista llamado Keys, a quien no había visto desde el comienzo de la guerra. Keys era mucho mayor que él, un viejo reportero, curtido y maduro, perteneciente a la redacción de uno de los diarios más populares. Como había pasado con Hamshaw, sus inclinaciones naturales parecían haber sido estimuladas por la guerra y mientras que siempre se había mostrado un tanto escéptico respecto a la naturaleza humana en general, ahora se mostraba cruelmente cínico sobre todos los aspectos de la guerra y los motivos de cualquiera que tuviese la menor relación con la misma. Sin otra excitación que el whisky que pudiera llevar en su cerebro, se enzarzó con Lockhart en una diatriba de violencia extraordinaria que comprendía a toda Inglaterra, y ninguno de sus conciudadanos escapó de la censura. Los políticos no hacían otra cosa que hacer su agosto sin preocuparse para nada del bien común; los industriales vendían un material de guerra deleznable con un lucro fantástico y todos los periódicos sin excepción se aprovechaban de la contienda, silenciando los fracasos de los aliados e inventando, en su lugar, grandes éxitos. Los obreros eran unos haraganes empedernidos y los combatientes eran, desde luego, las víctimas de un enorme abuso de confianza si es que no de algo peor…

—Entre nosotros y los alemanes no existe diferencia alguna —concluyó mirando hurañamente el uniforme de Lockhart, como si fuera una especie de traje de presidiario, vergonzoso para cualquiera que lo usase—. Todos vamos tras lo mismo: la dominación de Europa y de sus mercados. En todo caso, los alemanes proceden con un poco más de honradez que nosotros.

Lockhart hizo un ademán evasivo. El lugar estaba atestado de gente y no hacía falta atraer la atención general por una polémica que a nada conduciría y que podría derivar a extremos desagradables, Encima mismo de sus cabezas campeaba un gran letrero, escrito con caracteres góticos, que decía: «En este establecimiento no se conoce la depresión». Sería mejor que se dedicara a sacar punta a ese tema.

—¡Por Dios bendito! —exclamó Keys, que pareció arrastrado por una furia desolada—. He tenido que escribir más paparruchas sobre el esfuerzo aliado de guerra durante los meses pasados de lo que hubiera imaginado posible. Hay bastante para revolver el estómago a cualquiera.

—¿Por qué lo haces, entonces?

Keys se encogió de hombros.

—Por el mismo motivo que tú llevas ese uniforme —contestó con tono mordaz.

—Lo dudo —respondió Lockhart secamente.

—No te hagas el tonto… Hay guerra y tú te has metido en ella como un buen chico porque todos han de hacerlo. Hay guerra y mi periódico tiene que excitar el patriotismo, porque de otro modo no lo compraría nadie, y yo tengo que hinchar el perro porque si no perdería mi colocación. Los motivos son, por consiguiente, los mismos, es decir, el temor a traspasar la línea marcada y a hacerse impopular si no se sigue a la muchedumbre como a una manada de borregos.

—Hay otras razones —dijo Lockhart.

—Supongo que vas a decirme —añadió Keys sonriendo sarcásticamente— que la Armada en pleno está luchando por Dios, por el Rey y por la patria.

—Ésa es una idea que, en efecto, está detrás de muchos de nuestros sentimientos —dijo Lockhart sin acalorarse—. No es, lo reconozco, una guerra sólo por el derecho y la justicia, donde todo lo bueno está solo en uno de los bandos. Hay bastante de esta tesis de la «dominación de Europa» para que haya que pensar dos veces antes de aceptar a primera vista los discursos patrióticos al pie de la letra. Pero si perdemos, o si no hubiésemos declarado la guerra, las posibilidades de afirmar cualquiera de las cosas en que creemos serían muy escasas. ¿Cómo crees tú que sería Inglaterra si los alemanes llegasen a dominarla?

—Más eficaz —respondió Keys.

Lockhart se sonrió.

—Veo que no voy a avanzar mucho —dijo humorísticamente.

Por diversas razones no podía enfadarse con Keys, que había vivido tanto tiempo corriendo detrás de las noticias que apenas era capaz de distinguir una emoción auténtica de una falsa y que permanecía impasible ante una y otra.

—Yo seguiré alimentando mi sueño patriótico, pero con los ojos bien abiertos. Éste es un sentimiento que a veces es real y verdadero, tenlo por seguro, y mucha gente ha muerto por él.

—Siempre hay tontos —dijo Keys desdeñosamente.

