3
Holt era quien normalmente hacía el viaje a Glasgow, un par de veces a la semana, para recoger las órdenes secretas de la Dirección de Operaciones y para recibir las múltiples instrucciones referentes a los progresos de la Saltash en su preparación para hacerse a la mar. Sin embargo, al cabo de un par de semanas, Lockhart empezó a sentirse inquieto, como si ya hubiese pasado bastante tiempo a bordo sin moverse y necesitara liberarse por un momento del ambiente rutinario y detallista en que tenía que desarrollarse su inacabable participación en aquel progreso. Durante una quincena había estado bregando con informes, estados y listas de pertrechos, acomodaciones, alteraciones y, en general, los varios y complicados planes que habían de mantener a la Saltash en debidas condiciones, tanto en el mar como en su base. Aquel trabajo le estaba resultando ya demasiado árido y se daba cuenta de que necesitaba una interrupción. También sentía curiosidad por saber lo que pasaba en el mundo exterior, el mundo que se hallaba más allá de la desembocadura del Clyde, que, por el momento, era su más estrecho contacto con el mar. Llevaba cerca de cuatro meses separado del Atlántico y aquel interés personal, aquel sentimiento casi de responsabilidad propia por todo lo que se refiriese a su misión en el mar, que se había retraído bajo los efectos de la depresión producida por la pérdida de la Compass Rose, volvía de nuevo a enseñorearse de él. Era ya tiempo de volver a la actividad de la lucha y, de momento, de averiguar lo que pasaba y cómo se iba desenvolviendo la batalla, especialmente teniendo en cuenta que volverían a tomar parte en ella, con su flamante fragata, en el espacio de unas pocas semanas. En consecuencia, una mañana, a la hora de desayunar, Lockhart le dijo a Holt:
—Hoy iré a Glasgow. Necesito tomar un poco el aire fresco.
—Eso es lo único que no encontrará en Glasgow —le aseguró Scott-Brown mirándolo por encima del periódico que leía.
—De todas maneras necesito algún cambio —replicó Lockhart sonriendo.
—Señor —le dijo Holt.
Lockhart se volvió hacia él interrogativamente.
—Señor. En la oficina de Operaciones hay una oficial muy guapa.
—¿Que hay qué…?
—Una oficial del Servicio Naval Femenino.
—¡Ah! Ya comprendo. ¿Y qué pasa con ella?
—Se dice que es la muchacha más guapa de todo el Servicio. Tiene cogidos en sus redes a todos los de Operaciones.
—No creo que sea tanto. De todos modos, ¿qué pasa con ella?
—Creí que debía hacérselo saber, señor.
Lockhart inclinó gravemente la cabeza.
—Muchas gracias… ¿Y dónde puede verse a esa maravilla?
—En la misma oficina de Operaciones, señor. Prácticamente, es ella quien dirige aquello.
—¿Y qué ibas a hacer en la oficina de Operaciones cuando la sección de señales está tan lejos y en un piso tan distinto?
—Nada más que mantener el contacto, señor —explicó el guardiamarina sonriendo.
—¿Cuántos años tienes, guardiamarina? —interrogó Scott-Brown mirándolo.
—Cerca de dieciocho.
—Pues no puedo por menos que decirte que tienes por delante mucho tiempo aún para preocuparte de esas cosas.
—No vayas tan deprisa —añadió Raikes—. Deja un poco para cuando seas mayor.
—En Australia —dijo Allingham—, ya estaría ahora casado.
—Y me atrevo a decir que también lo estaría en Inglaterra, si las cosas fueran como es debido —afirmó Scott-Brown tan dogmático y preciso como de costumbre—. Pero hay gente que consigue evadir sus responsabilidades indefinidamente.
—Una ley para el rico y… —dijo Raikes.
—Yo no soy rico —interrumpió Holt.
—Tú estás, sin duda, bien dotado —dijo Lockhart jugando con el doble sentido del vocablo—. Y mejor que sea así.
—Es cierto —afirmó Scott-Brown—. Y hay quien dice que ésa es la verdadera riqueza.
—Muchas mujeres lo creen así —asintió Lockhart.
—Especialmente las que tienen ya algunos años y cuentan con bienes de fortuna.
—No sé de lo que están hablando —alegó Holt.
—Entonces todavía hay esperanza para ti —aseguró Lockhart—. Bueno; le daré un vistazo a esa maravilla de oficial, ya que me voy a Operaciones, porque tengo que averiguar cómo andan las cosas de la guerra.
—¡Hum! —murmuró Scott-Brown.
—¡Hum! —repitió Holt, con un tono aún más significativo.
—Tosan hasta que se cansen —dijo Lockhart disponiéndose a marchar—. Voy desviado del rumbo y tengo que compensarlo.
Una tempestad de tosecitas interrumpió la tranquilidad de la cámara de oficiales y lo acompañó hasta su camarote.
En aquella fría mañana de marzo, la ciudad grisácea presentaba un aspecto sombrío. Lockhart pensaba que alguna vez tendría que hacer su aparición la primavera en Glasgow mientras bajaba lentamente por Argyll Street entre los grupos de apáticos transeúntes que hacían perezosamente sus compras y de vagos aburridos que estaban esperando que se abriesen las cervecerías; pero no era que la primavera no hubiese llegado aún, sino que parecía que allí no podía ejercer su influencia. Recordó las semanas que había pasado en Glasgow, hacía más de tres años, cuando Ferraby y él compartían la habitación de un hotel y cuando, libres de servicio, se paseaban por la ciudad haciendo todo lo posible para sentirse un par de jóvenes calaveras que no piensan más que en divertirse. Glasgow no se prestaba a servir de escenario para ello, del mismo modo que parecía dificultar la llegada de la primavera y su promesa. En aquel momento ofrecía a Lockhart el mismo aspecto huraño e inexpresivo, el propio aire apagado que él recordaba de los días de 1939. En aquel intervalo las cosas habían ido siguiendo su curso. Habrían nacido niños, se habría hecho el amor, el dinero se habría gastado…; pero ninguna sensación de cambio, de vitalidad, podía verse en aquellas calles sombrías y húmedas, ni en las tiendas medio vacías, ni en aquellas caras pálidas y de aspecto reconcentrado con las que se cruzaba.
