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De nuevo los astilleros del Clyde… Ahora estaban mucho más ocupados, comprobó Ericson al recordar los días de 1939, lentos y desorganizados, cuando el Clyde no hacía sino empezar su esfuerzo de guerra y había espacio disponible y tiempo suficiente para todo. Ahora las cosas sucedían de muy distinta manera. Desde Renfrew hasta Gourock, las orillas estaban llenas de barcos en todas las fases de construcción y los hombres que trabajaban allí tenían un aire de determinación, una energía que parecía estar deseando terminar con un barco para empezar inmediatamente con el próximo, lo que había alterado por completo el ritmo y el movimiento de todo el río. La magnitud del desastre en el Atlántico había servido de acicate progresivo; los ataques aéreos habían aguzado la voluntad de revancha, y las noticias que entonces llegaban de África, de un ejército que ya no tenía que limitarse a resistir como pudiera sino que reaccionaba victoriosamente, había sido un tónico vigoroso que despertó la voluntad de sumarse a aquel avance y terminar las cosas de una vez y para siempre. El Clyde estaba ahora en su apogeo. Después de pasar casi cuatro años, los hombres trabajaban afanosamente para satisfacer las necesidades de la guerra en el mar, para que pudiera llegarse al descanso; pero si se demostraba impaciencia y prisa por lograrlo, esto no menoscababa en lo más mínimo la calidad total del trabajo realizado, que era constante, intenso y admirable.

La Saltash, el producto de su cuidado y pericia, próxima a acabarse, se hallaba en el muelle de aprestos y aprovisionamiento, frente al astillero de John Brown. Vista de cerca, la fragata parecía enorme. Para Ericson, y Lockhart, mientras la contemplaban levantando la vista desde el muelle, parecía simbolizar, con no poca preocupación por su parte, el volumen y la envergadura de la nueva tarea que se habían impuesto. «Parece un bloque de casas», comentó Ericson mientras su mirada recorría lentamente el navío desde la amura, que se curvaba sobre sus cabezas, a la superestructura del puente y de allí, a lo largo de la cubierta, hasta la popa de corte impecable. Había en todo algo grande, sólido y potente que hacía que la Saltash pareciese competir en estabilidad con los largos tinglados que se alineaban en el muelle. De un modo u otro, ellos tendrían que llevar aquel gigante al mar… Desde el muelle presentaba el acostumbrado aspecto desconcertante de un buque que todavía no ha logrado desprenderse de la tierra. Su primera capa de pintura gris de guerra estaba salpicada de manchas de almagre. La cubierta estaba sucia, llena de barreduras de semanas de trabajo, y el ruido ensordecedor de los remachadores que todavía trabajaban en la parte superior del castillo de proa era como la rúbrica sonora de todo aquel aparente desbarajuste.

El barco resultaba, pues, sucio, ruidoso y confuso. Para uno que pasase por allí de largo, parecía algo que no merecía la pena de mirarse; pero Ericson tan incapaz era de pasar de largo por allí como de prescindir del mismísimo mar.

Se encaminó a bordo, atravesando la pasarela y saltando a la cubierta, atestada de cajones de embalaje y de bidones vacíos. Allí aumentaba la impresión de tamaño y de complejidad. Aun descontando la confusión que producía el estado de los trabajos, era evidente que dirigir aquel barco iba a ser una tarea enorme. La Saltash tenía unos noventa metros de eslora y parecía elevarse en ringleras sucesivas, estructurándose verticalmente en una línea ascendente que se alzaba desde la popa al castillo de proa y desde allí al puente de señales, al de mando, al puente superior, a la cofa del vigía y, finalmente, a las antenas de la telegrafía que coronaban la punta del mástil. Por todas partes estaba atestado de toda clase de aprestos y había indicación de que todavía faltaban muchos por llegar. Había lugar para un gran pertrecho de cargas de profundidad y se veían muchas almadías y redes salvavidas, docenas de cajas de municiones de cañón. «Cañones», se dijo Ericson saboreando la palabra. Muchos cañones, no uno y medio nada más como llevaban las corbetas. Aquí había tres cañones grandes, uno automático de cuatro cañones y una docena de Oerlikons esparcidos por doquier en cubierta. Como un verdadero refinamiento había también un montacargas eléctrico, que comunicaba con el pañol principal de municiones para aprovisionar a todo este armamento y permitirle hacer fuego rápidamente y sin intervalos entorpecedores… Aparte de esto, una mirada, por muy superficial que fuera, podía ver allí dos grandes lanchas a motor, aparatos para determinar la dirección, un nuevo mecanismo que arrojaba una verdadera lluvia de cargas de profundidad por la borda, aparatos detectores y otros muchos detalles. Todo aquello prometía muchas complicaciones y muchas cosas nuevas que aprender; pero también prometía un buque formidable tan pronto como estuviesen prácticos en el manejo de todos esos mecanismos.

