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Los primeros convoyes que se sucedieron siguieron el modelo del inicial. Continuaban operando con el Viperous como jefe del grupo, que se había reforzado con la incorporación de la Sorrel. Continuaron siendo una escolta de guerra que no había tenido aún contacto con el enemigo. Había sumergibles en la ruta y otros convoyes habían caído en su radio de acción pero, hasta entonces, la suerte los había favorecido. El cuaderno de bitácora no registraba ningún encuentro en tal sentido, limitándose a contener una serie sucesiva de comentarios sobre el estado del tiempo, que continuaba poniendo a prueba a la Compass Rose. Fuera cual fuere la estación del año, parecía que el Atlántico no estuviese nunca dispuesto a abandonar su furia.

Los días, más prolongados, de la primavera y del principio del verano les trajeron, sin embargo, algún alivio. Las guardias de día eran más llevaderas, aunque el buque no dejara de hacer cabriolas. Se dividieron entonces en tres turnos de guardia, a razón de cuatro horas de servicio y ocho de descanso. Bennett y Lockhart hacían un turno individual cada uno y Ferraby y Morell hacían juntos el tercero. Las ocho horas de descanso constituían una ventaja tan grande que parecía imposible que se hubieran podido soportar los inconvenientes del antiguo sistema. El nuevo plan era también muy conveniente para Ericson, que, de ese modo, podía dormir durante gran parte del día y se hallaba en condiciones de descanso que le permitían hacer frente a cualquier contingencia nocturna. Respecto a sus oficiales de guardia, el Capitán comprobó que Bennett rendía buen servicio mientras no sucediese nada inesperado; que Lockhart era digno de confianza y no temía, con buen tiempo, tener que hacer frente a cualquier crisis, y que Morell y Ferraby, sumados ambos, aportaban algo semejante a un par de manos y de ojos dignos de confianza. Ericson no podía haber esperado mayor rendimiento de aquella colección de marinos «aficionados», aunque animosos.

Pero las noches constituían aún un esfuerzo y una situación de alarma para todos, estuviera cerca o lejos el enemigo. Al anochecer se daba la orden de apagar las luces del buque, y desde aquel momento no podía vislumbrarse ni un rayo de luz tanto en los barcos que formaban el convoy como en los que constituían la escolta. El resplandor más ligero podía llamar la atención de algún submarino que, de otro modo, no hubiera tenido la menor sospecha de que hubiera barcos en su área de actividad. El momento en que se corrían las cortinas tenía siempre cierta trascendencia. Durante el día había siempre un cierto estado de alarma antisubmarina y se pensaba que si otros convoyes eran atacados, más tarde o más temprano les tocaría el turno a ellos. En consecuencia, cada anochecer se experimentaba a lo largo de todo el buque un sentimiento de incertidumbre y recelo, que aumentaba los peligros de una manera considerable. A partir del principio de la noche, y en cualquier momento, podría haber un submarino olfateando el aire a pocas millas de distancia; quizá un torpedo estuviera ya trazando su ruta y era de temer, en cualquier instante, el verse sacudidos por una explosión. Se corrían las cortinas de lienzo que cubrían todas las aberturas, se oscurecían las luces en el interior y se apagaban los fuegos de las cocinas. La Compass Rose, navegando a través del frío viento de la tarde hacia un horizonte que apenas podía distinguirse del cielo, se convertía en una sombra gris al lado de otras sombras grises de las que no debía separarse. Con tiempo nebuloso, cuando no había luna, el mantenerse al alcance del convoy mientras éste navegaba velozmente en la densa sombra exigía redoblada y penosa atención y, al final de las cuatro horas de guardia, la mirada quedaba fatigada y medio ciega. Si se perdía el contacto con el convoy o se alejaban mucho de su rumbo, esto no sólo supondría para ellos a la mañana siguiente un bochorno sino la posibilidad de que un submarino hubiese penetrado por el portillo que ellos habían dejado abierto haciendo recaer sobre sus conciencias el peso de los barcos y de las vidas perdidas.

Durante la noche había también otras preocupaciones que exigían un gran derroche de destreza náutica. Las órdenes corrientes eran que los barcos de escolta navegasen en zigzag a fin de mantenerse a mayor velocidad y disminuir el riesgo de que fuesen torpedeados. Esta preocupación era muy lógica y todos la aprobaban, pero una navegación en zigzag en una noche negra como boca de lobo y con treinta barcos en estrecho contacto, añadiendo los riesgos de una colisión a las dificultades de no perder ese contacto, era algo superior a lo que pudieran ser unas cuantas líneas de una orden del Almirantazgo. Lockhart, que hacía siempre la guardia media, de las doce de la noche a las cuatro de la madrugada, y sobre quien recaía la responsabilidad de aquellas horas negras, desarrollaba sus propios métodos. Se desviaba de la dirección del convoy durante el transcurso de algunos minutos y, como es natural, no tardaba en perder de vista a los otros barcos teniendo delante la inmensidad del Atlántico; pero esto era una parte de la maniobra y después volvía y recorría en sentido inverso el mismo número de minutos, aproximándose al convoy hasta que volvía a entrar en contacto con el mismo, ocupando la primitiva posición inicial.

