5
El torpedo chocó con la Compass Rose en el momento en que ésta navegaba casi a su máxima velocidad. El barco fue tan mortalmente despedazado por el mar como por la violencia del enemigo. Recibió el impacto en la obra viva de la sección de la amura, a unos cuatro metros de la proa y se produjo una explosión fulminante acompañada del crujido del hierro perforado y desgarrado y del funesto rugido del agua irrumpiendo a gran presión. Desde el destrozado castillo de proa se elevó hasta el puente una ráfaga de calor ardiente como el vaho encendido que sale por la boca de un horno. La Compass Rose viró bruscamente y se detuvo como un caballo al que se tira con violencia del bocado. Las amuras habían casi saltado a pedazos y la popa empezó ya a levantarse en el aire antes de que el barco se hubiera parado.
En el momento del desastre, Ericson estaba en el puente con Lockhart y Wells. A todos ellos les sobrecogió el mismo estremecimiento, un escalofrío angustioso seguido de una especie de asombro incrédulo. Se hallaban desorientados por la negrura de la noche que los envolvía y no podían creer que la Compass Rose hubiera sido tocada por un torpedo; pero aquel terrible desnivel de la cubierta no podía tener más que un significado y el estrépito de las cosas que, bajo sus pies, resbalaban por la pendiente, lo confirmó. Hubo, además, otro ruido, y éste heló la sangre en las venas del Capitán y le impidió pensar en nada más. El estrépito era transmitido por el tubo acústico que conectaba el puente con el castillo de proa. Parecía el aullido desesperado de un animal que se siente morir, como si un centenar de perros se revolvieran locamente en el fondo de un pozo. Eran los hombres sorprendidos por la explosión, que debió de haber obturado la única salida. Por el tubo se escuchaban sus gritos, el martilleo frenético, los chillidos pidiendo socorro; pero no había ayuda para ellos y Ericson, con una mano que parecía la de un verdugo, cerró de un golpe la conexión del tubo, suprimiendo el ruido del tumulto.
—Llama al Viperous por telegrafía sin hilos —ordenó dirigiéndose a Wells—. Emplea palabras sin cifrar.
Haciendo un esfuerzo para recapacitar dictó: «Torpedeado a cinco grados, treinta millas a popa de ustedes».
—Que suelten las lanchas y las almadías —mandó después, volviéndose hacia Lockhart—. Pero que esperen la orden.
La cubierta se inclinaba cada vez más. Se oyó un crujido debajo como si algo pesado se soltara y se deslizara por la pendiente. El vapor empezó a salir rugiendo por la válvula de seguridad a lo largo de la chimenea. Ericson pensó: «¡Dios mío! ¡Ya estamos hundiéndonos, como la Sorrel!».
—La telegrafía sin hilos no funciona, señor —dijo Wells, dirigiéndose al Capitán.
Abajo, en la cámara, el estrépito y la confusión habían sido pavorosos. La explosión se produjo en el mismo departamento contiguo y el mamparo se alabeó hacia ellos precisamente en el sitio donde estaba la mesa en que se hallaban comiendo. Todos saltaron de sus asientos, como despedidos por un resorte, y se precipitaron hacia la puerta. Por un momento hubo cinco hombres al pie de la escalera que subía a cubierta: Morell, Ferraby, Baker, Carslake y Tomlinson, el camarero. Se atropellaban unos a otros, Baker gritaba: «¡Mi salvavidas! ¡Me he dejado el salvavidas!». Ferraby puso pies en polvorosa con precipitación. Tomlinson agitaba la servilleta con que estaba sirviendo y Carslake, pasando los brazos por encima de las cabezas de los demás, se había agarrado al pasamanos. El grupo que pugnaba de esa manera producía un feo espectáculo de pánico, aunque en realidad no se tratase más que de la ciega e inmediata reacción ante el peligro. Alguien tenía que ser el primero que empezara a subir la escalera, pero por el impulso del riesgo todos habían llegado allí al mismo tiempo.
De pronto, Morell se volvió atrás, abriéndose camino a viva fuerza y precipitándose hacia su camarote. Encima de la litera tenía una fotografía de su esposa. La cogió y se la guardó dentro de la guerrera. Miró luego rápidamente a su alrededor, pero no necesitaba ya nada más. Después corrió de nuevo afuera y se encontró solo. Los demás se habían marchado aunque él había estado ausente solo unos segundos. Se preguntó quién sería el que hubiese logrado abrirse paso… Precisamente cuando llegaba al pie de la escalera se produjo, detrás de él, un espantoso crujido. Se volvió, enloquecido por el espanto, y a través de la puerta abierta de la cámara vio cómo el mamparo se derrumbaba y el agua penetraba formando una impetuosa tromba. La corriente se precipitó hacia él con el ímpetu de una catarata y Morell empezó a subir vertiginosamente la escalera. Cuando alcanzó el final, el agua le llegaba ya a la cintura y parecía adherirse vorazmente a sus muslos como si quisiera absorberlo mientras él luchaba por salir. Ya en la superficie de la cubierta, miró hacia abajo contemplando el espumoso caos que cubría todo: la cámara, los camarotes, todas las ropas y las pequeñas pertenencias de sus ocupantes. Aún lucía una luz bajo el agua color verde oscuro, iluminando aquel traidor torrente que había estado a punto de atraparlo. Se estremeció de espanto y a la vez de alivio, y corrió por la cubierta donde, en el helado aire de la noche, resonaba un griterío salvaje y el suelo se inclinaba bajo sus pies.
El espacio comprendido entre los botes ofrecía un aspecto dantesco. Los hombres erraban de una parte a otra, maldiciendo salvajemente, chocando unos con otros, resbalando en la pendiente de la cubierta. Sobre sus cabezas, el vapor que escapaba por las válvulas de seguridad hacía un ruido pavoroso, como si el barco, arrojando sus desgarradas entrañas, rugiera a la vez de rabia y con aullidos de desafío a lo inevitable. Una de las lanchas estaba inutilizada, pues no podía botarse al agua por el ángulo de inclinación que había adquirido el barco; la otra tenía las cuñas agarrotadas y ningún esfuerzo, por violento que pudiera ser, lograba moverla. Tonbridge, que dirigía la maniobra, martilleaba y hurgaba como un condenado secundado por una docena de hombres que hacían también esfuerzos desesperados; pero la lancha parecía como si estuviera clavada en la cubierta y permanecía inamovible. Tonbridge, por cuarta o quinta vez gritó: «¡Vamos, muchachos! ¡Levantad!». Tenía que chillar a grito pelado para que pudieran oírle, pero sus gritos no servían de nada y tampoco conducía a nada el esfuerzo que hacían para levantar la lancha. Gregg, que estaba detrás tirando de la borda, dijo jadeando:
«Esto no sirve para nada, Ted… No puede moverse… Es por la inclinación del barco». Al fin, Tonbridge gritó: «¡A las balsas, pues! ¡Soltad las balsas!».
