5
Al caer la noche se produjo en la Compass Rose una gran quietud. Cesó el ruido de los martillazos y se apaciguó el bullicio. El último operario bajó apresuradamente por la pasarela para subir al tranvía que le aguardaba (esto ocurría antes del tiempo de los turnos de urgencia, por la noche, y del trabajo sin interrupción), y el único vigilante que permanecía a bordo, acurrucado en la garita de lona del alcázar, se quedó maldiciendo el viento helado que le metía directamente en los ojos el humo de su brasero de carbón de leña. El barco se mecía suavemente en el río y la dársena quedó envuelta en la sombra más profunda.
La febril actividad a orillas del Clyde desapareció por completo y el río, en cuyas márgenes se alineaban los silenciosos barcos sin terminar, los astilleros desiertos y las grúas que alzaban sus brazos hacia el cielo espectral, quedó como una estela de la guerra. Era el final de un día ni mejor ni peor que los demás; los barcos estaban un poco más próximos a su terminación y los trabajos habían avanzado un poco más hacia su final para dejar sitio a otras faenas, en una serie interminable que había de poner a prueba más la paciencia que la habilidad y, sobre todo, la capacidad de resistencia. El Clyde ya había desempeñado esta misma misión anteriormente, y ahora, en 1939, la iba a realizar de nuevo, como una cosa natural, sin aspavientos de heroicidad. Pero se estaba aún sólo en los principios; en vísperas todavía de un esfuerzo que había de durar seis años, aún quedaba tiempo para descansar y oportunidad para dormir por la noche.
El vigilante nocturno, un viejo jubilado, gruñó, se rascó y se quedó dormido. Él ya había tenido su guerra, la anterior, y ahora les correspondía a otros el hacer frente a la nueva. Que tuvieran buena suerte, pero no debían esperar milagros de nadie. Los milagros eran para la gente joven, pero a los viejos lo que les correspondía era un descanso decoroso y un sueño tranquilo, sin tener que sentirse avergonzados de ello.
En una cervecería situada en la parte más bulliciosa de Argyll Street, cerca de la estación del ferrocarril, el suboficial Tallow y el primer maquinista Watts estaban bebiendo antes de marchar a sus respectivos alojamientos. Estaban allí desde las ocho de la noche y habían consumido siete jarras de cerveza por barba, lo que, por cierto, no había producido ninguna alteración ni en su modo de expresarse ni en su apariencia externa, con la excepción de que ahora Tallow sudaba y Watts tenía los ojos ligeramente inyectados en sangre. Estaban allí, en parte porque no tenían otra cosa que hacer, ya que no les gustaba el cine y sus alojamientos eran sucios e incómodos, y, en parte porque les agradaba el sitio y en ningún otro podían haberse sentido más como en su casa que allí. Había mucho ruido en el bar. Tallow y Watts bebían y charlaban en voz baja. Así estaban, pues, desde las ocho, bebiendo y murmurando, sin que se hubieran calmado gran cosa en ninguno de los dos sentidos.
—Si te he de ser sincero, creo que no será un barco muy afortunado —afirmó Watts en aquel momento.
El maquinista era un escocés cano y casi calvo ya próximo a la edad del licenciamiento en la Armada. Su acento y el de Tallow, marcadamente escocés el de aquél y de un acentuado dejo del Lancashire el de éste, se confundían en una áspera armonía.
—No me gusta —prosiguió—. No es que diga que el capitán no sea bueno, pero ese Jimmy es un cabrón. Esta noche estuvo rondando por la sala de máquinas diciendo unas cuantas tonterías respecto a la lista de las guardias. Cuanto antes consiga la licencia y me vaya a cobrar la pensión, mejor.
—No habrá licenciamientos mientras dure la guerra —dijo Tallow bebiendo un trago y limpiándose los labios—. Si estás embarcado, permanecerás así mientras dure.
—Bueno; pero habrá modo de alojarse en tierra —insistió Watts—. Algo sencillo; en los cuarteles, por ejemplo; eso es lo que me convendría. El barco es demasiado pequeño para mi gusto.
—Va a ser un barco más animado de la cuenta —asintió Tallow—. ¡Cristo! Podrían izarlo a bordo del Repulse, sin que se notara la diferencia.
—Dios quiera que el Repulse esté a mano si nos encontramos en un aprieto —comentó Watts entre risas.
