5

De repente les llegó el primer período de permisos: seis días para la mitad de la tripulación y todos los oficiales menos uno, a fin de que la Compass Rose pudiera limpiar las calderas y se hicieran algunas pequeñas reparaciones. Era aquél el primer descanso que tenían desde que el barco había entrado en servicio hacía cinco meses. Consideraban que se lo habían merecido cumplidamente y Ericson, aunque se abstuviera de expresarlo así públicamente, en privado admitía que tenían razón.

Él mismo, sentado frente a Grace en un cómodo sillón durante seis tardes sucesivas, no podía acostumbrarse a la tranquilidad de la casa. A bordo de la Compass Rose siempre había alguna preocupación. Incluso cuando el barco se hallaba en puerto, los ventiladores de la sala de máquinas y las dínamos no dejaban de funcionar sin interrupción, los zapatones de los marineros resonaban en las cubiertas, había que enviar y recibir mensajes y se escuchaban las pulsaciones que marcaban los signos del alfabeto Morse provenientes de la cabina del telegrafista, y la radio funcionando en la cámara para distraer a los oficiales; todo ese conjunto heterogéneo de actividades y ruidos, en fin, repercutía en Gladstone Dock. En la casa, por el contrario, no había nada, salvo el chasquido de las agujas de hacer punto de Grace y el chisporroteo del carbón en la parrilla de la chimenea. Su suegra, de momento, había aplazado su visita aunque en un futuro próximo pudiera determinarse a hacerla. John, su hijo, estaba en el mar, muy lejos, y Ericson no había logrado verle aún desde que la Compass Rose entró en servicio, aunque entraban y salían del mismo puerto. Por consiguiente, el matrimonio se encontraba solo en la casa silenciosa, sentados frente a frente. Para Grace aquello no constituía ninguna novedad, pero para Ericson formaba un contraste insólito con lo que era habitual costumbre de su modo de vivir.

También había otras cosas a las que no podía acostumbrarse. Aquélla era una mansión más bien femenina, suave y un tanto recargada. Los almohadones se multiplicaban sobre el sofá, los adornos eran alegres y ligeros y el tapete de encaje se arrugaba cada vez que él movía una mano. Ericson se encontraba desplazado y se sentía como si, de algún modo, estuviese desobedeciendo las consignas de guerra en un momento en que se imponía una dura austeridad. El dormir con Grace en la enorme cama de matrimonio del piso de arriba constituía una especie de lenidad, una molicie excesiva de la que, realmente, él no quería disfrutar. Cierto que ella era su esposa, pero el acostarse con ella, dormir de esa forma, implicaba un elemento sensual que contradecía sus instintos de celibato.

Si es que Grace se dio cuenta de esta especie de sutil despego, es lo cierto que no dio señales de ello. Durante muchos años había juzgado las cosas por su apariencia externa, incluyendo a su marido, y una guerra no era la ocasión más propicia para averiguar lo que había en lo profundo de una relación que se mantenía en términos razonables.

—Estás intranquilo, George —le dijo una noche cuando él se había estado agitando y dando vueltas hasta pasada la medianoche, despertándola, al fin, de su agradable sueño—. ¿No puedes dormirte?

—La culpa es de la cama —respondió él con irritación—. No puedo acostumbrarme a ella.

—Creía que los marinos podían quedarse dormidos en cualquier sitio.

Medio dormida aún, su acostumbrado buen sentido sufrió un momentáneo fallo que le hizo caer en una cierta ligereza. En situación normal no hubiera hecho nunca una observación de esa clase.

—Pues este marino no puede hacerlo —contestó su marido.

—¿Quieres que te haga un poco de té?

—No, muchas gracias.

Ahora que la había despertado, no deseaba sino que se volviera a dormir y lo dejara en su aislamiento. Cuanto más hablaran en esta intimidad, más hondamente se hundiría en un mundo lleno de molicie y blandura que podría menoscabar su espíritu firme y resuelto. Incluso en tiempo de paz, algunas veces estas periódicas blanduras le habían producido cierta molestia. El mar exigía un esfuerzo que sólo podía soportar un hombre duro. Ahora, en la guerra, el abandono tenía visos de traición. Aquellos pensamientos dramáticos y extraños continuaron oprimiendo su espíritu mientras Grace dio media vuelta y volvió a dormirse. Hasta entonces él nunca se había sentido así; quizá estaba preocupándose con exceso; quizá, al fin y al cabo, necesitaba disfrutar verdaderamente de su licencia. Pero aquello no quería decir que lo abandonase todo por completo. Al día siguiente se iría de nuevo al barco. Sólo para dar un vistazo y nada más que para ver cómo iban las cosas.