Los marineros dejaron la lancha que, en el momento de necesidad, no les había servido de nada y les había hecho perder un tiempo precioso y se dirigieron a las almadías Carley. Tropezaban unos con otros, chocaban con los obstáculos, resbalaban en la inclinada cubierta y maldecían en medio de aquella confusión. Tonbridge les mandó levantar la almadía que se hallaba en la parte del barco que se elevaba y llevarla al otro lado. En medio de la oscuridad, aquella media docena de hombres enloquecidos por el espanto, que levantaron y trasladaron la balsa con ansioso esfuerzo, parecía como si estuvieran ya luchando unos con otros por salvarse. Tonbridge permaneció en su puesto mirando al puente desde donde tenía que venir la próxima orden: la última orden de todas. El puente destacaba su silueta torcida. El marinero se palpó el chaleco salvavidas apretando las correas. Sin tomarse el trabajo de alzar la voz para hacerse oír, dijo:
—Vamos a pasar frío, muchachos.
Abajo, en la sala de máquinas, Watts y el aprendiz Broughton permanecían solos esperando la orden de abandono que había de venir del puente. Sabían que había de darse, confiaban en que se daría… Watts estaba en su puesto cuando se produjo el torpedeamiento y por propia iniciativa paró la máquina y después, mientras aumentaba la inclinación, abrió la válvula de escape y descargó por ella la presión de las calderas. El maquinista había podido reconstruir lo que pasaba fuera, siguiendo todas las vicisitudes, por los ruidos que se producían, lo que, por lo demás resultaba fácil. Los crujidos que se iban sucediendo eran debidos al estallido de los mamparos y el estrépito de las pisadas que resonaban sobre su cabeza era ocasionado por la maniobra de soltar las lanchas. Aquella fatídica inclinación del barco equivalía a su sentencia de muerte. Esperaban, pues, ambos, en la abandonada sala de máquinas: el viejo primer maquinista y el joven aprendiz. Watts se dio cuenta de que Broughton se estaba persignando y recordó que era católico. Que tuviera buena suerte aquella noche… El timbre de señales del puente repiqueteó agudamente y el maquinista puso la boca en el tubo acústico:
—Sala de máquinas —gritó.
—¿El jefe? —Se oyó preguntar a la lejana voz del Capitán.
—A sus órdenes, señor.
—Deje eso y venga arriba.
Esto fue todo… y ya era bastante.
—¡Arriba, muchacho! —le gritó a Broughton—. Ya hemos terminado aquí.
—¿Se está hundiendo el barco? —preguntó el aprendiz aturrullado.
—No será conmigo a bordo… ¡Vámonos, fuera de aquí!
Cuatro minutos después… La paz reinaba ya en el castillo de proa. Habían cesado los golpes y las frenéticas voces estaban apagadas y muertas. El torpedo había llegado en un mal momento; para muchos el peor y el último momento de sus vidas. Treinta y siete hombres de la guardia de babor, marineros y fogoneros, se hallaban en el rancho de la tripulación en el momento de la explosión. Sentados aquí y allá, comiendo, durmiendo, leyendo o jugando a las cartas o al dominó, todo ello en aquel abrigado y caliente local, detrás de la puerta de hierro herméticamente cerrada. Ninguno se salvó. La mayor parte resultaron muertos instantáneamente pero algunos pocos, por suerte o por desgracia, corrieron o se arrastraron hasta la puerta y la encontraron combada por la explosión y encajada con tal fuerza que era inútil pretender abrirla. No había otra salida que aquélla, excepto la tronera por la cual estaba irrumpiendo el agua a chorros, como una catarata furiosa.
La mortandad que siguió fue piadosamente breve, pero hasta que el agua apagó los últimos aullidos y aflojó las últimas manos que se aferraban como garras, sucedió lo que Ericson había oído a través del tubo acústico; un paroxismo de desesperación, terror y violencia convulsiva, todo con un desbordamiento extremo y pavoroso, una escena depresiva de hasta dónde puede llegar la animalidad humana, que fue mejor que no dejara ningún testigo.
En el otro extremo del barco un hombre sereno y decidido había acudido a su puesto para llevar a cabo la misión que le estaba asignada como «preparativos para el abandono del barco». Este hombre era Wainwright, el cabo torpedista, que, encaramado en la popa que ya se alzaba sobre el resto del barco, estaba quitando los fulminantes de las cargas de profundidad para que no estallasen cuando se hundiera el barco.
Llevaba a cabo aquel trabajo con el mayor método. Desatornillar, extraer, arrojar… Desatornillar, extraer, arrojar… Mientras trabajaba estaba silbando desentonadamente una versión del Roll out the Barrel. El quitar cada fulminante le ocupaba entre diez y quince segundos, y como había treinta cargas de profundidad se daba cuenta de que el tiempo le iba a venir muy justo. Bajo sus pies, la popa se estaba alzando cada vez más, como la extremidad de un balancín gigantesco. A pesar de la oscuridad dela noche existía suficiente claridad para que le fuera posible seguir con la mirada los contornos del barco descendiendo por la profunda inclinación que se sumergía finalmente en el mar. Podía oír el escape del vapor y las voces de los hombres que gritaban más lejos, sobre cubierta. «¡Qué estrépito arman esos condenados!», pensó fríamente. Era una lástima que no tuvieran otra cosa mejor que hacer.
Solitario y tenaz, prosiguió su trabajo. Sentía una especie de oscura satisfacción en arrojar por la borda aquel material que, durante tres años, le había estado atormentando. Todas aquellas malditas cosas que tenían su numeración, sus cajas especiales, sus listas y sus hojas de historial se convertían ahora en un mero chapoteo en las negras aguas del que ni siquiera había que llevar la cuenta.
Alguien estaba subiendo hacia allí; ascendió por el declive con un esfuerzo penoso y vino casi a chocar con él. El torpedista reconoció el uniforme de un oficial y después a Ferraby.
—¿Quién está ahí? —preguntó éste con voz ahogada.
—El cabo torpedista, señor. Estoy quitando los fulminantes.
Prosiguió su trabajo sin aguardar ningún comentario. Ferraby lo miraba como si estuviera sumido en alguna pesadilla pavorosa, pero en seguida se encaminó a la otra hilera de cargas y empezó, con dedos torpes, a manipular. Trabajaron infatigablemente, espalda con espalda, luchando con la inclinación de la cubierta. Al principio permanecieron silenciosos; después, Wainwright empezó de nuevo a silbar y Ferraby, mientras arrojaba al mar uno de los primeros fulminantes, no pudo contener un sollozo. El barco dio una violenta sacudida bajo sus pies y la popa se alzó más, elevándolos sobre el mar.
Siete minutos más tarde, Ericson se dio cuenta de que el barco se iba a pique y nada lo podría evitar: el puente se inclinaba sobre las aguas en un ángulo cada vez más pronunciado. La popa se elevaba, mientras que la proa se iba sumergiendo en las profundidades… El barco en que habían gastado tanto tiempo y cuidados, su Compass Rose, iba a hundirse puesto que no podría mantenerse a flote mucho más rato.
