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—Y por esta razón —dijo Vincent afanándose ya para terminar su conferencia— fue absolutamente necesario ir a la guerra y es todavía más importante hacer ahora todo lo preciso para tener la seguridad de ganarla.
Cerró su libro de notas con un golpe que no demostraba gran convencimiento y puso encima el opúsculo Army Bureau of Current Affairs en que se había basado su conferencia. Después levantó la vista, mirando vacilante el rancho de la marinería y las filas de marineros de aspecto estólido que constituían su auditorio. Las hileras de ojos le devolvieron la mirada sin pestañear y con una expresión difícil de definir. Algunos estaban aburridos, otros parecían disconformes y la mayoría se hallaban sumidos en una especie de estupor caliginoso. Eran los ojos correspondientes a los hombres que asistían obligatoriamente a una conferencia sobre los objetivos ingleses en la guerra. Como en tantas otras ocasiones anteriores, aquello no había servido para nada… Se aclaró la garganta con una tosecilla, cansado de todo aquello y sabedor de que sólo habría un medio para animar algo el aletargado ambiente.
—¿Tiene alguien alguna pregunta?
Se produjo una pausa y reinó un momento de silencio. La mayoría bajaron los ojos o miraron a otro lado como si temiesen establecer contacto con Vincent en aquel momento crucial de atención. Las dínamos zumbaban ruidosamente. La Saltash se balanceó un momento sobre su ancla y el brillo de los rayos solares que penetró por las portas iluminó el suelo y los pies de los hombres que ocupaban el banco más cercano. Al fondo hubo un marinero que, después de carraspear, acabó por hablar.
—Señor.
—Dime, Woods.
Se dirigía al oficial de señales Woods, que era siempre el que formulaba la primera pregunta y, a veces, el único que la hacía. Woods esperaba ser propuesto para cabo de señales y Vincent era el único que podía hacerlo.
—Señor: si conseguimos librarnos de todos los nazis, ¿quién gobernará en Alemania? ¿Quién formará gobierno?
Vincent pensó que, realmente, debía animarlo. Podía decirse que suscitaba una pregunta de gran interés. Pero, en realidad, no era así. La pregunta era tonta porque demostraba, sencillamente, que no había estado escuchando.
—Como ya he dicho —respondió el oficial, recalcando lo suficiente la frase—, estamos completamente seguros de que existe en Alemania el número suficiente de antinazis para poder constituir un gobierno adecuado. Todo lo que tenemos que hacer es seguir adelante y…
Debilitando la voz, acabó la frase:
—Y eso es lo que pasará.
—Gracias, señor —dijo Woods cortésmente una vez que dio por concluido su esfuerzo—. Sólo quería estar seguro de ello.
De nuevo se hizo el silencio. Vincent pensó tristemente que debería producirse una discusión vivaz y agitada, pero que no sucedería así. Debería formularse, en efecto, una rápida sucesión de preguntas, algo de controversia, una objeción original por parte de algún marinero de inteligencia privilegiada, un debate agitado en torno a este problema crucial. La mayor parte del fracaso se debía, sin duda, a sus propias faltas y de ello se daba perfecta cuenta. La materia le interesaba, pero no era capaz de comunicar ese interés a nadie. Había sido, simplemente, otro período de conferencias que llenaba el tiempo que transcurría entre el fin de las faenas de a bordo y la hora de la comida, y que siempre era preferible a hacer prácticas de armamento o a pintar el barco, aunque no tan interesante como jugar a la lotería o no hacer nada. Pero había otro que quería formular también una pregunta, y ahora se trataba de uno de los fogoneros.
—Señor —dijo aquel hombre vacilando—; cuando usted hace referencia a la lucha por un mundo mejor…
Vincent pensó si la frase en sus labios habría tenido ese matiz de superficialidad que le descubría ahora.
—¿Se refiere usted —prosiguió el fogonero— a la Sociedad de Naciones o a algo por el estilo? ¿No habrá más guerras?
