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Sobrevino después una pausa, tanto más fácil de soportar con paciencia cuanto que iba encaminada directamente a su preparación para lograr mayor eficacia. Permanecieron catorce días en Greenock, de los que algunos estuvieron anclados y dedicándose a cargar municiones y pertrechos o realizando algunas maniobras en la bahía. En otras ocasiones hicieron prácticas preliminares de artillería y ejercicios de cargas de profundidad para probar el armamento. No podían disfrutar de unos parajes más hermosos para llevar a cabo todas aquellas pruebas. En lo más crudo del invierno, con la nieve que blanqueaba hasta la base de las montañas y adquiría, en las cumbres más elevadas, una pureza inmaculada, el estuario del Clyde, especialmente en las proximidades del mar abierto, tenía una belleza maravillosa.

Pero no había mucho tiempo para admirar el panorama y ni siquiera ganas de hacerlo, por muy atractivos que fueran los alrededores. La atención de los marinos estaba concentrada en el interior, en el barco y en las tareas que se referían a él. Resultaba asombroso comprobar que, bien permaneciese inmóvil en su ancladero o bien se desplazase en sus variadas maniobras y ejercicios, la Compass Rose iba adquiriendo una vitalidad, una individualidad propia y una creciente personalidad. El proceso de armonización de aquellos ochenta y pico hombres estaba ya muy avanzado y se hallaba progresando hacia una nueva fase: la de unirlos en un todo homogéneo convirtiéndolos en una tripulación sometida a un trabajo común y disciplinado y templándolos para la acción. Esto era una realidad no sólo en la cámara de oficiales, aunque allí se sintiese con más fuerza su influencia, puesto que de ella salían las consignas directivas; era también cierto para la totalidad de los tripulantes, que estaban comenzando a concentrarse y a sentir que ellos y el barco tenían una misión que desempeñar y que esa misión era digna de llevarse a cabo.

Quizá un optimismo excesivo podría exagerar esta evolución, y las habladurías de la marinería, que afirmaba que la Compass Rose era el peor aborto de barco que jamás flotó en los mares, parecían contradecirlo, pero, de todas formas se estaba creando un espíritu, fuerte y sutil a la vez, de entrega a una empresa común. Este sentimiento se vio robustecido, desde el exterior, por los informes y rumores, ciertos o exagerados, procedentes de un primer convoy, y con el desembarco en la cercana Gourock de los náufragos que habían sobrevivido a un ataque que demostraba palpablemente que debía haber habido un cierto número de submarinos alemanes que se encontraban ya en el mar, en plenas condiciones de combatividad, el mismo día que se declaró la guerra. Aquélla iba a ser la batalla de la Compass Rose; realmente existía esa misión bélica; era digna de llevarse a cabo; tenía que ganarse y cuanto antes se estuviera en condiciones de realizarla, mejor.

Lockhart, de un modo especial, se dio cuenta del nacimiento de estos sentimientos en ocasión de una salida para ejercicios de artillería a finales de su primera semana de permanencia en Greenock. Los ejercicios fueron bastante sencillos. Se hicieron unas cuantas descargas con el cañón de cuatro pulgadas del castillo de proa, el de dos libras de popa y las ametralladoras ligeras del puente, todo lo cual formaba un armamento bastante modesto por todos conceptos («Que Dios nos ayude si nos encontramos con el Scharnhorst» —dijo un marinero imaginativo—. «Nos íbamos a ver negros»). Pero entre los artilleros que él había estado instruyendo en la bahía, Lockhart observó un interés que lo animó mucho, culminando aquél en un cabo llamado Phillips, que era el jefe del pelotón de artillería y el encargado de la limpieza de las armas y el almacenamiento de las municiones. La mayor parte de los artilleros eran aficionados, naturalmente. Formaban parte de los reclutados sólo para la duración de la guerra que, venciendo las burlas y la mofa de los profesionales, llegaron a constituir una abrumadora mayoría en la Armada. Estos novatos aprendieron de prisa y, de vez en cuando, alguna muestra evidente de inteligencia y entusiasmo ponía de relieve las especiales cualidades que concurrían en alguno de ellos y que lo capacitaban para ocupar puestos de mayor responsabilidad tan pronto como se completase la debida instrucción. Phillips, que también mandaba la escuadra del castillo de proa, era un marinero fuerte y resuelto, clase de tropa con doble galón, cuya influencia era considerable en los ranchos de la marinería. Durante los ejercicios de artillería, hizo una observación que mereció la atención de Lockhart.

