4
Mayo… Ahora, era ya seguro. Al fin, no podía ya haber nada que pudiera ir mal, nada que les pudiese ya robar la victoria ni privarlos de sus vidas.
La Saltash, separada del resto de su grupo, estaba realizando un viaje independiente procedente de Islandia cuando recibió un inesperado, y completamente desacostumbrado, mensaje: «Permanezca patrullando en las proximidades de Rockhall».
Y allí estaba la fragata en aquellos momentos, navegando en una área de cinco millas cuadradas alrededor de aquella aislada y extraña punta de roca que, en realidad, no era otra cosa que el pico de una montaña hundida en el fondo del mar. Rockhall, que se alzaba desde las profundidades del océano hasta romper su superficie a una altura de unos pocos metros solamente, a trescientas millas de tierra. Rockhall, la tumba, sombría y solitaria, de innumerables barcos y también de innumerables submarinos. Ericson no pudo por menos que preguntarse: «¿Y por qué Rockhall?». A menos, pensó, que el Almirantazgo quisiera tener a mano la Saltash para un caso de necesidad. Pero ¿por qué se le decía que patrullase? ¿Es que estaba a la expectativa de algo que no exigiese un grupo de barcos de escolta, de algo que pudiera ser llevado a cabo por un solo barco?
—Me parece que esto es ya el fin de todo —le dijo Ericson en privado a Johnson cuando los dos estaban tratando de las existencias de combustible—. ¿Cuánto petróleo tiene usted, jefe?
—Unas doscientas toneladas, señor. Para navegar una quincena a velocidad normal.
—No creo que tengamos que ir muy de prisa. De momento sólo tenemos que rondar por aquí.
—¿Cuánto tiempo, señor?
—No lo sé, jefe. Hasta que nos ordenen otra cosa.
La Saltash fue describiendo un lento círculo. No había barcos a la vista ni ningún convoy en aquella área. Sólo se dominaba una extensión de mar gris, en estado de calma, con la escarpada roca en medio, el horizonte en torno y encima el cielo nebuloso. La pantalla del radar estaba en blanco y el sonar sólo registraba un mar completamente vacío. La Saltash viraba noventa grados a babor cada media hora y en el intervalo describía un continuo zigzag para el caso de que estuviera siendo vigilada. Ericson pensó que antes ya habían hecho aquello mismo, tanto con aquel barco como con la Compass Rose; en una ocasión en que tuvieron que mantenerse al pairo atendiendo a un mercante que había resultado averiado; en otra, cuando estuvieron realizando pesquisas en busca de náufragos, y en otra, en fin, con motivo de haber llegado demasiado pronto al lugar de un encuentro. La maniobra había sido siempre la misma: esperar pacientemente, esperar sin descanso, manteniéndose siempre en movimiento por si hubiera sorpresas. Ahora también esperaban del mismo modo, pero esta vez no sabían lo que esperaban ni lo que buscaban. Describían sus constantes círculos con toda regularidad, primero bajo un cielo gris, después bajo otro negro y luego bajo otro nuevamente gris. Desempeñaban las guardias que se iban sucediendo, navegando a unos diez nudos y sin hacer otra cosa que cumplir con lo que se les había ordenado y confiar en que pronto sabrían a qué atenerse, antes de que sucediera nada malo y antes de que aquel rodeo insustancial pudiera convertirse en algún desaguisado de malas consecuencias al estilo auténtico del Atlántico.
Ericson no dijo a nadie de lo que se trataba por la sencilla razón de que ni él mismo lo sabía y, por lo tanto, no tenía nada que decir. Contaba sólo con las órdenes recibidas, aunque en su interior sabía que estaban allí esperando el inmediato final de la guerra; pero esto era sólo un presentimiento personal suyo que no podía compartir con nadie porque no tenía ningún otro fundamento. Aquellas órdenes explícitas del Almirantazgo eran todo lo que tenían que obedecer.
Una vez, Raikes, siendo oficial de guardia, dijo:
—Espero que no nos jugarán ninguna mala pasada. Maldita la gracia que podría hacernos que a última hora nos mataran.
Ericson frunció el ceño.
—Todo puede preverse —respondió con tono algo frío—; pero creo que el que lo intentara no iba a pasarlo muy bien.
El mensaje que tanto se esperaba llegó al fin, al amanecer, en una mañana gris y calmada que todavía pudo ver a la Saltash dando vueltas en torno de la roca, haciendo aún, de vez en cuando, alguna inesperada variación en su ruta para despistar, poniendo toda su atención en la maniobra y sirviendo tres comidas al día sin dejar nunca de estar preparados para cualquier peligro o para algún ataque final.