«Un mundo mejor», se repitió Vincent a sí mismo. ¿Cómo podría resumir todo aquello en términos que pudieran tener algún significado para un fogonero de segunda clase que antes de la guerra había sido aprendiz de calderero? Vincent sabía, en su interior, lo que aquello abarcaba: las cuatro libertades; el imperio de la ley; el fin de la tiranía; la derrota del mal…; pero ya había enumerado todas estas cosas en el curso de sus conferencias, las había explicado de la mejor manera posible y había entrado en detalles siempre que surgía alguno que mereciese la pena hacerlo. Y, sin embargo, todo aquello no había tenido significación alguna para su oyente, que no había sacado nada en limpio. No podía volver a repetirlo todo otra vez. No había tiempo ni tampoco conduciría a nada práctico, puesto que las palabras y frases que tanto significaban para él carecerían de sentido para aquel hombre y, en general, para todos los que llenaban el rancho de la marinería.
—La Sociedad de Naciones o algo por el estilo —dijo— formará, desde luego, parte del mundo de la posguerra. Una de las cosas por las que estamos luchando es el establecimiento de una ley internacional que sea lo suficientemente fuerte otra vez. Es decir, que si una nación quiere desencadenar una guerra, el resto del mundo se coligará para pararle los pies. Pero cuando hablo de un mundo mejor —continuó, tragando saliva— me refiero a un mundo que, efectivamente, sea mejor para todos; libre del miedo, sin masas de obreros carentes de trabajo, con seguridad para todos y con salarios justos… En fin, todas esas cosas.
Silencio de nuevo. ¿Significaban sus palabras algo para ellos?, se preguntó Vincent, ¿podían suscitar algún interés? ¿Es que, acaso, no había interés alguno que suscitar?
Otro hombre, de una manera sencilla, vacilando, preguntó:
—¿Va a ser todo diferente, pues?
¿Qué podía responderse a aquello? «Espero que sí».
—Espero que sí —respondió, efectivamente, Vincent.
Un tercer marinero tomó también la palabra con un tono desdeñoso, extraído, seguramente, de un ejemplar de algún folleto político afín a la ideología que llevaba en la cabeza.
—Siempre habrá patronos, es lo lógico.
Aquello, pensó Vincent, estaba fuera de la cuestión y, sin embargo, ¿había algo que pudiera decirse realmente que estuviera fuera de la cuestión? Si aquel hombre había creído estar luchando por un mundo en que no hubiera patronos, ¿por qué no había de decirlo? Si él creía que lo que pudiera llamarse su guerra particular había constituido un fracaso, ¿por qué no tenía que decirlo también? Pero aquélla no pudo ser nunca una lucha contra los patronos, al menos en el sentido que el marinero quería expresar, y era más que dudoso que hubiese dedicado ni un solo pensamiento a tal asunto cuando se alistó o fue reclutado. Sin embargo, «patronos» y «no patronos» era, en efecto, un aspecto de la posguerra y sus problemas. Incluso podía ser una verdad que la guerra, de un modo oscuro, se estuviera llevando a cabo para terminar con toda una categoría de lo que pudiera llamarse el patrono-tirano. Grandes patronos, en tal sentido, como Hitler, o pequeños patronos, como el capataz que insulta a sus trabajadores. Si esto era, efectivamente, así, se trataba de un tema peligroso. El panfleto revolucionario que el marinero llevaba en la cabeza no decía nada de las relaciones entre el amo y el asalariado consideradas desde un punto de vista humano sino que se refería solamente a la opresión y al plano internacional. Y en esto era en lo que él había fracasado como conferenciante, al no conseguir interesarlos. No había podido transmitirles la importancia de los problemas de gran alcance, ni excitar su atención hacia las vastas consecuencias de aquella guerra en los aspectos morales. Aquellas cosas no les sonaban en absoluto.
Estaba a punto de dar alguna vaga contestación saliéndose por la tangente, cuando el oficial de señales Woods intervino nuevamente y esta vez con un tono velado de reproche:
—Esto no tiene nada que ver con los patronos. Son ganas de hablar demasiado. Se trata ahora de los objetivos de la guerra y de lo que haremos cuando hayamos vencido.