El marinero que estaba encargado de meter el proyectil en la recamara hizo mal la maniobra y dejó una de las balas a medio introducir, con lo que se perdió el ritmo del fuego, tardándose medio minuto en extraer el proyectil para colocarlo en debida forma. Phillips, encarándose con él, le dijo:

—Si haces eso en pleno combate, muchacho, y nos largan un par de pepinazos de catorce pulgadas mientras estamos perdiendo el tiempo arreglando el cañón, no te lo perdonaré nunca.

A Lockhart le gustó mucho aquella advertencia. Era evidente que Phillips empezaba ya a pensar en el futuro, en el tiempo en que la Compass Rose estaría luchando en lugar de estar haciendo ejercicios. Había visto que detrás de un momento de descuido, que no pasaba de constituir una pequeña molestia, podría surgir un error de consecuencias fatales y esto era un síntoma animador de un género de interés que produciría un magnífico fruto de eficacia y acierto más adelante.

Ferraby, aislado en la popa entre sus cargas de profundidad, tenía menos éxito en la adquisición del necesario nivel de competencia. Los hombres que eran la clave de su equipo funcionaban muy bien. El torpedista Wainwright, que tenía la misión de arrojar las cargas calculando la marcha del barco y la fuerza de la corriente del agua, y el cabo Tonbridge, que dirigía la escuadra de los hombres afectos a este servicio, eran enérgicos y dignos de confianza, pero la mayoría de los demás hombres estaban a un nivel muy inferior. Gran parte del trabajo consistía en volver a cargar, a toda velocidad, los lanzadores de las cargas de profundidad, lo que suponía una faena muy pesada que tenía que ser llevada a cabo por un equipo hábil, y para ello sólo contaba con una abigarrada mezcolanza de fogoneros y telegrafistas libres del servicio propio, a quienes no les gustaba operar en una cubierta azotada por el viento, como si fueran marineros corrientes, siendo así que el lugar natural de su trabajo radicaba en las calientes salas de máquinas o en las abrigadas cabinas de la radiotelegrafía. Además, la mayor parte era gente francamente torpe, del calibre de aquel fogonero Grey que había sido el primero y, hasta entonces, el más grosero infractor de las normas de a bordo. Ferraby, que ni en sus mejores momentos estaba nunca seguro de sí mismo, no era el oficial más indicado ni para amaestrarlos, ni para tratarlos con la debida severidad cuando, de un modo voluntario, observaran una negligencia inexcusable.

El resultado fue el que podía haberse esperado. Hubo equivocaciones, tardanzas y fracasos. Si algo iba bien, se producía una verdadera sorpresa, y una desagradable indiferencia cuando las cosas salían mal. Si le hubieran dejado arreglárselas por sí solo, quizá Ferraby hubiera podido adquirir confianza en sí mismo y poco a poco hubiese sabido dirigir con acierto las misiones que le competían, pero Bennett, dándose cuenta de cuál era su punto débil y celebrando tener a su alcance un blanco más vulnerable que Lockhart, se pasaba el tiempo rondando por la popa y, reclinado en la barandilla del alcázar, se dedicaba, de una manera sistemática, a demoler todo aquello que Ferraby hubiera podido hacer, disfrutando en abrumarlo con una corriente inacabable de comentarios adversos y contraórdenes. Ferraby llegó a sentir un miedo espantoso a la práctica de cargas de profundidad, que se llevaba a cabo diariamente mientras permanecieran en la bahía, y consideraba que no valía la pena dar instrucciones previas ni de dirigir los ejercicios pues, a cada momento, asomaba la roja cara por la barandilla superior y la bronca voz del primer oficial gritaba toda clase de órdenes, censurando sin rebozo las del joven Ferraby y corrigiéndolas, viniera o no a cuento, no faltando el consabido «Todo está mal. Vuelva a empezar de nuevo». Ferraby no tenía nadie a quien quejarse, ni, en último extremo, podía alegar un fundamento suficientemente sólido para sus quejas, ya que, realmente, se equivocaba y el equipo encargado de las cargas de profundidad era torpe e ineficaz sin que se vislumbrara mejoría alguna hasta que él fuera destituido o se hundiera la Compass Rose.