«Las hostilidades han terminado», decía el mensaje. «El Alto Mando Alemán ha ordenado la rendición a todos los submarinos. La señal de rendición consistirá en una gran bandera negra. Tomen las medidas apropiadas contra cualquier iniciativa individual de ataque. Los dos submarinos que se supone que se encuentran en su área inmediata deben ser escoltados hasta Loch Ewe».
—¿En mi área inmediata? —dijo Ericson—. ¡Pues sí que es bueno! En fin, esperaremos que hagan acto de presencia.
El enemigo vencido salió a la superficie.
En todo el Atlántico, dondequiera que los submarinos hubieran estado operando o hubieran permanecido escondidos, salieron a la superficie, reconociendo que la guerra había terminado. Algunos, obedeciendo a un impulso irrefrenable o movidos por un sentimiento de culpabilidad, se barrenaron o se destruyeron ellos mismos o bien huyeron en busca de abrigo, sin darse cuenta de que ya no encontrarían ninguno; pero la mayoría hicieron lo que se les había ordenado, enarbolaron la bandera negra de rendición, indicaron su posición y permanecieron allí aguardando órdenes.
Emergieron, uno a uno y en silencio, en el Canal de Irlanda, en la desembocadura del Clyde, frente a Lizard, en el Canal de la Mancha y en los Minches batidos por las corrientes. Surgieron cerca de Islandia, donde había sido hundida la Compass Rose, y frente al extremo noroeste de Irlanda. Aparecieron cerca de las islas Feroes; en la ruta de Gibraltar, donde los barcos hundidos formaban una masa espesa; cerca de St. John’s y de Halifax, y en los lugares donde el Atlántico tenía mayores profundidades, con tres mil brazas de agua debajo de la quilla.
Salieron a la superficie en lugares secretos, descubriéndose de este modo a sí mismos y sus planes frustrados. Se hicieron visibles a la vista misma de las costas y también muy lejos de ellas, en las aguas mortales donde, en el mapa de la batalla, las cruces que representaban los barcos hundidos se dibujaban en tan gran número y tan cerca unas de otras que daban la sensación de que formaban una sola mancha de tierra. Pusieron de manifiesto sus negras estructuras, llenos de odio o llenos de miedo. A veces gruñendo con mal contenida rabia y otras aceptando satisfechos una tregua que ellos no habían ofrecido nunca a otros barcos ni a otros navegantes.
Salieron, pues, a la superficie, dondequiera que se hallaran en el vasto campo de batalla, esperando que los vencedores vinieran a recoger el fruto de su victoria.
Dos de ellos se rindieron a la Saltash frente a Rockhall.
Los vieron recortarse en el horizonte. Las dos siniestras siluetas, elevándose sobre el nivel del mar, se dibujaban como una especie de rechonchos fortines. Sólo podían ser submarinos; los odiados y anhelados blancos que eran ahora nada más que chatarra de la derrota.
—Dos submarinos a la vista, señor —anunció el vigía de estribor, dando, impasible, el informe más desusado de toda la guerra.
La Saltash empezó a navegar a toda velocidad hacia ellos, poniéndose, a la vez que lo hacía, en zafarrancho de combate. Ericson cursó las órdenes pertinentes y mientras las hélices giraban desenfrenadamente, la Saltash escoró y empezó a describir un movimiento de sacacorchos inclinándose a un lado y a otro, guardando las precauciones que Ericson tenía ya preparadas para cuando se presentase una ocasión como aquélla. Nada de torpedos desesperados de última hora… Cuando se acercaron pudieron ver que los dos sumergibles permanecían juntos y sin moverse, con las banderas negras colgando del mástil y las cubiertas atestadas de hombres, lo mismo, por lo demás, que la propia Saltash. La fragata describió un círculo a su alrededor, moviéndose a veinte nudos en un círculo apretado y a galope tendido, inclinándose agudamente de banda y apuntando a las unidades enemigas con todos sus cañones. El fuerte oleaje producido por la nave hizo bambolearse a las pequeñas embarcaciones contrarias y los hombres que ocupaban sus cubiertas tuvieron que agarrarse de la mejor manera que pudieron, sin que faltaran algunos que agitaron los puños.
—¿Qué es lo que hay que decirles? —preguntó Ericson, que, evidentemente, estaba disfrutando de lo lindo.
—«Herr Doktor Livingstone, supongo» —dijo Lockhart.
—¿Y qué le parecería si disparásemos un cañonazo, señor? —sugirió Allingham lleno de esperanza.
—Me parece, artillero —dijo Ericson sonriendo—, que el índice le está hormigueando. Pero no creo que haya que prevenirles de nada.