Ericson dejó a Lockhart observando un equipo de rastrear minas que era enteramente nuevo para ambos y bajó a la sala de máquinas. La serie de empinadas escaleras que descendían hasta las profundidades del barco iban ofreciendo un aspecto cada vez más sucio y grasiento. Cuando llegó a la sala propiamente dicha, pobremente iluminada por una instalación provisional, las manos e incluso las bocamangas de Ericson no se hallaban muy presentables. El lugar, lleno de sombras, ofrecía un aspecto caótico, lleno de cosas que, al parecer, no tenían relación entre sí. Reinaba allí el frío y la humedad. Un grupo de hombres se hallaban trabajando en los mecanismos de alimentación de combustibles y, al otro lado, un hombre con traje blanco de faena y cubierto con una gorra de marino se hallaba examinando el cuadro de distribución con ayuda de una linterna eléctrica. Se volvió al oír los pasos de Ericson y éste lo miró atentamente. Era un hombre bajo, de unos cuarenta años, con escaso cabello grisáceo coronando una cara morena de rasgos decididos. Tenía un aire enérgico y competente al que se añadía una especie de deferencia inculcada por la disciplina, que se manifestó en seguida al ver las insignias de Ericson y la cinta de la cruz de Servicios Distinguidos que ostentaba.

—Soy el comandante del barco —dijo Ericson después de una pausa—. ¿Es usted mi jefe de máquinas?

—Sí, señor —contestó el otro respetuosamente presentándose—: Johnson, oficial maquinista.

—¿Cómo está usted, jefe? —le dijo Ericson estrechándole la mano—. ¿Cómo van las cosas por aquí abajo?

—Ya está instalada la maquinaria principal —informó Johnson señalando con la mano a su alrededor—. Hace tres semanas que estoy aquí y, desde luego, ya se estaba trabajando en equipar el barco mucho antes. Ahora están instalando los ventiladores y dínamos. Se calcula que hará falta otro mes antes de que el barco esté listo para hacerlas pruebas.

—¿Cuál es la calidad del equipo en términos generales?

—Es un poco pobre, señor —dijo Johnson encogiéndose de hombros—. Son ya cuatro años de guerra… Pero las turbinas son buenas y funcionan perfectamente. Creo que alcanzaremos hasta veinticinco nudos.

—Eso suena muy bien… ¿Cuál fue el último barco en que sirvió, jefe?

—El Manacle, señor. Un destructor. En el Mediterráneo casi siempre.

—¿Es éste su primer cargo?

—Sí, señor —respondió y, dudando un poco, prosiguió—: Como oficial, se entiende. Acabo de ascender desde suboficial maquinista.

Ericson quedó muy satisfecho de estos antecedentes. Un oficial maquinista de nueva promoción, acabado de ascender de suboficial y que había servido en un destructor reunía los mejores auspicios. No era fácil que un elemento de estas condiciones fallara en su nuevo trabajo. Un barco de dos turbinas y de dos mil toneladas ya no pertenecía a la clase «sencilla» como la Compass Rose. Era ya un buque con una maquinaria complicada que necesitaría un mayor grado de atención en su funcionamiento… Ericson vio que Johnson le miraba a las manos con vacilación y, sonriéndose, le dijo:

—Me he ensuciado un poco al bajar aquí.

—Si quiere le dejaré un par de manoplas, señor.

Johnson estaba siempre dispuesto a ayudar y a disculparse por todo.

—El barco está muy sucio por todas partes. Estos trabajadores del astillero no parecen poner mucha atención en eso.

Ericson asintió.

—Usted no puede hacer gran cosa por su parte para mantener la limpieza en el estado actual del barco, ya lo comprendo… Bueno; déjeme un par de guantes y un traje de faena también, si le es posible. Tendré que ir bastante de una parte a otra durante las próximas semanas.

—¿Quiere usted echar un vistazo por aquí ahora, señor?

—Todavía no, jefe. Lo dejaré para cuando los trabajos estén un poco más adelantados.