«Aquí, uno se siente como metido dentro de sí mismo», siguió pensando mientras se detenía un momento delante del escaparate de una joyería de aspecto mediocre donde, bandeja sobre bandeja, los anillos de boda aguardaban inútilmente a los compradores que no llegaban nunca, y sus destellos apagados parecían las chispas mortecinas de una hoguera cuyo fuego no se avivara jamás. No parecía sentirse allí los estímulos que enardecen el pecho de los hombres; la urgencia por lograr lo que se pretende, el temblor de la Vida amenazada, el ímpetu de la ambición voluntariosa que transforma un cuerpo muerto en una persona…
Pero quizá todo era por culpa de la guerra… En la jefatura de la Base Naval recogió un montón de órdenes e instrucciones y algunos sobres sellados y después bajó dos pisos y recorrió un pasillo oscuro donde resonaban sus pasos, hasta que llegó a una puerta que ostentaba el rótulo de «Oficial de Estado Mayor, Operaciones». Llamó con los nudillos y abrió.
Había una mesa vacía y en la otra estaba una joven que telefoneaba en aquel momento, por lo que, durante medio minuto, y mientras escuchaba, sus ojos se fijaron en la cara del visitante. Lockhart se alegró mucho de haber disfrutado tanto tiempo de aquella mirada sin interrupción. Sus ojos eran grandes, sombreados por largas pestañas, y constituían el rasgo más destacado de una cara de distinción extraordinaria. No era, como había dicho el guardiamarina, la muchacha más bonita de todo el Servicio Naval Femenino, pues ese título podía darse a cualquiera. Con unos ojos magníficos, su cara ovalada de pómulos redondeados, su negro cabello, recogido, y la piel blanca y satinada, aquella mujer era una verdadera belleza. «Tiene todas las perfecciones», se dijo Lockhart cuando, al acercarse más, vio que sus ojos eran claros y sus manos delicadas y bellamente formadas. Bajó la vista y miró hacia otra parte sin poder sostener indefinidamente aquella mirada clavada en él. En la mesa había una cartulina donde, en letras de imprenta, se leía «Segunda Oficial Hallam» y debajo las abreviaturas indicaban que desempeñaba su cargo en el Estado Mayor, Sección de Operaciones. Lockhart, sin la menor sorpresa, pensó que al encontrarse aquella mujer al frente de aquel servicio debía de tratarse de una personalidad muy relevante. Pero ¿qué otra cosa podía ser con aquel aspecto bello e inteligente y con su impecable uniforme que le sentaba tan bien como el mejor traje de baile? «Estoy poniéndola por las nubes —pensó Lockhart—, pero ¡por Dios!, que no invento nada». «Mándemelo, por favor», dijo ella por teléfono. Colgó luego el auricular, tomó una nota en un bloc que tenía enfrente y volvió a levantar la vista. Después, dirigiéndose a Lockhart, le dijo:
—¿En qué puedo servirle?
Lockhart tragó saliva.
—Si no estuviese prohibido —empezó vacilando— querría echar un vistazo y saber cómo van las cosas en los Accesos Marítimos Occidentales.
—¡Oh!
La joven no se tomó el trabajo de parecer recelosa. Se mostró, simplemente, fría e impersonal. Seguramente tenía siempre por allí un montón de gente viniendo a verla con una serie de pretextos a cuál más tonto.
—No creo que pueda proporcionarle muchos datos —contestó ella al cabo de un momento—. Existe una prohibición de hablar de todas estas cosas por razones de seguridad.
Tenía una voz profunda y pronunciaba las palabras musicalmente, como si cada una fuera digna de modularse y no de mascullarse de cualquier modo.
—Lo sé —dijo Lockhart—. Pero, compréndame… He estado metido en esto durante los tres últimos años y ahora hace cerca de cuatro meses que estoy en tierra, nombrado para un barco nuevo y, francamente, me gustaría ponerme un poco al corriente de todo. Lockhart hubiera sentido tener que dar una explicación tan detallada si ella no hubiese sido de esa clase de personas que tienen derecho a que se les dé la razón en todo. Le miraba sin ninguna vacilación con sus grandes ojos grises. Lockhart pensó que detrás de todo aquello, en algún lugar, tenía que estar la mujer, pero que ésta no se manifestaba en aquel momento por parte alguna, al menos por lo que a él afectaba.
—¿En qué barco está usted? —preguntó la joven al cabo de un momento.
—En la Saltash.
—¡Ah, sí! La nueva fragata.
Se sonrió momentáneamente y ese gesto dio a su boca una franca suavidad que hizo estremecer a Lockhart. Pensó que debía de ser porque hacía mucho tiempo que no había visto a una muchacha como aquélla.
—¿No tienen con ustedes a bordo —continuó ella en seguida— a un joven llamado Gavin Holt?
—Sí, en efecto. Es nuestro guardiamarina. Y le envía sus más encendidos recuerdos.
—Y yo se los devuelvo.
Aquello podía por una parte significar un intento de aproximación demasiado rápido, pensó Lockhart, y temió que, un minuto más tarde, iba a sufrir una desilusión; pero ella, con bastante amabilidad, continuó:
—¿Quién es su comandante? ¿Lo es usted mismo?
—No. Es el capitán de fragata Ericson.
—¡Ah, sí! Es un as, ¿verdad?
—Sí.
Los ojos de la joven se fijaron en los galones de la bocamanga de su interlocutor.
—¿Es usted, entonces, el primer teniente?
—En efecto.
Por un instante ella frunció la frente.
—¿No es eso algo poco usual? ¿Cómo es que usted mismo no ejerce un mando?
—Porque quiero estar con Ericson —respondió Lockhart un tanto molesto.
Las cejas femeninas volvieron a alzarse, con una elevación que resultaba, por una milésima de más, un tanto intolerable.
—¿Le asusta el mando directo?
Lockhart se sonrojó bruscamente. «Vamos a echarlo a perder todo», pensó para sí. Después en voz alta, respondió:
—Si me asustara ejercer un mando directo, maldito si hablaría con usted de ello.
Al cabo de un momento la sonrisa volvió a florecer en los labios de la mujer y, esta vez, la sonrisa se reflejó también en sus ojos, que atraían francamente a los del marino.
