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El Vicealmirante Sir Vincent Murray-Forbes (Caballero Comendador de la Orden del Baño, Caballero de la Orden de Servicios Distinguidos), de la Real Armada, estaba sentado frente a su mesa en su despacho de la jefatura de la Base de instrucción en la bahía de Ardnacraish, jugando desalentadamente con una plegadera de plata donde se leía la siguiente dedicatoria: «Al Capitán de Fragata V. Murray-Forbes, de la Real Armada, al cesar en el mando del Dragonfly. De la tripulación. Octubre 1909. Buena suerte». No veía la inscripción; hacía seguramente muchos años que no la había leído, pero, probablemente, tenía una íntima relación con su desaliento y muy especialmente por lo que se refiere a la fecha, que era un dato incontrovertible. Aquel utensilio lo había acompañado a todas partes, como un amuleto desgraciado, pues le recordaba el transcurso de los años. Ahora tenía ya sesenta y era demasiado viejo para volver al mar.

El Almirante aparentaba ser lo que realmente era: un viejo marino retirado después de una vida de distinguidos servicios en la Armada. Tenía una cara enérgica y surcada de arrugas, que se acentuaban en torno a los ojos. La anchura del bordado de oro que galoneaba su bocamanga resultaba impresionante y las hileras de cintas de condecoraciones correspondían a los merecimientos que aquella cara ya presagiaba. La Orden de Servicios Distinguidos representaba sus proezas en Jutlandia, y la de Caballero Comendador de la Orden del Baño representaba también una larga y brillante historia sin interrupción, desde haber sido Comandante en Jefe del escuadrón en China y, después, de la Flota Metropolitana, y de haber prestado importantes servicios y misiones en tierra. Las demás condecoraciones significaban que había prestado servicios en las más diversas partes del globo, durante mucho tiempo. Demasiado tiempo, en realidad, para su actual estado de espíritu y para la paz del mismo. El año 1918, cuando mandaba una flotilla de destructores, había sido el punto culminante de sus hazañas de guerra, y, al presente, el conflicto bélico había estallado ya demasiado tarde para empezar de nuevo, pues aun cuando había conseguido aplazar su retiro, no había logrado obtener lo que hubiera deseado.

No habían querido que volviera al servicio activo en el mar. Tres meses antes, después de acudir a todos los medios, había estado a punto de conseguir el nombramiento que tanto deseaba; pero no se podían disimular sus cincuenta y nueve años, y el Primer Lord del Almirantazgo, amigo personal suyo, no había podido cerrar los ojos a esa realidad. En lugar de ello se le dijo que se le conferiría una misión de la mayor responsabilidad donde tendría ocasión de poner a prueba su experiencia, lo que sería vital para la finalidad que se le encomendaba. Por lo tanto, se le cerró finalmente aquel círculo donde él precisamente quería utilizar su experiencia: el servicio a bordo. Lo mejor que pudieron darle fue el mando de la base de Ardnacraish que se destinó a servir de área de instrucción para todos los barcos nuevos que se destinaran al servicio de escolta correspondiente al Mando de los Accesos Marítimos Occidentales. Era una misión importante, endiabladamente importante, pero no era lo que él hubiera deseado. Miraba, pues, a Ardnacraish con ojos nostálgicos, pensando siempre en aquel fracasado nombramiento de servicio activo en el mar, y, a veces, maldecía sin rebozo su actual situación.

Ardnacraish le podría haber devuelto el cumplido, aunque con menos justicia. Todo lo que el marino pudiera haber hecho, tenía la suprema sanción de la guerra. Pero, desde luego, había habido cambios. Si se toma un pequeño pueblo de pescadores, de Escocia, de unos doscientos habitantes, situado en las remotas Highlands, con una posada, tres tiendas, un embarcadero y una pequeña bahía muy abrigada, y si se decide que tiene que convertirse en una base de instrucción naval; si se transporta allí todo lo necesario para el establecimiento de tal base: barracas, almacenes, maquinarias y equipos de toda clase; si se construye una torre de señales y una emisora de radio, se extiende una red de defensa, se hacen obras de dragado, se profundiza la bahía y se coloca una línea de boyas de anclaje; si se establece un destacamento y un equipo de técnicos de setenta hombres y oficiales con la añadidura de una población flotante de doscientos o trescientos marineros procedentes de los barcos que visitan la base…; si, en fin, se suma todo este conjunto de realizaciones y otras con ellos relacionadas, se obtendrá, desde luego, un buen resultado que probablemente satisfará los objetivos perseguidos; pero será difícil que, después de todo esto, sobreviva nada que se parezca a una tranquila y bucólica aldea de las Highlands.

