6

Pasaron una quincena viviendo en la atestada barraca de la dársena antes de trasladarse al barco, y otras tres semanas antes de estar en condiciones de zarpar; en total, cinco semanas de trabajo concentrado y de preparativos. A veces le parecía a Ericson que nunca conseguiría resolver los nuevos problemas y cuestiones que surgían cada día. Tenía que arreglárselas por sí solo, o cuando menos, resolver la forma en que tenía que solucionarse todo. Los dos alféreces eran muy voluntariosos, pero estaban más verdes que la hierba y Bennett, según observó, tenía menos experiencia de la que su manera de conducirse hacía suponer, así como mucha menos energía de la que aparentaba. Todo lo referente al barco parecía ser una cosa privativa del Capitán: encargar las municiones y aprovisionamientos, hablar con los funcionarios de los astilleros y del Almirantazgo, acordar las menores modificaciones o adiciones con los contratistas, resolver detalles técnicos respecto al casco o a las máquinas, disponer el alojamiento a bordo, responder a las señales, confrontar las listas y relaciones e informar sobre los progresos y estado del barco. Tuvo que hacer dos o tres viajes a la jefatura de la Base Naval en Glasgow antes de darse cuenta de que Ferraby, sereno y concienzudo, era apto para hacerse cargo de cualquier mensaje que pudiera enviarse, que transmitiría fielmente recogiendo la respuesta con no menor exactitud; pero esto no contribuyó mucho para descargarlo de un trabajo que se iba acumulando día tras día, en la barraca, junto a la Compass Rose.

Poco a poco, sin embargo, empezó a disfrutar de su recompensa. Comenzó a disminuir el trasiego a bordo y hubo, cada vez, menos espacio ocupado por herramientas y equipos del astillero, menos desorden, menos aceite y suciedad. Los obreros fueron disminuyendo hasta que, finalmente, un número muy reducido subía cada mañana por la pasarela. Los pertrechos fueron estibados; los camarotes alfombrados; los ranchos de la tripulación provistos de sus literas y sus taquillas. La Compass Rose adoptó, finalmente, la forma y el estilo de un verdadero barco. Había llegado el momento de instalarse a bordo y todos acogieron con satisfacción el traslado.

Pero cuando llegó la parte principal de la dotación, unos sesenta hombres procedentes de los cuarteles de Davenport, no tardaron en hacerse eco, con escasas variaciones, de las críticas del suboficial Tallow respecto a su alojamiento. Los ranchos eran pequeños y los hombres se hacinaban de una manera intolerable; la tripulación se hallaba mezclada sin distinción alguna, marineros, fogoneros, técnicos de señales, telegrafistas…; tenían que comer en el espacio que quedaba entre las literas y leer o escribir sus cartas apretujados y rodeados por todas partes de mirones. Y si esto pasaba en el puerto, ¿qué sucedería en alta mar, con el barco dando bandazos y el agua empapándolo todo? El ingenio de la marinería, que florece, según la vieja tradición inglesa, con la incomodidad y las contrariedades, tuvo tema de sobras en aquella ocasión y los primeros días en la Compass Rose, antes de que la tripulación se aclimatase, dieron lugar a una cosecha tan encrespada de invectivas y maldiciones como nunca pudo verse reunida en un espacio de seis metros de largo por uno de ancho.