Aquella maniobra se basaba en una suposición que hasta ahora había salido bien, pero resultaba algo agobiante para el sistema nervioso. Una vez tuvo una pesadilla, que más tarde desarrolló en un relato fantástico, en la cual la Compass Rose, navegando de nuevo en dirección al convoy en su giro de regreso no lo podía encontrar. Navegaba sin descanso por un mar sombrío y solitario que no tardaba en teñirse con los pálidos tintes de la aurora, pero, al hacerse la luz, no había ningún barco a la vista… En una ocasión, el Capitán subió al puente cuando el barco se hallaba en el límite extremo de su separación del convoy y se quedó mirando en torno suyo como si no pudiera dar crédito a sus ojos.

—¿Dónde están, Lockhart? —le preguntó con cierta aspereza.

—Allí, señor —respondió el joven señalando en la dirección en donde sabía que los barcos se hallaban—. Estamos en la zona exterior del zigzag —añadió para justificar el vacío horizonte—. Los encontraremos de nuevo dentro de siete minutos.

Ericson emitió un sonido confuso que bien podía calificarse de gruñido. Aquello no resultaba muy tranquilizador y Lockhart, contando ansiosamente los minutos, se preguntaba con terror si el diablo iba a hacer que, en aquellas circunstancias, su pesadilla pudiera convertirse en realidad. Cuando, al fin, volvieron a aparecer las negras siluetas de los barcos del convoy, experimentó una sensación de alivio de la que comprendió que el Capitán se daba cuenta.

—¿Hemos completado el zigzag a tiempo? —preguntó Ericson bruscamente.

—Sí, señor.

—Pues vigile personalmente la maniobra cada vez que haga el cambio y no la deje en manos del timonel…, no vaya a equivocarse.

Después abandonó el puente sin hacer más comentarios. Estas cosas eran las que le gustaban a Lockhart en el Capitán. Si confiaba en uno, lo demostraba. No permanecía constantemente detrás de uno, fingiendo ocuparse de otra cosa, husmeándolo todo y vigilando continuamente como una niñera, y eso que tenía más derecho que nadie a preocuparse y a hacer todas las preguntas que quisiera; porque si se perdía el convoy, fuera cual fuese el oficial responsable, la falta recaería siempre sobre el Capitán, según establecían las Ordenanzas.

Lo que Lockhart consideraba especialmente enojoso era tener que entregar la guardia a Bennett. Por tradición, el teniente hacía la guardia de alba de cuatro a ocho de la mañana. Bennett seguía la costumbre en lo que afectaba al tiempo, pero en otros aspectos apenas justificaba su misión. Resultaba mortificante el haberse mantenido en contacto con el convoy durante la guardia media, sosteniendo de un modo regular y preciso la posición y la marcha, haciendo unos zigzags matemáticos, y entregar la Compass Rose en una posición impecable para tener luego que oír a Bennett, que decía: «¡Oficial! ¿Ves aquel barco? Avísame si empezamos a perderlo de vista». Y se tumbaba después en el departamento del sonar. «Cualquier día, pensaba Lockhart, podemos perder todos la vida simplemente porque a Bennett no le gusta el aire fresco». Pero era aquél un asunto del que no podía quejarse de una manera especial. Habría que esperar hasta que el Capitán se diera cuenta de ello.

En esta fase, que todavía era pacífica y que seguía constituyendo una especie de incruento aprendizaje, resultaba más dura aún la monotonía de aquel violento balanceo sin otra variante que la que, de vez en cuando, se producía al romper contra el buque algún golpe de mar de terrible violencia. El balanceo afectaba a todo lo que pudiera hacerse, lo mismo durante las guardias que en las horas libres de servicio. Con frecuencia tenían que permanecer fuertemente agarrados a la barandilla del puente durante las cuatro horas, con un esfuerzo agotador, empapados y muertos de frío, mientras el barco daba bandazos continuos inclinándose en ángulos de cuarenta grados; y después, cuando terminaba el servicio y llegaba el momento del supuesto descanso, tenían que comer con los alimentos continuamente cayéndoles a las rodillas y los muebles deslizándose y crujiendo cuando no rodaban de una parte a otra y chocaban violentamente entre sí. Siempre se estaban dando golpes, por mucho cuidado que se pusiera. Las puertas los golpeaban cuando salían de los camarotes y se veían arrojados de las literas tan pronto como el sueño les aflojaba los lazos de su cuidado, mientras que por todas partes se arrastraban por el suelo libros, papeles, calzado y ropas que algún balanceo especialmente violento había sacado de sus sitios.