—Lo siento —dijo ella con una voz suave y un poco burlona—. Verdaderamente lo siento… Dispénseme, pero si usted trabajara en esta casa y estuviera en contacto con una infinidad de jóvenes que están intrigando por un ascenso de categoría sin que ello suponga ningún aumento del trabajo que están llevando a cabo, se volvería un poco receloso.
—No es ése mi caso —afirmó Lockhart con alguna brusquedad.
—Estoy segura de ello. Acabo de recordar quién es usted.
En su cara se pintó ahora un pesar auténtico y lleno de sentimiento.
—Usted y Ericson estaban juntos en la Compass Rose, ¿verdad?
—Sí —contestó Lockhart—. ¿Cómo lo sabe?
—Alguien estuvo hablando de ello la otra noche… Ustedes hundieron además un submarino. ¿Me perdona, de nuevo?
—No tiene por qué disculparse… ¿Pero no aumenta esto mis probabilidades de obtener algunas noticias y de conocer algo de los planes para el futuro?
La joven asintió sin dificultad.
—Creo que las garantiza. ¿Qué puedo decirle?
Durante cerca de diez minutos conversaron sobre el desarrollo de los acontecimientos y trataron de algunos detalles técnicos referentes a las próximas operaciones. Lockhart sacó la vaga impresión de que las cosas en el Atlántico emprendían una curva ascendente después de unas Navidades bastante malas; de que la segunda oficial Hallam desempeñaba su actual cargo desde hacía unos cuatro meses, y de que sus ojos eran oscuros y no grises claros. Pero no podía estar disfrutando eternamente de aquellos ojos y de aquella hermosa cara. Ella dijo, al cabo de un rato:
—Creo que usted tendrá mucho trabajo con su nueva misión.
Estas palabras constituían, evidentemente, un modo de expresar que ella misma estaba muy ocupada. Lockhart aceptó la invitación sin la más mínima molestia. De nuevo ella demostraba su personalidad.
Se dio cuenta de que debió su buena acogida a un afortunado equívoco. Si ella no se hubiera mostrado al principio un tanto desdeñosa, equivocándose respecto a su verdadera manera de ser, no habría tenido necesidad de rectificar de aquel modo tan encantador ni habría dado ni siquiera un solo paso hacia él.
A pesar de ello, su despedida resultó un poco deprimente. Cuando Lockhart se levantó para marcharse, un joven teniente de la reserva naval asomó la cabeza por la puerta y dijo: «¿Vamos a almorzar, Julie?». Ella se sonrió y respondió: «Sí, Edward. Dentro de cinco minutos».
«Julie —pensó Lockhart mientras regresaba por el oscuro pasillo—. Es un nombre muy bonito». Más adelante siguió pensando que, por el contrario, el nombre de Edward no había sido nunca muy de su agrado.
Lockhart, efectivamente, tenía mucho trabajo con su nuevo cargo. Todos lo tenían. La tripulación, que procedía del oeste del país, de los cuarteles de Davenport, había llegado. Ciento sesenta y dos hombres vivían a bordo de la Saltash y la tarea de acoplarlos y organizarlos en los diversos servicios resultó compleja y pesada, exigió mucha paciencia. En esta fase, gran parte de ese trabajo recayó sobre Lockhart y el contramaestre, el suboficial de primera Barnard. Barnard era la antítesis de Tallow. Éste había sido un hombre más bien lento en sus movimientos y sólido, algo semejante al país del norte cuyo acento tenía. Barnard era pequeño, activo, de rápida comprensión, y el dejo del oeste que se destacaba en su manera de hablar resultaba casi desplazado, como si fuese un delicado actor de salón que, en broma, parodiase el acento de un granjero rural. Llevaba una pequeña barba amarillenta, y Lockhart, al verlo por primera vez, había pensado si, en realidad, no deberían afeitarse todos. Pero en aquella barba no había afectación alguna, sino que era una auténtica barba de convoy crecida en el servicio del Atlántico, a causa del tiempo frío y de las pocas facilidades para afeitarse. Cuando uno se acostumbraba a verla llegaba a considerarla como una parte esencial de aquel activo y competente individuo. Barnard era, evidentemente, un ordenancista con mano dura para los infractores; pero tenía también un simpático sentido humano y la ayuda que prestó durante aquellas primeras semanas para disciplinar una tripulación nueva y un tanto alborotada resultó muy valiosa.
Toda la tripulación del barco estaba en plena actividad; parte de la cual saltaba a la vista porque se apreciaba y se oía en todo el barco, mientras que otra parte resultaba paciente y poco conocida. La mayor cantidad de ruido y movimiento correspondía a Allingham, que se había propuesto inculcar en los hombres de su sección de artillería algo de la dura disciplina que él había aprendido en Whale Island. Su sonora voz australiana podía oírse a cualquier hora del día y desde cualquier sitio de cubierta dirigiendo las maniobras de carga y disparo. Se escuchaba una tonante serie de órdenes y luego el chasquido de los mecanismos seguido de una nueva andanada de gritos expresivos de descontento, o amenaza. Pero había algo en el modo de ser de Allingham, una especie de afición ferviente, que le hizo popular entre la dotación no obstante su fatigosa manera de andar. Las palabras y las frases que usaba, puestas en boca de Bennett, hubieran resultado francamente desagradables, pero en él no producían el menor resentimiento. Allingham era de una eficacia tan patente y estaba siempre tan dispuesto a saltar él mismo al palenque y hacer las cosas por sí mismo, en cualquier momento y circunstancias, que sus hombres lo seguían obedientemente, sin el menor tropiezo.
Sus métodos estaban en abierto contraste con los de Vincent, el alférez que se ocupaba de las cargas de profundidad. Éste conocía perfectamente bien su trabajo después de pasar tres años en una corbeta, pero era muy apocado para dar las órdenes apropiadas y su manera de dirigir las maniobras era parecida a la de una institutriz demasiado joven cuya sola arma efectiva fuese la de apelar a la buena voluntad de sus infantiles subordinados. «Me temo que esto no ha salido muy bien», decía, por ejemplo, con mucha suavidad. «Procuren hacerlo un poco más de prisa la próxima vez». Mientras tanto y al alcance de todos los oídos, porque había pocos sitios a bordo adonde no llegase, la voz de Allingham bramaba: «Si es que queréis fastidiarme de este modo, malditos payasos, haciendo el ganso de una a otra parte como una pandilla de putas en una jira, tenéis para rato. ¡A trabajar, gandules!».
