5
—Julie Hallam —dijo Lockhart con un aparente tono frío y distante—. Creía que ocupabas un lugar destacado entre las mujeres del Servicio Nacional Femenino. Incluso llegué a pensar que eras la más rígida de ellas.
—Y lo soy —contestó Julie—. En realidad aterrorizo a todas las demás. Sigue hablando.
—Entonces, ¿qué me dices de esos pies, de esos dedos?… —prosiguió Lockhart, señalándolos—. ¿Hay algo que pueda ser menos oficial, menos severo? ¿Cómo puedes justificar una cosa así?
Julie miró por la borda del pequeño bote de donde colgaban sus pies desnudos acariciados por la suave corriente del agua. Levantó uno de los pies metiéndolo en el bote y las gotas brillantes, iluminadas por el sol, se deslizaron por la pierna como si se fueran persiguiendo unas a otras y cayeron dentro del barquichuelo. Alzando de nuevo la cabeza, preguntó:
—¿Tengo que justificarme?
Su voz era lenta, como si hablase en sueños, y parecía que, en aquellos momentos felices, apenas supiera bien lo que decía, confiando en que su acompañante no sacaría ventaja de ello.
—¿Cuál es el reglamento que he quebrantado? —preguntó.
Lockhart agitó vagamente la mano, abandonando un momento la caña del timón para hacerlo. El bote dio una guiñada y volvió a enderezar el rumbo.
—¡Oh! —contestó—. Pues el buen orden naval y la disciplina, en términos generales. Perteneces al Servicio Naval Femenino y por tanto a la Armada y estás sometida plenamente al Código de la Marina de Guerra. Está mandado, en términos que no ofrecen duda, que no puedes chapotear en el agua con los pies mientras estés en una embarcación a mi mando.
El pie volvió a sumergirse en el agua pasando por encima de la borda y el bote se bamboleó ligeramente.
—Cuando dices esas cosas resultas casi encantador —dijo Julie—. Has de tener en cuenta que he dejado en suspenso la aplicación de todas las leyes navales por un espacio de tiempo no inferior a cinco horas. Estoy de excursión y no me alcanzan los tentáculos de las leyes marítimas. Llevo unos pantalones zarrapastrosos, e incluso el pelo suelto. En fin, que todo esto encaja perfectamente con que chapotee en el agua con los pies y creo que el mismo Nelson en persona lo aprobaría.
Lockhart la miró.
—Nelson no lo aprobaría —dijo—. Pero tienes un pelo precioso así.
Era cierto. Mientras Lockhart la contemplaba, medio sentada y medio echada en el banco de la lancha, se convenció por completo de que Julie no había perdido nada absolutamente al adoptar aquel aire suelto y festivo. Disfrutando del examen que, a su placer, podía realizar en aquellos momentos, llegó ala conclusión de que era el perfecto óvalo de la cara lo que constituía el principal relieve de aquella belleza. El pelo negro, que ahora le caía casi hasta los hombros, no le restaba nada de distinción, como tampoco los pantalones y la camisa caqui. Más bien parecía que estos detalles proclamaban en términos muy altos esa distinción como si su belleza tuviera suficiente arraigo para decir: «Estoy bien de todas las maneras, puedes elegir la que quieras». Seguía siendo elegante despeinada y con aquellos pantalones de dril azul en lugar de una falda de corte impecable. Si su elegancia se hallaba en aquel momento en un plano totalmente distinto, eso no constituía menoscabo alguno. Ni siquiera podía decidir si, en aquel plan de abandono, la mujer se hallaba más próxima a la verdadera y natural Julie Hallam o más lejos. Era difícil formar un criterio definido sobre cuál era su auténtico estilo y, al fin y al cabo, la decisión no tenía mayor importancia porque, en definitiva, de todas formas estaba encantadora. Aparte de todo esto, el disfrutar de su exclusiva compañía, cualesquiera que fuesen las circunstancias, constituía una ocasión de arrobamiento que hacía perder por completo su valor a cualquier sutileza o preferencia.
