7
El buen tiempo de finales de verano los favoreció para hacerse de nuevo a la mar después del descanso de las reparaciones. Aquel nuevo acoplamiento de hombres y mecanismos resultaba demasiado curioso y a veces parecía que unos y otros se ignoraban mutuamente. La Compass Rose sufrió un encontronazo con el muelle, que por fortuna no fue muy grande al salir de la dársena, debido a un defecto en el mecanismo de la marcha atrás, y al cabo de cinco minutos de navegar por el río para ir a aprovisionarse de petróleo, un marinero se mareó por completo, la mayor vergüenza que puede sufrir un hombre de mar. Pero eso eran cosas aisladas en aquel proceso de adaptación y cuando se incorporaron al convoy, una vez pasado el buque faro de la barra, ya se había implantado, a medias, la rutina de a bordo. A los dos días de navegación, lejos de tierra y encaminándose a Gibraltar mediante un rumbo que describía un ancho círculo al suroeste, el barco y la tripulación habían recobrado toda su efectividad marinera y de combate. El tiempo les proporcionó una maravillosa sucesión de días soleados y noches serenas, y encantados de su suerte al navegar, hora tras hora, por un mar tenso como un espejo con su color azul profundo, como si se tratase de una navegación perezosa y cálida de tiempos de paz, la tripulación no tardó en sentirse, de nuevo, a sus anchas con las condiciones de la vida en el mar. Desde muchos puntos de vista era conveniente el volver de nuevo al trabajo. Lejos de los lazos, dudosos y emocionales, de tierra, formaban parte otra vez de una escolta reforzada consistente en dos destructores y cinco corbetas, que custodiaba veintiún barcos cargados hasta los topes rumbo a Gibraltar. Aquél era su verdadero trabajo y volvieron de nuevo a él con la soltura de hombres que, sabiendo que su misión era vital, no estuvieron nunca plenamente convencidos de que la Armada pudiera estar en condiciones de permitirles que se tomaran un descanso.
No tardó en ponerse de manifiesto la traición que encerraba en su seno aquel tiempo perfecto, ni el engaño de aquella fácil transición.
La cosa empezó al avistar un aeroplano aislado, seguramente viejo conocido, un Focke-Wulf cuatrimotor de reconocimiento, que se acercó procedente del este y empezó a dar vueltas en torno al convoy, describiendo lentos círculos y manteniéndose fuera del alcance de los cañones antiaéreos. No era la primera vez que esto sucedía y, en consecuencia, no pudo dudarse ni por un momento de la misión que desempeñaba aquel avión, es decir, la de descubrir el convoy, seguirlo, observar atentamente su curso y velocidad e informar después a algún puesto central, así como a los sumergibles que pudieran hallarse próximos. Lo que cambió en esta ocasión fue que esto ocurriese al principio del viaje y que mientras vigilaban al aeroplano que describía aquellos círculos y se daban cuenta del objetivo que perseguía, el sol brillaba en un cielo sin mácula y el mar estaba tan terso y pulido como un espejo sin que apenas se alterase su reposo por el grupo de barcos que lo cruzaban en su ruta hacia el sur. Mal asunto para la tranquilidad del convoy, pensaron, mientras apretaban sus filas y clavaban los prismáticos en aquella ave de rapiña que describía sus lentos y fatídicos círculos, ellos que deseaban proseguir deslizándose por aquel océano maravillosamente tranquilo sin que nadie viniera a destruir trágicamente aquella pacífica serenidad.
Al anochecer, el avión se retiró hacia el este ronroneando a la misma velocidad y altura. Desde el puente se le observaba con sombríos auspicios mientras se disponían a oscurecer el barco y a prepararse para el transcurso de la noche.
—La cosa es demasiado sencilla —dijo Ericson preocupado y manifestando sus pensamientos en voz alta—. Todo lo que ha tenido que hacer ha sido volar dando vueltas sobre nosotros, emitiendo toda clase de señales para que todos los submarinos que puedan encontrarse en un radio de cien millas naveguen en línea recta hacia nosotros.
Miró al cielo, puro y sin nubes.
—Desearía que el tiempo se alborotase algo. De seguir como ahora nos veremos en aprietos.
Aquella noche no pasó nada de particular, salvo una señal que el Almirantazgo radió a las once. «Existen indicaciones de la presencia de cinco submarinos en su área, con otros que acuden a reunírseles». Los previnieron con generosa intención, dejando que se las arreglaran de la mejor manera posible. Tan pronto como reinó la oscuridad, el convoy cambió de rumbo abandonando el que el avión había observado y desviándose en una tangente muy pronunciada con la esperanza de escapar de la persecución. Tal vez la maniobra tuvo éxito; quizá los submarinos estaban aún fuera de su alcance… Lo cierto es que las cinco horas de oscuridad transcurrieron sin el menor incidente mientras la compacta masa de los mercantes y los barcos de escolta que los rodeaban avanzaban sin interrupción ni molestias, pasando inadvertidos. El Viperous, después de hacer su recorrido de costumbre en torno al convoy tan pronto amaneció, transmitió lo siguiente: «Creo que los hemos chasqueado», a la vez que adelantaba como un torbellino a la Compass Rose. Pero cuando apenas les había llegado la onda que levantó a su paso oyeron el zumbido de un aeroplano y nuevamente apareció el espía.
Al mediodía fue torpedeado el primer barco, que se hundió envuelto en llamas. Se trataba de un gran buque tanque. Todos los veintiún barcos del convoy eran de buen tonelaje, pues estaban destinados a Malta y al Mediterráneo oriental. Se trataba de un grupo escogido, de una presa valiosa digna de ser perseguida y acosada. Y, en efecto, fueron perseguidos y acosados sin cuartel. La rápida destrucción de aquel primer barco señaló el comienzo de una batalla que duró ocho días y causó terribles estragos en el convoy, convirtiendo cada anochecer en un infierno.
Lucharon desesperadamente e hicieron cuanto estuvo a su alcance; pero la desventaja era demasiado grande en contra suya y los puntos débiles de su coraza, imposibles de defender contra tantos enemigos como los rodeaban.
«Hay nueve submarinos en su área», radió el Almirantazgo al caer aquella noche, con la generosidad de costumbre, y entre los nueve submarinos hundieron tres barcos, uno de ellos en circunstancias especialmente terribles. Se sabía que llevaba a bordo veinte mujeres del servicio naval femenino, la primera expedición que se enviaba a Gibraltar. Desde la Compass Rose habían visto a las muchachas paseándose por cubierta, las habían saludado con alegres ademanes y habían disfrutado de su presencia aunque fuera a bastante distancia. El barco que las transportaba fue el último que resultó hundido aquella noche. Se fue a pique con tal rapidez que las llamas que prendieron en toda la parte de popa apenas tuvieron tiempo de tomar incremento antes de que el buque se sumergiese. El ruido de aquel hundimiento se transmitió sobre el agua hasta la Compass Rose, produciendo un mugido silbante que helaba la sangre en las venas.
—¡Dios mío! ¡Esas pobres muchachas! —exclamó Ericson perdiendo su sangre fría, que no pudo mantener en aquel horrible momento. Pero no podían hacer nada. Estaban entregados de lleno a una persecución ordenada por el Viperous y no podían abandonarla de ningún modo. Si es que quedaba algo por salvar, otros tendrían que ocuparse de ello.
Otro mercante consiguió salvar a cuatro de las muchachas después de detenerse valerosamente y botar al agua una lancha. Se las pudo ver a la mañana siguiente, sentadas juntas en la cubierta y mirando al mar. No hubo entonces alegres ademanes de saludo desde el otro barco. Pero el buque que las salvó fue uno de los dos que fueron hundidos la noche siguiente, y la Compass Rose, que esta vez se dedicó a la recogida de náufragos, sólo pudo salvar a cuatro personas con vida y sacar seis cadáveres. Entre los muertos figuraba una de las mujeres, que fue el único cuerpo que pudo rescatarse del grupo de las veinte. El cadáver de la muchacha, incluido en la hilera de los que Tallow hizo depositar a popa, se destacaba produciendo una nota de infinita piedad. Era muy joven. El pelo rubio, empapado de agua, la primera cabellera femenina que reposaba sobre la cubierta de la Compass Rose, se desparramaba como un abanico abierto enmarcando una cara fina y delgada donde había quedado grabado un gesto de espanto. En un reposo viviente, aquellas facciones hubieran sido bellas. Lockhart, que al anochecer fue a popa para presenciar cómo se acondicionaban las envolturas de los que tenían que ser sepultados en el mar, sintió un nudo en la garganta mientras la miraba. Seguramente no podría haber otro espectáculo de guerra más triste ni más deprimente… Pero había otras muchas cosas que hacer además de condolerse o apiadarse. Sepultaron a la mujer en el mar junto con los demás cadáveres y añadieron su nombre a la lista que constaba en el cuaderno de bitácora, prosiguiendo aquel funesto viaje hacia el sur.