Sólo el futuro diría cuál de esos métodos de instrucción resultaría el más efectivo. Entre los dos extremos, como un hombre que asoma la cabeza en terreno ajeno, podía verse a menudo a Johnson recorriendo a grandes zancadas la cubierta, silencioso y resuelto, seguido por un grupo de fogoneros, sucios y de aspecto repelente, para ocuparse de recoger los pertrechos de repuesto para la máquina y llevárselos abajo. A veces se detenía para escuchar a Allingham y otras para observar a Vincent, tras lo cual solía fruncir el ceño y decir alguna breve e incomprensible frase a alguno de sus extraños seguidores. Éstos, a renglón seguido, se reunían en torno a cualquier cosa que hubiesen descubierto, como un bidón de petróleo o cosas por el estilo, y entraban lentamente en acción reclamando lo suyo, cuando era preciso hacerlo, con las torpes razones de hombres para quienes, una sola idea en un momento determinado, constituía ya un punto de saturación mental que no podía rebasarse.
En la cámara reinaba durante la mayor parte de la jornada una quietud absoluta. Tres eran las personas que, de un modo permanente, habían sentado allí sus reales: Scott-Brown, que revisaba su equipo médico pieza por pieza; Raikes, el oficial de navegación, que ponía las cartas marinas al día; y el guardiamarina Holt, que estaba copiando los códigos de señales, las claves y los documentos secretos. Lockhart, al asomar una mañana la cabeza por la puerta, quedó asombrado por la laboriosidad que allí reinaba. No se oía otro ruido que el rasguear de una pluma o el crujido de una hoja de papel. Holt levantó la cabeza y vio que el primer oficial los estaba observando.
—Las eminencias grises, señor.
Se oía en la parte de arriba, adonde Allingham estaba haciendo algo muy ruidoso y a toda prisa, un repiqueteo estruendoso a intervalos regulares. Holt levantó la mirada hacia el techo con aire teatral.
—Aquí están los cerebros del barco y, sin embargo, no se oye ni una mosca.
—¡Silencio! —exclamó Scott-Brown distraídamente y sin apartar la vista de su trabajo.
—¿Es a mí? —preguntó el guardiamarina atónito.
—Sí, a ti —añadió Raikes—. Si tienes tanto tiempo para pasarlo charlando, mejor sería que me ayudases en estas cartas marinas.
—No puedo estar ya más ocupado de lo que estoy —respondió rápidamente el interpelado—. Se me está desgastando el trasero de los pantalones de tal modo que va a quedarse como un papel de fumar.
Lanzó un profundo suspiro y se encorvó de nuevo sobre su trabajo. Vino, desde arriba, una tempestad de bramidos producida por las amonestaciones de Allingham. El barbudo contramaestre apareció en el marco de la puerta y dijo vivamente a Lockhart:
—Listos los hombres para la revista, señor.
De la despensa del comedor llegó un vivificante olor a café.
La Saltash progresaba a marchas forzadas.
El Comandante Ericson estaba fuera. De hecho había vuelto a la escuela. Durante quince días permaneció en Liverpool, cogido de lleno en los engranajes de algo que, de un modo inocente, se rotulaba «Curso práctico para los oficiales con mando», y que había resultado ser una prueba de extraordinaria dureza. El curso estaba proyectado para explicar y dar a conocer los últimos adelantos de la guerra en el Atlántico, facilitando un marco adecuadamente práctico para estudiarlos con el debido detalle. Se daban una serie de conferencias y luego, cada tarde, los oficiales alumnos se instalaban en una gran sala vacía en cuyo suelo había una maqueta o plano con modelos para ilustrarse prácticamente sobre los convoyes, los barcos de escolta y las amenazas del enemigo.
Comenzaba lo que pudiera llamarse «el juego del convoy»; empezaban a llegar informes; se suponía un estado atmosférico desfavorable; se hundían barcos; los submarinos pululaban sin descanso y, finalmente, los barcos de escolta tenían que desarrollar sus contraataques y llevarlos a cabo como deberían hacerlo si se encontrasen en el mar. Un imponente capitán de navío de la Armada estaba al frente de todo y un gran número de mujeres del Servicio Naval Femenino, armadas de paciencia, andaban de una parte a otra moviendo los modelos de barcos, transmitiendo los últimos mensajes, y, a veces, advirtiendo discretamente el próximo curso de la acción. De un modo bastante inexplicable, ellas parecían saberlo todo.
A pesar de aquellas clases intensivas, Ericson encontró que muchas cosas le eran sumamente difíciles de comprender. Durante los cuatro meses que había permanecido en tierra, se produjo un gran cambio en el Atlántico. Se contaba con armas nuevas, peligros nuevos también y planes recientes para los contraataques, de los que él sabía muy poco. Se encontró también falto de práctica y fuera de tono en lo referente al sentido y espíritu de mando. Cuando se producía una situación crítica había demasiadas cosas en que pensar y contra las que precaverse. Con frecuencia apenas podía recordar las órdenes correctas para dirigir el timón o para transmitir un mensaje en debida forma. Por razón de su categoría, era generalmente elegido como oficial jefe del grupo de escolta en aquellas prácticas y siempre que cometía errores no podía por menos que recordar que, al cabo de pocas semanas, él mismo tendría que mandar su propio grupo de escolta en el mar y que si cometía tales errores en una batalla real, tendría que pagar por ello un precio caro: más hundimientos de barcos, más hombres ahogados, quizá otro petrolero incendiado, tal vez otro Compass Rose… y todo ello recaería ahora directamente sobre él y sobre su conciencia.
A veces esas equivocaciones eran tan elementales que lo aterraban. Hubo una ocasión que permaneció en su memoria durante mucho tiempo después. Como de costumbre había sido designado jefe de la flotilla de escolta. La acción se desarrollaba por la noche y, para iniciarla, había recibido dos señales visuales concebidas en la forma de dos mensajes urgentes con un mínimo de intervalo. «Señal de radar. Trescientos grados, a tres millas». «Señal de sonar. Trescientos sesenta grados, a una milla».