Ericson se dio cuenta de este ambiente de descontento al pasar revista a la tripulación con motivo de la ceremonia de la toma de mando. No era que los hombres se mostrasen hoscos o con tendencias sediciosas. Se trató simplemente de que no dieron señales de interés alguno y quizá hicieron un poco de alarde de escepticismo, como si no comprendieran el motivo de tenerse que poner de gala en lugar de seguir usando la blusa de faena, total por algo de tan poca importancia como la toma del mando de una cosa tan insignificante como aquel cascarón de nuez. Se dio cuenta de que su primera preocupación debía ser atenuar las incomodidades a bordo. Ya había pensado en introducir algunas mejoras en la ventilación y en lo referente a las cocinas. Un capitán que tuviera carácter podía hacer mucho tratándose de un barco nuevo que se hallaba en período de experimentación, siempre que contase con la cooperación necesaria. Por otra parte, el trabajo a bordo, cuando alcanzara su pleno desarrollo y con la perspectiva de las duras pruebas que habían de sobrevivir, mejoraría también mucho la moral de la tripulación, infundiéndole un sano orgullo por su vida dura y combativa. Éstos eran los pensamientos que le animaban con mayor fuerza mientras los silbatos de los contramaestres hacían sonar la orden de firmes y se izaba la flamante bandera y el gallardete del mando. La Compass Rose, con su nueva capa de pintura, parecía limpia y dispuesta a entrar en acción, con sus números pintados en la proa, lista a hacerse a la mar. Cuando, un momento después, Ericson comenzó a leer los artículos del Código de la Marina de Guerra, su voz clara y firme evidenció que empezaba a sentirse orgulloso del barco. Éste podía ser nada más que una corbeta, no muy superior a un dragaminas en alta mar, pero podía forjarse un nombre en todos los sentidos, y éste iba a ser su objetivo de allí en adelante.

Las comidas en la exigua cámara de los oficiales no parecían poderse sobreponer nunca a esa especie de forzada artificialidad que caracteriza la mesa donde se sientan personas que son totalmente extrañas las unas a las otras. El Capitán acostumbraba a estar preocupado con el trabajo que traía entre manos o con el próximo. Se sentaba silenciosamente en la cabecera, mirando abstraído o, a veces, tomando notas. Ferraby, que era tímido por naturaleza, estaba tratando todavía de situarse, y jamás aventuraba ni una afirmación absoluta ni una pregunta directa mientras que Lockhart, que era el más locuaz de los cuatro, luchaba con el silencio por medio de una serie de monólogos que raramente motivaban alguna clase de contestación. La contribución de Bennett a aquel clima se situaba en el ámbito de la alimentación… Había desarrollado un fuerte apego por el artículo más burdo de la despensa, las salchichas enlatadas, que llamaba coloquialmente «tubitos»; éstas aparecían casi a diario en el menú, tanto en el almuerzo como en la cena, y la exclamación recurrente de «¡Viva! ¡Tubitos!» con que las recibía representaba la sentencia de muerte para el apetito de los demás. Se sentaba frotándose las manos, se servía una generosa ración de salsa de Worcester y se ponía manos a la obra con entusiasmo. Los pescadores lo habrían descrito como un parásito que trata de sacar la tripa de mal año.

El jefe de camareros, un hombre malhumorado llamado Carslake, vigilaba estas proezas con mirada burlona. Era evidente que estaba acostumbrado a ambientes más refinados. Y no era el único.

Si Bennett hablaba alguna vez lo hacía en tono ampuloso y discutidor, cambiando de asunto apenas lo había iniciado. Una discusión de mesa que tuvo con Lockhart produjo un resultado poco corriente. El joven, hablando de los equipos de salvavidas del barco, hizo observar que, en tiempo muy frío, se tendría mayor probabilidad de salvación nadando en el agua con chaleco salvavidas que permaneciendo sentado y completamente empapado, en una lancha abierta y expuesto a todos los vientos. Bennett, con la boca llena, le interrumpió con aspereza:

—¡Tonterías! Espere usted a que les pesquen la primera vez y ya verá cómo cambia de opinión en seguida.

—Pero —le respondió suavemente Lockhart—; ¿cómo lo sabe usted? Me parece que aún no ha tenido tiempo de ser torpedeado.

Bennett lo miró, pero no contestó nada. Más tarde, cuando el Capitán se había marchado ya del comedor, le dijo a Lockhart.

—Si me vuelve a hablar como antes, le romperé la crisma.

—Esto le reportaría muchos problemas —le replicó después de una pausa Lockhart, sin alzar el tono.

—De todos modos, vaya usted con cuidado —añadió Bennett, quien, desconfiando de una rendición fácil por parte de su interlocutor, cambiando de entonación, añadió—: Vamos… ¿Quién va a convidarme a un trago? ¿Ferraby…?