Se detuvo antes de dar por terminada la entrevista y Johnson, vacilando, le preguntó:

—¿Cuál fue su último barco, señor?

—Una corbeta. La Compass Rose.

Al punto se le pintó una expresión, mezcla de indecisión y de sentimiento, en la cara. Ericson pensó que habría oído hablar de la Compass Rose y seguramente recordaría los detalles con exactitud: que se había hundido en siete minutos; que perdió ochenta hombres de noventa y uno… El maquinista debía de estar enterado de todo, como cualquiera perteneciente a la Armada, tanto si servía en los destructores del Mediterráneo como si estaba destinado a la base de Scapa Flow. Esto formaba parte del lazo de unión existente en toda la Marina y que hacía que todos participaran de una pérdida como si se tratara de un luto familiar. Miles de marinos experimentaron un sentimiento personal de tristeza cuando se enteraron del hundimiento de la Compass Rose y Johnson era uno de ellos, aun cuando nunca hubiera estado a menos de mil millas de distancia de ella ni hubiese oído pronunciar su nombre con anterioridad. Ericson se dio cuenta de que Johnson seguía mirándolo y le dijo, haciendo un esfuerzo:

—Fue torpedeada.

—Sí, señor. Ya lo sabía.

Ericson abandonó la sala de máquinas y subió al puente. Se había reservado aquello para el final y ya parecía llegado su momento…

El puente estaba desierto y sus pisadas dejaron huellas en la capa de escarcha que cubría el pavimento. Quedó asombrado, al principio, por la amplitud del espacio allí existente y después por la cantidad y volumen del equipo allí instalado. Había filas de teléfonos, baterías de tubos acústicos, repetidores especiales de radar, un gran cuarto para mapas y cartas marítimas en el fondo, dispositivos para la dirección del tiro de artillería y un aparato de sonar realmente impresionante. Había un plano iluminado que registraba, eléctricamente, el movimiento del buque y un ancho puente de señales con un par de grandes focos. Ericson se dio cuenta en seguida de que serían precisos muchos hombres para ocuparse de todo aquello cuando el barco estuviese navegando: dos oficiales de guardia y otros tantos de señales, vigías y operadores de sonar, además de un ordenanza al servicio del puente; nueve hombres, por lo menos, incluso en navegación normal de crucero. Pero, desde este centro de dirección, el mando tendría que ejercitarse de un modo sumamente exacto y cuidadoso.

Después, cuando se acercó lentamente al frontal del puente y miró hacia abajo en dirección al castillo de proa donde se hallaban los cañones cubiertos con sus fundas, lo invadió repentinamente un sentimiento de importancia. Él era capaz de mandar este barco, desde aquella plataforma ancha y elevada contando con aquella cantidad de ayuda técnica, pero ¿cuál sería el resultado? No pudo por menos que recordar el funesto final anterior… Se estremeció involuntariamente y se agarró a la barandilla de acero como si tuviese que resistir el ímpetu de una ola al romper. Debajo de él, el Clyde, negro y grasiento, se deslizaba por los costados del barco y era un recuerdo fatídico del mar que estaba esperando afuera. Durante los tres meses pasados había tenido muchos pensamientos de esta clase y se había creído que empezaría a librarse ya de ellos, sin prever que volverían a hacer acto de presencia con tanta fuerza tan pronto como pisara el puente de mando de otro barco.

Tenía forzosamente que librarse de tales pensamientos y para eso sólo había una cura… Se enderezó y atravesó el puente; bajó por la escalera y se dirigió a su propio departamento. Por el camino se encontró a Lockhart.

—Recoja todos los planos y todos los datos y antecedentes que pueda —le dijo—. Para empezar, será mejor que aprendamos el manejo de todo.

El trabajo debía principiar de nuevo en todos sentidos.

El siguiente oficial, que llegó unos días después, produjo en Lockhart una impresión especial. Estaba éste sentado en la pequeña oficina de la dársena que le había sido asignada para su uso, terminando un laborioso plan para la distribución de las guardias y los servicios, cuando se abrió la puerta, detrás de él, y una voz dijo:

—Dígame, ¿voy bien por aquí para buscar la Saltash?