Aquello significaba, seguramente, la existencia de dos submarinos a cierta distancia uno de otro y en el mismo lado del convoy. Entonces emitió mensajes a los dos barcos de escolta que ocupaban el ala, ordenándoles que investigaran aquellos contactos. Una vez que lo hubieron hecho así, se esforzó en pensar lo que debería hacer a continuación, procurando convertir el esquema del suelo en la realidad de un convoy en el mar, teniendo bajo su custodia un centenar de barcos y con el peligro acechando de un modo inminente. Su cerebro permaneció inactivo y no se le ocurrió nada. Los minutos iban transcurriendo. La muchacha que se hallaba a su lado movió la cabeza de un modo solemne y con aire de reproche.
—Señor —le dijo—: debería usted mandar otro barco de escolta para que cubriese el vacío en el lado de estribor.
«El vacío», pensó Ericson con un sentimiento de extrema culpabilidad. «En efecto, existía un hueco antes…». Miró a la muchacha, que no tenía más de veinte años, y la vista de su fisonomía juvenil e inteligente lo estremeció con un sentimiento de su propia incompetencia. «Me he equivocado —pensó—, tengo que haber sufrido un error…». Allí había una chica de veinte años que había recordado la maniobra adecuada, mientras que él, con sus cuarenta y ocho a cuestas, no había sabido cómo hacerlo. Era posible que allí radicara el punto fatal de todo; tenía cuarenta y ocho años y el tiempo no pasa en balde. Estaba ya demasiado gastado y había perdido la agilidad mental necesaria para desempeñar aquel trabajo. Quizá él había hecho ya su guerra hasta donde podía exigírsele una contribución directiva en la misma.
Procuró ahuyentar de su cabeza aquel nocivo pensamiento, que no lo abandonó ni siquiera cuando, al final del cursillo, empezó ya a comprender el meollo de las cosas y habían mejorado sus conocimientos. No había podido librarse de esta depresión y continuaba preocupado y acobardado por las perspectivas del futuro. De todos modos, hubiera sido una equivocación el que, después de la Compass Rose, hubiera empezado de nuevo, entrando en juego sin otra preparación; pues los nuevos procedimientos tácticos, la mayor responsabilidad y la complejidad de los problemas habían complicado, por encima de toda ponderación, el esfuerzo necesario. Era evidente que existían muchísimas cosas que aprender y que podría llegar a saberlas. Pero ¿qué clase de jefe de grupo de escolta iba a ser él cuando cometía errores que, un año atrás, no habría hecho ni siquiera durmiendo?
No dejó traslucir ninguna de sus dudas cuando volvió a la Saltash y, en realidad, tan pronto como subió a bordo, y sintió bajo sus pies la solidez de la cubierta, empezó a comprender que algunas de sus desconfianzas habían sido tontas y exageradas. A los cuarenta y ocho años no había, en realidad, razón alguna para que se considerase sobrepasado por el esfuerzo necesario para ejercer el mando.
Lockhart lo esperaba en la pasarela y Ericson se sintió aún más animado mientras recorrían juntos el barco, viendo los progresos logrados en tanto él había permanecido fuera. Eran las cuatro y media y el primer turno de hombres con permiso se acababa de alinear a popa. La inspección a que les sometía Raikes antes de que desembarcaran era realizada de un modo perfecto por aquel oficial, y los propios marineros ofrecían un aspecto excelente. La Saltash parecía ya casi preparada para entrar en actividad. La cubierta estaba despejada y ya no se necesitaba abrirse camino entre la multitud de obstáculos que antes le obstruían por todas partes. Aquello daba ya la sensación de un barco organizado, fácil de reconocer y con el que se habían familiarizado en todos sus detalles. Después de que Lockhart le dio un informe minucioso de los progresos alcanzados, ambos bajaron para tomar el té en la cámara donde se hallaban reunidos los demás oficiales. Ericson encontró grato descansar entre aquellos jóvenes marinos y entablar una conversación que, en lo que a él concernía, tenía la suficiente formalidad para dejar marcada la línea divisoria de su posición de comandante del barco y, a la vez, el suficiente grado de libertad para que participasen gustosamente los demás que estaban, en aquel momento, libres de servicio y en su propio terreno. Se había establecido un equilibrio, completamente natural, que ambas partes comprendían perfectamente bien.
—¿Cómo fue el cursillo, señor? —preguntó Allingham tan pronto como Ericson ocupó su sillón—. ¿Algo fuerte?
—No es precisamente que no nos dejaran parar ni un momento —afirmó Ericson—, pero hubo algo por el estilo. Hacía mucho tiempo que no trabajaba tanto.
—En materia de armamentos, ¿qué terribles sorpresas nos prepara el enemigo? —preguntó Raikes.
—Bueno… —explicó Ericson, después de reflexionar un momento—. Han perfeccionado esos torpedos acústicos que le siguen el rastro a uno, pero eso es, por ahora, cosa ya conocida muy bien. Hay también rumores sobre la existencia de una clase de aparatos de respiración submarina para los sumergibles…
Se interrumpió y miró en torno al cuarto.
—No es cosa de hablar ahora de ello, sea dicho de paso… En fin, un tubo largo o cosa por el estilo que les permite permanecer sumergidos un tiempo indefinido.
—¡Cabrones! —exclamo Raikes sin que esta exclamación tuviera un sentido de rencor.
—Tendremos que esforzarnos un poco más; esto es todo.
Se volvió luego a Johnson y le dijo:
—Haremos prácticas dentro de diez días, jefe. Bajaremos por el río hasta el Tail-of-the-Bank y permaneceremos allí hasta que vayamos a Ardnacraish.
—Me parece que ya había oído alguna vez con anterioridad ese mismo programa —dijo Lockhart.
—Y yo también —añadió Vincent—. ¿Cómo seguirá aquel viejo y feroz personaje?
—¿De quién se trata?
—Del almirante encargado de la inspección de los barcos de escolta. Ha realizado un trabajo terrible durante toda la guerra, pero no es precisamente un ángel compasivo.
—La misión que desempeña no se presta realmente a ello… —afirmó Ericson.