—Conque sí, ¿eh? —dijo Lockhart—. Pues ellos no podían saberlo, ¿verdad? Sólo podían guiarse por los periódicos, de modo que puede decirse que habéis hecho una magnífica faena.

Lockhart, que había bebido algo aquella noche, seguramente buscando un antídoto y tratando sin duda de despejarse, emprendió el largo descenso por Piccadilly hacia Knightsbridge, a su casa, procurando resumir las impresiones que le habían ocasionado aquellos encuentros. De los dos hombres, Hamshaw y Keys, prefería mil veces la apreciación que éste hacía de la guerra. Podía ser cínico y amargo, pero, cuando menos, no se engañaba a sí mismo y estaba libre de la pomposa aureola de grandeza con la que Hamshaw se había rodeado a sí mismo, a la guerra y al papel que en ella asumía. La guerra no era así. No era exclusivamente una causa sagrada servida solamente por campeones, pero, por otra parte, tampoco era, según la concepción de Keys, una riña de perros por mezquinos intereses comerciales. Entre las cosas que éste había dicho existían algunas ligeras bases para sustentar que la lucha se ventilaba entre contendientes igualmente culpables, resueltos, cada uno, a dominar Europa; pero esto no era bastante para conceptuarla finalmente como una contienda vulgarmente egoísta, en la que no cabía hacer distinciones entre cualquiera de los vencedores eventuales. Keys había dado forma a su propia amargura, que podía derivar de docenas de cosas. Podía basarse, en lo más profundo de su raíz, en el hecho de ser demasiado viejo para poder tener ninguna utilidad práctica en la lucha, y quizá lo que lo determinaba a medir a todos por el mismo rasero de su crítica mordaz fuese precisamente el verse excluido por un motivo que consideraba depresivo.

—No todos podemos nacer a la vez —dijo Lockhart en voz alta, dirigiéndose a la fachada de un gran inmueble en Rutland Gate.

Pero quizá Keys no era tan lógico, tan infinitamente sabio como lo era Lockhart en aquellos momentos. Keys era demasiado viejo para luchar y, en consecuencia, la lucha era para él una preocupación que no valía la pena de tomarse y la guerra una derivación asesina del tráfico comercial.

Naturalmente podía haber algo más… Lockhart no había sido un patriota declarado. Incluso en aquellos momentos, estrechamente envuelto en la lucha, no podía sentir ese entusiasmo que se reducía solamente a la necesidad de vencer para llegar después a una paz justa y razonable. Pero la victoria era lo decisivo. Lo contrario suponía el desastre para todo aquello que él sentía y por lo que vivía, y la sujeción a una tiranía cruel, inhumana y aborrecible que impediría, para siempre, la realización de las esperanzas humanas.

Indudablemente habría alemanes también que pensarían del mismo modo. Hombres buenos, aunque engañados; sinceros y humanitarios; buenos soldados, marinos y aviadores que creían que estaban destruyendo a una Inglaterra pervertida que no pensaba más que en la conquista. Era una lástima que hubiera que matarlos.

—Realmente yo soy un germánico —dijo de nuevo en voz alta, deteniéndose para descansar apoyado en un farol propicio—. No hay ninguna diferencia entre nosotros… Pero mi papel como germánico es conseguir la victoria y después ya volveremos a arreglar las cosas de nuevo.

—Bien, señor —le dijo un guardia que surgió de pronto a su lado—. ¿Está usted muy lejos de su casa?

Lockhart parpadeó e hizo un esfuerzo para fijar su mirada en el agente.

Su figura le parecía enorme al resplandor del farol.

—¿Por qué serán los guardias siempre más altos que yo? —preguntó amablemente—. En Alemania…

—¿Qué le parece si toma un taxi? —preguntó el guardia con la paciencia comprensiva que distingue a estos funcionarios—. Podría encontrar alguno si retrocede un poco, en Knightsbridge.

—Hace una noche muy buena para pasear —dijo Lockhart.

—Y también para dormir —repuso el guardia con tono reprobatorio—. Todo el mundo está durmiendo por aquí. No querrá usted despertar a nadie, ¿verdad?

—¿Ha pertenecido usted alguna vez a la Armada? —preguntó Lockhart con la vaga idea de establecer un contacto amistoso.

—No, señor —respondió el agente—. No he tenido ese honor.

Un taxi, que pasaba despacio por allí de regreso al centro de la ciudad, viró limpiamente ante una indicación que le hizo el guardia con la mano y se detuvo junto a ellos.

