9

La Compass Rose pasó su primera noche en el mar en su ruta hacia Ardnacraish.

Tuvo buena suerte por lo que respecta al tiempo. Cuando atravesaron las defensas de la bahía, en la tarde precedente, llovía bastante y amenazaba hacer mucho viento, pero una vez rebasada la extraña mole cónica de Ailsa Craig y cuando viraron de nuevo hacia el norte, el cielo se despejó y el viento fue amainando hasta cesar casi por completo. Más tarde aún, la luna les permitió disfrutar de una visibilidad de varias millas, y a medianoche avanzaban a una velocidad de doce nudos mientras a estribor la tierra se podía distinguir con tanta claridad como si se estuviera en pleno día. La Compass Rose, sin ser molestada por el estado del mar y teniendo solamente que vencer una suave y larga ondulación, se movía con soltura. El ruido de las máquinas y alguna vibración ocasional del casco era lo único que permitía recordar que el barco estaba en marcha en lugar de hallarse meciéndose en el puerto sobre su ancla; pero, por lo demás, la noche fue más tranquila y libre de toda clase de preocupaciones que ninguna otra de las hasta entonces transcurridas.

Lockhart, defendido contra el aire agudo por su capote impermeable y calzado con botas de agua, hizo la guardia media, desde medianoche hasta las cuatro de la madrugada, en compañía, es un decir, de Bennett. El tiempo transcurrió sin ningún incidente digno de mención, salvo que a las dos se cruzaron con un convoy que se dirigía al sur, y fueron minuciosamente interrogados por uno de los barcos de escolta que lo flanqueaban. Bennett, por su parte, pasó la mayor parte de la guardia dormitando dentro de la garita en que estaba instalado el aparato de sonar, dejando a Lockhart que mantuviese la vigilancia e hiciese, cada hora, las anotaciones correspondientes. A Lockhart no le importó aquel abandono, que hubiera considerado como un cumplido si no se hubiera dado perfecta cuenta de que era debido a pereza y no obedecía a una confianza especial en su habilidad. El breve período de mando de que disfrutó mientras el barco quedó por completo bajo su responsabilidad personal, aumentó su confianza en sí mismo, aparte del valor que para él tuvo como primera experiencia de guardia. El joven oficial se había preguntado muchas veces si sabría estar a la altura de las circunstancias y sentirse seguro cuando llegase el momento de tener que dirigir la Compass Rose. Ahora ya lo sabía, y la respuesta había sido tranquilizadora.

Ferraby y el Capitán subieron juntos, a las cuatro, para hacer la guardia de alba, desde esa hora hasta las ocho de la mañana. A Lockhart le divirtió ver que Bennett hacía entrega del servicio adoptando un aire de pesada responsabilidad como si durante la totalidad de las cuatro horas hubiera estado atento y vigilando todo e incluso como si entonces apenas se atreviera a irse a dormir. Durante las primeras dos horas, Ericson se ocupó de todo, dejando a Ferraby que se dedicase a mirarlo o a observar el horizonte, confrontando, de vez en cuando, la presencia de una boya o de un faro en la carta; pero hacia las seis de la mañana, cuando navegaban con rumbo recto y sin ninguna dificultad, sin que hubiera necesidad de alteración alguna durante cuarenta millas o más, el Capitán decidió que ya había hecho bastante por entonces. Desde el anochecer hasta medianoche, es decir, durante unas ocho horas en total, había permanecido en el puente la noche anterior y tenía gran necesidad de dormir un poco. Bostezó, se desperezó y llamó a Ferraby, que se hallaba en un lado del puente:

—¿Cree usted que podrá seguir el servicio solo, alférez? —le preguntó—. Nuestro rumbo, durante el resto de la guardia, es éste y no hay ninguna dificultad en el camino. ¿Qué le parece?

—Perfecto, señor. Tendré mucho gusto.