A aquella misma hora, Bennett estaba hablando con una mujer en el cuarto de un hotel. Se trataba de la mujer de costumbre en estos casos: corrompida hasta la médula, experta hasta la saciedad y dura como una roca. La habitación era, igualmente, la acostumbrada. El hotel se alzaba a espaldas de los terrenos del muelle, podemos decir que siempre al acecho de la transitoria clientela y dedicado de tal modo a su incesante tráfico de esta naturaleza que, a menudo, había más gente subiendo y bajando las escaleras que utilizando los dormitorios. Era una especie de sucia colmena al servicio de una sexualidad mecánica y con un constante zumbido erótico. Si Bennett hubiera sabido que, en aquel momento, el edificio daba cobijo, además de a él mismo, a otros cuatro miembros de la tripulación de la Compass Rose, probablemente lo hubiera considerado como un conato de insubordinación, sin darse cuenta de que él mismo pisaba un terreno poco sólido. La conversación se deslizó en la forma acostumbrada.

—¿Has tenido buen viaje?

—Infame —contestó Bennett secamente—. Fuimos de mal en peor. Confieso que estoy dispuesto a presentar la renuncia.

—No puedes hacerlo, ¿verdad?

—Ya encontraré algún medio. No pueden tenerme enjaulado en un cascarón como ése para siempre.

—Debe ser muy divertido estar a bordo. Un montón de hombres metidos allí como sardinas en banasta. ¿De qué habláis?

Bennett se la quedó mirando.

—¿Qué crees tú?

—Pues de cosas de amor. Supongo que todo el tiempo os lo pasaréis hablando de eso.

—Algo así sucede.

—Dicen que los marinos sois todos iguales.

La mujer, a quien no podía sorprender ninguna violencia ni ninguna crudeza relacionada con el tráfico a que se dedicaba, insinuó un suspiro sentimental que constituía un pequeño triunfo del artificio sobre la convicción. La conversación continuó durante un breve rato, manteniéndose con trivialidades salpicadas por alusiones y chistes obscenos, a los que Bennett parecía mostrarse muy aficionado y que producían en la mujer una sonrisa mecánica. Para ella no había novedad alguna en cualquier clase de bromas o equívocos de esta naturaleza, ni la divertían en modo alguno, pero aquello entraba de lleno en las costumbres del caso y formaba parte del habitual repertorio.

Y entre las cuatro paredes de aquella vulgar habitación, el teniente de la Compass Rose inició el disfrute de su licencia encenagándose en los escarceos de una baja sensualidad.

Morell, que había deseado tanto pasar una tranquila velada en casa, dijo:

—Naturalmente, querida ¿dónde te gustaría ir?

Elaine Morell no dio una contestación inmediata. Había tantos sitios divertidos y eran tan pocos cinco días para recorrerlos. Claro que ella podía ir donde quisiera, tanto si él estaba allí como en su ausencia, pero resultaba muy agradable sacar el mejor partido de él mientras lo tuviera a su lado. Parecía tan apuesto con su uniforme… aunque aquello de ostentar un solo galón resultaba un tanto depresivo. Se contempló en el espejo del tocador, se arregló un rizo en la nuca y dijo:

—Tú eres quien ha de decidir, cariño, al fin y al cabo estás disfrutando tu permiso.

Morell, que estaba repantigado en un mullido sofá detrás de ella, se preguntó a sí mismo si aquello era realmente cierto y si había alguna cosa relacionada con su mujer que le perteneciese de veras. La encontraba tan encantadora y seductora que toda su voluntad, todo su buen sentido, podía, en un momento, derrumbarse y el más arraigado de sus planes desvanecerse como el humo con un solo ademán de sus dedos. La sociedad le consideraba como un joven serio, con una mentalidad despejada y un juicio muy sensato, que prometía brillar en el foro, y no podían comprender ni adivinar que su matrimonio hubiera obrado como un disolvente sensual de todo aquel tinglado.