Pero a pesar de todo el deleite maligno que le proporcionaba esta descomedida inspección, Bennett no disfrutaba ni siquiera una remota proporción de lo que él había esperado. Cebarse de aquel modo en un ser indefenso podía serle muy agradable, desde luego, pero eso no le compensaba, ni con mucho, de su trabajo personal que, por momentos, le estaba resultando demasiado serio. Se las había arreglado para librarse de gran parte de la faena que normalmente compete a un primer oficial, pero aún tenían que correr de su cuenta mil cosas y detalles que no podía rehuir y esto lo encontraba fastidioso y cansado, especialmente el mantener al día el libro de vigilancia donde tenían que hacerse constar los cambios o alteraciones en los trabajos de cada uno de los tripulantes y el progreso en su adiestramiento. A esto había que añadir su fracaso en causar la menor impresión en Lockhart (aunque no hubiese desistido de ello, ni mucho menos) y la sospecha de que el Capitán era mucho menos manejable de lo que había parecido al principio. Todos estos difíciles factores amenazaban con estropear lo que Bennett había creído que iba a ser un destino agradable. Bennett no acababa de decidirse a presentar entonces la renuncia y buscar algo mejor, ya que había docenas de trabajos más fáciles que estaban empezando a aparecer en aquella fase inicial de la guerra y huecos abundantes que llenar, o bien a esperar aún algo más y ver si las cosas mejoraban. Aquélla era, al fin y al cabo, una forma de calificarse para un futuro mando de barco y esto era lo único a lo que valía la pena aspirar si se quería pasarlo bien en el mar; pero, pensaba, el tener que trabajar de aquella forma durante un año más como primer teniente quizá resultaría un precio demasiado elevado para pagar las ventajas de un hipotético mando en el porvenir. Sería preciso decidirse pronto. Entretanto no había que perder de vista a Lockhart como un objetivo de más largo alcance, mientras Ferraby le proporcionaba descanso como un número cómico.

De toda la oficialidad del barco, el Capitán, que tenía las mayores preocupaciones y motivos de inquietud, era el que se sentía más seguro de sí mismo y del porvenir. El barco empezaba a gustarle, sencillamente por su propia manera de ser y la forma como respondía, haciendo abstracción de aquella especie de orgullo de quien se considera dueño de una cosa. El buque había demostrado ser dócil a la maniobra y aunque resultase ridículamente lento en comparación con un destructor o, en general, con cualquier otro navío de guerra de que hubiera noticia, era muy manejable y podía vencer los momentos críticos. La poca velocidad podía, naturalmente, constituir un inconveniente para el futuro, pues los quince nudos escasos, lo máximo que el primer maquinista podía conseguir, era una marcha más lenta que la de muchos barcos mercantes y sólo superaba en un nudo aproximadamente la velocidad media de un convoy en marcha, siendo así que debía presumirse que la corbeta debía maniobrar con la rapidez del viento para realizar aquellos prodigios de valor y habilidad que constan en las Ordenanzas de la Armada. En realidad, con sus quince nudos, la Compass Rose podía calificarse más bien como un perrito faldero de la flota que como un galgo de mar.