Ya habían sido hundidos seis barcos en dos días y todavía tenía que pasar una semana hasta que el convoy pudiera llegar a la protección de la costa; pero después tuvieron suerte porque siguieron dos noches muy oscuras, lo que, combinado con un brusco cambio de ruta huyendo de los perseguidores, los consiguió despistar. Aunque se mantuvo el estado de vigilancia y de tensión, especialmente durante las noches, se logró disfrutar durante cuarenta y ocho horas de una maravillosa sensación de descanso. El convoy, reducido a quince barcos, aumentó su velocidad y avanzó hacia los horizontes meridionales y la promesa de salvación. A bordo de la Compass Rose sucedió un animoso optimismo a la impresión de fatal desgracia que había empezado a adueñarse de todos, y la mayoría de los supervivientes que habían sido recogidos, que, envueltos en mantas o vestidos con ropas improvisadas, vagaban por cubierta o se alineaban en las bordas mirando el convoy, fueron poco a poco perdiendo ese aspecto de náufragos abatidos que deprime tanto la moral marinera. La esperanza aumentó; después de todo, aún podrían llegar a puerto…
Las cosas siguieron así durante dos días y dos noches, y después el aeroplano volvió a trazar sus anchos círculos en el claro cielo del amanecer, volviendo a localizar el convoy.
Rose, el joven oficial de señales, fue el primero de todos en oír aquel ruido que era como un apagado ronroneo, como un débil zumbido en las alturas.
—Aeroplano, señor, en algún sitio —anunció.
Ferraby y Baker, que tenían la guardia de la mañana, dieron la señal de alarma con nervioso apresuramiento. La vibración aumentó, tomando una dirección determinada, desviándose del convoy y orientándose hacia la lejana costa española.
—Mi Capitán —avisó Baker por el tubo acústico—; se oye un avión.
Pero Ericson estaba subiendo ya la escalera del puente. El odiado ruido lo había sacado de su camarote. Miró a su alrededor, entornando los párpados ante la claridad del día.
—¡Ahí está! —exclamó de pronto, señalándolo.
El aeroplano, el ojo delator del enemigo, surgía de entre la bruma gris de la mañana que los rodeaba por todas partes, muy baja en el horizonte.
Todos miraron hacia el avión, todos los que estaban en el puente clavaron su mirada en aquel punto distante, dominados por los mismos sentimientos de rabia y odio. La desgracia los acosaba… Podían luchar con los sumergibles; con un poco de suerte en el tiempo y el esfuerzo y la destreza de los navegantes, el convoy podía despistarse, dar vueltas y revueltas y escapar de la persecución; pero aquella ave rapaz, mensajera de otra esfera, destruía toda maniobra táctica y devoraba cualquier distancia que pudiera interponerse entre ellos y el enemigo, sin que aquel artero delator pudiera nunca ser obstaculizado. Mientras vigilaban al aeroplano experimentaban un sentimiento de desamparo y de desnudez ante el peligro, una ira que no podía desahogarse. Todo iba a repetirse a pesar de su cuidado y su vigilancia, a despecho de sus esfuerzos, debido a que un puñado de hombres jóvenes tripulando un aeroplano podían recorrer medio océano en pocas horas y volar sobre su lenta presa.
El avión debió de cumplir rápidamente su cometido y los submarinos no debían de hallarse muy alejados, pues al cabo de doce horas volvieron y aquella noche costó al convoy dos barcos más que vinieron a restarse de la ya menguada flota. La caza de nuevo fue levantada, y otra vez los perros de presa lanzaron sus aullidos triunfales y se reprodujo el salvaje estruendo, cada vez más rápido… Se hizo todo lo que se pudo. Los barcos de escolta contraatacaron, el convoy cambió de ruta y aceleró su marcha…, pero todo fue inútil. El sexto día amaneció, sobrevino después la sexta noche y, puntualmente, sonaron los timbres y campanas de alarma a medianoche y el primer cohete de socorro surcó el cielo nocturno indicando que un barco había sido mortalmente herido y requería auxilio. El buque ardió mucho tiempo, enrojeciendo las aguas, meciéndose perezosamente en el vaivén de las olas y convirtiéndose, al fin, en una enorme hoguera de llamas oscilantes que fue quedando poco a poco a retaguardia del convoy. Se produjo después una pausa de más de dos horas mientras el convoy permaneció alerta y en pie de guerra, mientras se iba deslizando hacia el sur bajo un cielo negro y sin luna. Después, en el lejano horizonte, a unas cinco millas de distancia, la destrucción retornó súbitamente. La oscuridad se rasgó con una brillante llamarada color naranja que se apagó, volvió a resplandecer y después fue extinguiéndose hasta desaparecer. Era evidente que otro barco había sido tocado, pero esta vez, según se pensó, era más grave. Ahora se trataba de la corbeta Sorrel.
Todos lo creyeron así en la Compass Rose porque, dada la distancia existente, no podía tratarse de otro buque, y también a causa de una señal que el Viperous les había emitido al principio para que la retransmitieran a la Sorrel. «En caso de que esta noche se reproduzca el ataque», decía la señal, «la Sorrel marchará cinco millas hacia retaguardia, separándose del convoy, y creará una diversión táctica lanzando cargas de profundidad, cohetes, etc. Esto podrá distraer el ataque principal lejos del convoy». Habían visto, anteriormente, los cohetes sin prestarles atención porque sólo indicaban que la Sorrel, alejada del grueso del convoy, cumplía la consigna recibida. Seguramente el plan había dado resultado, si es que se daba esta significación a la tranquilidad que había reinado durante las dos horas anteriores. Desde cierto punto de vista no cabía duda de que aquel recurso había sido excelente, puesto que distrajo un ataque, cuando menos, de su blanco apropiado. Pero en la operación alguien tenía que sufrir las consecuencias porque aquello no significaba que se paralizase el ataque que acechaba ni que se evitara que los torpedos siguieran disparándose. La Sorrel se convirtió en blanco, a falta de otra presa más preciada, hallando su solitario fin en las profundas sombras, lejos del convoy.
¡Pobre Sorrel! ¡Pobre corbeta hermana!… En el puente de mando de la Compass Rose, los hombres que habían conocido tan bien las excelencias de su pareja de escolta eran ahora quienes se condolían, separados por la negrura de la noche, pero unidos por los mismos sentimientos de emoción y de pena, que se resistían a admitir la fatídica realidad. ¿Cómo podía haber sucedido aquello a la Sorrel, a un barco de escolta como ellos mismos?… Inmediatamente después de haber visto la explosión, Ericson había telefoneado a la cabina de radiotelegrafía. «Para el Viperous desde la Compass Rose», dictó, «La Sorrel ha sido torpedeada en su lugar de diversión táctica. ¿Puedo dirigirme allí en busca de supervivientes?».
—Cifre esto en seguida —ordenó rápidamente al radiotelegrafista que estaba anotando el mensaje—. Todo lo de prisa que pueda y rádielo sin pérdida de tiempo.
Después que se remitió el mensaje esperaron en silencio en la oscuridad del puente, sin perder de vista el negro bulto del barco más cercano y volviendo los ojos de vez en cuando hacia el lugar donde la Sorrel había sido hundida. Nadie dijo ni una palabra, pues no existían para una situación como aquélla. Sólo se podía pensar y hasta el pensamiento parecía embotado.
El timbre de la cabina radiotelegráfica sonó agudamente rompiendo el silencio y el jefe de señales, Wells, que estaba junto a la boquilla del tubo acústico, se inclinó sobre él.
—¡Aquí el puente! —dijo.
Se quedó escuchando durante unos momentos. Después se enderezó y llamó al Capitán a través de toda la anchura del puente.
—Respuesta del Viperous, señor: «No abandonen el convoy hasta que amanezca».