Estaba atormentado por lo que no había podido hacer: enviar un mensaje al Viperous, soltar las lanchas y no haber apuntalado, a su debido tiempo, el mamparo de la cámara. Pensó que el Almirante, en Ardnacraish, tenía razón…; deberían haber hecho más prácticas…; pero todo había sucedido con tanta rapidez… Quizá no había nada que pudiera haber salvado el barco; tal vez éste era demasiado vulnerable; era posible que se tratase de algo superior a toda defensa y él podía tener la conciencia tranquila.
Wells, que permanecía a su espalda, atento a todo, le dijo:
—¿Tiro al mar la documentación, señor?
Ericson se estremeció, Tirar por la borda el libro secreto de señales y claves, en un pesado saco, era lo último que había que hacer y el postrer síntoma de su pérdida total. Se acordó de cuando había visto, en el submarino hundido, a un hombre que lo hacía así, y que había perdido la vida, por cierto, al hacerlo. Por unos momentos, retardó la orden como si tuviese aún alguna loca esperanza.
Volvió a mirar hacia abajo recorriendo toda la longitud del barco. Todos habían hecho lo que estuvo a su alcance y no parecía haber servido de nada. Ahora estaban, simplemente, pasando el último y breve plazo que los separaba del momento de tener que arrojarse a nado. Pensó un instante en su situación, a treinta millas a retaguardia del convoy, y se preguntó si alguno de los barcos que formaban la escolta final habría visto a la Compass Rose por medio del radar, dándose cuenta después de su desesperación y suponiendo lo que había pasado. En aquella noche helada, ésta era su única probabilidad de salvación.
—Sí, Wells —ordenó dirigiéndose al oficial de señales—; Tira la documentación al mar.
Después se volvió hacia otra figura que permanecía a la expectativa en el fondo del puente y llamó:
—¡Contramaestre!
—A sus órdenes, señor —respondió Tallow.
—Dé la orden de abandonar el barco.
Siguió a Tallow bajando la escalera y atravesando la empinada cubierta, oyéndole gritar: «¡Abandonen el barco! ¡Abandonen el barco!» delante de él. Había un gran grupo de hombres apelotonados silenciosamente y que se iban retirando hacia la elevada popa. Bajo ellos, en las negras aguas, habían sido bajadas las dos almadías Carley, que flotaban como precaria ayuda en su desesperada situación. Unos cuantos hombres del grupo de Tonbridge, una vez que hubieron terminado de poner las balsas en condiciones, habían vuelto a luchar a brazo partido con la lancha; pero ésta se mostraba más irreductible aún a medida que la inclinación del barco aumentaba. Cuando Ericson estuvo entre sus subordinados, fue reconocido, y las palabras «El patrón», «El patrón», se esparcieron en un murmullo apagado, rodeándole. Un marinero preguntó: «¿Podemos tener alguna probabilidad de salvación, señor?».
Desde la borda, un hombre gritó: «¡Me tiro, muchachos!», y se arrojó de cabeza al mar.
Ericson dijo:
—Hay que dejar el barco. Buena suerte a todos.
Entonces el miedo hizo su aparición. Algunos hombres se arrojaron al mar sin vacilar y, jadeando de frío, invitaban a sus compañeros a seguirlos. Otros retrocedían y se apelotonaban hacia la popa, en el lugar más separado del agua. Cuando, al fin, muchos de ellos se lanzaron al mar, lo hicieron dejándose deslizar por el casco, donde los crustáceos adheridos les desgarraron la ropa y las partes más delicadas del cuerpo —a veces la cara, a veces los genitales— con sus agudas asperezas. En el mar empezaron a brotar rojas lucecillas a medida que se encendían las lámparas de seguridad. Los hombres braceaban de una parte a otra, gritando y dándose ánimos, sin dejar de volverse para mirar a la Compass Rose. Con su popa levantada, el barco parecía estar pensando en la zambullida que iba a dar antes de llevarla a cabo. La hélice, recortando su silueta contra la negrura del cielo, daba la impresión de algo absurdo, mientras que el mástil inclinado se asemejaba a un dedo extendido en ademán de admonición, como si previniera a todos para que se comportasen bien durante su ausencia.
El final estaba próximo, no podía tardar. Mientras los náufragos miraban al barco, la popa se levantó más todavía en el aire y el último de los marineros que aún permanecía a bordo agarrado a la barandilla se arrojó al mar con un grito de espanto. El ruido de la caída pareció provocar otro: el crujido desgarrador producido por las cargas de profundidad que, soltándose de sus amarras, se deslizaron estrepitosamente a lo largo de toda la pendiente del barco sumergiéndose en el agua.
Un grito de «¡Se está hundiendo!» fue exhalado unánimemente por una docena de aterradas gargantas. Se produjo al instante una sorda explosión que todos sintieron como si una gigantesca mano les apretara el estómago y la Compass Rose empezó a hundirse rápidamente, como si se alegrara de terminar así con su miserable estado. El mástil se rompió en pedazos en medio del destrozo de los aparejos. Al desaparecer la popa bajo la superficie del mar, un tumultuoso chorro de agua se proyectó hacia arriba. Después el pesado e intenso tufo del petróleo se propagó en todas direcciones y envolvió a los nadadores. Era éste un olor al que estaban acostumbrados por los muchos convoyes, pero no habían imaginado que la Compass Rose llegara alguna vez a expeler aquel repugnante hedor.
El mar volvió a allanarse y el petróleo se esparció por su superficie. El barco había desaparecido por completo bajo las aguas. En el transcurso de unos minutos se había arruinado la labor de varios años. Entonces, el frío mordiente, que se había olvidado por un momento ante el atroz espectáculo del hundimiento, volvió a dejar sentir sus terribles efectos. Los desgraciados supervivientes se hallaban desprovistos de todo y abandonados en la oscuridad. Había allí cincuenta hombres, dos balsas, miseria, miedo… y el mar.
En las dos balsas no había sitio para todos. Algunos hombres estaban sentados o tumbados en ellas, otros se aferraban a las cuerdas que las rodeaban por los lados y otros nadaban a su alrededor describiendo círculos con la esperanza de poderse acoger allí, sin que faltaran quienes se agarrasen a otros, más afortunados, que habían conseguido un sitio. Las luces rojas de las lámparas convergían en las balsas y mientras los hombres nadaban jadeando de frío y de miedo, las olas heladas les golpeaban las caras y el petróleo penetraba por sus narices y gargantas. Primero los brazos y luego las piernas se les iban quedando entumecidos rápidamente y el frío no tardó en penetrarles en el cuerpo y helarles la sangre. Los nadadores hacían frenéticos esfuerzos para mantenerse a flote y procuraban escalar las almadías, pero siempre los empujaban. Daban vueltas y más vueltas nadando en la oscuridad, gritando, maldiciendo a sus camaradas, pidiendo auxilio, mascullando oraciones…
Llegó un momento en que algunos de los que se habían agarrado a las cuerdas no pudieron seguir manteniéndose así y se soltaron, alejándose. Los que habían tragado petróleo sufrían calambres que los paralizaban y empezaron a vomitar, con grandes bascas, aquel líquido que los envenenaba; y los que se habían desgarrado el cuerpo contra las escabrosidades del casco del buque fueron atacados por mortales escalofríos que los congelaban.