Aquel tono, aquel acento… Lockhart dio media vuelta en su silla giratoria y respiró con alivio. No era Bennett, el antiguo primer oficial australiano; pero las dos voces no podían ser más semejantes. La que ahora escuchaba tenía el mismo deje nasal, la misma forma aguda de pronunciar las vocales, recordándole Dios sabe cuántas cosas enojosas y desagradables del pasado. El recién llegado era un teniente larguirucho y de fisonomía despierta, con un uniforme de un paño que tenía un curioso color azul claro. Permaneció de pie en la puerta, con aire de seguridad en sí mismo y después, cuando su mirada recayó en la bocamanga de Lockhart, se puso inmediatamente en posición de firmes y dijo:

—Siento interrumpirle, señor. Estaba buscando la Saltash.

Lockhart, oyendo aquella voz con una especie de fascinación, hizo un esfuerzo, para sobreponerse a la impresión que le producía.

—Éste es el sitio. El barco está allí.

Señaló por la ventana hacia el casco gris y sucio.

—¿Quién es usted? —preguntó al recién llegado…

—Me llamo Allingham, oficial de artillería.

—¿Australiano?

—Sí. De la Reserva de Voluntarios de la Armada Australiana.

Miró de nuevo los dos galones y medio de Lockhart.

—¿Es usted el comandante del barco, señor?

—No. El teniente. El comandante es un capitán de fragata.

Allingham abandonó su estirada posición con visible alivio.

—Muchos galones. ¿Por qué tantos?

—Tenemos la jefatura del grupo de escolta —respondió Lockhart con un tono algo severo.

Al oír el aborrecido acento se mostraba dispuesto al desagrado, a primera vista, y también predispuesto a ofenderse por cualquier muestra de arrogancia.

—Por consiguiente, soy el teniente de más rango del grupo —añadió.

—Comprendido. ¿Y cómo es el barco?

—Todavía está sin acabar de acondicionarse —respondió Lockhart—; pero será bueno.

Suavizando algo el tono, prosiguió:

—Hay muchos cañones y usted tendrá en qué entretenerse.

—¡Estupendo!

De nuevo el acento y la expresión hirieron los recuerdos de Lockhart. Era un auténtico eco del pasado que se le clavaba como un dardo y no pudo por menos que hacer una alusión sobre el particular.

—En mi primer barco tuvimos un primer oficial australiano. Se llamaba Bennett.

—¿Jim Bennett?

—Eso es.

Allingham emitió un silbido.

—Dígame, tuvo aquí un gran éxito, ¿verdad?

—No —respondió Lockhart—. Yo no diría eso.

Allingham depositó su gorra y la máscara de gas en la mesa.

—Pues si se trata de la misma persona, yo diría que lo tuvo, ciertamente. Le oí dar una conferencia a su regreso a Australia.

—¿Una conferencia? —repitió Lockhart con asombro.

—Sí. Ahora está en tierra, ¿sabe usted? ¿No sufrió un trastorno nervioso después del hundimiento de aquellos submarinos?

—No lo sé —respondió Lockhart—. Cuéntemelo usted.

—¡Oh! Se hizo famoso a su regreso. Una verdadera personalidad. Parece que estaba en un barco llamado Compass Rose y el patrón cayó enfermo, por lo que Bennett condujo el buque fuera del convoy y consiguió hundir dos submarinos después de un combate que duró cuatro días durante los que permaneció en el puente todo el tiempo a consecuencia de lo cual, según contaba, quedó mal de los nervios.

Allingham hizo una pausa.

Inter nos, le diré que en los periódicos hubo algunos comentarios porque no se le concedió ninguna condecoración por tal hazaña… ¿Se trata de la misma persona?

—La misma —dijo Lockhart, conteniendo la ironía que pugnaba por escapársele con las palabras—. ¿Y va dando conferencias sobre todo eso?

—Desde luego. Está en las oficinas de reclutamiento y habla en las fábricas de producción de guerra. Dicen que esto estimula el trabajo.

—Y a mí también me estimula oír tales cosas —interrumpió Lockhart con el mismo tono—. Lo último que vi de Bennett fue cuando cayó enfermo de una úlcera en el duodeno a consecuencia de comer demasiado aprisa salchichas en conserva. Dejó la Compass Rose y desembarcó para meterse en un hospital.

—¿No hay, pues, tales submarinos hundidos? —preguntó Allingham sorprendido—. ¿Ninguna tensión nerviosa?

Lockhart movió la cabeza.

—Lo del submarino y lo de la tensión nerviosa fue una cosa exclusivamente nuestra.

Allingham se echó a reír.