Elaine era una actriz de segunda categoría en los linderos de los escenarios del West End. En la actualidad no trabajaba y la guerra parecía haberle proporcionado mucho trabajo en otros menesteres. Cuando Morell se casó con ella fue casi como si él mismo hubiera estado representando un papel: tan incongruente era el contraste que ofrecía con aquella mujer dotada de una fascinación tan grande. La incongruencia se había resuelto optando él, después de ver fracasar todos sus intentos y propósitos, por abdicar por completo de su propia personalidad cuando estaban juntos. Le dirigía la palabra de un modo completamente distinto a como les hablaba a los demás y con una timidez que no hubiera reconocido ni creído ninguno de sus amigos. La oía hablar y le respondía como si el murmullo de su boca encantadora hubiese sido el discurso de un juez al jurado, y hacía al pie de la letra lo que ella decía.

Por ejemplo, en aquel momento se hallaba terriblemente fatigado. Era la tercera noche en que salían para comer y bailar, y necesitaba de tranquilidad y de la compañía exclusiva de Elaine; pero desde el primer momento ella había proclamado que quería exhibirlo en todas partes, y esto había traído como consecuencia una serie ininterrumpida de cócteles, restaurantes y clubes nocturnos. Incluso ya desde la primera noche no habían vuelto a casa hasta las cuatro de la mañana. Después de tres meses de ausencia, su amor se había enardecido al verse correspondido por su esposa y, en estas condiciones, era difícil que él pudiera rehusarle nada, y si hubiera pretendido hacerlo (aunque tal pensamiento no trascendió al exterior) el solo temor de cegar aquella fuente de pasión le hubiera impedido cumplir sus propósitos. Elaine era hermosa, no a la moda antigua sino con una cara llamativa, una boca hecha sólo para los besos y un cuerpo tan muelle y tan suave que sólo parecía estar hecho para moldearse bajo las caricias del amor. Morell sentía hacia ella un atractivo sensual que dos años de matrimonio no habían podido mitigar y que en aquel momento parecía recrudecerse mientras ella se arreglaba frente al tocador. Siempre que ella quisiera, podría excitar en él aquel frenesí y, aunque no se lo propusiera, el impulso amoroso se hallaba siempre latente en su marido.

Ella, naturalmente, pedía demasiado y Morell se sentía traicionado en aquel concepto de hombre frío que de sí mismo tenía; pero una sola mirada de su mujer, un solo ademán suyo, bastaban para dominarlo, para hacer que considerase como una cosa natural y fundamental el agradarla, borrando de su mente cualquier otro pensamiento; y si él no la complaciese, si dejara de satisfacer sus deseos en algo, resultaría una cosa tan peligrosa que no se atrevía a afrontar. Había tantos hombres en el mundo…

Y sin duda, alguno de esos hombres fue quien telefoneó a Elaine la primera noche de la llegada de Morell a su casa. Desde el baño, la mujer le rogó: «Contesta, querido… Estoy bañándome». Cuando Morell descolgó el receptor, una voz de hombre, que se destacaba en un confuso fondo de música y de otras voces, se apresuró a decir:

—¿Elaine? Aquí estamos reunidos una buena partida, pero necesitamos tu bella figura… ¿Qué te parece si vinieras?

—¿Diga? —respondió Morell, algo desconcertado.

—¡Ah, lo siento! —exclamó la voz—. ¿Quién habla?

—Morell.

—¿Quién?

—Morell.

—¡Ah…, sí! —Se oyó una leve risita, y la voz continuó—: Lo siento, muchacho… No sabía que hubieses vuelto.

—Le diré a mi mujer que la has llamado —respondió Morell—. ¿Con quién hablo?

—Da igual…, olvídalo. Adiós.

La voz aquella sonaba un poco a demasiado bebida, pero no era la de un hombre completamente borracho.

Aquella noche estuvieron bailando otra vez hasta muy tarde en un club nocturno tan caldeado, tan ruidoso y tan desinhibido que parecía formar parte de un parque zoológico. Estaba atestado. Elaine parecía conocer a mucha gente y entre otros a media docena de pilotos de las Fuerzas Aéreas que acudieron, en compacta procesión, a pedirle un baile. Hubo momento en que, apoyándose en Morell a la media luz de la pista de baile, le pasó la mano por la bocamanga y susurró: «Cariño, ¿cuánto tiempo tardarás en ascender?». Y, al decirlo, pareció dejar de estar orgullosa de apoyar la cabeza en su hombro y más bien enfriarse. Pero, como de costumbre, al llegar a casa, bajo la influencia del alcohol ingerido en el club, volvió a ser la mujer amorosa y sensual, hasta que la fatiga de la voluptuosidad se convirtió en una dolorosa realidad que sólo el sueño podría reparar.