Se produjo un nuevo silencio; un silencio aterrador, mortal. Ericson apretó los labios. Debería haberlo previsto… Aquélla era, desde luego, la respuesta adecuada, mirando las cosas desde el punto de vista fríamente técnico. El Viperous, sencillamente, no podía consentir que otro barco de escolta abandonara el lugar y fuera a realizar una misión que en aquellos momentos no podía considerarse como esencial. Sí; era la respuesta adecuada; pero ¡por los clavos de Cristo!, era una respuesta dura… Detrás de ellos, en la oscura soledad del mar, a diez millas o más de distancia, estaban muriendo unos hombres, y en ellos concurrían circunstancias especiales. Era gente que habían conocido; marinos como ellos. Y había que dejarlos morir o, en el mejor de los casos, dilatar su posible salvación por un espacio de tiempo que podía costar muchas vidas. El hundimiento de la Sorrel había sido un golpe muy fuerte para todos ellos. Era el primer barco de escolta que habían perdido hasta entonces y era, de todos los que podían haber corrido esa suerte, su barco de pareja, el buque con el que habían estado ligados en innumerables convoyes durante dos años enteros. Estaba tripulado por amigos, hombres con quienes habían compartido sus diversiones, con quienes habían alternado en las cervecerías y bares, con quienes habían jugado al fútbol… Que la Sorrel hubiera sido torpedeada era, de por sí, una cosa terrible; pero dejar que sus tripulantes se hundieran o intentaran permanecer a nado en la oscuridad, significaba el golpe más tremendo que podían sufrir.
—¡Hasta que amanezca! —repitió Morell de pronto, rompiendo el silencio opresivo que reinaba en el puente—. Todavía tenemos que esperar dos horas más.
Ericson contestó afirmativamente, pero no a las palabras de Morell sino a lo que había querido dar a entender. La noche era fría. Con las dos horas que faltaban para que amaneciese y el tiempo que tardarían en volver atrás, hasta el lugar donde la Sorrel se había hundido, serían ya muy pocos los hombres que pudieran recoger.
Sólo fueron, en efecto, quince. Quince de una dotación de noventa.
Los hallaron sin grandes dificultades, hacia el fin de la guardia de alba, al avistar dos manchitas que parecían balsas Carley a la distancia de tres millas o más, en un mar tranquilo y sereno. Por muy familiar que les hubiese llegado a ser el salvamento de náufragos, entonces les produjo una impresión enorme al acercarse a las cargadas almadías y al racimo de cuerpos empapados de petróleo entre los restos de la hundida Sorrel, y el ver aquí y allá, en aquel sucio conjunto, sus propios uniformes, sus propias insignias y gorras, casi sus propias caras… Los náufragos estaban ateridos, agarrotados por el frío y cubiertos de petróleo y grasa, pero cuando la Compass Rose se aproximó, uno de ellos agitó las manos con energía, saludando a sus salvadores. Algunos de los que yacían en las balsas estaban visiblemente muertos, de frío y extenuación, aunque hubieran conseguido, de momento, refugiarse en ellas. Reposaban con las cabezas apoyadas en las rodillas de los camaradas que los habían animado y prestado su débil calor hasta que murieron y aún quizá hasta horas después. Ericson, mirando con los prismáticos al harapiento montón humano que allí quedaba, vio la cara grisácea de Ramsay, el capitán de la Sorrel y amigo suyo desde hacía muchos años. Ramsay sostenía entre sus brazos el cuerpo de un joven marinero a quien la muerte le había dado un aspecto feo y lamentable, con la cabeza echada hacia atrás y la boca espantosamente abierta. Pero la fisonomía viviente que podía contemplarse por encima de la del muerto no era menos lamentable. Toda la historia del naufragio: el barco perdido, la tripulación ahogada, el dolor y la extenuación de aquellas seis últimas horas…, todo aquello estaba impreso en el rostro de Ramsay mientras permanecía sentado, sosteniendo el cadáver y esperando el salvamento. Era la cara típica de un capitán Vencido que lamenta el hundimiento de su barco y soporta la carga monstruosa de su pérdida.
Lockhart, de pie en el combés mientras los supervivientes subían a bordo penosamente, lo saludó con impulsivo calor cuando apareció a su vista.
—Me alegro mucho de verle, señor —exclamó con viveza.
Todo el aspecto de Ramsay, su expresión, sus torpes movimientos, su sucio uniforme empapado de petróleo, producía una impresión desoladora y profunda. El haberle salvado la vida constituía, incluso en aquellas trágicas circunstancias, un triunfo y una bendición.
—Todos esperábamos… —comenzó a decir Lockhart.
Se detuvo confuso al ver la expresión de Ramsay. Se dio cuenta instantáneamente de que hubiera sido una equivocación, una terrible equivocación, el continuar diciendo «esperábamos poderlo salvar a usted, de todos modos». No era eso lo que sentía Ramsay en aquellos momentos, sino más bien lo contrario.
—Gracias, teniente —contestó Ramsay enderezándose, volviéndose y haciendo un vago ademán hacia los hombres que estaban aún en las almadías—. Cuide de ellos. Hay alguno que ha muerto ya.
—Me ocuparé de todo, señor —asintió Lockhart con un ademán.
—Subiré al puente, pues —dijo Ramsay.
Pero permaneció cerca de la borda, mirando con ojos apagados mientras los restos de su tripulación eran ayudados a subir, o había que izarlos con cuidado a bordo. En medio del grupo de hombres empeñados en este trabajo, permanecía encerrado en su dolor inexpugnable, aislado en su sentimiento. Cuando se acabó de subir a bordo a los que vivían y se empezó a izar a los muertos, Ramsay se volvió encaminándose lentamente hacia el puente de mando, dejando, con sus pies desnudos, un rastro oleaginoso que manchó la cubierta. Lockhart celebró estar en aquellos momentos preocupado y atareado.
En el puente, Ramsay extendió la mano a Ericson y le dijo, con su acento del West Country:
—Gracias, George. Nunca olvidaré esto.
—Siento mucho que no pudiéramos acudir antes —dijo Ericson brevemente—. Pero no pude abandonar la protección del convoy hasta que amaneció.
—La diferencia no hubiera sido mucha —respondió Ramsay.
Se había vuelto a mirar los cadáveres que iban siendo izados a bordo y aquellos otros que flotaban aún en las cercanías de la Compass Rose.
—Los demás se hundieron con el barco. La explosión nos partió por la mitad y en un par de minutos nos fuimos a pique.
Ericson permaneció en silencio. Momentos después Ramsay se volvió de nuevo hacia él y dijo, en parte para sí mismo:
—Nunca se cree uno que pueda ser alcanzado. Es algo para lo que no se está preparado por mucho que se piense en ello. Y cuando sucede…
Se detuvo en seco, como si se reprochara algo que no sabía cómo formular con palabras. En ese momento la voz del oficial de señales Rose anunció:
—Una señal del Viperous, señor, dirigida a nosotros: «Reúnanse inmediatamente al convoy».
—Debe de pasar algo —dijo Ericson.
Se adelantó hasta la meseta de la escalera del puente y miró hacia abajo, al combés. Ya se habían vaciado las dos balsas, pero todavía quedaban veinte o más cadáveres en un círculo de media milla alrededor.
—Me hubiera gustado… —empezó a decir con tono incierto.
—No importa, George —dijo Ramsay moviendo la cabeza y luego prosiguió en tono apagado—: Al fin y al cabo, ¿qué puede hacerse por ellos? Dejémoslos donde están.
No miró ya a nada ni a nadie mientras la Compass Rose se alejaba de allí. Lo que había sucedido, como descubrieron cuando alcanzaron al convoy hacia el mediodía, fue que había sido torpedeado otro buque, a plena luz, y el Viperous estaba ansioso de agrupar todos los barcos de escolta tan pronto como fuera posible. No podía haber descanso ni respiro en aquella larga batalla, en aquel acoso implacable. Los muertos no podían alegar derechos, ni siquiera cuando, como entonces pasaba, empezaban ya a exceder en número a los vivos. Al mediodía de aquella séptima jornada de viaje, quedaban once barcos de los veintiuno que primitivamente formaban el convoy. Dejaban detrás de ellos diez valiosos buques mercantes hundidos y un número incontable de hombres ahogados, con la pérdida también de uno de los buques de escolta. Era horrible pensar en los cientos de millas de mar que dejaban atrás, sembradas de los restos de hundimientos y de cadáveres, con el largo rastro de petróleo que flotaba sobre las olas. Había casos en aquella estela de sangre y de riqueza perdida que como el de las muchachas del servicio naval femenino, el de la Sorrel y el de los gritos de los hombres sorprendidos en el primer buque perdido, el petrolero incendiado, no se olvidarían nunca.