—¡Vaya con el pillo de Jim Bennett! ¡Ya puede ir contando historias…!

—Era un cabrón —dijo secamente Lockhart—. Lo detesto a él y a todo lo que representa.

Hubo algo en el tono con que pronunció estas palabras que atrajo la atención de Allingham. Vaciló y luego dijo con cierto retintín:

—En mi tierra no todos son de esa manera.

—Estoy empezando a darme cuenta de ello.

Lockhart se sonrió, el otro correspondió del mismo modo y disminuyó la tensión que se había creado, por lo que soslayaron aquel tema resbaladizo.

—No podrían ser todos como Bennett —terminó Lockhart—, pues en tal caso, haría mucho tiempo que Australia estaría en pedazos.

Se detuvo un momento.

—Olvidemos eso. Vamos a ver el barco.

La plantilla de oficiales de la Saltash era de ocho. Además de Ericson, Lockhart, Allingham y Johnson, estaban destinados un teniente médico, dos alféreces (uno de ellos especialista en navegación) y un guardiamarina que desempeñaría la secretaría del capitán. La primera reunión oficial de todos ellos en la cámara trajo ala mente de Ericson un vívido recuerdo del pasado. Especialmente, entre los más jóvenes había aquella misma reserva, aquella misma prudente cautela que recordaba a Ferraby y Lockhart, años atrás, cuando había ido siguiendo sus primeros pasos en aquellos menesteres, tratando de determinar cuál de ellos serviría y cuál no. Pero aquí terminaba la semejanza, según pudo observar al mirarlos sentados en torno a la mesa. Los de ahora no eran unos novatos inexpertos, con excepción del guardiamarina; todos ellos tenían práctica marinera y conocían todo lo bueno y todo lo malo de los convoyes. Era evidente que él no se hubiera hecho cargo de un barco como aquél nada más que con un par de flamantes alféreces que no supieran lo que era una guardia y con un teniente del calibre de Bennett. Esperó hasta que todos ocuparon sus puestos y después dio unos golpecitos en la mesa reclamando atención.

—Los he reunido aquí —empezó— para poder conocerlos debidamente y formarme también una idea de lo que han hecho antes de incorporarse a la Saltash.

Dirigió la mirada en torno al círculo de caras que lo contemplaban atentamente.

—Ya conozco a alguno —prosiguió—; al primer teniente, que navegó conmigo en otro barco; al oficial jefe de máquinas, con quien ya he hablado antes.

Sonrió a Johnson y siguió:

—Por lo que respecta a los demás, todo lo que sé son sus nombres.

Mirando la lista que tenía sobre la mesa, continuó:

—Permítame empezar por usted, artillero… Usted parece ser el que emprendió el viaje más largo para reunirse con nosotros. ¿Qué hacía usted antes?

—Estaba en un minador, mi comandante —contestó Allingham en seguida, como si estuviese acostumbrado ya a destacarse en una ocasión como aquélla—. Navegábamos por el norte de Australia y nuestra base principal era Darwin. Después me sentí un poco defraudado porque allí nunca pasaba nada, como si los japoneses, en definitiva, no quisieran saber nada con nosotros y, en consecuencia, solicité ser trasladado a Inglaterra.

—¿Había allí algún campo de minas?

Allingham movió la cabeza.

—La verdad es —reconoció— que en tres años sólo colocamos un par de ellas.

—¿Ha hecho usted algún curso de artillería?

—Sí, señor. Acabo de salir de Whale Island.

—¿Les han hecho trabajar mucho allí?

Allingham hizo una mueca.

—Creo que no hemos parado un momento desde que entramos. Por mi parte, he perdido algo de peso.

Se produjo un murmullo de risas en torno a la mesa. Whale Island, la Escuela de Artillería de la Armada, tenía una tradición de severidad y dureza en la disciplina que nadie que hubiera estudiado en ella podía negar.

—Bueno. Usted dispondrá aquí de suficientes cañones para practicar —comentó Ericson.

Leyó después el próximo nombre que venía en la lista.

—Raikes. Alférez.

Se volvió interrogativamente al joven que estaba al fondo de la mesa.

—¿De dónde viene usted, alférez?

—De la costa del este, señor —respondió Raikes, el alférez especialista en navegación.

Era un joven de aspecto vivo con aire de exactitud y decisión. Ericson sacó la impresión de que en tiempo de paz debió de haber sido seguramente vendedor de algún artículo doméstico de difícil colocación y que la facilidad de expresión y las dotes persuasivas adquiridas en la vida civil las trasladaba ahora a sus actividades marineras.