El Comandante pasó luego a ocuparse de un proyecto.
—¿Qué les parecería una fiesta de despedida, antes de que zarpemos?
—Ese asunto ya está arreglado de una manera provisional, señor —dijo Lockhart—. Será a fines de la semana próxima, si le parece a usted bien. Prepararemos unas bebidas y después una especie de cena. El jefe nos arreglará una buena iluminación.
—¿Pero conocemos nosotros bastante gente para organizar una fiesta de cierta importancia?
Scott-Brown se echó a reír.
—La lista de invitados se eleva en la actualidad a unos sesenta.
—¿Sesenta? —repitió Ericson enarcando las cejas—. ¿Qué han hecho todos ustedes mientras yo estuve fuera?
—No puede usted figurarse el número de personas que nos han visitado, señor —dijo Johnson con el aire algo arisco de un hombre cuyo saldo bancario es poco elevado y que carece de pretensiones sociales—. Ha habido momentos en que esto parecía un hotel.
—También figuran muchas personalidades destacadas —dijo Scott-Brown—. Tenemos que ejercitar la virtud de la hospitalidad. Hay oficiales de los otros dos barcos que están en la dársena; los constructores, gente de la Base y, finalmente, muchas chicas del Servicio Naval Femenino. Aquí tengo una lista provisional.
La extrajo de su bolsillo y se la entregó a Ericson.
—¿Vendrá el Almirante? —preguntó Ericson mirando el nombre que figuraba en el encabezamiento del papel.
—Su ayudante nos lo ha asegurado. Le gustan las fiestas y no se perdería ésta por nada del mundo.
—Muy bien —dijo Ericson, que siguió leyendo la lista—. Supongo que todos estos hombres misteriosos con nombres escoceses son elementos del astillero, ¿eh?… ¿Quién es esta segunda oficial Hallam?
—Es —dijo el guardiamarina, sonrojándose— una muchacha que presta servicio en Operaciones. El teniente la ha invitado.
—¿Es guapa?
—Un verdadero encanto, señor.
Ericson miró con aire burlón a Lockhart, quien, con gran sorpresa por su propia parte, se estaba dando cuenta de que se hallaba algo cohibido.
—Espero que no se estará usted debilitando, señor teniente.
—En ningún sentido, señor —respondió Lockhart—. Creí que deberíamos invitar al mayor número posible de personas de la Base. Se han portado bastante bien con nosotros.
—¿Figura en esa categoría la segunda oficial Hallam?
—Sí. Creo que sí.
—Pues conmigo no ha sido muy buena —murmuró el guardiamarina entre dientes.
—¡Holt! —exclamó Lockhart con el tono de una voz de mando.
—A sus órdenes.
—¿Qué tiene usted que decir?
—Lo siento, señor —respondió Holt sin desconcertarse—. Creí que a usted le gustaría saberlo.
Lockhart abrió la boca para hablar, pero después decidió prudentemente dejar las cosas como estaban. Ericson lo volvió a mirar. «Vaya, vaya, pensó. Así están las cosas… y muy a su tiempo. Confío en que será bonita».
En realidad, Lockhart había supuesto que Julie Hallam no aceptaría la invitación para la fiesta y cuando la vio instalada en uno de los rincones de la cámara, rápidamente llena de invitados, no estuvo muy seguro de que hubiera tenido una buena idea por lo que afectaba a la propia tranquilidad de su espíritu. La joven era, en verdad, peligrosamente atractiva. No la había vuelto a ver desde su primer encuentro y todo lo suyo —su cabello, la forma de su cara, la piel blanca y los grandes ojos grises— le producía una impresión nueva y deliciosa. Había salido a esperarla a la pasarela y la había conducido a la sala casi en silencio. Luego había tenido que dejarla, pues todavía tenía que ocuparse de muchos pequeños detalles y estar dispuesto para recibir al Almirante. Cuando volvió a la cámara se dio inmediata cuenta de que nunca conseguiría estar cerca de ella en el sentido literal de la palabra.
Julie estaba sentada en un brazo del sillón y aquel rincón parecía ser el favorito de todos. A su lado, Scott-Brown desplegaba los encantos de su enorme simpatía personal, mientras que muchos oficiales de la Base ejercían los derechos de su evidente prioridad. Ericson, por su parte, al ir saludando a sus invitados, se detuvo mucho tiempo junto a ella, charlando y haciéndola reír. El guardiamarina se mostraba constantemente atento y el ayudante del Almirante rondaba por allí sin perderla de vista. Incluso los camareros, al circular por la sala llevando bebidas y bocadillos, reducían de un modo considerable su presteza cuando entraban dentro de la órbita de aquella mujer… Lockhart pensó que, en realidad, no podía censurar a nadie. Una mujer con aquel atractivo justificaba plenamente aquel éxito de público. Pero, de todos modos, no podía dejar de darse a todos los diablos.
Aquella fiesta, tan ruidosa y concurrida, le trajo a la memoria la modesta reunión de la Compass Rose con su escasa docena de invitados y a Bennett entrando con alguna mujer de aspecto sospechoso. Se preguntó dónde habría estado entonces Julie Hallam. Habían pasado ya cuatro años y, en este tiempo, debería de haber conocido a infinidad de personas. «¿Cómo se las arregla —pensó— para parecer, al mismo tiempo, adorable, atrayente y seria?…».
Movió la cabeza y se marchó, y empezó a hablar distraídamente con unos y con otros.
El Almirante, que tenía una personalidad afable y llana, hablaba al estilo de la corte: una serie de hábiles preguntas; dos minutos de intercambio de cumplidos y luego un giro de la conversación hacia otra persona. A Lockhart le dijo:
—¿Es éste su primer empleo como teniente?
—No, señor —respondió el interesado—. Estuve en otro barco con el Comandante Ericson. La Compass Rose.
—¡Ah, sí!
El Almirante, que tenía también una memoria propia de la corte, se desvió de un tema que, evidentemente, no era propio de una fiesta.
—Ha estado usted siempre en el servicio de los Accesos Marítimos Occidentales, ¿verdad?
—Sí, señor. Unos tres años.
—Es un largo esfuerzo. ¿Está usted contento con su nombramiento?
