4
Lockhart y Ferraby atravesaron la dársena y después observaron despacio el barco. Lo miraron, cada uno de ellos, de distinto modo. Lockhart podía, hasta cierto punto, valorar su línea y su configuración; para Ferraby constituía una total novedad en todos sus detalles, y esto, como muchas otras cosas, le inquietaba. Se había casado hacía nada más que seis semanas; al despedirse de su esposa, dos noches antes, le había confiado, una vez más, su incertidumbre y sus dudas respecto a la empresa en que se había aventurado.
—Pero querido —le había dicho ella con aquella sonrisa encantadora que le parecía a él tan tierna y tan bella—; tú eres capaz para cualquier cosa. Sabes que es así. Ten en cuenta lo feliz que has conseguido hacerme a mí.
Aquel argumento no resultaba un modelo de lógica, pero de todos modos, era animador. Todo lo referente a su matrimonio participaba de este carácter. Acababan de vencer su mutua timidez, y el proceso, seguido para lograrlo les había parecido de una dulzura extraordinaria.
Ferraby se había despedido de una esposa reciente: Lockhart no se había despedido de nada. Había respondido a la pregunta del Capitán diciendo que era periodista, pero no estaba completamente seguro de merecer este título. Tenía veintisiete años y durante seis se había ganado la vida como había podido, yendo de un periódico a otro. Esto le había enseñado mucho, pero no le había dado ni una sombra de seguridad, ni un momento en que pudiera considerarse libre de preocupaciones, y ni siquiera estaba seguro de que había pretendido lograrlo, en todo caso. Sus padres habían muerto y nada le sujetaba a la vida, y la única mujer de la que se había despedido se había limitado a un frío e indiferente adiós mientras él se levantaba de la cama y se ponía el uniforme en un helado amanecer londinense. Éstas habían sido las notas características de toda su vida: la incertidumbre, la inestabilidad, los constantes vaivenes de una existencia siempre mudable. Se había alistado porque existía una guerra y había optado por la Armada porque sabía algo de barcos —pequeñas embarcaciones, desde luego— y estaba en condiciones de navegar. En aquellos momentos se sentía dichoso, libre y lleno de confianza. Le gustaba el cambio.
—¿Qué es aquel alambre que se ve en el mástil? —preguntó Ferraby.
—Debe ser algo de la radiotelegrafía, supongo… Subamos a bordo.
Atravesaron el tosco tablón que hacía las veces de pasarela y saltaron a cubierta. La escarcha la cubría aún en algunos sitios y por todas partes yacía, en desorden, una infinidad de cosas: bidones, cajas de herramientas, soldadores y toda clase de ferretería. Se oía un fuerte martilleo en varios sitios y en algún lugar por la parte de proa una máquina de remachar producía un ruido infernal. Lockhart se encaminó hacia la popa, seguido de su compañero, y estuvieron observando los dispositivos de las cargas de profundidad, que eran como un duplicado de los mecanismos que habían estudiado en sus prácticas. Descendieron luego y no tardaron en encontrarse en el espacio destinado a cámara de oficiales, donde sólo había dos camarotes: uno con una sola litera y una placa donde se leía «Teniente», y otro diminuto para los oficiales. El conjunto resultaba angosto y lleno de incómodos rincones.
—Me parece que vamos a estar aquí demasiado apretados —dijo Lockhart en seguida—. Supongo que tú y yo compartiremos un camarote.
—Estaba pensando cómo será el primer oficial —contestó Ferraby mirando la placa de la puerta.
—Sea como sea, tendremos que aguantarlo. Por lo que a nosotros se refiere, él puede hacer que este barco sea o no un infierno.
—¿Cómo?
—Siendo una fiera o lo contrario, según le dé.
—El Capitán me ha producido muy buen efecto.
—Sí, no estaba mal. Los buenos reservistas son realmente buenos.
—Muchos de ellos no nos pueden ver.
—¿A nosotros?
—Sí. A los voluntarios.
Lockhart se sonrió.
—Dentro de dos años —afirmó— cortaremos el bacalao. No te preocupes por los voluntarios, muchacho. Al final, ésta será nuestra guerra. Para tripular los barcos tendrán que echar mano, forzosamente, de nosotros.
—¿Quieres decir que verdaderamente llegaremos a tener mando?
Lockhart, distraídamente, asintió con un ademán. Estaba examinando la alacena del camarote de oficiales, que era de una pequeñez inusitada. De pronto oyeron una voz bronca que gritaba por encima de sus cabezas: «¡Eh, los de ahí abajo!». La voz resonó en el camarote vacío.
—¡Vaya un hombre brusco! —dijo Lockhart. Un momento después se repitió el grito, en tono aún más fuerte.