Después de reflexionar un momento prosiguió:
—Quizá una carga de profundidad no estaría del todo mal, aunque ni demasiado cerca ni demasiado lejos. Solamente a la distancia suficiente para conmoverlos un poco: quiero que se comporten como es debido durante el camino de regreso. Comuníquele a Vincent la idea. Una carga nada más. Puede soltarla tan pronto como la tenga preparada.
La carga de profundidad estalló a una distancia aproximadamente igual de los submarinos y de la Saltash, sin que, por consiguiente, hubiera posibilidad de dañar los cascos de los primeros. La montaña de agua que se proyectó hacia arriba arrojó una sombra negra sobre los submarinos y la rociada que volvió a caer lentamente se alzó entre ellos como una cortina. Cuando ésta se desvaneció, a los que se hallaban en las cubiertas les pareció que habían tomado una ducha sin desnudarse. Los alemanes levantaron las manos poniéndolas encima de la cabeza y se produjo un confuso griterío de tono plañidero a la par que un hombre trepaba por el mástil y desplegaba la bandera negra para que pudiera verse mejor.
—Me parece que han captado la idea —dijo Lockhart, que estaba observando con los prismáticos.
—Pues pueden darse por contentos con que se trate sólo de una insinuación —comentó Ericson, que abrió el micrófono y dijo por medio de él—: «¿Saben ustedes inglés?».
En los submarinos se produjo un reiterado movimiento afirmativo de cabezas acompañado por ademanes igualmente aquiescentes.
—Se trata, por lo visto, de universitarios —comentó Raikes.
Ericson volvió a usar el micrófono.
—He arrojado una carga de profundidad —previno con tono duro— y tengo cerca de noventa más a bordo. En consecuencia, no se les ocurra ocasionarnos la menor molestia o, de lo contrario…
Haciendo un ademán de amenaza, terminó:
—¡Donner und blitzent!
—¿Podría usted deletrear esas palabras, señor? —preguntó el apurado oficial de señales de turno que tenía el deber de anotar cualquier mensaje que se transmitiese desde el puente.
—Vamos a Loch Ewe, en Escocia —prosiguió Ericson con el tono imperturbable de una admonición paternal—. ¿Qué velocidad pueden alcanzar en la superficie?
A través del agua llegó el eco debilitado de un grito de respuesta.
—Diez.
—Nos llevará un par de días de viaje —le dijo Ericson aparte a Lockhart—. Creo que lo mejor será navegar todos al mismo nivel. No quiero que esos malditos puedan jugarme alguna, porque aunque estén vencidos no puede uno acabar de fiarse…
Volvió de nuevo a transmitir sus órdenes por el micrófono:
—Envíen a los hombres al interior. Pónganse uno a cada lado de mi barco. El rumbo es uno, cero, cinco grados; ciento cinco. ¿Me entienden?
Más cabezazos y ademanes de aquiescencia.
—Adelante, pues —dijo Ericson—. No alteren el rumbo por ningún motivo. No intercambien ningún mensaje. Navegación con luces por la noche. Y no se olviden de mis cargas de profundidad.
—¿No habrá aquí una equivocación, señor? —preguntó Holt más avanzada ya la tarde y señalando algo que se veía en el cuaderno de bitácora—. Me refiero a esta comunicación cursada al Almirantazgo. «He capturado dos Ewe-boats». ¿No querrá decir dos U-boats (submarinos alemanes)? Deletreo, señor, E W E.
—Es que los llevamos a Loch Ewe —explicó Ericson—. Es una broma.
—Es una broma muy graciosa, señor —dijo el guardiamarina al cabo de un momento.
—Muy bien, Holt —contestó Ericson mirándolo—. Pero ya no voy a gastar ninguna otra.
Aquel extraño convoy no tuvo, sin embargo, un viaje tranquilo de regreso. Su aire festivo sufrió una postrera contrariedad, y aquella especie de burla jovial, y bastante pesada, por cierto, que había hecho que Ericson obsequiara a los submarinos con el oleaje, producido por la Saltash y después con la carga de profundidad, fue puesta de nuevo en acción, pero esta vez en serio y con una gran rabia por tenerlo que volver a hacer.
La cosa tuvo lugar a primeras horas de la tarde del segundo día, cuando se hallaban próximos al cabo de Lewis, que constituye el extremo norte de las Hébridas y que marca la entrada de los Minches, la puerta del camino hacia casa. Los dos submarinos se habían comportado perfectamente bien durante las treinta horas que habían pasado y su rumbo no había podido ser más recto ni las luces de la navegación nocturna habían dejado de brillar durante un solo momento. Ericson, sin embargo, y por precaución, había mantenido en actividad a los operadores del sonar, aunque parecían existir pocas posibilidades de que tuvieran que emplearse para nada. Pero cuando, en efecto, detectaron una señal, y muy fuerte por cierto, frente a la Saltash, la agitación que se produjo hizo cesar todo aquel optimismo de fin de la guerra tan pronto como sonaron los timbres de alarma.