—Sí, señor.
—Espero que mi gente los haya atendido debidamente.
—Nos han ayudado mucho, señor.
—Muy bien.
Hizo un ademán de asentimiento y se dirigió a otra persona. Lockhart le oyó preguntar a Allingham:
—¿Es éste su primer empleo como oficial encargado de la artillería?
El teniente vio luego a Johnson, que permanecía sólo en un rincón del cuarto, y se dirigió hacia él.
—¿Te diviertes mucho, jefe?
Johnson asintió con un ademán. Después, vacilando algo, añadió:
—Esto es un poco nuevo para mí.
Aquella manera de ser de Johnson era algo que le gustaba de un modo especial a Lockhart. Hasta hacía unas pocas semanas, el alojamiento de Johnson había sido el departamento de alféreces de un destructor y no disimulaba para nada lo reciente de su ascenso.
—Si te aburres —le dijo Lockhart— siempre te queda el recurso de simular un cortocircuito y terminar con la fiesta.
—Lo tendré en cuenta —respondió Johnson sonriéndose.
Lockhart tomó de manos de uno de los camareros una bandeja y empezó a recorrer los grupos de invitados hablando con unos y con otros. La sala estaba atestada. En el rincón de Julie Hallam, el círculo de los que la rodeaban se había ido espesando cada vez más. «Parecen buitres», pensó hoscamente; pero luego rectificó diciéndose que parecían cortesanos y que nunca había existido en el mundo una majestad más digna de aquel ferviente cortejo.
Por un momento pudo vislumbrar la bien formada cabeza con su corona de negro cabello inclinándose para escuchar algo que le decía Holt. Después Julie desapareció y Holt volvió a sus ocupaciones deseando, por primera vez en la guerra, poderse convertir en un guardiamarina bien parecido y de diecisiete años, sin que nada le preocupara en la vida.
Más tarde Lockhart habló con una señora tocada con un gran sombrero que le dijo: «Lo que no acabo de comprender es cómo pueden saber ustedes adónde van cuando se encuentran en medio del mar».
Un caballero, constructor del barco, le dijo: «Hemos trabajado mucho en este buque y confiamos en que lo tratarán con todo cuidado».
Habló también con una joven del Servicio Naval Femenino, de aspecto bastante feo, que le dijo que le parecía haberlo visto en algún restaurante; se dirigió al Capitán del puerto; salió a despedir al Almirante cuando se marchó; dio un vistazo por la cubierta; redactó las órdenes para el servicio de noche; cambió unas impresiones con el contramaestre Barnard y regresó de nuevo a la sala hablando con el teniente de alcalde de Glasgow. El tiempo iba pasando y no había indicio alguno de que despejasen la sala. Después fue a parar junto al teniente de otra fragata nueva que le dijo: «Acabo de llegar. Uno de nuestros hombres libres de servicio se nos cayó al río. Pero ¿quién es esa chica tan guapa que hay allí?».
Lockhart volvió a mirar, por primera vez desde casi hacía dos horas, a Julie Hallam y ésta, casualmente, levantó la cabeza en aquel preciso momento. A través de la docena de personas que los separaban, de las cabezas vueltas hacia ella y de las espaldas encorvadas en su dirección, sus miradas se encontraron Julie le sonrió directamente y él devolvió la sonrisa, haciendo después un ademán de cómica desesperación indicando el cerco prohibitivo que la rodeaba. La mujer vaciló y luego dijo alguna cosa a los que estaban más próximos a ella y se encaminó hacia él. Lockhart, a su vez, se dirigió hacia ella y ambos se encontraron debajo de la lámpara en el centro de la sala; una lámpara de luz intensa que hizo brillar el cabello de la joven, pero que no pudo privar a su cara de un solo átomo de su belleza. El encontrarse junto a ella fue como sentir una puñalada en el corazón, un ardiente pinchazo que pronto se convirtió en dulce calor. Todavía brillaba la sonrisa en los labios y en los ojos de la joven cuando, mirando a Lockhart, le dijo:
—Como mi escolta oficial que usted debería haber sido, no puede decirse que se haya conducido muy bien, ¿verdad?
Lockhart se sonrió, muy satisfecho con lo de «escolta».
—Había tanta competencia… —alegó.
—Y usted, como un buen teniente, ha estado muy ocupado.
Mirando a su reloj de pulsera, añadió:
—Tendré que irme en seguida. Debemos estar de vuelta a las diez.
—¡Oh! No he podido hablar con usted ni un solo momento.
Julie volvió a sonreírse, mirándolo abiertamente. Al cabo de un momento, le dijo con algo de timidez:
—No puede usted figurarse la creencia general que existe de que usted me va a acompañar a casa.
En la oscuridad su caminar era lento mientras recorrían las calles desiertas.
—Me parece que ustedes forman un cuadro de oficiales muy animado —dijo ella reanudando la conversación—. Me gusta Allingham y también su doctor. Y, desde luego, el guardiamarina es terriblemente atractivo.
—A veces me hace sentir como si yo tuviera noventa años; pero es conveniente tener al lado a alguien que sea realmente juvenil y animado.
—Pues eso puede ser contagioso… Usted debe de querer mucho a Ericson, ¿verdad?
—Me gustaría terminar la guerra a su lado y con nadie más que con él. Verdaderamente, lo aprecio mucho.
La cara de la joven se volvió hacia él y, a pesar de la oscuridad, pudo apreciar su sonrisa.
—Eso es exactamente lo mismo que él dice de usted.
—David y Jonatán, en una palabra —comentó Lockhart—. ¿No le parece a usted un poco tonto?
—Tengo algo de envidia de eso —respondió ella riendo—. Las mujeres, por regla general, no tienen entre sí esa clase de relaciones y si las tienen no pueden aplicarse a cosas de primera magnitud como la dirección de un barco o la guerra.
—Ésa es la única clase de relaciones que debería permitirse en tiempo de guerra.
—¿Y el matrimonio?
Lockhart movió la cabeza.
—No. Eso es una distracción, una desviación del esfuerzo necesario. Estuve hablando esta noche con una de las muchachas de su servicio. Joan no sé cuántos.
—Joan Warrender. Sí. Va a casarse muy pronto.
—Con un oficial de la Armada. El comandante de un destructor.