No es que fuera un combate unilateral en el que solamente una de las partes contendientes se anotara todos los golpes mientras que la otra sólo pudiera esquivarlos de manera ineficaz; pero en realidad las cosas no eran mucho mejores, tal y como se iban desarrollando los acontecimientos. Había demasiados submarinos en contacto con ellos, un número insuficiente de barcos de escolta y una carencia de velocidad y agilidad de maniobra en el convoy que imposibilitaba que pudiera llegarse al equilibrio de fuerzas. En esas condiciones trataron de repeler los ataques lo mejor que pudieron. La Compass Rose había arrojado más de cuarenta cargas de profundidad en sus diversos contraataques, algunos de los cuales debieron causar daños al enemigo. Los demás barcos de escolta habían desplegado toda su energía combativa y el propio Viperous, después de un ataque a fondo, tenía suficientes pruebas para poder afirmar que había destruido un submarino, según se deducía de los rastros de aceite y de los restos que habían emergido a la superficie. Pero por lo que se refiere al cuadro de conjunto, todo eso no eran más que débiles manotazos de defensa, porque siendo tantos los submarinos atacantes se necesitaba un verdadero milagro para que el convoy pudiera escapar de la trampa pavorosa en que había caído, y no había que confiar en que tal milagro se produjera. No había ninguna probabilidad de vencer ni ningún camino de retirada. Lo único que podían hacer era apretar sus filas, aumentar la velocidad todo lo posible y aguantar hasta el fin.
La Compass Rose no había estado nunca tan atestada de supervivientes. Era una suerte, en efecto, que contase con la nueva enfermería y el practicante para cuidar a los heridos y a los que presentaban síntomas de un total agotamiento. Lockhart no hubiera podido nunca enfrentarse sólo con aquel continuo afluir de necesitados de asistencia. Pero, aparte del número de los que lo requerían, habían recogido un número enorme de náufragos, hasta el punto de que excedían a la dotación del buque. En la cámara se alojaban catorce oficiales de la marina mercante, incluyendo tres capitanes de barco, y entre marineros, fogoneros, cocineros, chinos e indostánicos, eran ciento veintiún hombres los que se apiñaban de día en la cubierta y durante la noche atestaban los ranchos de la tripulación para comer y dormir esperando el nuevo día.
Durante la noche, el espectáculo en el oscuro castillo de proa era indescriptible. Bajo las lámparas amarillentas, reducidas al mínimo por razones de seguridad, aquello parecía un infierno, una pesadilla de confusión y de sufrimiento. Los hombres se amontonaban de mala manera, sentados o tirados, de pie o acurrucados, rellenando hasta el último de los rincones disponibles. Se agazapaban debajo de las mesas, se embutían en los rincones más escondidos, se hacinaban, en fin, como un rebaño en un vagón de capacidad insuficiente. Había hombres que se mareaban y otros que soñaban en voz alta; algunos se disputaban la comida y no faltaban los que, aferrados egoístamente a sus míseras pertenencias, no prestaban atención a nada más. Los heridos se quejaban; otros se reían a carcajadas sin motivo alguno, como si sufrieran algún ataque, y había quienes, normalmente animosos y denodados, eran incapaces de una sonrisa ni de una contestación adecuada. Era imposible atravesar el castillo de proa, como Lockhart tenía que hacer cada noche a la hora de la ronda, sin sentirse deprimido, aterrado y lleno de pena por el espectáculo de aquel terrorífico rincón de la guerra. Y, sin embargo, en cierto modo también podía sentirse uno animado y fortalecido por una impresión de paciencia y resistencia que producía orgullo. Había, aquí y allí, individuos aislados, totalmente aniquilados por la derrota y el miedo; pero el hacinamiento, los andrajos, el petróleo, los vendajes, aquel ambiente nauseabundo, de rebaño vencido, todavía no era suficiente para vencer al conjunto. Eran todos hombres de mar y no podían declararse derrotados ni siquiera por aquella interminable pesadilla que repentinamente los había sobrecogido. Es cierto que su situación era lamentable, pero aún tendría que convertirse en mucho peor antes de que desapareciera por completo su espíritu de hombres de mar.
Había también otra clase de pesadilla que se apoderaba a veces de Lockhart cuando miraba aquella muchedumbre salvada de la muerte y a los tripulantes de la Compass Rose que, animosamente, afrontaban como podían aquella invasión. Suponiendo que, como había sucedido con la Sorrel, fuesen alcanzados por un torpedo e imaginando que se hundieran en un par de minutos, partidos por la mitad, como le había sucedido a su pareja de escolta, ¿qué sucedería allí? Era horrible el representarse la espantosa confusión, el informe montón que entre aullidos, pataleos y zarpazos se iría deslizando hacia el fondo de las aguas. No podía hacerse uno a la idea de lo que aquello llegaría a ser aunque era posible que hubiera gente en el castillo de proa que no dejara de ocupar sus horas perdidas en imaginárselo. En una ocasión en que Lockhart estaba vendando un brazo a uno de los supervivientes, éste le dijo:
—Muy a propósito para nadar un poco, ¿verdad?
—Seguramente —le respondió Lockhart sonriendo—; pero creo que no tendrá que volver a nadar durante este viaje.
—Tiene usted toda la razón —afirmó el herido, mirándolo fijamente—. Si sucede algo, con la muchedumbre que hay apiñada, ya tenemos todos el ataúd hecho.
La tarde que se reunieron con el convoy, el Almirantazgo radió otro mensaje. «Hay ahora once submarinos en su área. Los destructores Lancelot y Liberal se unirán a la escolta aproximadamente a las seis de la tarde».
—¡Dos destructores de la clase L! —exclamó Baker con entusiasmo a la hora del té en el comedor—. ¡Es formidable! Son unos barcos magníficos y, además, completamente nuevos.
—Mejor será que, en efecto, sean tan formidables como dices —repuso Morell, que estaba leyendo una copia del mensaje—. Once submarinos equivalen al número total de barcos que quedan en el convoy, uno para cada uno. Dudo mucho —añadió nuevamente— que las señorías del Almirantazgo se den cuenta de lo que supone este excelente equilibrio de fuerzas.
—¿Te sientes inquieto, John? —le preguntó Lockhart sonriendo.
—Debo reconocer —contestó Morell después de reflexionar durante un momento— que ésta no es una situación muy tranquilizadora. Hagamos lo que hagamos, esos malditos submarinos irrumpen cada vez en la formación. Hemos perdido casi la mitad de los barcos y todavía nos faltan dos días para llegar a Gibraltar.
Se detuvo un instante.
—Resulta triste el pensar que, aunque no suceda nada más, éste será, seguramente, el peor convoy de toda la historia de la guerra naval.
—Ya tendrás algo que contar a tus nietos.
—Sí, en efecto; si me garantizas que puedo llegar a abuelo, en seguida recobraré mis ánimos.
—¿Cómo puede garantizártelo? —preguntó Baker que, al menos a bordo de la Compass Rose, era un conversador bastante torpe.
—Si mis nietos han de ser tan tontos como tú —respondió Morell con un arranque de impaciencia tan raro en él que sólo podía atribuirse a un desarreglo nervioso—, confío en que no los tendré nunca.
Todos estaban bajo el efecto de los mismos sentimientos, pensó Lockhart durante el opresivo silencio que siguió a aquel exabrupto: la intolerancia mutua y la irritabilidad llevada al extremo. El cansancio y la tensión que durante la semana pasada habían predominado estaban alcanzando un nivel intolerable. Para aquella situación no existía otra cura que llegar a puerto con los restos del convoy, y para ello faltaban aún dos días. Experimentó de pronto el deseo de, más que nada en el mundo, poder disfrutar de paz y seguridad. Como todos los demás, como el resto de los tripulantes de los barcos, tanto mercantes como de escolta, el teniente estaba muy próximo a llegar al límite de resistencia.
Los dos destructores se incorporaron puntualmente a las seis, procedentes del sudeste, y avanzaron velozmente hacia el convoy levantando enormes montañas de agua. Ambos producían en grado máximo aquella especie de teatral dramatismo que parecía constituir el orgullo de todos los buques de esta clase. Eran delgados y rápidos, muy potentes, más semejantes al tipo de cruceros ligeros que al de destructores, y evidentemente equivalían a tres barcos de escolta normales. Su presencia constituyó una animadora adición al grupo de barcos, e iban de un lado a otro con decisión al menor indicio de peligro, o aun cuando no hubiese ninguno; se lanzaban a dar vueltas o a atravesar el convoy a treinta y cinco nudos; emitían señales en tres direcciones a la vez y no podían permanecer quietos en cualquier posición durante más de cinco minutos seguidos.
—¡Vaya fachenda! —exclamó el jefe de señales, Wells, observándolos con los prismáticos cuando pasaban a toda velocidad en alguna maniobra de pura fantasía. En su voz, sin embargo, hubo un cierto dejo de envidia cuando añadió—: Está muy bien eso de lanzarse a la carrera de un lado a otro como un par de galgos; pero, durante las semanas que hemos pasado, seguramente no habrían tenido tantas ganas de lucirse.