Al fin y al cabo él estaba disfrutando de su permiso.

Ferraby pasó, junto a Mavis, una temporada llena de ternura y encanto. Ella estaba entonces viviendo con su madre y el ambiente —una casa pequeña en las afueras de Purley y la falta de un íntimo aislamiento durante las comidas y las veladas— no era precisamente el ideal; pero era tan grato volverla a ver, tan agradable el ser alguien, el verse considerado y atendido después del brusco menosprecio de la Compass Rose, que se olvidó por completo de esos inconvenientes. El verse libre de trabas y de la aborrecible convivencia en el espacio limitado del barco constituyó para el joven oficial una verdadera bendición y, en los momentos de intimidad y de compañía, aquel retorno a los momentos de ternura constituía un contraste tan grande que, al principio, le parecía increíble.

—Debe de ser una verdadera bestia —comentó Mavis con indignación cuando su marido le contó los modales y el modo de conducirse de Bennett—. ¿Cómo pueden consentirse esas cosas?

—Es la disciplina —contestó Ferraby vagamente.

En realidad no lo creía así, ni, por vergüenza, le había contado todos los detalles a Mavis; pero no quería que su mujer quedase con aquella mala impresión.

—El teniente —continuó— tiene el buque a su cargo, lo que incluye también a los oficiales.

—Pero para eso no necesita ser tan bruto.

—Él es así.

—No se debería consentir —repitió Mavis—. Me gustaría poder decirle cuatro frescas.

¡Pobre Mavis! ¡Tan dulce y tan atractiva con su jersey de angora azul y su carita encendida por el enfado y la pena…! La besó y dijo:

—Olvidémonos de esto. ¿Qué te parece si diéramos un paseo?

—Si no estás demasiado cansado…

—¿Por qué he de estarlo? —preguntó Ferraby, mirándola y sonriéndose significativamente.

—No te hagas el tonto… Ya sabes por qué te lo digo —contestó Mavis, ruborizándose.

Al llevarla del brazo, orgullosamente, Ferraby sintió que era todo un hombre.

Pero la mención del nombre de Bennett había avivado en él unos pensamientos que ya no le abandonaron. Aquella noche soñó que la Compass Rose navegaba en medio de una tormenta y que Bennett le estaba gritando e impidiéndole dar las órdenes oportunas al timonel, de modo que corrían peligro de estrellarse contra las rocas. Se despertó cuando gritaba a pleno pulmón, sudando de miedo, en el preciso momento en que el buque se precipitaba hacia los arrecifes entre torbellinos de espuma. Mavis, abrazándolo, quedó aterrada al ver las convulsiones de su cuerpo empapado, temiendo que sufriera una conmoción emocional superior a sus fuerzas. Cuando él se disculpó por el alboroto que había armado, fue como si estuviera excusándose por alguna monstruosidad sin remedio por la que mereciera toda la piedad del corazón de su esposa.

—Debía de tener una pesadilla —susurró roncamente—. Lo siento, amor mío.

—¿Qué estabas soñando, Gordon?

—Con el barco.

—Cuéntamelo.

—Me he olvidado.

Pero, a pesar de ello, al cabo de un rato empezó a contárselo todo, mientras ella, junto a él, lo oía llena de temor al mismo tiempo que la invadía una gran compasión. Por fin, él le explicó todo: sus temores y fracasos, las dudas que lo asaltaban sobre su capacidad, la verdadera historia, en fin, de los últimos meses. En la oscuridad le era más fácil hacerlo, apoyando la cabeza en su hombro y, como de costumbre, cuando se confiaba a ella no sentía rubor de confesarle sus debilidades y su desaliento. En realidad, cuando su marido terminó, era Mavis la que estaba más emocionada y conmovida y la que sufría más el temor del retorno a la vida de a bordo al final de la licencia, como si fuera ella misma la que tendría que sufrir aquellos continuos vejámenes. Por encima de toda otra consideración, Mavis estaba conmovida por aquellas revelaciones que no se habían reflejado en las cartas animosas que él le había escrito. Aquél no era el hombre que ella había conocido y con quien se había casado. ¿Qué habían hecho con él?