—¿Va esto con nosotros? —preguntó Ferraby dudoso.
—Eso me temo. —Lockhart fue hasta el pie de la escalera, miró hacia arriba y dijo—: ¿Sí?
El rostro irritado que asomó en lo alto de la escalera no tenía nada de tranquilizador. Bennett le miraba con hostilidad.
—¿Qué diablos está haciendo escondido ahí abajo?
—No me estaba escondiendo —dijo Lockhart.
—¿No se le ordenó que se presentara a mí?
—Sí. Después de echar un vistazo al barco.
—Diga usted «señor» —apuntó Bennett en tono desapacible.
—Señor —repitió Lockhart. Casi pudo sentir, a su espalda, la expresión atormentada de Ferraby.
—¿Está también ahí abajo el otro subalterno?
—Sí…, señor. No sabíamos que usted estuviese a bordo.
—No me vengan con historias —dijo Bennett gruñonamente—. Suban los dos.
Una vez que los tuvo enfrente al salir de la escalera, Bennett los examinó con atención. Estaba ceñudo y se le acentuó el áspero acento australiano.
—Tienen ustedes la obligación de averiguar dónde estoy. ¿Cómo se llaman?
—Lockhart —contestó éste.
—Ferraby —dijo, a continuación, su compañero.
—¿Cuánto tiempo hace que han recibido el nombramiento?
—Una semana —contestó Lockhart—. Con carácter provisional y probatorio.
—Salta a la vista —dijo Bennett desagradablemente—. ¿Han navegado alguna vez con anterioridad?
—En embarcaciones pequeñas —respondió Lockhart.
—No me refiero a hacer el gilipollas en yate.
—Pues entonces he de decir que no.
Bennett se volvió hacia Ferraby.
—¿Y usted? —le preguntó.
—No, señor.
—¡Magnífico!… ¿Quién de ustedes es el de más categoría?
—Hemos terminado la instrucción a la vez —respondió Lockhart.
—¡Cielo santo! ¡Ya lo sé! Pero uno de ustedes es de más categoría que el otro, va delante del otro en el escalafón de la Armada.
—Todavía no estamos incluidos en el escalafón.
Bennett miró fijamente a Lockhart, midiéndole de pies a cabeza y no quedó complacido.
—Me parece que no ha roto aún el cascarón.
Lockhart no contestó nada.
—Bueno. Será mejor que sepamos lo que pueden dar de sí —dijo Bennett después de una pausa—. ¿Han recorrido el barco?
—Sí.
—¿Cuántas bocas de agua para incendios hay a bordo?
—Catorce —respondió Lockhart sin vacilar. En realidad no tenía ni la menor idea de cuál era el número, pero estaba completamente seguro de que Bennett se hallaba en la misma ignorancia. Más tarde, si Bennett lo comprobaba, ya saldría del paso como pudiera.
—Muy listo —dijo el teniente, y después, volviéndose hacia Ferraby le preguntó—: ¿Qué clase de cañón tenemos?
—De cuatro pulgadas —respondió el interrogado tras breve pausa.
—¿Cuatro pulgadas, y qué más? —preguntó ásperamente Bennett—. ¿De retrocarga? ¿De tiro rápido? ¿Modelo IV? ¿Modelo VI?…
—De cuatro pulgadas… no sé más —dijo Ferraby con aire compungido.
—Pues apréndalo —gruñó Bennett—. Se lo preguntaré la próxima vez que lo vuelva a ver. Y ahora vuelvan los dos a la barraca y empiecen a estudiar el C. S. S.
—Sí, señor —respondió Lockhart dando media vuelta, lo que también hizo su compañero.
—¡Saluden! —ordenó Bennett—. Yo soy el teniente aquí y en todas partes, no lo olviden —prosiguió, mientras los dos jóvenes saludaban.
—Un tipo atrayente —dijo Lockhart mientras regresaban—. Veo que nos vamos a llevar de maravilla… y espero que ese cabrón se joda.
—¿Qué es el C. S. S.? —preguntó Ferraby en tono de apuro.
—El código secreto de señales.
—¿Y por qué no lo pudo decir con todas sus letras?
—Tuvo sus motivos para ello.
—¿Cuáles?
Lockhart sonrió.
—Es un método de impressement.
—¿Francés?
—En francés suena mejor… Hablando en plata su lema es «Las chorradas desconciertan». Es todo un actor, sin duda.
—Esto no es lo que yo esperaba —comentó Ferraby.
—Tú eres un alférez aquí y en todas partes —dijo Lockhart parodiando burlonamente al teniente—. No lo olvides.
—¿Pero cuál de nosotros es de categoría superior?
—Creo que será mejor que lo sea yo.