En las almadías, algunos hombres se iban durmiendo a medida que avanzaba aquella amarga noche mientras que otros perdían los ánimos cuando veían a su alrededor las negras y desesperantes sombras, escuchaban el ruido del mar y del viento, olfateaban el petróleo y oían a sus camaradas que iban sucumbiendo ante el implacable acoso del frío y de la angustia mortal.
Poco después, los hombres empezaron a morir.
Algunos supieron morir bien: el contramaestre Tallow, el cabo Tonbridge, el cabo torpedista Wainwright y el jefe de señales Wells, con muchos otros. Éstos eran los hombres que, de un modo automático, hacían todas las cosas bien. En la muerte no los abandonó esa costumbre.
Tallow murió cuidándose de los demás; ésta había sido siempre su principal misión a bordo de la Compass Rose y la llevó a cabo hasta el último momento. Cedió su lugar en la balsa número uno a un joven marinero que no tenía chaleco salvavidas. Cuando escuchó las súplicas de su subordinado, el contramaestre empezó por reprenderlo por no haber cumplido las órdenes dadas y después se deslizó en el agua y subió al marinero a la balsa; pero, una vez en el mar, lo atacó un feroz calambre y no pudo mantenerse asido a la cuerda. Aún no había terminado aquel marinero de murmurar sobre «el maldito contramaestre que nunca deja en paz a nadie», cuando Tallow se abandonó a la deriva y no tardó en morir de frío, solo y abandonado.
Tonbridge empleó todas sus fuerzas en agrupar a la gente y conducirla hacia las balsas. Cuando ya había logrado llevar a media docena de hombres que se hallaban demasiado agotados para pensar o actuar por su propia cuenta, oyó los gritos de otro que se estaba ahogando en la lejana oscuridad. Partió por séptima vez para prestar su ayuda, pero ya no volvió.
Wainwright, una vez que llegó a la conclusión de que sería mejor que las dos balsas se mantuvieran juntas, se dedicó de lleno a dirigir y empujar la una hacia la otra. Pero aquello era más pesado de lo que creía y también confió demasiado en sus fuerzas; perdió pronto sus energías luchando con el mar, que parecía empeñado en mantener separadas las dos almadías, y con el frío que le quitaba alientos, luchando a brazo partido hasta llegar al límite de extenuación, acabó por sucumbir haciendo el último esfuerzo.
Wells murió haciendo listas. Casi toda su existencia marinera la había pasado confeccionando listas y relaciones: de señales, de barcos que constituían un convoy, de banderines para transmitir… Entonces le pareció una cosa fundamental determinar con exactitud el número de hombres que habían conseguido escapar de la Compass Rose y cuántos de ellos quedaban con vida. Estaba seguro de que su Capitán se lo preguntaría y no quería quedar en falta. Nadó de una parte a otra durante más de una hora contando el número de cabezas que flotaban; llegó a sumar cuarenta y siete y después le asaltó la duda de que quizá alguno de los hombres que había incluido en su cómputo pudiera haber muerto entretanto, por lo que empezó de nuevo a hacer el recorrido.
Esta segunda vez iba mucho más despacio y no tardó en darse cuenta de que un bulto oscuro que flotaba en el agua y que no contestaba a sus llamadas, en lugar de aproximarse, se alejaba más. Wells se acercó a él muy lentamente, incapaz de bracear con vigor y teniendo que hacer frecuentes paradas de descanso y, al cabo de un momento de darse cuenta de que aquel hombre estaba muerto, murió también él sin haber podido terminar de obtener el total preciso.
Otros hombres murieron mal: el maquinista jefe Watts, el marinero de primera Gregg y el suboficial camarero Carslake, entre otros muchos. Eran hombres a quienes su propio temperamento y su existencia pasada los había vuelto egoístas o miedosos o tan apegados a la vida que su propia ansia de sobrevivir los destruyó.
Watts murió mal. Quizá resultara injusto esperar de él otro comportamiento. Era un hombre viejo, cansado y aterrorizado. A aquella edad debía haber estado tranquilamente junto al fuego, jugando con sus nietos, y en lugar de ello braceaba sin orientación en medio de un agua densa y oleaginosa, chocando, en las sombras, con otros hombres a quienes conocía perfectamente y que estaban ya muertos. No cesó de gritar y de pedir socorro desde el mismo momento en que se arrojó de la Compass Rose. Se agarró a otros nadadores, luchó desesperadamente para subir a una de las balsas que estaba ya abarrotada y fue cayendo, cada vez más hondo, en el abismo de un terror insensato. El miedo lo mató, más que otra cosa. Llegó a persuadirse de que ya no podía sostenerse más y que perecería a menos que fuera salvado inmediatamente. En tal estado de ánimo, un postrer estremecimiento de terror empezó a agarrotar sus pesados miembros y a oprimir sus frágiles arterias hasta que la misma muerte, en su matiz más abyecto, puso fin a aquella agonía. No era la muerte que correspondía a un viejo que debiera estar disfrutando del retiro, tanto por los servicios prestados como por su normal manera de ser: merecía algo mejor que aquel lamento angustioso que lo acompañó hasta el último momento; pero así sucedió con muchos otros que también tuvieron una muerte pavorosa.
Gregg murió mal porque se aferró a la vida con feroz anhelo y, por ello, encontró la muerte en circunstancias singulares. Poco antes de zarpar, Gregg había recibido otra carta de su amigo del Ejército, en que le decía: «Querido Tom: Me preguntas si vigilo a Edith cuando voy a casa con permiso. Pues bien…». Gregg no podía creer que su mujer se hubiera salido nuevamente del buen camino cuando la dejó para volver al barco; pero aunque fuese así, estaba seguro de que él lo arreglaría todo en un par de días. Pensó que, en cuanto volviera junto a ella, lo solucionaría, porque no era más que una niña y lo que necesitaba solamente era tener a su lado el cariño de su esposo. Por tal razón, Gregg estaba convencido de que no podía morir; sentimiento éste que, por lo demás, era compartido por muchos de sus camaradas, y la pugna por permanecer vivo es, en casos desesperados, rencorosa y violenta.