Estuvieron hablando hasta hora muy avanzada de la noche. Mavis podía darle poca cosa, pero no le escatimó la seguridad de su propia confianza, lo que sonaba como una cosa inadecuada en comparación con el terrible panorama que él había esbozado. Mavis, durante mucho tiempo después, recordó una sola frase de su marido que éste repitió con obstinación siempre que ella le indicaba que podía solicitar otra clase de trabajo: «No puedo dejar lo que yo he pedido voluntariamente». Mavis no pudo convencerlo ni de que el trabajo le estaba resultando infinitamente más duro de lo que se había imaginado y que, por consiguiente, podía dejarlo con toda honra, ni de que Bennett resultaba una complicación tan horrible que alteraba por completo toda la base de su anterior decisión. Había algo profundamente arraigado en él, estaba trabajando en su interior una voluntad obstinada de sacrificio que le impedía rendirse.

Mavis, después de aquella escena y por alguna oscura razón, deseó más que nunca tener un hijo.

Al sortear las licencias, Lockhart perdió y tuvo que permanecer a bordo como oficial de servicio. Le correspondía disfrutar de permiso la vez siguiente y, de todas maneras, no le importó mucho el quedarse. Aquélla era la clase de servicio que él necesitaba y en sus ratos de ocio lo pasaba mejor que si hubiera tenido el permiso. Leía, escuchaba la radio y se desquitaba de las fatigas de los meses pasados. La Compass Rose estaba silenciosa y tranquila, con las máquinas paradas y sin que funcionaran los ventiladores. Resultaba una cosa rara el sentir que el barco, tan lleno de actividad hasta entonces, permaneciese sumido en aquella quieta laxitud que parecía hermanarse con la del propio oficial. Había muy poco que hacer y no existía nada que exigiese una especial atención del oficial de servicio. Pasaba revista a los marineros después del desayuno y comunicaba al cabo Phillips lo que tenía que hacerse para la limpieza y cuidado del buque. Abría la correspondencia en el caso de que hubiera algo urgente, despedía a los hombres libres de servicio, limpios y aseados, a las cuatro de la tarde, y a las nueve hacía una inspección para cerciorarse de que todo se hallaba en orden para el transcurso de la noche. Las comidas se parecían a las de una excursión campestre. El cocinero jefe y el jefe de camareros, Carslake, se hallaban de permiso y su bienestar descansaba en manos del segundo camarero, Tomlinson, que había tenido una vez un pequeño café en Edgware Road y cuyos procedimientos eran más adecuados para despachar velozmente salchichas y empanadas calientes, con pago al contado y sin admitir reclamaciones, que para el mundo, más refinado, de la cámara de oficiales. Pero como, al quedarse solo, Lockhart había reanudado su costumbre de tiempos de paz de leer mientras comía, el servicio apresurado y la comida ordinaria eran cosas que no le preocupaban mucho.

Estaban amarrados junto al Viperous, también con las máquinas apagadas y en limpieza. Era la primera vez que había tenido ocasión de examinar un destructor con todo detalle y se aprovechó de aquella vecindad para pasar a su bordo varias veces. El oficial que se hallaba al frente del destructor, también de servicio durante el período de licencia, era un joven alférez de la Armada que, aunque se daba cuenta de la inferioridad de su graduación, no podía tomar en serio a un teniente de la reserva de voluntarios. Lockhart se divertía mucho al ver la lucha que se entablaba entre el natural respeto que el joven tenía por el doble galón y su no menos natural menosprecio por un «aficionado». En el Viperous, desde luego, no había nada que no fuera profesional. La rígida atmósfera de la Armada constituía una potente combinación con el rango bélico de un destructor. El Viperous y la Compass Rose podían realizar una misión en común y participar de los mismos riesgos y penalidades; pero no podía dudarse de cuál de ellos era el hermano mayor y con una posición de primogenitura indiscutible. No obstante, la respectiva situación de los dos oficiales en el orden naval parecía tener ahora menos importancia de la que había tenido al principio. Lockhart, como mucha otra gente, estaba empezando a creer en las corbetas. Eran los barcos más pequeños empleados en la protección de los convoyes del Atlántico, ya que los dragaminas y los remolcadores habían sido retirados como poco aptos, y el navegar en una corbeta estaba adquiriendo ya un prestigio propio.