—Es probable que así sea, a juzgar por cómo hablan. No entiendo cómo pueden esperar que barcos de este tamaño presten alguna protección a los convoyes. Durante la pasada guerra fueron los destructores los que emplearon todo su tiempo en esta tarea.
—Será cuestión de táctica —dijo Watts vagamente.
—Me parece que habrá necesidad de algo más que de la táctica para ir por el buen camino. ¿Con qué armamento contamos? Un solo cañoncito de cuatro pulgadas que es un juguete, y un par de hileras de cargas de profundidad. Nos darán sopas con honda.
—Lo que más me preocupa es el alojamiento —interrumpió Watts, volviendo a sus primeras quejas—. Estamos hacinados de mala manera y no hay sitio en ninguna parte. Todos están mezclados, marineros y fogoneros, y esto ya sabes que no les gusta ni a unos ni a otros. El castillo de proa mide 2 x 1,5 metros, no hay cantina, ni refrigeración, ni calado. No puedes ir desde los ranchos de la tripulación al puente sin mojarte completamente y los fogones enfilan directamente a popa, de modo que todo estará ya frío cuando vayamos a comer. Quienquiera que sea el que haya planeado este barco, estaba borracho como una cuba.
—¡Ojalá ese cabrón tuviera que navegar en él! —añadió Tallow, que apuró lentamente el último trago de su jarra. Después miró al mostrador donde anunciaban que era ya la hora de cerrar, y preguntó—: ¿Qué hacemos? ¿Tomamos la última?
—Yo no puedo. Mañana tengo que trabajar.
Afuera, Argyll Street estaba llena de gente que salía bulliciosamente de las cervecerías, tropezando en la calle debido al obscurecimiento impuesto por la guerra. Hacía mucho frío; en una esquina, una ráfaga de viento helado les obligó a subirse los cuellos de los capotes y hundir las manos en los bolsillos. Mientras se dirigían a la parada del tranvía, Watts, compasivamente, dijo:
—El cielo se apiade de los marineros. Me parece que esta noche lo pasarán mal en el mar.
—Muy pronto lo sabremos —respondió Tallow—. Dentro de un par de semanas lloraremos amargamente recordando a Argyll Street, con tiempo bueno o malo. Sólo tienes que esperar un poco.
Lockhart y Ferraby estaban fatigados. Habían pasado la mayor parte del día en la barraca de la dársena confrontando relaciones de aprovisionamiento y estudiando cartas marítimas y códigos secretos, recibiendo, de vez en cuando, órdenes apremiantes de Bennett para interrumpir su labor y hacer otros trabajos completamente distintos. Las relaciones de aprovisionamiento eran interminables y las cartas comprendían todos los mares del mundo; en el fondo de la caja encontraron una del Mar Negro. Lockhart, contemplándola, murmuró:
—¡Qué larga va a ser la guerra!
—Y todavía durará más —replicó inesperadamente Bennett, que por casualidad lo había oído— si no deja usted de lamentarse en vez de dedicarse a su trabajo.
Más tarde, ambos fueron enviados de nuevo a bordo de la Compass Rose para empezar el programa de alojamiento, lo que indudablemente, era misión del teniente. La jornada terminó alas seis, con una seca orden de Bennett para que estuvieran en la barraca a las ocho y media de la mañana siguiente. Como quiera que necesitaban una hora de tranvía para llegar desde su hotel hasta la dársena, aquello significaba que tendrían que madrugar mucho.
Después de haber cenado tarde, se acostaron en la habitación del hotel que compartían, en Sauchiehall Street. Ferraby miraba al techo con las manos cruzadas detrás de la cabeza y Lockhart fumaba, hojeando el Manual de Náutica. Afuera, iban apagándose, gradualmente, los ruidos de la noche de Glasgow.
—¿Qué estás leyendo? —preguntó de pronto Ferraby estirándose y apoyándose en un codo.
—La Biblia…; nuestra Biblia —le respondió Lockhart—. Hay en ella muchos detalles que no cuadran con la realidad.
—¿Te refieres al teniente?
—¡Oh! Ése… —contestó Lockhart riendo—. Está tratando de encontrar su camino lo mismo que nosotros, sólo que haciendo un poco más de ruido.
—Sí, ciertamente —contestó Ferraby volviéndose a tender en la cama—. Estoy pensando si podría hacer que mi esposa viniera aquí.