—¿De dónde? ¿De Harwich?

—Sí, señor. Hacíamos el servicio de convoyes desde allí al Humber.

—¿En qué clase de barco iba?

—En una corbeta, señor, de tipo anterior a la guerra. De doble hélice.

—Las recuerdo… Debe usted tener mucha práctica en la navegación costera.

—Sí, señor —dijo Raikes, que vaciló desconociendo lo que Ericson pudiera saber respecto a la costa del este, o lo que quisiera saber—. Hay un canal para los convoyes que resulta muy limitado, con una boya cada cinco millas o así. Si se olvida uno de alguna de ellas es muy fácil embarrancar o ir a parar a un campo de minas.

—¿Cuántas veces le ha pasado a usted eso?

—Nunca, señor.

Ericson sonrió ante aquella contestación tan decidida.

—Bueno. Tendrá que practicar ahora otra clase de navegación. ¿Cuánto tiempo hace que no usa el sextante?

—No lo he empleado desde que hice los cursos prácticos hace un par de años. En la costa del este no había necesidad de utilizarlo. Pero últimamente he estado practicando bastante.

—Muy bien. En mi último barco tuve que manejarlo mucho, pero ahora quiero que usted se haga cargo de esa misión.

El siguiente oficial en la lista de Ericson era el médico. «Teniente médico Scott-Brown», leyó y no tuvo dificultad alguna en identificarlo, aunque no hubiera visto los galones rojos que ostentaba en la bocamanga. Scott-Brown le recordó a Morell. Tenía aquel mismo aire de propia seguridad, algo relajado, como si, sin menospreciar en lo más mínimo lo presente, sintiera siempre que su verdadero ambiente, lo fundamental en su importante vida, estaba en otra parte. Era un hombre alto y rubio y, sentado firmemente en su silla, daba la impresión de que era él quien dirigía la entrevista y que Ericson era el enfermo que tenía que decir lo que se le preguntase. El Capitán pensó que aquello no tenía importancia y que lo que necesitaban era disponer de un buen médico.

—¿De dónde procede usted, Scott-Brown? —preguntó.

Scott-Brown dijo algo que resultó un tanto sorprendente.

—De Harley Street, señor.

—¡Oh! ¿Es éste su primer barco?

Scott-Brown asintió con un ademán.

—Ejercía mi profesión, señor, y después hacía trabajos de investigación en el Hospital Guy; pero ocurrieron los grandes bombardeos de Londres y ello me decidió a incorporarme al servicio.

Dijo esto no con tono de disculpa y como si estuviera fuera de toda duda que, antes de su incorporación a la Armada, no había estado perdiendo el tiempo.

—Para nosotros, usted es casi un lujo —dijo Ericson—. Nunca habíamos tenido antes un médico.

—¿Quién hacía de médico?

—Yo —respondió Lockhart.

Había estado observando a Scott-Brown y, como a Ericson, también le había recordado a Morell. Aquel hombre parecía evidentemente seguro de sí mismo y de su maestría, del mismo modo que el otro, pero ese sentimiento producía en los demás satisfacción y no desagrado. Lockhart pensó que ya no tendría que intervenir más en las curas de urgencia, a no ser que las cosas se presentaran muy mal.

Scott-Brown se volvió en su dirección:

—¿Cómo aprendió usted a hacerlo? —le preguntó.

—Sobre la marcha. Me temo que he matado más pacientes que usted.

En la cara de Scott-Brown se pintó una leve sonrisa.

—Eso es una suposición un tanto gratuita —respondió lentamente—. He estado ejerciendo casi ocho años.

De nuevo se esparció alrededor de la mesa el murmullo de las risas, haciendo que se sintieran más unidos. Ericson pensó que aquello podría ser un buen augurio del ambiente que habría de prevalecer en la cámara de oficiales, donde resplandeciera el sentido común y la armónica variedad de un conjunto bien trabado donde reina la confianza mutua.

—Podríamos haberle dado a usted bastante que hacer durante los dos años pasados —dijo—. No sé si ocurrirá lo mismo ahora.