El mayor inconveniente del barco, desde el punto de vista del Capitán, ya se había puesto de manifiesto. Consistía en su modo de comportarse en el mar. Con mar gruesa y por poco que lo fuera, la Compass Rose se sostenía de un modo abominable. Había dado ya una impresionante demostración de este defecto en una de sus primeras salidas al exterior de la bahía, cuando, pasando junto a la isla de Arran con un mar moderado que no debía haber causado mayores molestias, se balanceó hasta descubrir un ángulo de cuarenta grados y, aparte de otros daños sufridos por diversos efectos que se hallaban sueltos bajo cubierta, una de las lanchas llegó a meterse en el agua estando a punto de perderse. Firme en el puente, agarrándose fuertemente mientras la Compass Rose se bamboleaba como un borracho describiendo un arco de ochenta grados, Ericson pensaba en lo que pasaría cuando el buque se enfrentara con el verdadero tiempo del Atlántico y tuviese, quizá, que mantener a toda costa su curso y su velocidad. Aquellos balanceos demasiado pronunciados no eran precisamente de buen augurio para el futuro.

Pero no había que desanimarse, y cuando el barco regresó después de sus últimas pruebas y empezó a deslizarse suavemente por el abrigado estuario del Clyde, Ericson sólo sentía una satisfacción que lo llenaba de júbilo. La Compass Rose avanzaba a sus buenos diez nudos a los que la fuerza de la marea ascendente añadía un par más. El ocaso invernal, con sus tonos bellamente enrojecidos y anaranjados, hacía que los matorrales de helechos de las colinas circundantes resplandeciesen como brillantes hogueras. Moviéndose en la tarde tranquila y hendiendo con limpio empuje el aire frío y transparente, el barco parecía adquirir vida propia, abrigar un propósito y poseer el sentido de su fuerza y eficacia. A Ericson le fue difícil dominar el tono de su voz, mientras daba las órdenes oportunas al atravesar las defensas del puerto, para ocultar la vehemencia que lo dominaba. La Compass Rose estaba dispuesta, sus máquinas y su armamento en orden, y dentro de pocos días partirían hacia el norte para las pruebas definitivas. Después, todo estaría ya listo.

Aquella noche, en su camarote, Ericson firmó la entrega del barco y tomó posesión oficial del mismo, recibiéndolo de los constructores. El Capitán estaba satisfecho. Como era natural tratándose de un barco nuevo concebido según planes nuevos también, habían existido, al principio, defectos e inconvenientes, pero una vez corregidos, no había nada de qué quejarse y así creyó el Capitán que debía expresarlo en términos inequívocos.

El representante de los astilleros, un hombrecillo vivaz que no parecía poder prescindir por más de unos segundos de su sombrero hongo como si fuese una insignia de su profesión, colocó frente al Capitán el documento de la entrega. Después de leerlo detenidamente, Ericson puso su firma al pie.

—Esto es todo —dijo después—. Y me complazco en agradecerles todo lo que han hecho por nosotros. Nos ha servido de mucha ayuda.

—Estoy muy satisfecho de oírle hablar así, Capitán.

El hombrecillo cogió el documento, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo, todo ello con gran rapidez, como si temiera que Ericson cambiase de parecer.

—Espero que no defraudaremos sus esperanzas y que tendrá buena suerte con este barco.

—Muchas gracias —contestó Ericson, que hizo un ademán de asentimiento—. ¿Quiere beber algo?

El hombrecillo movió la cabeza, rehusando, y luego, no sin causar con ello cierta sorpresa al Capitán, contestó:

—Bueno. —Una vez que se llenaron los vasos, el visitante levantó el suyo con cierta solemnidad y dijo—: Aún no es demasiado tarde para desearle un feliz año nuevo, Capitán.

Ericson bebió en silencio. El cumplimiento de aquel buen deseo dependía en gran parte de la propia Compass Rose. En realidad, todo dependía del barco, quizá incluso el que pudieran sobrevivir al año 1940; pero aquella noche, cuando el buque era, al fin, suyo, el Capitán no quiso que nadie compartiese sus sentimientos.