Lockhart, durante el período de permisos, tuvo algunas visitas entre las que figuró la del capitán de la Sorrel, Ramsay, que subió a bordo una mañana y asomó la cabeza por la puerta de la cámara.

—¿Hay alguien ahí dentro? —preguntó a gritos. Era una persona alegre y animada, de cara enrojecida y rechoncha y que tenía un acento cantarín del West Country. Gozaba de la fama de ser muy rígido en materia de disciplina en su propio barco, pero se desprendía de toda su gravedad tan pronto como acababa de bajar la pasarela.

—Entre, señor —le dijo Lockhart dejando el periódico—. A sus órdenes.

—¿Está a bordo su capitán?

—No. Todavía está de permiso. ¿Quiere usted beber algo?

—Bueno. Ginebra, por favor… Veo que ha conseguido usted el segundo galón. ¿Qué tal va ese teniente de ustedes?

—Va tirando —respondió Lockhart con una sonrisa burlona.

—Los hace saltar un poco, ¿eh?

—Pues… sí, mantiene una disciplina un poco rígida.

Ramsay se sonrió a su vez.

—Eso es un modo de expresar las cosas. ¡Salud! —comentó Ramsay, que sonrió a su vez y alzó el vaso que se había servido.

Charlaron un rato, casi siempre respecto a su propio grupo de escolta y al trabajo que estaban haciendo las corbetas. Ambos hicieron gala de aquella resignación un tanto humorística que parecía inevitable cuando hablaban entre sí los que navegaban en corbetas. Ramsay contó con detalle un contratiempo ocurrido en la Sorrel durante el último convoy. Una ola enorme había caído encima del mismo puente, destrozando dos ventanas del departamento de mapas y retorciendo la baranda, que quedó desnivelada más de un pie. A la Compass Rose no le había pasado nada parecido, según expresó Lockhart después de ahondar en su memoria, aunque tuviese un malsano interés en que hubiera sido así, por el buen nombre de su barco. Ramsay, al levantarse para despedirse, dijo, como al azar:

—A lo mejor uno de estos días se encuentra usted mismo con un nombramiento de primer oficial.

Esta observación produjo en Lockhart, algún tiempo después, un sentimiento a la vez de agrado y de reflexión. Era una idea que no se le había ocurrido nunca y, ahora que pensaba sobre ella, no le parecía tan fantástica como pudiera haberlo sido a principios de año.

Otra visita importante que tuvo fue la del propio Ericson, que subió a bordo un día, al final ya del permiso, y anduvo de una parte a otra con aire de recelo y de autoridad que hizo pensar a Lockhart que había media docena, por lo menos, de cosas que, o debió de haber hecho mal o que había olvidado de hacer por completo. Pero el Capitán pareció quedar satisfecho y convencido de que la Compass Rose no había sufrido ningún daño. Almorzó a bordo, y como si quisiera demostrar la diferencia existente entre aquella ocasión y el tiempo normal en que el barco se hallaba de servicio, prescindió de toda formalidad y demostró que era un camarada muy agradable cuando se ponía en plano de igualdad. Su conversación tuvo un especial interés cuando habló de su aprendizaje en la Armada y la enseñanza rápida que ahora la guerra hacía necesaria, en comparación con la pesada instrucción que, año tras año, se desarrollaba en tiempo de paz y la lentitud en los ascensos. Lockhart sacó la impresión de que Ericson se estaba convenciendo de algo, quizá de la capacidad de los «aficionados» como él mismo, a quienes anteriormente se había apresurado a rechazar. En conjunto fue aquélla una de las más agradables comidas que había tenido en la Compass Rose y le dejó un sentimiento de respeto, casi de admiración heroica, hacia Ericson, que antes hubiera repudiado como un signo de abdicación de su propia individualidad. Le pareció que algunas de sus antiguas convicciones del tiempo de paz se estaban borrando, pero si las nuevas que iban ocupando su lugar eran tan naturales y tan poco forzadas como este sentimiento que ahora empezaba a sentir por su Capitán, no le importaba lo más mínimo.