—Sí —respondió éste—. Naturalmente… ¿Quiere servirse usted mismo?

Más tarde Ferraby comentó esto con su compañero, cuando Bennett se había ido ya a su camarote.

—¿Tenemos que convidarle a beber? —le preguntó—. Él nunca lo hace.

—No tenemos que convidarlo a nada —respondió Lockhart—. La próxima vez que le sirvas un trago, le presentas la libreta de cargo para que la firme. Esto le contendrá.

—Ya se las arreglará de un modo u otro —añadió Ferraby, moviendo la cabeza—. Ya sabes cómo es.

Ferraby hablaba con cierta amargura. En efecto, había aprendido a saber cómo era Bennett, a su propia costa. Pocos días antes, cuando parecía que la Compass Rose tardaría aún una quincena en zarpar, le había pedido permiso para mandar a buscar a su esposa. Ésta podría permanecer en su hotel, en Glasgow, y él podría reunirse con ella cada dos noches, cuando no estuviera de guardia. Este plan no suponía ninguna complicación y él no rehuiría, por ello, ni la menor participación en el trabajo que le correspondiera; pero Bennett había rechazado la petición de una forma especialmente ofensiva.

—¿Esposa? —dijo cuando Ferraby le abordó en su camarote—. No sabía que usted la tuviese. ¿Cuánto tiempo hace que está usted casado?

—Seis semanas —contestó Ferraby.

—Entonces —comentó Bennett, que se sonrió de un modo afectado—, ya era tiempo de que se tomase un descanso.

Ferraby no contestó nada. Bennett parecía reflexionar sobre la petición, mirando pensativamente a su mesa. Después movió la cabeza.

—No, alférez —acabó por decir—. No me gusta esa idea. Hay mucho que hacer.

—Pero cuando esté terminado el trabajo…

—Es necesario apretar mucho. No puede hacerse nada bueno, si cada vez que suena la campana se me escapa usted a toda velocidad para disfrutar de su luna de miel. Esto lo distraería de sus deberes en el servicio.

Ferraby tragó saliva. Le molestaba seguir aquella conversación, pero persistió decididamente en sus propósitos.

—Todo lo que yo quisiera… —empezó de nuevo.

—Sé perfectamente bien lo que usted quiere.

La cruda sonrisa de Bennett fue ya un comentario suficientemente expresivo, pero todavía remachó más el clavo.

—No hay necesidad de que usted se vaya a dormir a tierra una noche sí y otra no para volver al día siguiente completamente desmadejado. Será mejor que se olvide de eso.

Aquello era algo que Ferraby no olvidó. Cuando lo comentó con Lockhart sentía un fuerte desagrado al recordar la escena.

—No me quejo tanto por haberme denegado lo que solicitaba como por la forma de expresarse. Resultó de una grosería imperdonable.

—Ya deberías haberlo supuesto. Este tipo es así —afirmó Lockhart.

—¡Lo detesto!

—Oye —sugirió Lockhart tratando de alejar la atención de su camarada del aspecto puramente emocional del asunto—. Yo no creo que necesites conseguir permiso para esto. Nadie puede impedir que tu esposa venga aquí. Pregúntale al Capitán.

—Pero aunque ella estuviese —aquí, Bennett podría impedirme que fuera a Glasgow a verla.

—No en tus días libres, no podría hacerlo.

—Apostaría que sí.

—Sí. Yo también lo apostaría —afirmó Lockhart con un ademán de asentimiento—. Ya encontraría algún modo de oponerse, sobre todo si después de que él te lo denegara hablabas con el Capitán. Será mejor que lo olvides —concluyó sonriendo a Ferraby—, como dice ese mal bicho. Ya tendrás otras oportunidades más tarde.