Resultaba tremendamente agotadora aquella imposibilidad de descansar sin que surgiera siempre algún contratiempo, algo que los golpeara, algo que rodase de un lado a otro o que estuviera hora tras hora haciendo algún ruido, enloquecedor en su monotonía. En aquel movimiento continuo había una especie de ritmo infernal; estaban mortalmente cansados de él, fatigados de aquella sensación de estar siempre pendientes de algo, aburridos hasta la saciedad de tener que pagar un momento de descuido con piernas y espaldas magulladas, labios cortados y tobillos contusionados, todo lo cual constituía un inseparable acompañamiento a la navegación de las corbetas en alta mar. Pero no era posible evadirse de ello. A veces, desde el puente, podían ver la Sorrel bailando como un corcho y con las rociadas del agua barriendo la cubierta mientras iba abriéndose penosamente camino a través de un mar alborotado, y pensaban en el aspecto de tenaz determinación que aquella marcha tenía, constituyendo una bella estampa, llena de fuerza y decisión. Era una lástima que la vida, tanto en la Sorrel como en la Compass Rose, resultase tan desagradable.

Uno de los convoyes que realizaron por aquel tiempo resultó verdaderamente típico a este respecto. Después de nueve días de ida emprendieron el regreso con alguna leve esperanza de disfrutar de una vuelta rápida y llegar a su destino en menos de una semana. Pero las cosas no se desarrollaron conforme a sus deseos. La tormenta que se desencadenó hizo algo más que dispersar el convoy: obligó a cada uno de los barcos a mantenerse al pairo durante dos días esperando que se calmase el tiempo. En esos dos días, la Compass Rose recorrió dieciocho millas… de lado y en dirección sur, pasándolos en compañía de un pequeño mercante que tenía una avería en las máquinas y había pedido que alguien estuviera a sus alcances. Durante esas cuarenta y ocho horas, la Compass Rose estuvo dando lentas vueltas en torno al buque inválido, tardando tres horas en dar cada una de esas vueltas completas y moviéndose con una lentitud de agonía en medio de las montañas de agua, agitándose descompasadamente como si quisiera desprenderse de la arboladura.

Perdieron uno de los botes, que fue limpiamente arrastrado por una enorme ola y no subió a la superficie; perdieron también uno de los tanques de petróleo que iba estibado a popa, y perdieron la paciencia muchas veces, aunque ésta tenía que volver a recuperarse y no había más remedio que aguantar hasta el fin. Cuando, finalmente, la tempestad se alejó, perdieron otras veinticuatro horas en buscar el convoy y reagruparlo. Permanecieron en el mar veintidós días en aquel viaje y, al fin, la Compass Rose y sus tripulantes parecían un despojo salvado de las olas y saliendo de ellas cubiertos de andrajos.

En todos los convoyes, la alimentación se volvía en seguida intolerablemente monótona y ordinaria. La Compass Rose llevaba suficiente carne fresca y verduras para cinco días; pasado este tiempo, los menús consistían siempre en la pesada sucesión de embutidos en conserva, latas de estofado, té y galletas. Aquello era bastante para subsistir, y esto era lo que más podía decirse, y como quiera que, por otra parte, aquellos detestables alimentos eran servidos en una cámara siempre dispuesta a inundarse más tarde o más temprano o, por lo menos, a rezumar humedad por todas partes, puede comprenderse fácilmente que no había peligro de que los placeres de la mesa en la Compass Rose hicieran olvidar a nadie el cumplimiento de sus deberes.

Encontraron que, de todos modos, había momentos en los que todavía se lograba descansar, y esos momentos, en el mar, son encantadores. De vez en cuando una guardia en el puente, en las primeras horas de la tarde, resultaba una manera tan grata de pasar el tiempo que parecía casi ridículo que les pagaran encima por aquello. El convoy iba en perfecta formación y no existía amenaza submarina; el caliente sol primaveral lanzaba sus rayos desde un cielo sin nubes y los valientes barcos avanzaban en línea recta dejando tras sí, como la Compass Rose, una ancha y espumosa estela, todo lo cual era señal de una travesía fácil y de que faltaba un día menos para el retorno a la patria. En el puente no había otra cosa que hacer sino vigilar los cambios de rumbo mientras se navegaba en zigzag y tener el ojo puesto en el Viperous para el caso de que se despertara de su siesta; por lo demás hacía calor, suavizado por el aire puro y fresco y se sentía, bajo los pies, la cubierta de un barco firme, mientras algún sonido ocasional, tal como el de un gramófono, el ruido de una manguera o el golpe metálico de algún cubo, daban testimonio de que la Compass Rose conducía cerca de noventa hombres en un próspero viaje.