—Buena idea. Aún tardaremos algún tiempo en ir a vivir a bordo. ¿Por qué no lo preguntas?
—¿A quién?
—A Bennett, creo; o al Capitán.
—Bennett diría que no… Estaba acostumbrándome a estar casado.
—Debe de ser una cosa muy agradable —dijo Lockhart sin ironía.
—Es más que eso —afirmó Ferraby, con un tímido entusiasmo que no podía disimular el verdadero objetivo de sus pensamientos—. Las últimas semanas lo ha sido todo para mí. No sé cómo lo hubiera podido superar, si no. Ella es tan… Cuando uno se casa… —Vaciló y después haciendo un esfuerzo, prosiguió—: ¿No has sentido nunca la necesidad de tener alguien en quién poder confiar en absoluto; alguien a quien poder contárselo todo, sin… sin sentirte avergonzado; alguien que sea como la otra mitad de ti mismo?
—No —respondió Lockhart después de una pausa—. No creo haber tenido nunca necesidad de una cosa así.
—Pues lo que te he dicho fue lo que me pasó a mí. Y a mi mujer también, creo. Por eso fue tan amarga nuestra separación.
—Bueno; pues mira si puedes conseguir que venga —dijo Lockhart, que cerró el libro y apagó en el cenicero su cigarrillo—. Nada pierdes con preguntarlo, después de todo. Al fin y al cabo, la esposa del Capitán está aquí.
—Es muy diferente.
—No lo es, en términos generales. Inténtalo, y ya veremos lo que pasa.
Lockhart apagó la luz y se tendió en la cama.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Por qué tenemos que levantamos tan temprano?
—Hay muchas cosas que hacer.
—Sí. Ya me lo imagino… Buenas noches.
—Buenas noches.
—Y no te desanimes.
—¡Es todo tan distinto de lo que esperaba!
—¡Sería muy extraño que no fuese así!
Abajo, en el salón del mismo hotel, Bennett se estaba reprimiendo ante una furcia de aspecto desagradable que había hallado en la barra. Por una parte, no acababa de decidirse, pero, por otra, le agradaba la charla. La sala, muy caldeada, estaba llena de gente y de bullicio. Sobre la roja y sudorosa cabeza del marino se ladeaba la gorra en un ángulo extravagante.
—Se está muy bien aquí, querido —dijo la mujer, después de vaciar el vaso por quinta o sexta vez.
Su cara parecía una calavera, pálida y llena de arrugas, y su falda negra, muy ceñida, y reventando en las costuras la carne que mostraba en su franca exhibición, resultaba un cebo que en lugar de atraer, repelía. Bennett bebió, y se quedó mirando al vaso.
—¿Has estado en Australia? —preguntó.
—No —contestó ésta—. No puedo decir que haya estado. Está muy lejos de aquí, ¿sabes?
—¡Y tanto que está lejos! Podría estar más allá del infierno por las probabilidades que tengo de volver a verla.
—Ya volverás. Tan pronto termine la guerra.
—Nunca podrá ser demasiado pronto para mí —dijo Bennett sorbiendo pensativamente su cerveza.
—¿No te gusta Escocia?… La bella Escocia —añadió la mujer después de un momento de reflexión. Ella era, evidentemente, una típica londinense de los barrios bajos, y en el acento escocés que empleaba tomado de prestado en los music halls había una artificiosidad grotesca.
—«Glasgie me pertenece…» —canturreó—. Ya sabes lo que dice la canción.
Luego bebió con aparatosa elegancia, doblando los dedos de un modo afectado y dejó el vaso en el mostrador con un ademán de refinamiento, como si se avergonzara de utilizar un utensilio tan vulgar.
—Escocia me parece muy bien —dijo Bennett después de una pausa—; pero, sabes…
Hizo un amplio ademán con la mano, abarcando el conjunto, y volcó el vaso manchándose la guerrera y los pantalones.
—¡Diablos! —gritó.
—¡Torpe! —dijo la mujer de un modo instintivo.
—¡Lástima de cerveza! —comentó Bennett, mientras se limpiaba vigorosamente con el pañuelo.
—Escocia me parece muy bien; pero no es Sydney ni mucho menos.
—Así lo supongo —respondió la mujer, que cruzando las piernas con afectada delicadeza, preguntó—: Habrás dejado alguna chica en Australia, ¿verdad?