A Gregg le costó una hora de agotador esfuerzo abrirse camino hasta poder situarse al lado de una de las balsas. Comprendió que era inútil pretender subir allí, pero su inflexible resolución lo condujo a hacer todo lo que estuviera en sus manos para no perder el sitio. Finalmente consiguió introducir el cuerpo entre el borde de la balsa y la cuerda que corría alrededor de todo su contorno, de modo que quedó sujeto a la almadía como un bulto más pequeño que va atado a otro mayor. Allí, situado con seguridad, pretendía pasar toda la noche soñando con su casa y con la esposa que estaba seguro de que volvería a amarlo tan pronto como regresase…; pero su afán por conservar la vida había sido demasiado grande y, a medida que la noche asomó, fue perdiendo las fuerzas y durmiéndose hasta que aterido de frío, se fue deslizando hacia el fondo y la cuerda le pasó desde los hombros, por donde lo sujetaba, a la garganta. Aquella cuerda, unida por medio de anillas a la balsa, se hallaba muy tensa debido al peso de los hombres que se agarraban a ella desesperadamente. Gregg se despertó de pronto y se encontró fuertemente sujeto por el cuello. Antes de que pudiera liberarse de aquella sofocante presión, la almadía se alzó por aquel costado debido a que uno de los hombres que la ocupaban se trasladó al lado opuesto y se dejó caer allí pesadamente. A consecuencia de ello, la cuerda se le clavó profundamente en la garganta y lo levantó del agua. La oscuridad era demasiado intensa para que los otros pudieran darse cuenta de lo que sucedía y, en aquellos momentos, los gritos sofocados del marinero se podían confundir con los de otros que también los proferían, mezclados con las lamentaciones de los que sucumbían. Sus desesperados esfuerzos sólo sirvieron para abreviar el tiempo que tardó en morir estrangulado.
Carslake murió como un asesino. La pequeña viga de madera que, durante los momentos más negros de la noche, flotaba a su lado, sólo era suficiente para sostener a un hombre y estaba ya ocupada por uno, un telegrafista llamado Rollestone. Era éste un hombre pequeño, con gafas y lleno de miedo. Carslake podía hallarse a su nivel en cuanto al miedo, pero en nada más, y el no haber podido conseguir un lugar en alguna de las balsas había encendido en él una frenética ansia de salvación mezclada con un rencor ciego. Vio la figura de Rollestone tumbada sobre el madero y, nadando lentamente, se agarró a uno de sus extremos motivando que éste se sumergiese en el agua. El telegrafista levantó la cabeza.
—¡Cuidado! —gritó lleno de miedo—. ¡Vas a hundirme!
—Hay sitio para dos —respondió Carslake ásperamente volviendo a hundir la extremidad del madero en el agua.
—No lo hay…, déjame solo. Busca otra tabla.
Era la hora más oscura de la noche. Carslake nadó lentamente hasta el otro extremo del madero y empezó a soltar las manos de Rollestone del lugar donde se asían.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó el desgraciado.
—Yo fui el que vio primero esta viga —murmuró el camarero jadeando por el esfuerzo que hacía para desalojar al otro.
—Pero soy yo quien está encima de ella —alegó éste a punto de llorar de miedo y de rabia—. Este madero es mío.
Carslake atrajo hacia sí la tabla clavando en ella los dedos y haciendo que se inclinara y oscilase peligrosamente. Rollestone empezó a pedir socorro y Carslake, soltando una mano, levantó el brazo y le dio un puñetazo en la boca. El agredido cayó del madero, pero inmediatamente empezó a encaramarse de nuevo, dando puntapiés a su adversario mientras lo hacía. Éste aguardó a que la cabeza del telegrafista se recortase de nuevo claramente en el cielo negro y entonces, alzando ambas manos, las entrelazó fuertemente y empezó a golpear con todas sus fuerzas, una y otra vez. Rollestone sólo pudo lanzar un grito antes de ser reducido al silencio para siempre. Las sombras de la noche encubrieron el crimen.
Pero aquel esfuerzo homicida pareció debilitar a Carslake y su cuerpo, que había entrado momentáneamente en calor, volvió a entumecerse. Cuando trató de encaramarse al madero se encontró demasiado pesado y torpe en sus movimientos y no logró conseguirlo. No tardó en tener que desprenderse de aquel asidero, tan inhumanamente logrado, y se hundió en el mar jadeando lenta y pesadamente. El madero quedó flotando sobre las olas, abandonado y sin dueño.
Hubo hombres que, simplemente, se murieron: el alférez Baker, el fogonero Evans, el teniente Morell y muchos otros. Eran hombres que no tenían una razón particular para seguir viviendo o que se habían creado una situación tan penosa en su existencia que, perderla, significaba un alivio.
Baker, por ejemplo, no experimentó ante la muerte un terror más grande que el que había estado atenazándolo durante la semana anterior. Desde que zarpó la Compass Rose, había estado yendo de una parte a otra del barco abrumado por la carga de su culpabilidad y rumiando en su soledad un vergonzoso temor que los días pasados habían ido confirmando para su desgracia. No sabía nada respecto de las enfermedades sexuales y no tenía a quién confiarse. Sólo podía observar con creciente angustia los síntomas de lo que, en días más tranquilos, había aprendido a considerar como una especie de percance que los hombres de mundo toman a broma. Pero, a medida que los días pasaban, ya no pudo tener duda alguna de lo que le pasaba. Durante una semana había evitado todo contacto con los demás, pasando aquellos días sumido en un malestar progresivo, en una degradación y un miedo que no tenían límites. La noche en que la Compass Rose fue torpedeada, tenía ya el propósito de atentar contra su vida.
Cuando abandonó el barco estuvo unos minutos nadando y luego consiguió un sitio en la balsa número dos; pero, mientras su cuerpo se iba secando lentamente después de salir del agua, sufrió horriblemente. Durante varias horas se había estado moviendo de una parte a otra, inquieto y agitado, sin experimentar ningún alivio y, finalmente, impulsado por la desesperación, se dejó deslizar de la balsa y se hundió en las olas. El agua helada le pareció grata y murió rápidamente, como era de esperar en unas circunstancias en las que, un solo grado de diferencia en la temperatura, podía suponer la diferencia, también, que hay entre la circulación de la sangre o su mortal paralización.
El fogonero Evans murió asimismo por culpa de la pasión amorosa. Durante su vida se había entregado tan de lleno a ella, de un modo u otro, que hacía tiempo que se veía desbordado por su impetuosa corriente. En aquel período de guerra, Evans cargaba sobre sus espaldas, simultáneamente, dos esposas regañonas, una en Londres y otra en Glasgow: una, joven abandonada en Liverpool, y viuda esperanzada en Londonderry, la otra. En Manchester tenía una mujer que criaba entonces uno de sus hijos y otra, en Greenock, que estaba esperando otro. Si el barco iba a Gibraltar, podía estar seguro de encontrar en el muelle a un par de gesticulantes españolas, y si arribaba a Islandia, a Halifax o Saint-John’s, en Terranova, no faltaría, al cabo de una hora, la llegada a bordo de algún recado, amoroso o amenazador. Todo el dinero de que podía disponer lo empleaba en el sostenimiento de media docena de hogares o en pagar los gastos de reconocimiento de paternidad y registro de nacimientos, y el tiempo que pasaba en el puerto lo tenía que dedicar a escribir cartas. No se mostraba nunca muy inclinado a desembarcar, pues los enfurecidos maridos, padres o hermanos, que sabía que habría de encontrar a la salida del muelle, no constituían, ciertamente, la clase de bienvenida que le hubiera gustado disfrutar.
Había llegado a esta deplorable situación por lo que pudiera llamarse un fatal espíritu de empresa. No es que fuera, en modo alguno, un seductor; lo que pasaba era que nunca podía admitir un no como respuesta.