—Puede usted llamarme por el tubo si ocurre algo. Sólo tiene que preocuparse en observar la presencia de flotillas pesqueras, y si tiene que cambiar el rumbo, prefiera virar mar adentro, dejando a los pesqueros entre el buque y la costa. Pero lo mejor será que me llame si viera que hay muchos.

—Está bien, señor.

—Perfecto… —El Capitán permaneció unos momentos mirando las montañas que se vislumbraban a estribor, echó una ojeada a los aparatos de navegación y añadió, dirigiéndose a Ferraby—: Queda usted al mando, alférez. —Dio media vuelta y se fue. Resonaron en la escalera del puente sus botas de mar, desvaneciéndose luego el ruido de sus pasos, y Ferraby quedó abandonado a sus propias fuerzas.

En toda su vida no había conocido un momento como aquél y no se enfrentó con él sin experimentar un sentimiento muy semejante al pánico. La totalidad del barco, con su armamento, con los hombres que vigilaban y los sesenta y pico tripulantes que dormían abajo, era ahora cosa suya. Podía dar órdenes para manejar la complicada maquinaria, alterar su curso o su velocidad, poner proa al Atlántico o correr en línea recta hacia las rocas… Se sintió pequeño y solitario a pesar de los vigías del puente, del oficial de señales y del encargado del sonar que compartían la vigilancia con él. Mientras le parecía oír los latidos de su corazón, temblaba un poco y se preguntaba si podría salir por sí solo del paso si se encontraba con un convoy o si algún accidente como la rotura de la rueda del timón, por ejemplo, producía alguna crisis repentina. Verdaderamente él no estaba preparado para aquello. Era un empleado de banco, sólo tenía veinte años y hacía nada más ocho semanas que había obtenido el grado de oficial… Pero los minutos de ansiedad fueron pasando a medida que la Compass Rose seguía normalmente su ruta y no sucedía nada que la perturbase. Todo parecía ir bien y era posible que él supiese lo bastante al menos para dirigir el barco sin cometer ningún error catastrófico que no pudiera luego repararse.

No tardó en sentir una satisfacción interior que pareció reafirmar su personalidad. Apoyándose en la barandilla del puente le era posible ver toda la proa del barco iluminada por la luz lunar; sobre su cabeza, el mástil se destacaba encima del fondo negro del cielo, y a popa, la estela, ensanchándose y alargándose detrás del buque, estaba circundada por una delgada línea fosforescente que producía un efecto de espiritual y romántica belleza. Se sentía a sí mismo como en el centro de todo, situado en el punto focal de aquella marcha llena de fuerza y vigor. Allí estaba el puente de mando, el cerebro del barco, con la débil lucecilla de la bitácora y el oscuro bulto inmóvil de los dos vigías situados en los lados, y allí estaba él dirigiendo todo aquello y era él mismo en quien convergían todos los hilos que movían la embarcación. «El alférez Ferraby, oficial de guardia», se encontró diciéndose a sí mismo, con una sonrisa, y, por un momento, creyó ser casi un héroe. No habría nadie en el banco que pudiera creérselo, pero él escribiría a Mavis contándoselo todo tan pronto como pudiera. Ella sí lo creería.

El relevo del personal del puente, que tenía lugar cada media hora, interrumpió el curso de sus pensamientos, devolviéndolo a la realidad de sus responsabilidades.

—El vigía de babor relevado, señor.

—Muy bien.

—El vigía de estribor relevado, señor.

—Muy bien.

Por el tubo de comunicación le llegó la consigna desde la caseta del timón donde acababan de relevarse los timoneles.

—Rumbo norte, diez oeste. El marinero de primera Dykes al timón.

—Muy bien. —En aquel momento, Ferraby no se habría cambiado por nadie en el mundo.

—Una luz que centellea a estribor, señor —dijo el oficial de señales de guardia, que se hallaba a su lado mirando con los prismáticos, al mismo tiempo que se ponía en posición de firmes.

—Es el faro próximo —dijo Ferraby, después de localizar la luz y contar cuidadosamente los destellos—. Todavía se halla a bastante distancia.