—¿Cuál es la dirección, pues?

Lockhart se la dio y se mantuvo en pie vacilante, mientras el guardia abría la portezuela del taxi. Lo malo de estar bebido es que, en tal situación, cualquiera puede más que uno… Se detuvo, con un pie en el estribo.

—Me dirigía a mi casa pacíficamente —dijo.

—Sí, señor —respondió el guardia.

—No quiero ningún alboroto —dijo el chófer, un hombre viejo que llevaba un grueso gabán verdoso—. Ni con la Armada ni sin ella.

—No pasa nada —dijo el guardia cerrando de un golpe la portezuela mientras Lockhart se derrumbaba en el asiento—. ¿Está usted seguro de la dirección? —añadió metiendo la cabeza por la ventanilla.

—Sí —respondió Lockhart—. La llevo guardada en el corazón.

—Muy bien —repuso el guardia; y haciendo un ademán al chófer, añadió—: siga.

—Tenemos que vencer —afirmó Lockhart, a modo de despedida.

—Si lo sabré yo… —contestó el policía—; pero seguramente no se logrará en una noche, deje algo para mañana.

—¿Qué tal les va en sus barcos de guerra? —preguntó el chófer, una milla más allá, por encima del hombro.

—Es algo terrible —respondió Lockhart, que estaba tratando de liar un cigarrillo y de desenredarse, a su vez, del equipo de su máscara antigás.

—Fue solo una pregunta —dijo el chófer con acritud—. Ya pueden irse a pique… ¡Para lo que me importa!

—¿No quiere usted que ganemos la guerra? —preguntó Lockhart asombrado.

—Hay muchas cosas que yo querría —contestó el chófer, y echando un vistazo al contador, tan rápido como significativo, añadió—: Tarifa doble después de las doce.

—Tonterías —dijo Lockhart.

—¿Qué está usted diciendo? —preguntó escamado el chófer al mismo tiempo que oprimió los frenos y detuvo el vehículo.

—Yo he nacido en Londres —empezó a decir Lockhart con una claridad de pensamiento que le asombraba a sí mismo—. Usted sabe perfectamente bien…

Aquélla no fue, decididamente, una noche satisfactoria.

Pero ésta no fue la nota con que terminó su licencia. Ni aquella noche, ni Hamshaw ni Keys. Llevaba consigo un género muy distinto de recuerdos. La noche última de su estancia en Londres fue al teatro para ver una revista, sin complicaciones intelectuales, que fue el único espectáculo para el que pudo encontrar localidades. En aquel salón, cuando se encendieron las luces en el entreacto, presenció una escena que permaneció grabada en su mente durante mucho tiempo.

Se trataba de un grupo de oficiales de las fuerzas aéreas procedentes de algún hospital que debía ser de la especialidad de cirugía plástica. Los seis jóvenes, con su uniforme de la aviación parecían iguales. Lockhart, al mirar de reojo a lo largo de la fila, sufrió una impresión tal ante aquellas desfiguraciones que, de momento, pensó que se debía a un juego engañoso de luces y sombras. Pero no se trataba de eso. Sus facciones estaban destrozadas de la misma manera informe, mutiladas tanto por las heridas como por las intervenciones quirúrgicas, llenas de costurones producidos por las cicatrices y las quemaduras, deformadas hasta convertirse en caricaturas vivientes, sin cejas, sin orejas, sin labios ni barbillas. Tenían tonalidades de un gris amarillento en los sitios chamuscados por el fuego y de un rojo lívido donde se destacaban las cicatrices. Era un cuadro de violencia y de dolor que produjo a Lockhart una impresión que casi le hizo sentirse mal. Entre cada una de aquellas terribles caras había otra fresca y juvenil: la de una muchacha. Las jóvenes sonreían y hablaban animadamente sin apartar la vista de las desfiguradas facciones de sus acompañantes, sin dar muestra alguna de vacilación, mientras que las caras mutiladas, que ya no podían sonreír ni casi hablar, estaban vueltas hacia las de las jóvenes con una vigilancia aterradora.

«No debían dejarlos entrar aquí», musitó una mujer que estaba sentada inmediatamente detrás de Lockhart. «¿No pueden tenerse en cuenta los sentimientos de las demás personas?».