Pero últimamente había ocurrido un nuevo suceso de carácter más grave. Poco antes de que la Compass Rose zarpara, las dos esposas «oficiales» habían descubierto su mutua existencia y la inmediata marcha del barco apenas le había dado tiempo suficiente para escapar de tan apurada situación. Sin embargo podía adivinar lo que pasaría. Seguramente las dos esposas se aliarían para derrotar a las demás mujeres de aquel disperso harén, pero después mantendrían su alianza y esta vez contra él mismo. Se veía ante la policía por quebrantamiento de promesa matrimonial, frente al juez por estupro, encerrado por deudas y conducido a una penitenciaria por bigamia. Se le presentaba un porvenir sombrío y lleno de quebraderos de cabeza sin ninguna salida posible.
Cuando hacia las tres de la mañana le llegó el momento de luchar por su vida contra el frío, sólo sintió cansancio y desesperación. Haciendo un examen de conciencia le pareció que había corrido demasiado, que aquello no podía durar indefinidamente y que le había llegado el momento de pagarlas todas juntas. Si no lo hacía en la oscuridad y en el agua helada y aceitosa, en privado, cuando volviese a Inglaterra tendría que hacerlo frente a un ajuste de cuentas mucho más oneroso.
No es que se entregara voluntariamente al mortal abrazo del mar; pero lo cierto es que dejó de preocuparse por vivir o morir y, en aquella noche, una voluntad indecisa no servía para nada. Evans no luchó por la vida con la desesperación que era necesaria. Lo sobrecogió un calambre, un frío mortal le invadió todos sus miembros y las piadosas aguas acabaron rápidamente con todas sus preocupaciones.
Morell puede decirse que murió «en francés», que era el idioma de su abuela materna, murió como había vivido últimamente, es decir, solo. Había pasado buena parte de aquella noche amarga alejado del grupo principal de los supervivientes, flotando inmóvil merced a su chaleco salvavidas, mirando las oscilantes lucecitas rojas y escuchando los lamentos aterradores llenos de desesperación de los náufragos. Y como le había sucedido con frecuencia en el pasado, se sintió como ausente de lo que estaba sucediendo a su alrededor. No le parecía aquélla una reunión de gente a la que, necesariamente, tuviera que unirse. La muerte podía buscarlo allí, a treinta metros de distancia, si es que lo necesitaba, y, entretanto, lo que le quedase por vivir era todavía un asunto privado, una cosa particular suya.
Pensó mucho en Elaine. Aquellos pensamientos duraron, como él mismo duró también, hasta el amanecer; pero hacia las cinco de la mañana llegó un momento en que su cuerpo helado y su mente fatigada pareció que habían trazado ya un círculo completo y se reunían de nuevo en un mismo punto equivalente; la extenuación física y la inactividad espiritual. Se dio perfecta cuenta de que, en lo concerniente a Elaine, se había comportado siempre como un necio: necio e inútil. Había seguido un ridículo camino, mezcla de protesta y de persuasión, y últimamente se había comportado como cualquier marido celoso de teatro, vigilando el escenario cubierto con una grotesca máscara de cornudo mientras los amantes se asomaban desde los bastidores haciendo muecas irónicas al público. Nada de lo que hizo había servido para cosa alguna; ni las palabras, ni las protestas, ni las súplicas habían tenido siquiera un gramo de peso. Elaine o lo amaba o no lo amaba; o lo necesitaba o podía pasarse sin él; o le había sido fiel o lo había traicionado. En el caso de que se dieran las primeras de estas hipótesis y el amor de aquella mujer fuera lo bastante fuerte para ello, conservaría el suyo; pero, en caso contrario, era inoperante el tratar de hacer que el amor perdido retornase y no era posible que pretendiera que volviera a quererlo.
Estaba ahora claro como el agua que, desde hacía mucho tiempo, él no significaba nada en la vida de su mujer, de cualquier modo que se mirasen las cosas.
Ese doloroso pensamiento le produjo un escalofrío, un fatal retroceso en el oscilante vaivén de su amenazada existencia. Pasó mucho tiempo sin que pensase nada más y cuando se despertó de su letargo se dio cuenta de que estaba vencido por el sueño y también por la muerte. Con una fría desesperanza se esforzó en resumir todo lo que agitaba su mente, lo que constituía el fondo de su misma existencia. Esto le costó un tiempo dilatado y laborioso, pero al fin, murmuró en voz alta: «Il y en a toujours l’un qui baise, et l’un qui tourne la joue».
Inclinó la cabeza hacia un lado como si reflexionase si este pensamiento podría ser mejorado. No debió ocurrírsele nada en tal sentido y sus pensamientos volvieron a desvanecerse en la inconsciencia; pero continuó manteniendo la cabeza en la misma posición y poco después la inclinación meditativa se convirtió en helada inclinación de muerte.
Unos cuantos no murieron: el capitán Ericson, el teniente Lockhart, el operador de radar Sellars, el practicante Crowther, el alférez Ferraby, el suboficial Phillips, el cabo fogonero Gracey, el fogonero Grey, el fogonero Spurway; el telegrafista Widdowes y el marinero Tewson. Once hombres en dos balsas: los únicos que quedaban con vida al despuntar la mañana.
Hubo un momento en que las cosas se desarrollaron relativamente con cierto orden. Las dos balsas, con sus cargamentos respectivos de doce hombres cada una y algunos nadadores colgados de los bordes, fueron acercándose entre sí a través del agua oleaginosa y Lockhart pudo pasar una especie de lista contando unos treinta supervivientes. Pero eso había sido casi al principio, después de abandonar el barco. A medida que avanzaba aquella noche interminable los hombres desaparecían, se iban, por decirlo así, deslizando fuera de la vida, sin previo aviso, temblando de frío y muriendo helados casi sin darse cuenta. No conducía a nada y resultaba ya sin sentido alguno llevar cuenta de los vivos y los muertos. No valía la pena tomarse ese trabajo pues, dentro de poco, y a no ser que se pudiera llegar al fin de la noche y que saliera el sol para calentarlos, sólo quedaría sobre las balsas un puñado de muertos.
Aquella catastrófica noche parecía no tener fin y los hombres hablaban sin cesar o se quedaban callados, y si el silencio duraba demasiados minutos podía darse por cierto que ya no había que contar con ellos y su sitio podía ser ocupado por otros que todavía conservaban en sus cuerpos un resto de vida y de calor.
—¡Cristo! ¡Qué frío!…
—¿A qué distancia estaba el convoy?
—A unas treinta millas.
—¿Ha visto alguien a Jameson?
—Estaba en el castillo de proa.
—Nadie se salvó allí.
—Tuvieron suerte. Mejor que esto, cualquier cosa.
—Todavía podemos salvarnos.
—Parece que aclara.
—Es la luna.
—¡Tú, despierta!
—El barco debió de hundirse en unos cinco minutos.
—Como la Sorrel.
—A treinta millas de distancia, deben de habernos captado con el radar.
—Si es que vigilaban como debían.
—¿Qué barco tenía a su cargo la escolta de la cola?