El oficial de señales golpeó con los pies el suelo enrejado que corría a lo largo del antepuente y dijo, iniciando la conversación:

—Hace un poco de frío aquí arriba, señor.

Era la primera observación que había hecho desde que estaba en su puesto, y Ferraby le miró de reojo. Ya lo conocía de vista. Se llamaba Rose y era un joven recluta, todavía de menos edad que Ferraby y que acababa de ser nombrado oficial de señales ordinario. Se parecía algo a Ferraby en su manera de ser, además: tímido, inseguro de sí mismo, dispuesto a dar crédito a cuanto se le dijese en aquellas circunstancias totalmente nuevas para él. Al dar comienzo a la guardia, Ferraby había oído al jefe de señales, Wells, al entregarle el servicio, cómo le aleccionaba y animaba, con un tono casi paternal, para inspirar confianza a un muchacho que hacía su primer servicio nocturno.

—No tienes que aturdirte —le había dicho Wells—. Ya conoces la consigna y la contraseña, casi lo único que necesitas cuando se navega independientemente, pero si tienes alguna dificultad me llamas y subiré en seguida a echarte una mano.

El contraste entre aquel amistoso apoyo, aquella ayuda fraternal, y lo que él mismo tenía que sufrir por parte de Bennett era tan marcado que Ferraby llegó a desear ser un oficial de señales ordinario, con un Wells a su lado para ayudarle, en lugar de ser un alférez con un primer oficial friéndole la sangre constantemente. Pero ahora, después de haber permanecido durante media hora al frente del barco, ya no estaba tan seguro de pensar lo mismo. Si siempre pudiera ser así…

—Sí —le contestó—; hace un frío de mil demonios —y experimentando la necesidad de dirigir la conversación, añadió—: ¿Cómo se está abajo?

—Bastante caliente, señor —respondió Rose—. Pero estamos muy apretados, y las paredes… —titubeó y se corrigió rápidamente—, los mamparos, quiero decir, rezuman humedad constantemente. Todo está mojado. Hay que acostumbrarse.

—¿Es éste el primer barco en que navegas?

—Sí, señor.

—¿Cuánto tiempo hace que has ingresado en la Marina?

—Un mes, señor. El tiempo nada más de instrucción.

—¿Qué eras antes de alistarte?

—Trabajaba en una agencia de mudanzas, señor.

En una agencia de mudanzas… y ahora, oficial de señales en un barco que podía ir a cualquier parte del mundo y correr Dios sabe qué aventuras… Había mucho parecido entre el cambio de situación de Rose y el suyo propio y Ferraby se dio cuenta de que empezaba a experimentar un fuerte sentimiento de compañerismo. ¿Sería esto una muestra de la camaradería que nace en la Armada? Rechazó el pensamiento y encogiendo los hombros, helado de frío, dijo:

—¿No podríamos encontrar por ahí un poco de té?

—En la cocina hay algo de cacao, señor —indicó Rose—. ¿Puedo pedirlo?

—Sí. Hazlo.

Cuando se sirvieron el cacao, dulce y fuerte, se sintieron reconfortados. Ambos se lo tomaron, mano a mano, bajo el cielo frío, mientras el barco surcaba suavemente las olas y el mar se abría ante la afilada proa que formaba un profundo surco, perdiéndose, en la oscuridad, la estela que iba dejando.

Prosiguiendo la guardia, un grupo de luces que brillaban a nivel de las aguas indicó a Ferraby que se dirigía hacia otra flotilla de pesqueros que aquella noche se hallaban esparcidos a lo largo de toda la costa. Aquella flotilla se hallaba directamente en la ruta de la Compass Rose y el oficial dudó si debía avisar al Capitán, pero su turno en el puente le había infundido mucha confianza en sí mismo, y, dejándose llevar por un impulso, se inclinó ante el tubo de comunicación y dio su primera orden al timón.

—Diez a babor.

La voz del timonel le respondió:

—Diez a babor, señor.

—Mantenga el rumbo.

—Mantenido, señor. Rumbo norte, veinticinco oeste, señor.