Cuando el suboficial de servicio apareció en la puerta de la cámara de oficiales con la gorra en la mano, para decir que la Compass Rose estaba «lista para la ronda», Lockhart, que era el oficial de guardia, se levantó y lo siguió, subiendo la escalera hacia el castillo de proa, cumpliendo así el último de los deberes de sus veinticuatro horas de guardia. Aquellas rondas o inspecciones nocturnas formaban parte de la disciplina diaria que, establecida poco a poco, estaba consiguiendo transformar la Compass Rose de una construcción de astillero en un barco de guerra en activo.

El contramaestre Tallow había contribuido en gran parte a sentar esta disciplina y ello en un grado superior al que hubiera necesitado llegar ordinariamente en caso de que se hubiera contado con un primer oficial que conociese sus deberes propios con mayor exactitud. Pero como quiera que ese primer oficial era Bennett, había un sinfín de cosas que atender si se quería que el barco funcionara como era debido. Tallow, de un modo discreto, haciendo una indicación sobre esto o lo de más allá o por medio de su directa intervención, consiguió que todo fuera respondiendo en forma debida.

Las rondas del oficial de guardia que éste llevaba a cabo todas las noches, y que consistían en una rápida vuelta por los ranchos de la tripulación y por la cubierta alta para comprobar el buen estado de las amarras y que las luces estuvieran debidamente apagadas, constituían el final de cada fase de la vida a bordo, en el puerto. La marinería se levantaba a las seis y media de la mañana y baldeaba la cubierta alta, lo que, en invierno y cuando apenas comenzaba a amanecer, constituía una operación muy penosa. La bandera se izaba a las ocho; después se desayunaba y luego comenzaban las faenas del día propiamente dichas que, en esta primera fase, consistían principalmente en la limpieza y en el estibamiento de los pertrechos. A las diez y media se hacía un momento de descanso, distribuyéndose a cada hombre un vasito de ron. El trabajo continuaba después hasta las cuatro, hora en que se permitía desembarcar a los que estaban libres de servicio y se organizaba la guardia de noche a bordo. Las cartas se bajaban a la cámara de oficiales, para su censura, poco después de comer; la ronda de inspección tenía lugar a las nueve y a las diez se tocaba silencio. Los que tenían permiso para permanecer en tierra toda la noche podían estar fuera del buque hasta las seis y media de la mañana siguiente.

Ya se había abierto la cantina del barco, cuya dirección correspondía al contramaestre, donde se vendían cigarrillos y tabaco libres de impuestos. Tallow se cuidaba de ello desde su propio camarote diminuto, situado a popa, y que estaba atestado hasta el techo. Su otra misión personal, la detención de los delincuentes e infractores, estaba también en marcha, habiéndose iniciado, por cierto, con una falta contra el decoro que produjo no poca vergüenza a Ferraby, que era, aquel día, el oficial de guardia. Tuvo que salir de la cámara a las nueve de la noche porque un gran estrépito producido en la cubierta alta le indicó que uno de los hombres libres de servicio estaba provocando un alboroto considerable. En lo alto de la escalera encontró al suboficial Tallow y a su lado a un fogonero, de aspecto estúpido, que se balanceaba ligeramente.

—El fogonero Grey, señor —empezó a decir ceñudamente Tallow, y luego, dirigiéndose al culpable, le gritó—: ¡Firmes! ¡Descúbrase! El fogonero Grey, señor. Estaba orinando en plena cubierta.

—¿Qué dice? —exclamó Ferraby, completamente sorprendido.

—Orinando, señor —repitió Tallow—. Nada más subir a bordo. El cabo de guardia lo denunció.

Ferraby se quedó sin saber qué hacer. Era una cosa que le cogía por completo de nuevo, y era también el primer infractor con quien se enfrentaba.

—¿Qué tiene que decir? —le preguntó, al fin. El fogonero se balanceó hacia adelante, después hacia atrás y al fin murmuró alguna cosa entre dientes.

—¡Hable claro! —barbotó Tallow. Grey hizo un esfuerzo, pero no llegó a articular ningún sonido inteligible.

—Debe de estar bebido, señor —insinuó el contramaestre.

—Es una cosa muy desagradable —dijo Ferraby—. Nunca había visto nada semejante.