Al anochecer los dos buques recién llegados tomaron sus posiciones, uno en la cabeza y otro en la cola del convoy, completando así aquella sensación de salvamento in extremis que los había acompañado desde su llegada. Indudablemente se daban perfecta cuenta del efecto que habían producido. Pero fuese o no teatral, su presencia pareció establecer un cambio en la situación y aunque aquella noche se produjo un ataque, todo lo que el círculo acosador de submarinos pudo lograr fue hundir un solo barco, el más pequeño del convoy, que fue alcanzado en la popa y se hundió lentamente. Al abandonar el buque la tripulación, un marinero indio, dando un grito salvaje, se precipitó de cabeza en el mar, según él creyó, pero en realidad fue a aterrizar en uno de los botes salvavidas. En medio de aquella implacable carnicería, aquel episodio cómico tuvo la suficiente gracia para que se considerase casi divertido. Pero, aun así, aquel barco hizo el número once de los perdidos de los veintiuno que originariamente comprendía la expedición, llegándose a contar más de la mitad de buques hundidos y estableciéndose un nuevo récord, verdaderamente aterrador, en los éxitos de los ataques submarinos. La noche siguiente, que era la octava y última de la batalla, cuando ya se encontraban sólo a unas trescientas millas de Gibraltar, compensó con creces cualquier aparente desfallecimiento en la furia del ataque.
Esa última noche costó la pérdida de tres barcos más, y la de uno de ellos, otro buque tanque que fue torpedeado e incendiado, tuvo relación especial con la Compass Rose. Éste era el barco que estaba más próximo al petrolero que fue tocado y se hallaba dando vueltas a su alrededor en el momento en que el petróleo, brotando como una cascada por el costado abierto del buque, se incendió, esparciéndose por la superficie del agua como una alfombra de llamas.
Silueteada contra aquel fondo llameante, que pronto alcanzó una altura de quince metros, la Compass Rose se hizo visible en un círculo de muchas millas. Aun cuando se moviera con rapidez, constituía un blanco magnífico, y Ericson, que tenía que decidir entre detenerse para salvar a los náufragos o determinar si el riesgo que se corría no estaba justificado, se dio perfecta cuenta de lo que sucedería si permanecían estacionados ante aquel fondo de llamas. La Compass Rose, con su dotación y su cargamento de supervivientes, tan penosamente logrado, sería un blanco fijo desde diez millas de distancia. Pero se les había asignado una misión de salvamento, había hombres en el agua, se veían lanchas botadas al mar en torno del petrolero que se estaban separando de la hoguera. Se presentaba ante ellos un trabajo que realizar, una obra de misericordia, y había que determinar si el riesgo era digno de afrontarse; si valía la pena de poner en peligro doscientas vidas para salvar cincuenta más, si la prudencia podía llevarse a extremos que rayaran, por otra parte, en la inhumanidad.
La decisión del problema competía exclusivamente a Ericson. Era uno de esos momentos en que la decisión del mando adquiría caracteres extraordinariamente difíciles poniendo a prueba los nervios mejor templados. Una vez más se imponía la realidad de aquella pesadumbre que existe tras los saludos y el respeto a la jerarquía, más allá de los dos galones y medio de la bocamanga. Mientras Ericson, que permanecía silencioso en el puente, consideraba las probabilidades, no había ni un solo hombre en todo el barco que hubiese querido cambiar de sitio con él.
Cuando, al fin, dio las órdenes, lo hizo en forma rápida y tajante.
—¡Paren las máquinas!
—Paren las máquinas… Las máquinas paradas, señor.
—¡Teniente!
—A sus órdenes, señor —dijo Lockhart.
—Procure que los náufragos sean recogidos a bordo. No bajaremos ni un solo bote. Tendrán que nadar o remar hasta nosotros. Ya pueden vernos con bastante facilidad. Utilice el megáfono para que se den prisa en venir.
—De acuerdo, señor.
Mientras Lockhart daba media vuelta para dejar el puente, el Capitán añadió, en tono más familiar:
—No podemos perder ni un solo minuto, Lockhart.
Reinó en todo el barco un silencio angustioso mientras la Compass Rose se detenía poco a poco y esperaba, meciéndose suavemente en el resplandor del incendio. Desde el puente se podían observar hasta los menores detalles. En aquel fantástico resplandor no había la menor oscilación. Era, simplemente, una luz fija tras la cual se hallaba la negrura del mar, que los exponía crudamente a la vista del enemigo y daba un realismo fotográfico a las caras pálidas que se volvían hacia el fuego. Ferraby se daba sólo cuenta de la impaciencia y el terror que lo dominaban mientras esperaba en la popa, entre las cargas de profundidad. Las llamas rugían y tres lanchas se arrastraban hacia ellos, al mismo tiempo que los gritos y las oscilaciones de algunas luces indicaban, aquí y allá que, en el mar, algunos nadadores luchaban desesperadamente por su salvación. Casi en voz alta, el joven invocaba a Dios rogándole que aquello terminara pronto y que pudieran abandonar en seguida aquella peligrosa posición. A seis metros de él, Lockhart estaba dirigiendo con su habitual sangre fría los preliminares de los trabajos de salvamento, disponiendo una eslinga para izar a los heridos y asegurando las escalas de cuerda que pendían del costado, por las que pudieran trepar los hombres que se hallaban en el agua.
Ferraby lo observaba no con admiración sino con una especie de vago aborrecimiento. «Maldito seas», pensaba, casi a punto de gritar. «¿Cómo puedes ser de esa manera? ¿Por qué no sientes como yo, o, si lo haces, por qué no lo demuestras?». Apartó la mirada de las figuras humanas que se agitaban y del resplandor de las llamas. Sus ojos parecían querer atravesar el negro círculo que los rodeaba, la oscura muralla de negrura llena de humo y de chispas centelleantes; miró más allá, a las tinieblas pavorosas que el fuego no conseguía taladrar, al sitio donde los submarinos debían de estar acechándolos. Ningún submarino que se hallase en un radio de cincuenta millas podía dejar de observar aquel faro sin resistirse a la tentación de lanzar un torpedo ni errar el blanco silueteado por el resplandor, aquella presa inmóvil que la fortuna les ofrecía. Era insoportable estar detenidos allí, sólo por unos cuantos desharrapados de la marina mercante…
Llegó una lancha al costado, chocando y restregándose con éste, Lockhart dio las órdenes para que fuese aferrada, se sintió el confuso ruido de los cuerpos que se removían para trepar, y una voz, con acento extranjero y que apenas podía modular la palabra por la falta de aliento, dijo entrecortadamente: «Dios os bendiga por haberos detenido».
Empezó la labor de recoger a los náufragos a bordo, que no duró mucho, aunque pareció interminable a cuantos se hallaban dedicados a ella; pero realizada al fin de aquel viaje largo y espantoso, cuando no había ningún hombre en el barco que no estuviese ya en los límites de la extenuación, aquellos minutos pasados en la inmovilidad y en medio de aquel resplandor infernal constituyeron una prueba insufrible que destrozaba los nervios. Parecía imposible que pudieran correr un riesgo tan temerario sin sufrir las consecuencias. En la guerra y en el mar existía un límite incluso para la bravura más decidida, tras el cual la fatalidad aguardaba para imponer el castigo a los que osaran traspasarlo temerariamente.
—Si escapamos de ésta —dijo Wainwright, el torpedista, que estaba junto a las cargas de profundidad—, los alemanes no merecen ganar la guerra.
En efecto, parecía que si la Sorrel pudo ser alcanzada cuando se hallaba describiendo zigzags a una velocidad de catorce nudos, no costaría mucho trabajo hacerlo con la Compass Rose, y mientras pasaban los minutos y recogían tres lanchas cargadas de supervivientes y un puñado de nadadores iluminados por el círculo enorme de fuego resplandeciente, parecía que se iban hundiendo cada vez más en una situación de la que no podrían nunca ya salir. La preocupación del trabajo podía distraer a los hombres que estaban embebidos en él; pero los que, como Ericson, tenían que limitarse a esperar en el puente, o los fogoneros, debajo de la línea de flotación, conocieron, en aquellos minutos de profunda ansiedad, hasta dónde puede llegar la angustia del miedo.