Encontraron que, especialmente algunas noches, tenían un encanto lleno de paz que compensaba cien horas de esfuerzo. A veces navegando ya cerca de las costas y con luna llena, el convoy pasaba junto a las montañas que se dibujaban bajo las estrellas centelleantes, deslizándose a la misma sombra de estos acantilados y dividiendo con la quilla las aguas fosforescentes, dejando una estela brillante que se rizaba a lo lejos hasta que se desvanecía en la llanura plateada por la luna. En aquellas ocasiones las guardias eran gratas, con la brisa nocturna cantando en torno al barco como una música encantadora. Morell y Ferraby hablaban perezosamente de sus cosas, o bien, Lockhart y Wells, compartiendo la guardia posterior, hacían pasar rápidamente el tiempo entregados a sus recuerdos y conjeturas. Estas noches mágicas, libres de fatigas y alarmas, eran muy escasas y cuando se conseguía disfrutar de ellas, el recuerdo de su dulzura perduraba mucho tiempo después. Una o dos veces, Ericson, subiendo al puente en las primeras horas del amanecer, encontraba éste, y el barco en general, sumido en tal paz y tan suavemente arropado en la penumbra del alba que resultaba difícil recordar la finalidad del viaje. La Compass Rose, flotando en un mar en calma, parecía desprenderse de todo salvo de aquella suave sensación de serenidad y refugio.

Se sentían más endurecidos para hacer frente a aquellas otras noches tan brutales y tan largas. Aumentaban su fortaleza previendo lo que las próximas marejadas harían con el barco, disponiéndose a evitar sus consecuencias, adiestrándose para sujetarse mientras iban de una parte a otra, a reafirmarse bien de modo que ni siquiera el abandono del sueño los arrojara de sus literas, a abrigarse y conservar secos sus vestidos…; en fin, iban aprendiendo todas aquellas lecciones en la dura escuela de la necesidad hasta conseguir asimilar sus enseñanzas. Incluso el dormir poco les resultaba ahora más llevadero. Se habituaron a aprovechar los escasos momentos en que podían gozar de descanso siempre que les era posible conseguirlo y durante el resto del tiempo podían, si era necesario, permanecer despiertos durante un número asombroso de horas sin perder la agudeza de la vigilancia. Aquel proceso de enfrentarse con las duras necesidades de la vida significaba que se estaban embotando muchos de sus sentimientos normales. Lockhart, una noche, se sorprendió a sí mismo prefiriendo la lectura de las revistas más triviales y ramplonas a la de los libros selectos de literatura y filosofía de que se había provisto antes de embarcar, por lo que, con cierta alarma, pensó que se estaba volviendo tan vulgar como Bennett. Pero aquello era, en cierto sentido, cierto y también necesario. El tiempo de la sensibilidad había pasado, la suavidad ya no estaba de moda y esos sentimientos no podrían volver hasta que las duras misiones se hubieran cumplido.

Y, sobre todo, encontraron que había una parte en cada viaje de la que podía disfrutarse sin reserva: el último día, aquél en que, navegando por aguas abrigadas, se dirigían directamente al puerto. Entonces era llegado el momento en que, descendiendo por el Mar de Irlanda y cubriendo la última etapa de llegada, trabajaban para asear el barco después del desorden del viaje. Se abrían las lumbreras para que penetrase la brisa libremente, se cambiaban los vestidos mojados y se colgaban para que se secasen y se soltaban de sus amarras los muebles, las mesas y los bancos de los ranchos de la tripulación, para colocarlo todo en su debido orden. El sol iluminaba las húmedas cubiertas y las secaba rápidamente dejando huellas salinas, y las gaviotas, revoloteando alrededor del barco, y los delfines, saltando en torno a la proa, parecían darles la bienvenida.

El convoy, la fila de barcos de los que habían sido guardianes durante tanto tiempo, empezaba a recorrer la última milla de su viaje, subiendo por el río hasta los muelles. Cargados hasta los topes, atiborrados de mercancías de inmenso valor en aquellos momentos, aquel desfile daba una nota de merecido orgullo al poder entregar aquellos cargamentos sanos y salvos. Después los buques de escolta se separaban de los mercantes y marchaban en fila río arriba. Para ellos, al fin, aquello era el abrigo donde habían de permanecer; la paz, el correo que llegaba a bordo, los baños calientes, las ropas limpias, el descanso y el sueño después de tantos días y noches en que se habían visto desprovistos de todas estas cosas.