Como ella había dicho a modo de excusa, estaban de excursión. Iban en un bote de vela alquilado que, impulsado por una brisa ligera, los llevaba desde Hunters Quay al término del Holy Loch. La tarde de principios de septiembre no podía ser más espléndida. Como sucede con frecuencia en esas oscuras aguas del norte, el sol, ya avanzado, brillaba con ardor primaveral calentando el agua y esparciendo por todo el estuario del Clyde la caricia de sus rayos vivificantes. La pequeña lancha navegaba entre montañas cuyo color castaño se encendía a veces con tonos purpúreos, dejando muy atrás el atareado fondeadero y conduciéndolos hacia la paz y la soledad que les prometía el extremo lejano de la ensenada. Envueltos en aquella calma perezosa les parecía que abandonaban el mundo normal, cuyas exigencias conocían demasiado bien, sustituyéndolo por un reino imaginario y creado para su propio disfrute que podían moldear a su antojo. Lockhart se sentía orgulloso de haber traído allí a Julie; orgullosa y feliz y también algo más, algo que parecía insinuarse suavemente y que no podía definir bien ni, en realidad, tampoco tenía interés en conseguir. No podía dejar de darse perfecta cuenta de que aquella ocasión reunía todos los elementos propicios Julie era una muchacha hermosa, estaban solos en aquella excursión acuática y Lockhart experimentaba todo el atractivo de aquella belleza femenina. Pero, como le sucedió la primera vez en su solitario paseo por las calles nocturnas, cuando él no la había besado, se dio cuenta también ahora de que aquél no era aún el momento oportuno y no necesitaba que lo fuera. Lo que compartían en aquellos instantes el bote, las olas que chapoteaban en su proa, el sol, las montañas…; todo aquello, en fin, era, evidentemente, bastante para ella y también para él mismo.
Poco después, rompiendo aquel silencio lleno de camaradería, ella dijo:
—Respecto a Nelson…
Lockhart se sonrió, reconociendo en ella una atención quizá vacilante, pero despierta, y en él mismo un gusto delicioso en estar hablando con ella, bajo la caricia del sol, de cualquier cosa dejando que la voz femenina lo mantuviera unido a ella con su adorable musicalidad…
—Respecto a Nelson… —repitió Lockhart como esperando lo que pudiera añadir ella.
Julie se reclinó en el banco y de nuevo las gotas de agua deslizándose por su pierna cayeron en el fondo del bote.
—Me atrevería a decir —observó pensativa— que mi cabello le hubiera gustado, tanto si fuera reglamentario como si no lo fuera. Seguramente habría hecho algunas concesiones tratándose de una mujer. Fíjate, si no, en Lady Hamilton.
Lockhart se puso en guardia contra sí mismo, ante la implicación que creyó adivinar en aquel instante.
—¿Qué pasa con Lady Hamilton? —preguntó.
Julie levantó la vista hacia la vela cuya sombra acababa precisamente de caer sobre su cara mientras la lancha escoraba.
—¿No estuvo el gran marino bastante cerca de renunciar a todo por ella, o, por lo menos, a olvidar muchas cosas que en realidad eran más importantes?
—¿Nelson? —repitió Lockhart conteniendo el aliento—. Nunca habría hecho una cosa así; jamás en su vida.
En su acento había un tono que hizo que ella se volviese a mirarlo, y vio algo en su cara que la sorprendió.
—No habría hecho una cosa así por nada en el mundo —repitió Lockhart—. Nelson tenía tres amores: la Armada, Inglaterra y Lady Hamilton. Los tres eran para él inmensos y, a veces, irresistibles; pero siempre en el orden en que acabo de nombrarlos.
—¡Oh! —exclamó Julie sonriéndose y sin apartar la vista de él—. Sólo preguntaba…
Su curiosidad, sin embargo, no parecía satisfecha aún.
—No sabía que fuera tu héroe. En realidad, no sabía que hubiese héroes en tu devoción.
—Pues así es —contestó Lockhart devolviéndole la sonrisa—. Y también me gustan los perros y los partidos de fútbol, la cerveza y los seguros de vida. Cuando los domingos preparo el sidecar…
Julie levantó una mano con firme ademán:
—No te andes por las ramas. Vuelve al tema.
—Pues bien, sí. Nelson es, desde luego, un héroe para mí. Un marino prodigioso, un jefe incomparable, un valiente y un amante cuya mujer estaba muy contenta de haberle dado un hijo, con matrimonio o sin él.
Lockhart, a su vez, miró hacia la vela alzando la cabeza como si allí pudiera encontrar las palabras que quería usar.
—Tú sabes que hubo un momento en que tuvo a toda Inglaterra en la palma de su mano, y a toda Europa también. Un solo error que hubiera cometido en Trafalgar, la única diferencia de decir «babor» en vez de «estribor», podría haber representado nada menos que la diferencia entre vencer y ser derrotado y podría haber cambiado el mapa del mundo. Tampoco perdió nunca de vista ni abandonó jamás el imperio por el que luchaba.
Lockhart hizo una pausa.
—Si te dijera las palabras de su última oración, ¿te reirías de mí?