Pero no pasó nada, y ése fue el prodigio de aquella noche. Quizá algún submarino disparó y erró el blanco; quizá los que se hallaron en aquella área de acción, satisfechos ya por sus pasados triunfos, se sumergieron por razones de su propia seguridad y renunciaron a atacar. Fuera lo que fuese, la Compass Rose pudo correr aquel riesgo extraordinario sin que le pasaran la cuenta. Cuando ya no hubo más hombres que recoger, se puso otra vez en marcha. El ritmo del pulso de las máquinas de nuevo en movimiento, que estremeció todo el barco, se hizo sentir como un alivio inmenso que llenó a todos de un grato asombro. Esa pulsación, que fue adquiriendo cada vez mayor vigor y rapidez, sonando como una marcha triunfal, separó de las llamas y del tufo del petróleo al barco recargado con aquellos supervivientes arrancados de las mismas garras de la muerte y enorgullecidos por aquel reto que no fue recogido. Se habían arriesgado, y consiguieron salir bien. Mezclada con la exaltación de aquel triunfo existía una sobria gratitud por la liberación, una cierta humildad. Quizá sería mejor no pensar demasiado en aquello y enterrar el recuerdo lo más rápidamente posible, olvidarlo y no volver a arriesgarse de nuevo de aquella forma.
En el ala opuesta del convoy fue hundido otro barco a las cuatro, casi al amanecer, y después, cuando ya había luz y los restos del convoy estrechaban de nuevo sus filas, presenciaron el cruel epílogo del viaje.
Un tercer barco, que había quedado rezagado por alguna avería de las máquinas, resultó alcanzado y empezó a irse a pique. El hundimiento fue despacio, pero debido a la mala organización o a la inclinación desfavorable que le produjo el torpedeamiento, es lo cierto que no pudo lanzarse al agua ningún bote. La tripulación tuvo tiempo de tirarse al agua, nadar y esforzarse en escapar de la fatal succión producida por el remolino del buque al hundirse, confiándose a la suerte. La Compass Rose, que retrocedió para acudir en su ayuda, describió un círculo a su alrededor mientras el buque comenzaba a desaparecer. Después, mientras se hundía bajo el nivel del mar y empezaban a producirse los agitados torbellinos originados desde un punto concéntrico donde, en realidad, ya no se veía nada, Ericson dirigió la proa de su barco hacia el centro del desastre y hacia las oscilantes cabezas que salpicaban la superficie del agua. Pero aquél no sería un salvamento que pudiera llevarse a cabo con normalidad, pues en el mismo momento en que el Capitán abría la boca para ordenar que se botase una lancha, el sonar estableció un contacto tan pronunciado y bien definido que sólo podía responder a la presencia de un submarino.
Lockhart, que estaba alerta en el departamento del sonar, sintió latir su corazón. Al fin… A través de la ventana abierta, gritó:
—¡Un contacto a dos, dos, cinco, moviéndose hacia la izquierda!
Se entregó después a una profunda observación del aparato detector. Ericson, disponiéndose a adoptar las oportunas medidas para, si fuera necesario, emprender una ofensiva arrojando cargas de profundidad, ordenó que se aumentase la velocidad. A su vez preguntó al teniente:
—¿Qué le parece eso?
Lockhart, que escuchaba atentamente el apagado ruido y observaba las señales en el aparato de medición, contestó:
—Es un submarino, señor. No puede tratarse de otra cosa.
Continuó indicando al Capitán la posición y la distancia del contacto. Ericson dio las órdenes para que el barco se dirigiera hacia allí, a velocidad de ataque para arrojar una serie de cargas de profundidad; pero cuando la Compass Rose realizó aquella maniobra encaminándose hacia el blanco e incrementando su velocidad para el ataque, se dieron cuenta de algo que hasta entonces había escapado de su atención. El lugar donde se hallaba el sumergible y el punto donde tenían que lanzar las cargas estaba lleno de náufragos que procuraban salvarse a nado.
Aquel espectáculo hizo latir aceleradamente el corazón del Capitán. Había unos cuarenta hombres en el agua, concentrados en un breve espacio. Si se llevaba a cabo el ataque, todos ellos resultarían muertos fatalmente. Ericson no podía tener la menor duda a este respecto como tampoco la tenía nadie a bordo, pues todos sabían cuáles eran los efectos de la explosión de las cargas bajo el agua, cuyo estallido hacía que se levantase una columna de agua con un impulso y una fuerza espantosos, quedando sembrado luego el lugar de la explosión de plantas marinas arrancadas y de peces muertos. En aquella ocasión, el estrago iba a afectar a los desgraciados que nadaban hacia el barco llenos de confianza y de esperanza. Pero el submarino estaba allí, era uno de los del grupo que durante días y días los había estado acosando y destrozando, y constituía la latente amenaza que forzosamente había de tener prioridad en atención al peligro que representaba para otros barcos y otros convoyes en el futuro. Ericson podía oír el ruido del aparato detector y conocía la práctica y los conocimientos de Lockhart en el manejo de ese mecanismo. Mientras los segundos iban transcurriendo aceleradamente y se acortaba la distancia, el Capitán se debatía en la duda luchando con sus propios sentimientos humanitarios. Las ordenanzas prescribían el ataque a toda costa, y para el estricto cumplimiento de esta orden nada suponían los infelices nadadores cuando se presentaba la oportunidad de eliminar a un sumergible.
Procuró ganar unos momentos para afirmarse en lo que tenía que hacer.
—¿Qué le parece ahora, Lockhart?
—Lo mismo, señor. El contacto es con un cuerpo sólido y de un tamaño adecuado…; forzosamente ha de ser un submarino.
—¿Se mueve?
—Muy despacio.
—En el mar, precisamente allí, hay algunos supervivientes nadando.
No hubo contestación. La distancia disminuía a medida que la Compass Rose se iba aproximando. Estaban ya a unos quinientos metros de los nadadores y del submarino que coincidían por tan terrible fatalidad.
—¿Qué le parece, Lockhart?
—Lo mismo. El cuerpo con el que se tiene establecido el contacto parece permanecer inmóvil. Por cierto que es el contacto más intenso que hemos tenido hasta ahora.
—Hay algunos hombres en el agua…
—Bien; pero debajo hay un submarino.
Adelante, pues, pensó Ericson con un acceso de resolución brutal de la que tuvo que echar mano. Atacarían al submarino. Sin vacilar más, dio la orden de ataque a las cargas de profundidad de popa. Una vez tomada esta terrible resolución, su mente conturbada procuró estar atenta solamente al ataque como si quisiera olvidarse de lo otro.
Una gran parte de los hombres que nadaban hicieron señales desesperadas cuando se dieron cuenta de lo que pasaba. Unos gritaban, otros procuraban apartarse del camino del barco braceando furiosamente con la esperanza de salvarse y no faltaron quienes, bien debido a su más tarda comprensión o a su mayor agotamiento, siguieron creyendo que la Compass Rose acudía velozmente en su ayuda y continuaron sonriendo y haciendo ademanes amistosos casi hasta el último momento. El barco llegó como un ángel exterminador, hendiendo el mismo sitio donde estaban los nadadores. El asombro y el horror de las caras de estos desdichados se reflejaban en la de los tripulantes de la Compass Rose, especialmente de los que formaban parte de la sección de cargas de profundidad, que no parecían dar crédito a las órdenes que habían recibido. Sólo existían dos hombres a bordo que no participaran de este horror general: Ericson, que había prescindido en su pensamiento de todo lo que no se refiriese a la destrucción del submarino, y Ferraby, a cuyo cargo estaba el lanzamiento de las cargas. Mientras la Compass Rose irrumpía entre los nadadores, destrozando a alguno con la hélice, y mientras resonaban los timbres que daban la orden de fuego y las cargas se sumergían desde la popa o se disparaban desde los lanzadores, el oficial pensaba: «Os está bien merecido. Anoche estuvimos a punto de morir todos cuando nos hicisteis parar al lado de aquel fuego. Al fin nos ha llegado el turno a nosotros».
Siguió una pausa mortal mientras los hombres que estaban a bordo de la Compass Rose y los que se agitaban en las aguas a su alrededor se miraban mutuamente durante unos momentos, con piedad unos y terror otros, y todos con algo que parecía un asombro incrédulo. Después estallaron las cargas con sucesivos estampidos.
Misericordiosamente, los detalles quedaron ocultos por la conmoción y el bramido de las explosiones. Los infelices náufragos murieron instantáneamente, arrancados de la vida por la espantosa presión del agua lanzada al espacio. Pero hubo un detalle de singular horror que quedó profundamente impreso en la memoria de todos. La enorme columna de agua levantada por la explosión submarina arrastró hacia arriba una sola figura humana que, por un momento, se agitó en el mismo penacho de aquel monstruoso surtidor como un monigote que agitaba los brazos y las piernas con unos movimientos que, en la muerte, parecían hacer desesperadas contorsiones de rabia y de reproche. Pareció que permanecía en el aire mucho tiempo, maldiciendo a todos, antes de caer de nuevo en el mar convulsionado por las explosiones.