Dicho esto se produjo ya un silencio definitivo y sepulcral. El momento de espontaneidad se había perdido para siempre. La conferencia de la semana pasada había sido mucho mejor, pensó Vincent; pero es que se había referido exclusivamente a enfermedades venéreas…
Se estrujó el cerebro pensando en alguna frase que pudiera provocar preguntas posteriores, pero no halló ninguna. El tema había sido tratado convenientemente, se había sembrado la semilla a manos llenas, pero el resultado que se le presentaba delante era nulo, completamente desanimador.
A lo lejos sonó un silbato y el auditorio pareció despertarse, removiéndose en los bancos. El sonido fue acercándose cada vez más, y con él la voz del cabo de cuartel. «¡A comer!». Se produjo un movimiento en el fondo del local, un estremecimiento, un impulso poderoso hacia la primera idea atractiva de la mañana. Vincent recogió sus papeles.
—He terminado —dijo—. Podéis seguir.
Cuando regresó a la cámara de oficiales, Allingham levantó la cabeza.
—¿Qué te pasa, Vincent? ¿Estás harto?
—Sí —contestó Vincent.
Fue al aparador y se sirvió una copa.
—No creo —prosiguió— que mis conferencias sirvan para mucho.
—¿De qué se trató esta vez?
—De los objetivos de la guerra y de las perspectivas de la posguerra.
Volviéndose en redondo, prosiguió:
—Resulta una cosa interesante… para mí. Pero no consigo despertar ningún interés en nadie más.
—Seguro que a alguien le interesa.
Vincent movió la cabeza.
—No… Resulta muy difícil hacer que las palabras suenen de un modo convincente, e incluso cuesta trabajo explicar las cosas de un modo apropiado. Hablando moralmente, nadie debería ser obligado a tomar parte en una guerra hasta que no comprendiese sus verdaderas finalidades y no tuviera fe en ellas.
Miró con curiosidad a Allingham.
—¿Crees tú que todo esto importa algo? —le preguntó.
—¿Que deberíamos explicar la guerra, revestirla de un significado, y convertirla en una cosa de convencimiento?
—Sí.
Allingham reflexionó frunciendo la frente.
—Yo trataba de explicármela a mí mismo. Empecé de esa manera, más o menos, pero ahora ya no estoy seguro de nada. Tenemos que ganar esta maldita contienda, sea cual sea el material que usemos, queramos o no… Quizá todo lo demás no importe cuando se entra en acción; se lucha, se enfrenta uno con el peligro. El marinero de primera Snooks no grita «¡Otro golpe contra la democracia!» cuando falla un par de ráfagas de ametralladora al disparar contra un aeroplano. Se limita a decir «¡Al diablo esos canallas!» si acierta y a proferir alguna maldición más gruesa si yerra. Lo que quiere es que no lo maten y para ello no necesita ninguna inspiración especial ni ningún estímulo de carácter moral.
—¿Pero tú no sientes esa necesidad?
—Ni siquiera lo sé. He venido desde muy lejos para tomar parte en esta guerra y entonces creía que era una especie de cruzada, aunque supongo que de todas maneras hubiera venido.
Se sonrió y se dirigió al aparador en busca de la botella de ginebra.
—No quería dejar de tomar parte en ella —prosiguió— aunque fuese australiano.
—Pero —alegó Vincent con desaliento— si esto es solamente una guerra, no vale la pena ganarla ni sufrir las penalidades que trae consigo.
—Pero aún vale menos la pena perderla —dijo Allingham con convicción—. Sobre esto no cabe la menor duda.
Levantó su vaso y lo apuró de un trago como si brindara por la perspectiva de la victoria y por quedar con vida para verla. Después volvió a sonreírse.
—¡Ánimo, muchacho! De todos modos, es ya demasiado tarde para preocuparte ahora por estas cosas.