—Claro. Montones de chicas.
—«Las chicas que dejé al partir…» —canturreó la mujer—. ¿Es eso?
—Algo por el estilo.
—Bueno —dijo la mujer con cierta sequedad—. Tengo mucho que hacer esta noche. —Y cogió el bolso del mostrador, disponiéndose a marchar.
—No te vayas —le rogó Bennett, decidiéndose al fin—. Bebe otro trago.
—No, gracias.
—Te acompañaré a casa, entonces.
—Está muy lejos. Cuesta cuatro peniques el tranvía.
—Pues tomaremos un taxi.
—¡Vaya! Con que de juerga, ¿eh? —La mujer bajó de la banqueta, se quedó mirando al marino, examinando su aspecto, e inquirió—: ¿Y qué pasará cuando lleguemos?
—Ya procuraré que todo vaya bien.
—No eres el primer marino que conozco —le dijo la mujer.
—Pero seguramente soy el primero que es australiano.
—Sí —reconoció ella—; eres el primer australiano que conozco, hablando en términos de sociedad.
—Pues será para ti una verdadera satisfacción. —Bennett descendió también de su banqueta y cogió del brazo a su acompañante—. Bueno. Vámonos.
—Hasta pronto, Fred —dijo la mujer, haciendo un ademán de despedida al barman.
—Hasta la vista —respondió éste—. Buenas noches.
—Ya procuraré que la noche sea buena. Eso es cuenta mía —dijo Bennett, que se ladeó más la gorra, echándose la visera encima de un ojo con una inclinación que acentuaba su garbo y añadió, con una mirada lasciva—: Y creo que no haré un mal papel.
—¿Pero tú eres de veras un oficial? —le preguntó la mujer mientras salían.
El Capitán estaba sentado leyendo una mala novela policíaca, que había escogido en el vestíbulo del mal ventilado hotel donde se alojaba, en Kelvinside. Frente a él, Grace Ericson, su esposa, estaba tejiendo. Era una mujer rolliza y de cara plácida, de unos cuarenta años. Por la noche hacía siempre labores de punto, jerseys y bufandas para su marido, chaquetas para ella y diversas prendas para diferentes parientes y sus nuevos bebés. A veces le parecía a Ericson que su mujer había estado sentada frente a él haciendo aquellas labores, sin un momento de interrupción, durante los diecinueve años precedentes. Cuando pensaba en ella, estando en el mar, o cuando regresaba a casa con licencia, siempre se la representaba así. Cuando llegaba, el ver convertirse en realidad aquel recuerdo, le complacía; pero cuando estaba ya próximo a tener que volver a marchar, aquella misma realidad no dejaba de ocasionarle alguna impaciencia y desasosiego.
Ambos disfrutaban juntos de una tranquila felicidad. No se peleaban nunca. Él se consideraba un buen marido y padre y ella era su contrapartida como esposa. Desde luego, Ericson nunca había mirado más de dos veces a otra mujer. Pero ahora, como le había sucedido con frecuencia en otras ocasiones, sentía aquella impaciencia de costumbre, mientras permanecían sentados en silencio. Su permanencia en tierra duraba ya más de lo suficiente. Grace era una esposa excelente, pero aquella vez él hacía ya dos meses que no se embarcaba y el buque y el mar comenzaban, como siempre, a atraerle separándolo de ella y de todo lo que representaba. No es que fuera desafección ni infidelidad hacia su esposa; era fidelidad hacia el otro amor, aquella fuerte atracción profesional que es más potente que ningún vínculo humano.
Nunca habían hablado de eso, salvo en tono de broma cuando eran recién casados. Su mujer se había conformado con aceptar ese orden de prioridad y, como sabía darse cuenta de las cosas, había dejado de preocuparse por ello sin meterse en más honduras. Durante unos pocos días, al principio de cada una de sus permanencias en tierra, ella daba a su marido todo lo que éste necesitaba: la cálida bienvenida, la ternura, el fuego de la pasión amorosa, la dulzura y el descanso después de las aventuras marineras y la dureza de las travesías. Después, acomodándose al talante de su esposo, se desvanecía por así decirlo en la placidez del fondo ambiental de sus vidas y, quizá simbólicamente, volvía a coger de nuevo su labor de punto. Se consideraba feliz y, como hija también de un marino, estaba orgullosa de la capacidad profesional y el prestigio de su marido. El mar era una cosa propia de la familia. Su único hijo, que tenía entonces diecisiete años, estaba haciendo prácticas de navegación en la Holt Line de Liverpool y, en aquel momento, se hallaba en algún lugar del Atlántico.