Cuando se alejaron del lugar del desastre, con el sonar silencioso y sin que se volviera a establecer el contacto, el mar parecía un gigantesco acuario cuyas aguas hubiesen sido envenenadas, produciéndose así la muerte de todos los seres vivientes que contenía. Los hombres flotaban en la superficie como delfines muertos. La mayor parte estaban destrozados y convertidos en una informe masa sin apariencia humana mientras que una media docena que debían de haberse encontrado en los bordes de la explosión, resultaron hendidos desde la barbilla a la entrepierna quedando tan limpiamente despojados de sus entrañas como pudiera estarlo una res colgada del gancho de una carnicería. Algunas gaviotas habían acudido ya al lugar y revoloteaban lanzando graznidos de voraz excitación. No había otras señales de vida.
Nadie miró a Ericson cuando abandonaron aquel lugar de desolación, pero si lo hubieran hecho habrían quedado impresionados por su fatídica expresión y su palidez extraordinaria. Consumido por su tortura interna y aterrado por lo que había hecho, llegó a la conclusión de que en aquel sitio no había habido ningún submarino y que el contacto se estableció probablemente con el barco torpedeado, que se deslizaba lentamente hacia el fondo. Es decir, que aquella inútil matanza que había ordenado era una partida más, pero ésta de origen exclusivamente inglés, que había que sentar entre los éxitos de aquel fatídico viaje.
Al cruzar el estrecho y sentir el caliente vaho africano que venía de Ceuta, mientras dirigían el rumbo a la bahía de Gibraltar, se encontraban en un lamentable estado de cansancio y extenuación.
Aquello había durado excesivamente, había sido demasiado horrible y costado pavorosas pérdidas. Prácticamente habían permanecido en zafarrancho de combate durante ocho días completos, perdiendo horas de sueño, sustentándose irregularmente a base de carne en conserva y cacao, viviendo bajo una continua zozobra que a veces llegaba a extremos desesperados. Apenas había existido un momento en aquel funesto viaje en que pudiera decirse que hubiesen olvidado el peligro que los acechaba ni los días de tensión que los esperaban. Habían pasado hambre y fatigas desde un amanecer a otro y habían estado viviendo en un barco sucio, atestado y desorganizado por un exceso de pasaje que excedía casi tres veces lo normal. Y, además de eso, habían tenido que permanecer en una constante situación de vigilancia e intensidad en los servicios que, ya de por sí, hubiera resultado insoportable aun en circunstancias ordinarias.
Lo peor de todo era que tales sacrificios y penalidades habían resultado en vano y habían sido inútilmente malgastados. En efecto, no había podido haber una pérdida más miserable de sufrimiento y de energía nerviosa. Además de la Sorrel, cuyo naufragio entraba en una categoría especial de desastre, habían perdido catorce barcos de los veintiuno que constituían el convoy a su salida, es decir, dos tercios completos, destruidos por una serie de ataques en masa, tan feroces y tan eficaces que las disposiciones defensivas habían resultado inútiles por completo. Esto era lo más lamentable de aquel viaje: aquella insoslayable sensación de ineficacia, la convicción de que los submarinos podían pegar, y pegaban efectivamente, cuando, en realidad, les venía en gana.
Los barcos de escolta, y la Compass Rose entre ellos, no parecía sino que hubiesen estado perdiendo el tiempo durante todo aquel viaje. No habían podido hacer otra cosa que contar, en cada amanecer, las pérdidas que había tenido el convoy y hacer, a veces, un inútil despliegue de fuerza que se desvanecía como una gota de agua en el mar. Al fin, todos habían quedado asqueados de aquella carnicería y también de aquella batalla.
Como única contrapartida de aquel mortal desangramiento del convoy, que había sido, con mucho, el peor de todos en esta guerra o en cualquier otra, el Viperous había hundido un submarino, podía considerarse probable la destrucción de otro y la Compass Rose había recogido ciento setenta y cinco supervivientes, es decir, casi dos veces el número de su propia dotación; pero esto no era nada en comparación con el número de vidas perdidas; representaba muy poco al lado de los hombres que habían matado con las cargas de profundidad en lugar de salvarlos, y no tenía ninguna significación cuando se ponía en contraste con la figura del Capitán de la Sorrel, mudo y silencioso en el fondo del puente mientras la Compass Rose entraba al abrigo de la bahía de Gibraltar, bajo el enorme Peñón que empequeñecía aún más, como si se mofase de ellos, los escasos barcos, vencidos y derrotados, que se deslizaban bajo su sombra. El mismo día de su llegada, al caer la noche, cerca de las ocho y media, llamaron con los nudillos a la puerta del camarote de Ericson. El Capitán, que estaba sentado en su sillón con un vaso en una mano y una botella de ginebra medio vacía en la mesa, dijo que entraran, con una voz donde no quedaba otra expresión que la de una apática indiferencia. Había estado bebiendo sin parar desde las cuatro, intentando olvidar, o cuando menos, atenuar, ciertas escenas del último viaje. No lo había conseguido, como podía comprenderse claramente con sólo mirarle a la cara.
En respuesta a su invitación entraron en el camarote tres personajes extraordinarios. Altos los tres, rubios y vestidos con unos ternos de color azul celeste de un corte afectado, camisas chillonas con gruesas rayas de color marrón y zapatos amarillos. Se quedaron en pie delante de él, como un trío de algún grotesco vodevil, mirando hacia abajo con expresión medio dudosa y medio sonriente en dirección a la figura que se hundía en el sillón. Tenían el aire de hombres que esperaban ser reconocidos y recibidos cordialmente y que, sin embargo, parecían algo indecisos respecto a su exacta situación en aquellas circunstancias. Daban la impresión de tres colegialas que, por un error, se hubieran extraviado yendo a parar al despacho del director de la escuela.
El Capitán se levantó, oscilando ligeramente, y clavó la mirada en los visitantes haciendo un esfuerzo. «¿Quién…?», comenzó a decir y de pronto los reconoció. Eran tres de sus forzados pasajeros salvados en el mar. Capitanes de barcos noruegos que habían vivido en la cámara de oficiales durante los tres o cuatro días últimos, usaban lo que les quedaba de su uniforme. Ahora se comprendía que habían saltado a tierra y algún dueño de un almacén de ropa había aprovechado la ocasión para vender la peor indumentaria de paisano que le estorbaba en su establecimiento. Era aquél un verdadero disfraz carnavalesco para unos hombres que, convenientemente vestidos con el uniforme de capitanes de barco, podían presentar un aspecto magnífico de competencia y veteranía.
El más alto y rubio de ellos, que debía de haber sido designado portavoz del grupo, dio un paso hacia adelante y dijo con una voz que demostraba que se hallaba un poco por encima del límite exacto de la sobriedad.
—Buenas noches, Capitán. Hemos vuelto para darle las gracias por habernos salvado la vida.
—No los había reconocido —dijo Ericson parpadeando y con lengua también un poco vacilante—. Tomen asiento, por favor. ¿Quieren beber algo?
—No, muchas gracias —dijo el portavoz.
—Sí, gracias —afirmó el que se encontraba detrás de él con una soltura que demostraba lo agradable que le había sido la oferta—. Quiero beber con este valiente que detuvo su barco en medio del incendio y nos salvó la vida.
—Y yo —añadió el tercero de los capitanes, que era quien llevaba el terno más horrible y la camisa más desdichada—; yo tengo el mismo deseo. Y también por mi esposa y mis tres hijos.
—Les agradezco mucho su atención —respondió el Capitán un tanto azorado—. Siéntense, por favor. ¿Qué quieren ustedes tomar?
Una vez que fueron provistos de los correspondientes vasos y tomaron asiento en las duras sillas del camarote, la conversación decayó. Se brindó con toda seriedad por el salvador, repitiéndose la exclamación «¡Salud!» cada vez que se bebía; pero, aparte de esto, no se habló gran cosa. Ericson estaba demasiado entregado a sus obsesivos pensamientos para hacer mucho gasto de palabras, y los tres visitantes, que era evidente que habían incluido muchos bares en su recorrido de establecimientos comerciales, se hallaban muy cohibidos por la escasez de su conocimiento del idioma inglés. Ericson, haciendo un esfuerzo, les dirigió algunos cumplidos respecto a sus nuevos trajes, aunque le pareciesen espantosos en su fuero interno. Hubo más tragos, más exclamaciones de «¡Salud!» y después se hizo un silencio pétreo, uno de esos silencios que demuestran palpablemente que todas las conversaciones anteriores, cualquiera que fuese su grado de animación, no son más que un mero artificio social. El silencio fue roto al fin por el primero de los tres capitanes, que se inclinó hacia adelante en su silla y dijo solemnemente:
—Sabemos que usted tiene muchas cosas en qué pensar.