—La Trefoil.
—¡Vamos, despierta…!
—¿Cuántos van en la otra balsa?
—Creo que los mismos, más o menos, que aquí.
—¡Dios! ¡Qué frío hace!
—Además se está levantando el viento.
—Quisiera encontrarme con el que nos ha metido en esto.
—Debemos estar cerca de Islandia.
—No hace falta decirlo, con el frío que se nota.
—El radar de la Trefoil funciona bien. Deberían haberse dado cuenta de lo que nos pasa.
—No se la darán, si el operador de guardia es algún estúpido, medio dormido.
—¡Despiértate, hombre!
—¡Calla ya con eso! ¿No ves que está muerto?
—Pero si estaba hablando conmigo.
—De eso hace ya una hora, estúpido.
—Wilson ha muerto, señor.
—¿Seguro?
—Sí, señor; está frío como el mármol.
—Pues empujadlo al mar… ¿A quién le toca subir ahora?
—¿No hay sitio para mí?
—¿Para qué? No pienses que aquí arriba se está más caliente.
—¡Cristo! ¡Qué frío!…
Por unos momentos, la luna, en delgado creciente, brilló a través de unas nubes deshechas iluminando por breves instantes la terrible escena. La pálida luz del astro nocturno descubrió la inmensidad del mar, que se iba picando bajo el influjo del viento cortante, puso también de manifiesto las siluetas de los hombres acurrucados encima de las balsas, las sombras de los que se asían a las cuerdas y los borrosos contornos de los que braceaban por las aguas circundantes donde flotaban los cadáveres mecidos por las olas y donde las rojas lucecillas de las lámparas brillaban, ya sin finalidad alguna, sobre los pechos de aquellos que horas antes las habían encendido con confianza y fe en su salvación. Durante unos minutos la luna proyectó su frío fulgor en la superficie del mar y en las frentes de aquellos que aún se podían mantener erguidos y después se retiró encubriéndose bruscamente como si, llena de piedad y asombro, hubiera visto ya demasiado y se diese cuenta de que la gente que había llegado a tales extremos sólo merecía la caritativa merced de la oscuridad.
Ferraby no murió; pero, hacia el amanecer, le pareció que había terminado ya de vivir mientras sostenía en sus brazos a Rose, el joven oficial de señales, y se imaginó que había muerto en vez de él. Durante toda la noche Rose había estado sentado junto a él en la balsa, hablando a ratos y permaneciendo otros en silencio. Aquello le había recordado a Ferraby otra noche, muy anterior; la primera noche que había pasado en el mar, cuando él y Rose habían estado charlando e, impulsados por la oscuridad y la soledad que los rodeaba, habían confraternizado. Ahora aquella necesidad de mutua unión se dejaba sentir aún con más fuerza y se volvieron de nuevo el uno hacia el otro, en una tácita necesidad de apoyo, sintiéndose tan jóvenes y tan carentes de todo prejuicio social que, de una manera instintiva, se cogieron de las manos. Pero, al fin, Rose se había quedado silencioso sin responder a las preguntas de Ferraby y se había acurrucado contra él, como si fuera a dormir. Ferraby lo cogió en sus brazos y cuando todavía se desplomó más, lo sostuvo aún con mayor cuidado.
Después de esperar un rato, temeroso de hacer la prueba, le preguntó: «¿Estás bien, Rose?». No hubo respuesta. Se inclinó y le tocó la cara. Por un instinto compasivo le tocó con los labios y los retiró en seguida, estremecido por el contacto glacial. Ahora estaba ya sólo… Las lágrimas corrían por las mejillas de Ferraby y caían sobre los ojos abiertos del muerto, vueltos hacia él. Continuó sentado, poseído de angustia mortal y con el corazón encogido de pesar, abrazado al cuerpo rígido y helado de su amigo como si oprimiese contra su pecho un niño muerto.
Lockhart no murió, aunque en el curso de aquella noche hubo momentos en los que le pareció absurdo seguir viviendo. Pasó gran parte de las horas nocturnas en el agua, al costado de la balsa número dos que estaba a su cargo. Solamente cuando se aproximaba ya el día y hubo sitio sin que ningún otro lo necesitara, subió a la balsa. Desde aquel lugar un poco más elevado que el nivel del agua, dirigió la vista a su alrededor y, estremecido de frío y sintiendo el nauseabundo olor del petróleo, vio la otra almadía que flotaba cerca, separada por las olas alborotadas. Contempló los negros bultos de los cadáveres, las nubes que corrían por el cielo y la única estrella que brillaba sobre su cabeza. Escuchó el bramido del viento cortante y el sordo rumor del mar agitado y luego, con todas estas impresiones capaces de descorazonar a cualquiera y privarlo de toda esperanza, se contempló a sí mismo y al puñado de hombres que quedaban en la balsa y se propuso conservar su propia existencia y la de los que lo acompañaban hasta que luciera el sol.
Hizo que cantaran, los obligó a que movieran brazos y piernas, los incitó a hablar; todo con el propósito de mantenerlos despiertos. Les dio bofetadas y puntapiés e hizo bambolear la balsa hasta que los obligó a despabilarse. Echó mano de su repertorio de historietas divertidas sin omitir el género picaresco y hasta los chascarrillos más sucios, que hubieran hecho enrojecer incluso a aquellos marineros si es que en sus cuerpos hubiera quedado una sola gota disponible de sangre para subírseles a las mejillas. También hizo que llevaran a cabo una especie de rudimentaria representación de Bajo las ramas del castaño y que jugaran a las adivinanzas. Sacó a Ferraby de su silencio deprimido y lo conminó a recitar todos los versos que sabía, imitó a personajes conocidos y obligó a los demás a tomar parte en aquellos pasatiempos. Les mandó que bogaran con los canaletes haciendo describir círculos a la balsa y cantando Los bateleros del Volga. Agotó, en fin, todos sus recursos para mantener en vela a aquellos hombres, que no dejaron de sentir aborrecimiento contra él, el sonido de su voz y su optimismo, que resultaba aterrador en aquellos momentos, llegando a maldecirlo sin rebozo, lo que provocó, por parte del primer oficial, análogo lenguaje y reiteradas amenazas de amplias dosis de arrestos tan pronto llegaran a tierra.
Por estos medios consiguió sacar una reserva imprevista de fuerza y energía que vino en su ayuda. Cuando había subido del agua a la balsa se sentía lamentablemente helado y rígido, pero aquella actividad, que parecía tan estúpida y desacompasada, y sus ridículas payasadas no tardaron en reanimarlo, y algo de ello se transmitió también a algunos de los hombres que estaban en su compañía, no faltando los que se dieron cuenta de ello y, a su vez, se sintieron también payasos y disparatados, con lo que algunos, en definitiva, salvaron sus vidas.