Ardnacraish había tenido su belleza típica y volvería a tenerla cuando se marcharan los intrusos visitantes; pero ahora no era más que un lugar de trabajo, un sitio que respondía a una necesidad utilitaria y en tal sentido resultaba como hecha a retazos, fea y sin que pudiera ser reconocida…; pero allí radicaba la responsabilidad impuesta al jefe naval.

El Almirante miró a la bahía desde la ventana, por encima de una línea interpuesta de techos de hierro acanalado bajo la que se albergaban los diversos departamentos y oficinas. Como de costumbre, soplaba un viento fresco y vivo que hacía mover las puertas, mal ajustadas, de la jefatura y que, según el Almirante veía, rizaba las aguas de la bahía y levantaba pequeñas olas que iban a estrellarse contra las boyas. En aquel momento no había ningún barco en la bahía, salvo el petrolero y el remolcador que se hallaban adscritos a la base; el último buque había zarpado hacía dos días y se estaba esperando que aquella misma tarde llegase el próximo. Se trataba de un nuevo tipo de barco, recién acuñado, por así decirlo, que era el primero de su clase: una corbeta, nombre éste un tanto teatral, pero que tenía una honrosa tradición en la Marina. Aquel buque tenía ya preparado su programa de instrucción y debería empezar a realizarlo sin pérdida de tiempo.

Se trataba de un programa severo, aunque todavía fuera puramente experimental, ya que los propios convoyes estaban aún en su fase inicial y apenas se sabía cuál sería la forma en que los barcos de escolta tendrían que llenar su misión. Hay, sin embargo, ciertas cosas que todos los barcos tienen que hacer y que son comunes a todos ellos sea cual sea el género de función que les estuviera encomendado. Como base fundamental para todo, cualquier embarcación tenía que ser limpia, eficaz y preparada convenientemente. En este sentido, casi todo dependía de sus oficiales, y a juzgar por lo sucedido durante la guerra anterior, habría un número bastante considerable de oficiales un tanto descentrados antes de que las cosas se ajustaran convenientemente. El barco que se esperaba, según había sabido el Almirante, estaba al mando de un capitán de la reserva naval, lo que quería decir, en todo caso, que se trataba de un marino con condiciones de mando. Los demás oficiales, improvisados, podían valer mucho o no valer nada.

En la frente del Almirante se dibujó una arruga de expectación. Pronto sabría si aquellos oficiales valían algo y también de lo que el barco era capaz. El averiguarlo era su misión. Quizá fuera demasiado viejo para volver al mar al mando de un navío, pero todavía era un juez competente para determinar lo que parecería el barco y lo que podría dar de sí y, por mucho que la guerra pudiese durar y cualquiera que fuese la urgencia del caso, no daría su visto bueno a ningún buque que no estuviere a la altura de la norma que él se había fijado.

Se oyó un golpe en la puerta y entró un oficial de señales. El Almirante, levantando la cabeza, preguntó:

—¿Qué sucede?

—La Compass Rose está entrando en la bahía, señor. El teniente Haines me ha mandado que se lo diga.

—¿Le han señalado el punto de anclaje?

—Sí, señor.

El Almirante se levantó y volvió a encaminarse a la ventana. En aquel momento, un barco estaba entrando en la estrecha boca de la bahía, moviéndose muy lentamente, avanzando de lado para contrapesar el viento contrario. Mientras el Almirante observaba el barco, éste botó una lancha que se dirigió a una de las boyas de anclaje centrales. Los ojos del marino recorrieron el buque examinándolo detalladamente. Era pequeño, más pequeño de lo que había creído, y más bien rechoncho, aunque no carente de gracia si se hacía excepción de la popa, de aspecto pesado y torpe, y del mástil, demasiado grueso y colocado frente al puente. Parecía limpio, cosa ésta que forzosamente tendría que ser, ya que estaba recién terminado y, al parecer, todo se hallaba en buen orden. Llevaba izado el gallardete de servicio y una flamante bandera. Montaba un cañón en el castillo de proa; otro automático de tiro rápido a popa; cargas de profundidad…, no mucho más. Parecía un dragaminas algo grande; pero tenía que hacer algo más que un buque de ese tipo.

El Almirante estuvo observando la maniobra de amarre en la boya, lo que se realizó con bastante limpieza, y después, volviéndose al oficial de señales, le dijo:

—Envía el mensaje siguiente: «A la Compass Rose, del Almirante Jefe de Base. Maniobra bien ejecutada». Después dile al teniente Haines que disponga mi lancha. Subiré a bordo ahora.