—Efectivamente —repuso Ericson—. He estado pensando mucho.
—¿Está usted afligido?
—En efecto —respondió de nuevo Ericson—; bastante afligido.
El segundo capitán se inclinó a su vez.
—¿Piensa usted en los hombres que estaban en el mar?
Ericson afirmó con un ademán.
—¿Los hombres que tuvo usted que matar? —preguntó el tercer capitán completando aquel coro.
—Los hombres que tuve que matar —repitió Ericson después de una pausa.
Se acordó de que una vez había visto una comedia rusa con un diálogo por el estilo y pensó que tal vez las comedias noruegas serían también así.
—Fue necesario hacerlo —afirmó resueltamente el primer capitán.
Los otros asintieron.
—Sí —dijo el segundo.
—¡Salud! —exclamó el tercero echándose entre pecho y espalda un generoso trago.
—Tal vez —respondió Ericson—. Pero esa consideración no sirve de nada para aquellos desgraciados, ¿verdad?
—Es la guerra —suspiró el segundo capitán.
—¡Salud! —exclamó el primero.
—Si me permite, voy un momento al lavabo —dijo el tercero.
Cuando volvió, Ericson se reanimó momentáneamente.
—Realmente me creí que allí había un submarino —dijo—. De otro modo no lo habría hecho.
Se dio cuenta de que acababa de decir una tontería, y añadió:
—Tenía que adoptar una resolución. Lo he hecho constar todo en el informe.
—No hay ningún motivo de censura en ello —aseguró uno de los capitanes.
—Pero puede haber cavilaciones —interrumpió otro.
—Claro que puede haberlas.
—Para las cavilaciones hay la ginebra —aseveró el primer capitán con tono dogmático.
—¡Salud! —exclamó Ericson.
Durante mucho rato la conversación se fue deslizando de esta guisa. Aquello no era ni peor ni mejor que estar solo. Pero cuando los tres visitantes se hubieron marchado, Ericson no experimentó ninguna sensación de descanso. Se limitó, simplemente, a volver a coger la botella. Era absolutamente cierto que, para las cavilaciones, lo mejor era la ginebra.
Algún tiempo después, Lockhart lo encontró finalmente, apoyado contra la borda, junto a su camarote, mirando con fijeza al agua y murmurando vagamente. El propio Lockhart, a su vez, aunque había bebido menos, no se hallaba en mucho mejor estado en cuanto concernía a sus pensamientos interiores. Aquella tarde había ido a tierra con Ramsay, el capitán de la Sorrel, para que éste se presentara en las oficinas navales. Había sido un paseo triste y silencioso por las calles llenas de gente de cuya animación no participaban ellos, y se habían separado luego casi como si fuesen unos extraños. Lockhart había vuelto a bordo, pero no tenía ganas de acostarse. Como casi todos los demás hombres de la tripulación, se hallaba tan agotado que hasta el descanso le era imposible y, por otra parte, la pesadumbre de sus pensamientos era mala compañera del sueño. Pero cuando atravesó la cubierta y encontró a Ericson apoyado en la borda con aquel aspecto de abatimiento sin esperanza, comprendió que, a bordo, había aún alguien que padecía más que él.
La fuerte y corpulenta figura del Capitán se enderezó al ver acercarse a Lockhart y se volvió hacia él.
—¿Está usted bien, señor? —preguntó Lockhart.
—No —respondió Ericson sin vacilar—. A usted no me importa decirle que no lo estoy.
El tono de su voz era sombrío y confuso. Era la primera vez que Lockhart veía así a su capitán y, después de dos años de íntima colaboración, le era difícil identificar aquella voz abatida con el tono enérgico que conocía tan bien.
Lockhart se acercó más a él y se apoyó también en la borda. Estaban en el muelle exterior y ante su vista se extendía la bahía que, a la luz de la luna, tenía un aspecto fantasmagórico. Frente a ellos se alzaba la negra sombra del portaaviones Ark Royal, que era su vecino más próximo, detrás del cual se levantaba el enorme Peñón de Gibraltar, aquel refugio por el que habían estado suspirando tantos días y tantas noches. En su propio barco reinaba el pesado silencio del descanso después del desastroso viaje.
—Tiene usted que olvidarse de todo —dijo Lockhart de repente, rompiendo la normal barrera de reserva que lo separaba de su jefe—. No conduce a nada el estar siempre preocupado con lo mismo. Las cosas ya no pueden cambiarse.
—¡Había un submarino allí! —gritó Ericson con voz frenética, ya completamente borracho—. Estoy absolutamente seguro de ello. Todo consta en el informe.
—Fue culpa mía —dijo Lockhart—. Identifiqué el contacto como el de un submarino. Si hubo alguien que matase a aquellos hombres, ése fui yo.
Ericson levantó la cabeza para mirarlo. Aunque pareciera increíble, en sus ojos había lágrimas que brillaban en su cara curtida, proclamando, a la vez y en aquel momento revelador, su debilidad y su hombría. Lockhart miró aquellas lágrimas con asombro y compasión. ¡Qué conmovedora resultaba aquella palidez! ¡Y qué consoladoras, después de la prueba sufrida, eran aquellas relucientes lágrimas en aquel hombre tan entero! Lockhart hizo ademán de hablar como si quisiera anticiparse a Ericson y evitarle revelaciones posteriores; pero éste le puso de pronto la mano encima del hombro y le dijo con una voz casi normal:
—Nadie los mató… Es la guerra, la maldita guerra… Tenemos que hacer cosas así y, al final, rezar nuestras oraciones… ¿Ha estado usted bebiendo, Lockhart?
—Sí, señor —respondió éste—. Bastante.
—Yo también… y por primera vez desde que fui nombrado para este cargo… Buenas noches.
Sin esperar la respuesta se volvió y se encaminó, tambaleándose, hacia la puerta de su camarote. Pasado un momento se oyó el ruido de un cuerpo que cae y al entrar en el camarote Lockhart vio que el Capitán había perdido el conocimiento y yacía de bruces en su sillón, como si estuviera muerto.
—Señor —le dijo Lockhart apurado—. Sería mejor que se acostara.
No hubo otra contestación que el pesado respirar de Ericson.
—Pobre hombre —dijo Lockhart, en parte para sí mismo y en parte dirigiéndose a la postrada figura que yacía bajo su mirada como un águila vencida con las alas desplegadas—. Pobre hombre. Ya no puedes más, ¿verdad?
Pensó en desnudarlo y transportarlo al lecho, como si fuese un fardo, pero comprendió que nunca conseguiría hacerlo. Aquel peso era superior a sus fuerzas. En lugar de hacerlo así procuró levantar el cuerpo del Capitán, dándole la vuelta para que quedara en una posición cómoda en el mismo mueble, hablándole en voz alta mientras lo hacía.
—No puedo llevarte a la cama, mi querido y reverenciado Capitán, pero, cuando menos podré acomodarte aquí para que pases la noche… ¡Vaya cabeza que tendrás mañana, cuando te despiertes! ¡Dios nos valga! No quisiera caer en tus manos por cometer una falta, mañana por la mañana… Pon las piernas estiradas…
Le quitó el cuello y la corbata y lo contempló durante un momento, mientras descansaba ya en el sillón, en una postura más cómoda. Después se encaminó hacia la puerta sin hacer ruido.
—He hecho todo lo que he podido por ti —murmuró con la mano puesta en el interruptor de la luz—. Me gustaría hacer más y quisiera curarte del todo de tus males…
Apagando la luz, terminó:
—Borracho o sereno, Ericson, tú tienes razón siempre.
Estaba ya atravesando el marco de la puerta cuando oyó, a sus espaldas, la voz de Ericson, vaga y soñolienta.
—Señor teniente —decía—. Lo he oído todo.
—Da igual, señor —contestó Lockhart sin turbarse—. Lo dije de corazón… Buenas noches.
Cuando salió, el camarote del Capitán quedó en silencio y el silencio reinaba en el barco al bajar la escalera para dirigirse a la cámara desierta. En torno suyo, por todas partes, el barco, agotado, yacía en brazos del sueño, esperando olvidar el terrible pasado. Lockhart detuvo su pensamiento por un segundo en aquel pasado y en la parte de culpa que a él mismo le correspondía. Después abrió el aparador, sacó una botella y un vaso y, siguiendo lo que le pareció un ejemplo excelente, empezó a beber hasta que perdió la noción de las cosas.