—¿Y bien? ¿Qué hay en ello de particular?
—Me pregunto cómo puede compaginarse el contraer matrimonio con ser comandante de un destructor en plena guerra.
Se produjo un silencio mientras atravesaban un cruce de calles y llegaban de nuevo a la sombra de los edificios.
—Usted es más bien un puritano, ¿verdad? —dijo Julie pensativa.
—En este particular, sí. La guerra exige la entrega absoluta sin que nada se interponga en su camino. Tiene uno que estar libre de distracciones y dominado por una sola idea. Ser duro, inflexible…, en fin, con un espíritu que no guarda relación alguna con lo que el matrimonio representa. De otro modo se está expuesto al fracaso y entonces la guerra no tarda en descartarlo a uno por inútil. Incluso puede llegarse a los peores extremos y perderse la vida por no prestar la debida atención.
—¿Cómo ha llegado usted a pensar así? No es un profesional ni tiene por qué sacrificarse de ese modo. ¿Qué era usted antes de la guerra?
—Periodista… Lo que digo es algo que va echando raíces en uno. Quizá sea el único que piensa así; pero en mi último barco hubo un hombre a quien lo aniquiló un matrimonio desgraciado, y creo que incluso un enlace acertado podría producir los mismos resultados funestos. Es una cosa demasiado peligrosa, demasiado aventurada para arriesgarse en ella. Lo mejor es ser dueño absoluto de las propias acciones. Y, de cualquier manera, uno tiene que adaptarse a las exigencias profesionales.
Con visible inconsecuencia, ella le dijo, cambiando de tema:
—Está usted muy delgado.
—Ha sido por culpa de la Compass Rose. Muchas preocupaciones y menos sueño que el acostumbrado, y eso durante demasiado tiempo.
Pero no quiso entrar en más detalles sobre ello y, a su vez, le dijo:
—Usted no está muy delgada.
Al cabo de un rato, Julie se sonrió y preguntó:
—Lo menos que podría usted hacer es explicar el sentido de esa observación.
—Quiero decir que usted no está agotada ni cansada, aunque realice un trabajo abrumador. ¿Qué era usted antes de la guerra?
—Trabajaba en una revista de modas.
—¡Ah!
Lockhart miró su figura, con su austero uniforme tan poco femenino, y ambos se echaron a reír, acogidos a las sombras de la noche como bajo un manto protector y amistoso.
—Y ahora —dijo Lockhart— pertenece usted a la Sección de Operaciones y parece que no ha hecho otra cosa en su vida. Usted reúne todas las condiciones para ello, ¿verdad?
Se preguntó cómo contestaría ella y si se sentiría halagada o, por el contrario, algo molesta; pero no tenía que haberse preocupado por ello.
—El contraste no es precisamente muy acertado —dijo la joven.
De nuevo Lockhart quedó maravillado por el tono claro y sonoro de aquella voz de una belleza extraordinaria. Disminuyeron el paso, acompasando la marcha mientras él la escuchaba.
—Mire —le dijo Julie—. Yo tengo una cara, pero también tengo un cerebro y creo que puedo sostener una conversación; pero a la gente no le acaba de gustar esa combinación y prefieren las cosas cada una a su vez. Las mujeres temen esa mezcla y los hombres no la quieren, y ni siquiera saben qué hacer con ella.
—Claro que lo saben. Fíjese, si no, en la multitud de cortesanos que le rendían pleitesía esta noche.
—Pero ¿qué buscaban los cortesanos? A mí, como mujer solamente, no con mi responsabilidad individual.
—Pues también les gustaba hablar con usted.
—Y seguramente estaban pensando que yo no hacía más que hablar y que la boca sirve también para besar, ¿verdad?
Él se rió.
—Quizá sea así. Pero usted no querría cambiar de manera de ser, ¿eh?
Julie levantó la cabeza como si se enfrentase con él y también con la negra noche.
—No. Yo no pretendo cambiar de ningún modo. No querría ser fea y con cerebro, para que las mujeres estuvieran contentas, ni guapa y sin él para agradar a los de su sexo.
—No me incluya entre ellos. Tengo verdadera debilidad por la perfección organizada.
Poco después, Julie se detuvo delante de un edificio alto y oscuro y dijo: «Aquí vivo yo».
Lockhart no sabía cómo despedirse. Recordó la frase de su acompañante «la boca también sirve para besar», pero aquél no era momento oportuno. Se limitó a decir: «Este paseo ha sido lo mejor de la fiesta para mí. Muchas gracias».
La escasa luz que caía sobre la cara de Julie la mostraba seria y, a la par, encantadora hasta paralizar el corazón. Su presencia mantenía a Lockhart en un estado de hechizo que podría haberse mantenido eternamente y su proximidad lo extasiaba. Pero había que despedirse. La noche, que los había unido, los separaba.
—El paseo ha sido una buena idea —dijo ella—. Y mía, por cierto… ¿Me lo habría pedido usted a mí?
Lockhart lo negó con un leve movimiento de cabeza.
—¿Por qué no? ¿Dedicado completamente a la guerra? —insistió Julie.
—No, simplemente pensé que la respuesta sería negativa.
—La próxima vez… —empezó a decir ella, deteniéndose.
Se produjo un largo silencio mientras se miraban mutuamente: ella vacilante, casi desconcertada; él absorto.
—Lo único que yo pienso —dijo por fin Lockhart— es que ahora la dejo a usted, como quien dice, en el aire. La próxima vez procuraré, desde luego, correr el albur y fijar un poco más, y lo antes posible, mis títulos para merecer su atención.
—Será algo desconcertante si no lo hace así —contestó ella, que había recobrado ya su grave serenidad—. Incluso tratándose de puritanos una no puede marcar siempre la pauta.
—La próxima vez… me toca a mí —convino él—. Buenas noches.
Julie asintió con un ademán y se marchó, subiendo rápidamente unos escalones y abriendo la puerta, que cerró tras ella. Lockhart miró por un momento al sitio donde ella había estado y después se volvió, marchándose lentamente calle abajo. Sus pisadas resonaban huecamente en el solitario pavimento, pero el hombre que las producía no había estado nunca más lejos de sentirse solo que en aquellos momentos.