«Cállate, mal nacida», pensó Lockhart, que estuvo a punto de decirlo en voz alta. Después, volviendo a mirar a lo largo de la fila hacia los heridos, como lo hacía mucha gente, atraído por el magnetismo de aquellas terribles deformidades, deseó que aquellos desdichados pudieran mejorar cuando el tiempo lo permitiera, al cabo de un año, o de dos… Eso, y nada más que eso, era la guerra; aquél era el aspecto de la misma que no se podía embellecer, ni atenuar, ni siquiera disimular de ningún modo. Se alegró cuando se apagaron de nuevo las luces; pero esa alegría la sintió por ellos, por aquel velo de piadosa oscuridad que debían de recibir con tanta gratitud. En cuanto a él, después de la primera impresión estremecedora, se sentía como más familiarizado con aquellas espantosas muestras de la guerra que con ninguna otra cosa de Londres. Los heridos eran una señal evidente de lo mejor de la ciudad, lacerada y quemada del mismo modo, mutilada para siempre quizá, pero que proseguía sus actividades, laborando y distrayéndose, aferrada con tesón a lo que había quedado indemne de la terrible devastación, sin que su espíritu animoso pudiera ser intimidado ni ahora ni en lo futuro.

Aquél era el mejor recuerdo que podía llevarse de sus días de permiso; un recuerdo duro e implacable por cuyo influjo no se corría el riesgo de que se ablandara el espíritu. Lockhart lo guardó para sí con gratitud.

Casi no pudieron reconocer a la Compass Rose después de las reparaciones externas. Parecía haber superado su condición de corbeta para adquirir una categoría inesperada. El nuevo puente de mando era semejante al de los destructores, con su departamento de cartas de navegar debidamente cubierto y con espacio despejado para poder moverse con soltura. La enfermería, dirigida por un practicante que había ejercido de veterinario rural, se hallaba convenientemente dotada y preparada para la mayor parte de las contingencias con las que habían tenido que enfrentarse hasta entonces. Había mayor número de cargas de profundidad y de armas antiaéreas y un nuevo equipo de sonar, pero, sobre todo, un arma flamante que constituía la gran novedad: el radar.

El radar, el invento más formidable en la guerra naval, había tardado en llegar a ellos. Por aquel entonces, todos los destructores de escolta iban provistos de él y también algunas pocas corbetas afortunadas; pero Ericson, que durante el año transcurrido había solicitado muchas veces que lo proveyeran de este medio de lucha, había sido desairado siempre. El oficial encargado de este servicio en la Dirección General de Operaciones, siempre que el Capitán promovía esta cuestión, le decía que no tuviera ninguna esperanza en tal sentido, pues antes que a ellos había que atender a las demás clases de barcos. Aquel oficial, que no tenía pelos en la lengua, le había dicho con toda claridad que, por lo que se refería al radar, las corbetas figuraban en el último lugar y que tendrían que esperar hasta que todos los demás barcos estuvieran dotados de tal adelanto.

—Qué lastima que Bennett no esté todavía con nosotros —observó Morell, que había presenciado aquella conversación—; esas frases le hubieran encantado.

Pero ahora, finalmente, contaban con el radar montado en el puente con todo su prestigio y sus promesas. El radar era lo único que les faltaba, la única arma que la batalla del Atlántico había estado pidiendo durante tanto tiempo: el medio de poder descubrir, por la noche o con mal tiempo, cualquier cosa que estuviera al acecho por las proximidades. Podía descubrir un sumergible en la superficie a considerable distancia e indicar su rumbo y su velocidad. En su pantalla fluorescente, el radar ofrecía una visión del convoy y de los barcos próximos, cuya representación simplificaba los servicios de observación nocturna de tal forma que casi no podía concebirse cómo hasta entonces se había podido pasar sin aquel medio. Ya no había necesidad de estar más tiempo pendiente por la noche, con los cinco sentidos alerta y destrozándose la vista, puesto que el radar lo hacía ya todo. No era ya necesaria la búsqueda de barcos perdidos ni de convoyes a los que se estuviera esperando; todo ello aparecía claramente representado en la pantalla del radar, aunque estuviera a decenas de millas de distancia. Este adelanto iba a constituir una ayuda y una comodidad de la que todos se dieron perfecta cuenta, y además quizá el radar empezaría a nivelar la balanza de la contienda atlántica, ya que gracias a él podrían adelantarse al ataque artero y oculto, al determinar en su pantalla la posición exacta del enemigo. Aquello era lo mejor que la ciencia podía haber hecho en favor del hombre.

Se hallaban ya adiestrados en su uso cuando volvieron al mar, al llegar la batalla a su punto crucial y a tiempo de sufrir el peor viaje de todos los realizados hasta entonces.