Sellars, Crowther, Gracey y Tewson no murieron. Iban en la balsa número dos con Lockhart y Ferraby y éstos fueron los únicos a quienes encontró con vida la mañana siguiente a pesar de aquellos frenéticos esfuerzos para mantener a raya la tentación y la dulzura del sueño. Aquél era el primer barco en que había servido Tewson y su primer viaje por mar. Era un muchacho de los barrios bajos de Londres, lleno de ánimo y buen humor, y durante la noche había hecho reír a sus compañeros preguntando con el pícaro desgarro de su ambiente nativo: «¿Pasan estas cosas en todos los viajes?». Era una broma estúpida, pero, como Lockhart comprobó, aquélla era la forma mejor de ayudar a los demás… Hubo otras varias contribuciones en este mismo sentido: Sellars cantó una versión interminable de La ramera de Jerusalén; Crowther, el practicante, que había sido veterinario, imitó a los animales; Gracey dio una exhibición de boxeo con un imaginario contrincante que estuvo a punto de hacer zozobrar la balsa. Hicieron lo que pudieron y esto les salvó la vida.
Phillips, Grey, Spurway y Widdowes no murieron. Eran los supervivientes de la balsa número uno, con el Capitán, y le debieron la vida a éste. Ericson, como Lockhart, se había dado cuenta de que era preciso luchar continuamente con el sueño y la quietud si se quería que quedase alguien con vida a la mañana siguiente. En consecuencia, el Capitán había pasado la mayor parte de la noche sometiendo a sus hombres a un examen sobre los conocimientos que les serían precisos para ascender a sus respectivas categorías superiores. Hizo de ello una especie de juego en círculo, medio en serio y medio en broma. A cada hombre le sometió hasta a treinta preguntas; si las respuestas eran apropiadas, los demás tenían que aplaudir, y si no acertaban, silbarlos y burlarse de ellos a grito pelado, quedando obligado el culpable a pagar «prenda», consistente en contorsiones vigorosas. La autoridad del Capitán sostuvo a muchos hombres durante el curso de varias horas; sólo hacia el amanecer, cuando él mismo sentía que su cerebro empezaba a fallarle con aquel esfuerzo de concentración, fue cuando los competidores empezaron a escasear y los aplausos y los gritos de desaprobación se convirtieron en fantasmales murmullos parecidos al del viento y al de las olas que rompían contra las balsas esperando que llegase el momento de devorar a sus ocupantes.
El Capitán no murió. Era como si, después de hundirse la Compass Rose, no le hubiera quedado ni siquiera la suficiente vida para poderla perder. El esfuerzo de aquellos exámenes nocturnos había sido necesario y lo llevó a cabo de un modo automático, pero sólo en su condición de capitán a cargo de un puñado de hombres a quienes había dedicado siempre sus mayores cuidados y toda su pericia: en aquel esfuerzo no había tenido parte su corazón que, en aquellos terribles minutos que mediaron entre el torpedeamiento y el hundimiento de su barco, parecía haberse marchitado para siempre. Había llegado a experimentar por la Compass Rose un cariño que no era sentimental, sino derivado inevitablemente del orgullo y de la firme adhesión producida por tres años de íntimo contacto, y había sido para él un golpe terrible el ver cómo, delante de sus propios ojos, el barco era destruido implacablemente. Para narrar la catástrofe de aquella funesta noche no había palabras ni reacciones adecuadas; parecía que lo hubiesen privado de toda sensibilidad. Pero no había muerto porque tenía cuarenta y siete años y era un marino, duro y fuerte, y porque comprendía al mar aunque, en aquellos momentos, lo odiara profundamente.
Todos sus hombres habían suspirado con anhelo por la aparición del día. Ericson se limitó a notar que el amanecer se hallaba ya cercano y que aquellos míseros despojos humanos, restos de su tripulación, tenían una probabilidad de sobrevivir. Cuando la primera luz grisácea del alba empezó a aclarar el horizonte y las negras aguas del mar, se despabiló e hizo que sus subordinados se reanimaran, ordenándoles que bogaran con los canaletes en dirección a la otra balsa que había derivado a una milla de distancia. La luz, al ir creciendo, los rodeaba y proseguía su trayectoria, como si fuese llevada en alas del crudo viento, iluminando sin piedad el lívido mar, las grandes manchas de petróleo y los bultos flotantes que habían sido seres vivientes. Mientras las dos almadías se acercaban, sus respectivos ocupantes se saludaban agitando los brazos con movimientos espasmódicos, como gente que apenas puede dar crédito al hecho de no estar solos. Cuando llegaron a una distancia que les permitía oírse, desde la almadía de Lockhart un hombre gritó un saludo que parecía un ronco y apagado graznido, al que respondió, desde la del Capitán, Phillips, que no pudo hacer otra cosa que emitir un vago sonido gutural. Nadie dijo nada más hasta que las balsas se encontraron y entonces se contemplaron mutuamente con miedo y horror.
El aspecto que ofrecían ambas balsas era muy semejante. En cada una de ellas había el mismo puñado de hombres sucios y grasientos, que todavía podían mantenerse en pie mientras sostenían en sus brazos a otros hombres, rígidos y estirados o despatarrados en la plataforma. A su alrededor, en el agua, se veía el mismo macabro cortejo: un horrible cerco de cadáveres que oscilaba al compás de las olas, con sus caras sin color y sin expresión mirando al cielo y sus manos congeladas asidas a las cuerdas.
Entre los vivos y los muertos, la diferencia era muy poco ostensible. Los hombres que se hallaban de pie en las almadías parecían confundirse con los muertos, tanto con los que compartían con ellos la balsa como con los que se mecían en las aguas. Todos parecían formar parte de un mismo cuadro, borroso y lamentable.
Ericson contó las figuras de los que vivían aún en la otra balsa. Eran cuatro, además de Lockhart y Ferraby. Todos tenían el mísero aspecto que los de su propia almadía. Ennegrecidos, temblorosos, con las mejillas y las sienes hundidas por el frío y casi sin circulación sanguínea. Hombres que, escapados de la muerte durante las horas negras, todavía estaban envueltos en sombras mortales cuando la mañana hizo su aparición. En total eran once… Ericson se pasó las manos por los labios helados, aclaró la garganta y dijo:
—Bien, señor teniente…
—Bien, mi Capitán…
Lockhart miró a su jefe y luego apartó la vista. En aquellos momentos, nada podía mitigar la crudeza de aquella hora insufrible.
El viento les cortaba la cara, las aguas se levantaban y rompían en pequeñas olas heladas contra la almadía y el cerco de cadáveres oscilaba como un conjunto de macabros danzarines. El sol, que ya empezaba a salir, añadía al cuadro detalles horripilantes, poniendo de manifiesto aquellas pequeñas almadías, míseros puntos perdidos en la inmensidad del agua cruel en la que flotaban cuerpos incontables, rondando y cabeceando entre los dispersos restos del naufragio, moviéndose todo a la ventura bajo el cielo helado. Hacía daño, angustiaba el corazón, contemplar por todo el contorno, en la superficie oleaginosa y sucia de las aguas, aquellos residuos del barco destrozado, lo único que quedaba de la Compass Rose.
«El cuadro de la temporada», pensó Lockhart. «Amanecer con cadáveres».
Así los halló el Viperous.