Ericson ordenó inmediatamente «puestos de combate». Fuera cual fuese la naturaleza de la señal no podía exponerse a correr ningún albur, y si se trataba de algún submarino que había desobedecido la orden de subir a la superficie, o bien se hallaba todavía en plan de guerra o estaba haciendo el tonto, en ambos casos debía merecer el castigo correspondiente. Dirigiéndose a los dos submarinos que llevaba prisioneros, les transmitió la orden de detenerse inmediatamente y permanecer donde se hallaban y tan pronto como obedecieron y se pararon, la Saltash aumentó su velocidad hasta el máximo y avanzó preparada para atacar.
—Parece que hay un submarino siguiendo el mismo rumbo que nosotros, señor —dijo Lockhart.
—Pues vamos a arrojar una muestra que le sirva de aviso. Quizá no hayan llegado a su conocimiento las órdenes cursadas.
Ya estaban dadas las órdenes de preparar las cargas de profundidad a los encargados de cumplirlas, cuando el submarino hizo su aparición en la superficie a unos cien metros delante del barco, maniobrando de un modo tan lento y displicente que parecía dar a entender que sólo lo hacía porque le daba la gana.
La Saltash describió un círculo alrededor del sumergible mientras Ericson observaba el mojado casco gris a través de sus prismáticos.
—Supongo —dijo ceñudamente— que esa actitud que adoptan quiere demostrar que ellos, realmente, no han sido vencidos. Estaría muy bien, si…
No acabó la frase, pero en su interior se encontró luchando con una violenta tentación. Lo que más deseaba de todo era poder continuar con el ataque, y la falta de bandera negra de rendición le daba un pretexto legítimo. Quería disparar contra aquel recalcitrante vencido o lanzar una carga de profundidad que estallase a su mismo lado, demostrarle, en fin, que la guerra había terminado, que los submarinos estaban vencidos y que una fragata inglesa podía enviarlos al fondo del mar en cualquier momento en que lo estimara oportuno. Tenía ganas, en aquellos momentos finales, de demostrar lo fácil que le era hacerlo, aumentando de ese modo desde tres hasta cuatro el número de los submarinos hundidos por él durante la guerra.
Permanecía inmóvil como un poste en medio del puente, recordando un viejo motivo de agravio: el que había sentido cuando el comandante del submarino, en su camarote, había empezado a insolentarse. ¡Condenados alemanes!
Un hombre, con una gorra de marino muy levantada por la parte delantera, apareció en la torrecilla del submarino mirándolo con estudiada despreocupación y alzando después sus prismáticos para observar a la Saltash. Otro apareció después a su lado y permaneció allí sin hacer nada, en una actitud de indiferencia.
—Conque haciendo todavía el tonto, ¿eh? —gruñó Ericson—. ¡Artillería!
—A sus órdenes —dijo Allingham desde su puesto en el micrófono del control de los cañones.
—Dispárale un cañonazo por encima de la torreta. Todo lo cerca que le sea posible.
Allingham dio las órdenes oportunas. Rugió el cañón B y el proyectil cayó unas cincuenta yardas más allá del submarino, levantando un gran chorro de agua.
—Por un pelo que no le parte por medio —comentó Holt.
Pareció que aquél iba a ser el último disparo que se hiciera en aquella guerra. Los dos hombres perdieron inmediatamente su aire de indiferencia y empezaron a manotear enérgicamente. No tardaron en trepar otros a la torreta y después a desparramarse por la cubierta. En la corta asta de señales se desplegó una bandera negra y un reflector empezó inmediatamente a emitir destellos con frenética velocidad.
—Mensajes, señor —dijo al punto el jefe de señales—. Dicen: «No queremos luchar con ustedes».
—Me tiene sin cuidado si quieren hacerlo —contestó Ericson con voz estentórea inclinándose sobre el micrófono.
Esperó una respuesta a aquel desafío, pero no llegó ninguna. Algunos hombres abandonaron la torreta y corrieron a lo largo de la cubierta del submarino, levantando las manos por encima de la cabeza.
—Eso ya está mejor —dijo Ericson a los que le rodeaban.
Luego, nuevamente por el micrófono, ordenó con voz potente: «Sitúense con los otros y síganme».