Había otros dos nombres en el papel que tenía delante: el del segundo alférez y el del guardiamarina. Observó de reojo a este último, que era un jovencito alto, delgado y de un aspecto maravillosamente ingenuo, quien se hallaba entonces manoseando un cenicero con el nerviosismo del que está esperando que le llegue su turno. «Es casi un escolar», pensó Ericson. En efecto, eso era lo que, hablando con exactitud, había sido hasta pocas semanas antes. Tal vez un chico tan joven podía haber esperado un poco más… Ericson miró al otro alférez que estaba sentado a su lado.

—Vincent —le dijo—: ¿No nos hemos visto alguna vez antes de ahora?

Vincent era pequeño, moreno y más bien tímido. Antes de hablar parecía que se reconcentraba y hacía un visible esfuerzo para ordenar sus palabras de un modo adecuado.

—Formaba parte del mismo grupo que usted, señor —acabó por decir—. En la Trefoil.

Ericson asintió con un lento movimiento de cabeza.

—Ya me parecía a mí algo así.

Su expresión era normal pero, en su interior, el nombre familiar lo había sobrecogido. La Trefoil había sido el barco pareja con la Compass Rose durante cerca de dos años, formando la escolta de retaguardia en el último convoy, y este buque fue el que, afortunadamente alerta, se había dado cuenta de que la Compass Rose aparecía en la pantalla del radar para desaparecer después, de lo cual informó al Viperous. Era posible que él y Lockhart debieran su vida a la Trefoil así como que aquel pequeño y tímido alférez hubiera tenido una parte directa en ello. Pero no quiso hablar entonces de aquello y lo dejó para una ocasión de mayor intimidad.

—Así pues, nos conocemos mutuamente —dijo en tono agradable— y usted ya sabe lo que supone nuestro trabajo.

Se volvió de pronto hacia el guardiamarina.

—Ahora le toca a usted, Holt. ¿En qué ha pasado usted el tiempo últimamente?

El cenicero se le cayó al suelo con un ruido seco. El guardiamarina Holt se ruborizó vivamente. El color en su cara le daba un aire envidiable de juventud y salud. «¡Cielos! —pensó Ericson—. ¡Pero si sólo debe de tener diecisiete años! Podría ser su padre y, en realidad, estoy casi por decir que pronto podría ser su abuelo».

—Lo siento, señor —dijo Holt, que haciendo un esfuerzo se sobrepuso virilmente—. Acabo de terminar el curso en el King Alfred.

—¿Y antes?

—Pues… estaba en Eton, señor.

—¡Ah!

Ericson captó una mirada en Johnson que le divirtió mucho al observar en ella un perceptible aire de deferencia. El nombre de Eton daba, desde luego, un ambiente aristocrático a la cámara de oficiales, un ascendiente distinguido entre los rudos marinos. Volvió a mirar a Holt y vio que, al adquirir confianza, su cara había tomado una expresión vivaz de inteligencia y humor. Quizá no sería sólo por el marchamo de Eton por lo que le tendrían presente.

—¿Le enseñaron algo del mar?

—¡Oh, no, señor! —respondió Holt sorprendido—. Es un sistema de educación muy rígido, Por tercera vez las risitas recorrieron la mesa y de nuevo Ericson les dio su bienvenida. Tan pronto como aquel muchacho se ambientase allí, les transmitiría algo de su juvenil frescura, cosa que bien sabía Dios lo necesaria que era.

Siguió una pausa durante la cual Ericson fue mirando sucesivamente a todos, procurando recopilar todo lo que había aprendido de ellos. Ya sabía de dónde procedían todos: del Atlántico, del Mediterráneo, de la costa este de Inglaterra, de Australia del norte, de Harley Street y de Eton. Pero aquellos variados ambientes les habían dado un valioso grado de experiencia. La Saltash, al proporcionarles mucho que hacer y una gran cantidad de cosas que aprender, les permitiría extraer un gran caudal de energía y eficacia.

—Bueno —dijo Ericson aclarando la garganta con una tosecita—. Ya está bien para empezar. Tendremos mucho trabajo para conseguir que el barco quede en buenas condiciones para hacerse a la mar; pero tengo la seguridad de que todos ustedes harán lo que esté al alcance de sus fuerzas. El primer teniente irá asignando a cada uno sus respectivas misiones y repartiendo el trabajo y, como es consiguiente, cada cual tiene ya su peculiar cometido.

Mirando al papel prosiguió:

—Allingham, la artillería; Raikes, la derrota; Vincent, las cargas de profundidad, y Holt la correspondencia. No creo que estemos listos para zarpar hasta pasadas otras tres semanas, de modo que dispondrán de mucho tiempo para arreglar convenientemente las cosas.