Precisamente entonces empezó a hablar de su hijo, mientras las manecillas del reloj se deslizaban hacia las once y el vulgar salón del hotel se iba poco a poco vaciando de visitantes.
—George —comenzó ella.
—Dime, querida —respondió Ericson, que cerró el libro sin dar señales de disgusto.
—Estaba pensando en John.
—Estará perfectamente —dijo el Capitán al cabo de un momento.
—¡Oh! No me refiero a eso.
Muy pocas veces hablaban de los riesgos de vida y muerte en el mar y, desde el principio de la guerra, no habían mencionado el tema en absoluto. Sabían que ambos tenían mucho que perder y Grace Ericson podía perderlo todo.
—Pero —siguió diciendo—, si los dos estáis fuera casi siempre, la casa va a parecerme muy vacía.
—John tendrá sus permisos lo mismo que los tengo yo, querida.
—Puede pasar mucho tiempo sin que sea así, y, entretanto, estaré sola.
—¿Y bien…?
El Capitán se removió en su asiento para disimular un pequeño desasosiego. Se representó a Grace haciendo labor, sola en la casa vacía, durante semanas interminables, y esto no le impresionó en el grado que debía haberlo hecho. Para equilibrar algo esta falta de sensibilidad, añadió con especial calor:
—Deberías buscar a alguien que viniese a vivir contigo. Alguna compañía.
—Tengo a mi madre —respondió Grace pensativamente.
El Capitán no contestó nada. Ciertamente, la madre de su esposa; pero su suegra era una cosa completamente distinta: una anciana áspera y pendenciera que durante sus escasas visitas a la casita de los arrabales de Birkenhead no había hecho otra cosa que quejarse todo el tiempo y mimar escandalosamente a su único nieto. La ocasión en que el Capitán había estado más cerca de tener una disputa con su mujer fue aquélla en que su suegra había decidido por su cuenta modificar la distribución de todos los muebles de la sala de estar, ocasión ésta en que el marido, después de calificar los hechos de «desfachatez intolerable» había vuelto a restablecer las cosas a su primitivo estado y lugar. La escena había resultado digna de verse, pero Ericson no tenía ganas de que se repitiera y, ciertamente, no quería que la madre de Grace formase parte permanente del grupo familiar cuando él viniera con licencia a casa.
—Es una opción —dijo, tratando de contemporizar en lo posible—, pero no sé si te convendría realmente. Eso de dos mujeres viviendo juntas todo el tiempo… Ésta es tu casa, sabes —concluyó más bien débilmente y sintiendo que su mujer no le quitaba la vista de encima—. No debes dejar de tener en cuenta eso.
—¿Por qué me lo dices?
—A tu madre le gusta un poco hacer las cosas a su modo, ¿verdad?
—Como a la mayoría de la gente —contestó Grace sin alzar el tono—. Me haría compañía, desde luego, hiciera las cosas a su modo o no las hiciera; pero, naturalmente, si tú no quieres que venga, no se hablará más de ello.
—Puedes hacer lo que más te guste —le respondió su marido sin ningún entusiasmo. Se daba cuenta de que, en comparación con su mujer, a él le podía afectar muy poco aquella determinación…; quizá una semana cada tres o cuatro meses. Sin embargo, no podía aceptar con gusto aquella idea—. Es probable —dijo— que pase mucho tiempo hasta que vuelva a Birkenhead, y respecto a John no me extrañaría que pasase lo mismo. Ya sabes que lo que no quiero es que estés sola todo el tiempo.
—Ya lo pensaré —respondió su esposa vagamente.
Empezó a recoger sus labores, preparándose para ir a la cama. Aquello era una ocupación muy seria: patrones, agujas de repuesto, lana, gafas y la bolsa de seda en que guardaba la prenda que estaba confeccionando.
—No hay que decidirlo de prisa. Tú ya tienes bastantes cosas en que pensar, ¿verdad?
—Sí —respondió el Capitán.
—¿Estás contento del barco, George? —le preguntó su mujer mientras se levantaba.
—Sí —le contestó—; el barco está muy bien.