Durante cinco minutos se sostuvo el nuevo curso hasta que atravesaron la flotilla pesquera y ésta fue rebasada por completo. Después Ferraby ordenó que el barco volviera a su primitiva posición. Estaba a punto de hacer una anotación sobre la maniobra en el cuaderno de bitácora cuando le llegó de repente una llamada del Capitán por el tubo de comunicación.

—Puente.

—Puente, señor —contestó Ferraby.

—¿Por qué cambió usted el rumbo, alférez?

—Había unos pesqueros, señor —respondió éste ajustándose exactamente a la verdad—. Ya los hemos rebasado. —La sorpresa que le había producido aquella llamada le hizo añadir—: ¿Cómo lo supo usted, señor?

Pudo oír una risa del Capitán.

—Los mecanismos del timón hacen mucho ruido aquí abajo… ¿Va bien todo?

—Bien, señor. Ahora empiezan a verse los destellos del próximo faro.

Esperó alguna contestación, pero no llegó ninguna, y no tardó en oír un ligero ronquido que le hizo comprender que era inútil es erar más. De un modo impreciso, se sintió orgulloso de aquel ronquido. Era el cumplido más definitivo que hasta entonces había recibido en el barco.

Empezó a clarear. El cielo palideció imperceptiblemente y, hacia el este, la tierra se dibujaba con más precisión comenzando a vislumbrarse otra cadena de montañas más allá de las que se alzaban en primer término, con sus picos cubiertos de nieve esperando el primer rayo de sol.

Emulando al cielo, el mar empezó también a palidecer en su contorno, cambiando del negro al gris lívido. Un faro lejano, que les había estado haciendo señales desde el horizonte, luchó con la creciente claridad y se fue desvaneciendo hasta que su destello quedó reducido a una llama vacilante entre la neblina. Poco a poco fue emergiendo a la claridad toda la longitud del barco, pasando desde un oscuro perfil a una sólida estructura con sus tres dimensiones, y se pudo ver brillar el hielo que cubría las cubiertas superiores. En el puente fueron haciéndose más perceptibles las figuras y las caras, ofreciendo éstas un aspecto ajado, grises por el frío y el cansancio, pero rehaciéndose ya a medida que el amanecer parecía confortarlas.

Abajo, el barco pareció desperezarse y recobrar la vida, recibiendo animadamente el fin de la guardia del alba. El humo de la cocina se espesó llevando con él un olor ordinario pero alegre, de algo que se estaba friendo.

Resonaron las pisadas en las escaleras y en las cubiertas metálicas y desde una escotilla de popa la cara hirsuta y grisácea del primer maquinista Watts se asomó para atisbar el día, como si no creyera en su llegada al fin. Había terminado la primera noche pasada en el mar.

Cuando iban a dar las ocho, Lockhart subió al puente para hacerse cargo de la guardia. Había dormido unas cuatro horas y se sentía más despabilado de lo que hubiera creído.

—¿Estás solo? —preguntó a su camarada después de haber recorrido el puente con la mirada.

—Sí —respondió Ferraby—. He hecho la guardia yo sólo las dos últimas horas.

—¿Qué me dices? —agregó Lockhart, con una sonrisa—. ¡Y pensar que yo estaba durmiendo tranquilamente mientras tanto!… —Y mirando al punto más cercano de tierra, prosiguió—: ¿Hasta dónde hemos navegado?

Ferraby, señalando la posición en la carta, le preguntó:

—¿Entras de servicio? ¿Dónde está el primer oficial?

—Desayunando —respondió Lockhart con indiferencia.

Durante unos minutos permanecieron ambos juntos, bajo el frío aire de la mañana. El sol empezaba a asomar por la cumbre de la montaña. Era una hermosa mañana. Serena como el día, la Compass Rose avanzaba hacia el norte pasando frente a islas que la belleza de la mañana hacía parecer maravillosas. Lockhart olfateó la fina brisa.

—Muy divertido, ¿verdad?

—Sí —contestó Ferraby—. Muy divertido.