Se puso de pie e indicó a Lockhart que fuera con él. Al llegar a la puerta se volvió y dijo:

—A las seis de la tarde, si es que ya ha llegado la ginebra, tendremos otra reunión, pero un poco menos solemne.

Cuando la puerta se cerró tras él se produjo en el cuarto el silencio. Johnson se puso a leer un manual de maquinaria que había tenido en la mesa, abierto delante de él; Scott-Brown y Raikes encendieron los cigarrillos y Holt cogió, de la manera más discreta posible, el caído cenicero. Al fin, después de una pausa, Allingham miró a Vincent, el alférez que había estado en la Trefoil y le preguntó:

—¿Qué pasó con el último barco del Capitán? Fue torpedeado, ¿verdad?

Vincent hizo un ademán significativo, buscando las palabras adecuadas.

—Sí. Después de haber acompañado a un par de barcos a Islandia, estaba dirigiéndose para reunirse de nuevo con el convoy. Poco después de medianoche lo captamos en el radar a gran distancia a retaguardia y después se desvaneció. Esperamos un poco, pero no pasó nada y, por consiguiente, informamos de ello al Viperous, que era el buque de la escolta, y éste retrocedió y encontró las almadías por la mañana.

—Fue una suerte muy grande que alguien los viese en el radar.

—Sí —contestó Vincent con tono inexpresivo.

—¿Acaso tú…? —indagó Scott-Brown mirándolo.

—Sí. Yo estaba de guardia en aquellos momentos.

—Buen trabajo —dijo Allingham—. ¿Cuántos se salvaron?

—Diez creo. Diez u once.

—Entonces, la cosa estuvo fea —comentó Allingham, dando un silbido de asombro.

—¿Qué condecoración lleva el patrón? —preguntó Scott-Brown.

—La cruz de Servicios Distinguidos —contestó el guardiamarina Holt rápidamente—. Y el primer oficial tiene una mención honorífica.

—¿Por qué se las concedieron?

Johnson levantando la vista del libro, contestó:

—Hundieron un submarino de regreso de Gibraltar. Hace un año aproximadamente. También cogieron muchos prisioneros.

—Tienes una memoria prodigiosa, jefe —afirmó Scott-Brown sonriendo.

—La Compass Rose era un buen barco —respondió Johnson seriamente—. Uno de los mejores.

—¡Qué desgracia que pereciera tanta gente! —exclamó Holt.

Su voz juvenil y su fino acento londinense contrastaban curiosamente con el áspero acento norteño de Johnson.

—Me pregunto —prosiguió— qué será lo que se siente al ser torpedeado.

—No te preocupes por ello —le contestó Raikes escuetamente—. Creo que no vale la pena averiguarlo.

—Por mi parte, no siento la menor curiosidad —comentó Scott-Brown.

—Y yo tampoco —añadió Allingham—. Quiero volver otra vez a Australia.

—Es un deseo muy curioso —dijo Holt ingenuamente.

Allingham lo miró un momento y le dijo:

—Jovencito. Es preciso que vigorices un poco tus ideas. ¿No te enseñaron nada acerca de Australia en tu colegio?

—Claro que sí. Presidiarios y conejos.

—¡Oiga usted, jovenzuelo…! —exclamó enérgicamente Allingham.

—Me parece —intervino Scott-Brown— que le están tomando el pelo de la manera más etoniana posible.

—¡Y tanto…! —afirmó Allingham, que, finalmente, se sonrió—. ¿No hay en la Marina inglesa algún procedimiento para azotar a los guardiamarinas?

—Hace mucho tiempo que eso fue abolido —explicó Johnson, que volvió a levantar la cabeza del libro.

—Pues yo soy muy aficionado a las antiguas costumbres —dijo Allingham— y ésa deberían restablecerla de nuevo.

—No forman un mal conjunto, ni mucho menos, Lockhart —decía Ericson, en su camarote—. De todos modos tienen bastante experiencia. Algo más que los que salieron en la Compass Rose la primera vez, ¿no le parece?

—No insista mucho en ese punto, señor —contestó Lockhart sonriendo.

—Me acuerdo cuando usted y Ferraby entraron en la barraca del Arsenal. Parecían un par de ratones blancos… ¿Sabe que resulta muy divertido tener un australiano a bordo otra vez? Me recuerda a Bennett.

—Sí —respondió Lockhart—. Es terrible, ¿verdad?