—Lo siento, señor —dijo al fin Grey.

—¡Silencio! —rugió Tallow.

—Sí. Muy desagradable —insistió Ferraby débilmente—. Debería darle vergüenza. Informe al primer oficial, contramaestre.

—Sí, señor —dijo Tallow—. ¡Cubrirse! ¡Media vuelta! ¡Paso ligero!

El fogonero se retiró con paso vacilante. A los pocos momentos se oyó un golpe pesado contra el suelo metálico.

—Será mejor no quitarle la vista de encima —indicó Ferraby.

—Así lo haré, señor —contestó Tallow fríamente.

—Espero que estas cosas no sucedan a menudo.

—Ya sabe usted lo que es la cerveza, señor.

—Sin embargo… —comenzó a decir Ferraby, pero no continuó. La guerra, evidentemente, no iba con la gente delicada.

Dos días antes de Navidad, el Capitán fue a Glasgow para hacer una visita final a la Jefatura de la Base Naval, regresando con un nuevo paquete de documentos que, durante cierto tiempo, se dedicó a estudiar en su camarote. Después bajó a la cámara donde estaban reunidos los demás oficiales.

—Órdenes de zarpar —dijo escuetamente mientras se sentaba—. Descenderemos por el río pasado mañana… y, en caso de que lo hubiesen olvidado, esa fecha corresponde al veinticinco de diciembre.

—Es un buen regalo de Navidad —dijo Lockhart, rompiendo la pausa que siguió.

—Espero que lo sea —respondió el Capitán—. De todos modos, éste es el programa, en líneas generales.

Consultando una hoja de papel que llevaba en la mano, prosiguió:

—Seremos remolcados hasta el muelle de aprovisionamiento de combustible, a unas cinco millas aguas abajo. Nos aprovisionaremos allí y luego seguiremos descendiendo hasta Greenock. Allí permaneceremos anclados una quincena, embarcando pertrechos y municiones y ajustando los instrumentos de navegación. Después saldremos a probar las máquinas, probablemente hacia Ailsa Craig. Probaremos los cañones y las cargas de profundidad durante el camino. Esto nos ocupará hasta… —miró el programa de nuevo y continuó—: Hasta el doce de enero. Después, si todo va bien, iremos hacia el norte, a Ardnacraish, para hacer nuestra prueba final.

—¿Cuánto tiempo estaremos allí, señor? —preguntó Bennett.

—El programa dice tres meses. No será menos, y si no quedamos bien podrán retenernos todo el tiempo que quieran. Esto es lo que hay.

—¿Oyen ustedes esto, alféreces? —preguntó Bennett, terciando con su acostumbrada inoportunidad—. Ya pueden ir con cuidado en no cometer ninguna equivocación.

—Nadie debe cometerlas —precisó Ericson, frunciendo levemente el ceño—, desde mí mismo hasta el último fogonero.

Era la primera vez que se oía al Capitán corregir algo que hubiera dicho Bennett. Lockhart pensó en seguida si, en privado, el Capitán lo habría hecho ya con anterioridad, y si, realmente, éste se sentía tan desorientado respecto a la situación reinante en la cámara y en otros sectores del buque como parecía, a veces, estarlo. Si de verdad tenía puesta sobre el primer oficial la mirada en plan de atenta crítica, entonces podía haber esperanzas para el futuro.

—Bueno; esto es todo —continuó Ericson—. Tenemos que estar dispuestos a partir dentro de cuarenta y ocho horas —y levantando la voz, gritó—: ¡Despensa!

El jefe de camareros Carslake, desde fuera, no había perdido ni una palabra de la conversación, esperó un prudente rato antes de aparecer en la puerta.

—A sus órdenes, señor.

—Haga el favor de servir ginebra y cualquier otra cosa que deseen estos caballeros. —Más tarde, cuando ya se consumía la segunda ronda de bebida, dijo—: Creo que será mejor que mañana por la noche celebremos una fiesta. Quizá ya no tengamos oportunidad de hacerlo durante algún tiempo.