Julie movió negativamente la cabeza.
—Dímelas.
—«Que Dios Todopoderoso, a quien yo adoro, conceda a mi patria, y en beneficio de Europa en general, una victoria grande y gloriosa; que nadie pueda empañarla con sus excesos; y que el rasgo predominante de la marina inglesa sea la humanidad después de la victoria».
—Esas palabras, en realidad —comentó Julie, que hizo ahora un ademán de afirmación—, lo comprenden todo. Pueden aplicarse, además, al momento presente. ¿Fueron ésas las últimas palabras que escribió?
—No. Hasta donde recuerdo, creo que lo último que escribió fue una carta a Lady Hamilton poco antes de Trafalgar, cuando ya sabía que la escuadra francesa salía a tomar parte en la lucha. Cuando menos, empezó esa carta y después se detuvo y dijo que esperaba poder terminarla después de la batalla.
—¿Y qué decía en ella?
—Le enviaba su cariño, simplemente.
—Debió de ser muy hermosa —dijo Julie al cabo de un momento.
Lockhart movió la cabeza.
—Ni siquiera eso. Había mucha gente que la aborrecía. Tuvo muchos enemigos, en parte por envidia y en parte también porque era demasiado candorosa y sincera, un blanco fácil para las burlas. Incluso sus amigos reconocían que no era atractiva físicamente cuando conoció a Nelson. Gorda, poco distinguida y más bien desaliñada.
—¿Qué tenía, pues?
—Tendría algo para él —aventuró Lockhart, encogiéndose de hombros—. Era su media naranja, en el terreno de la ilusión; la compañera que necesitaba para sentirse recompensado por todas las dificultades y los ingentes esfuerzos que le exigía su misión. En realidad, en esos casos no tiene importancia decisiva la apariencia de una mujer, por lo que respecta a los asuntos amorosos. Se la desea o no se la desea. En el primer caso, todo parece siempre bien y su manera de ser no importa nada; en el segundo, por el contrario, de nada servirán todos los encantos de la conversación ni todas las galas del ingenio.
—Es una lástima que sea así —dijo Julie con desaliento.
—Deberías quejarte…
—Pero si Nelson era una persona tan excepcional —prosiguió Julie—, yo me pregunto: ¿qué necesidad tenía de ninguna mujer? Las personas así, generalmente, se bastan a sí mismas.
—Pues a mí me parece razonable su actitud —dijo Lockhart al cabo de unos instantes—. Nelson era un hombre completo, un hombre de acción, un soñador capaz de amar. Inglaterra le proporcionó la mitad de lo que necesitaba para alcanzar su propia plenitud y Lady Hamilton le dio la otra mitad.
—¿Y nunca predominó uno de esos amores sobre el otro? ¿Nunca llegaron a chocar entre sí?
—No. Eso fue lo admirable. El gran Almirante se entregó de lleno a ambos y hubo sitio para los dos.
Se detuvo, arrugando la frente.
—Tengo la idea —prosiguió momentos después— de que todo esto contradice, por completo, algo que ya te he dicho.
Julie asintió, se sonrió y se puso en pie de pronto.
—Pero estoy segura, por mi parte, de que no voy a echártelo en cara en este día tan hermoso… ¿Estamos ya cerca?
Lo estaban, en efecto, y poco después el bote fue a varar en la áspera playa llena de piedras, penetró unos pocos pies y luego quedó suavemente reposando. Mientras bajaban la vela y la plegaban, miraban a su alrededor observando aquel extraño y recóndito mundo al que habían llegado. Habían recorrido cinco millas de las tranquilas aguas de la ensenada y casi no se veía ya su entrada. Ellos y su bote resultaban empequeñecidos por lo que había a su alrededor, pero aquella grandiosidad se manifestaba benévola, como si los envolviera en un amplio abrazo natural que nunca llegara a oprimirlos demasiado ni a perder jamás su carácter cariñoso. Tras ellos estaba la desierta extensión del agua y, delante, la curva de la playa, un pino que se alzaba solitario y un círculo de montañas silenciosas. El sol les calentaba la cara y el aire parecía encantado. Cuando hablaban, sus voces rompían el profundo silencio como si lo desafiaran por un momento para desvanecerse luego para siempre. Saltaron por la borda de la lancha y se internaron en la playa chapoteando en el agua. Lockhart pensó que podía haber transportado a la joven en brazos, pero no estimó que fuera necesario. Aquel cuerpo que no había tocado nunca y aquel perfume que sólo había percibido muy tenuemente, le pareció que no concordaban con la inocencia de aquellos momentos que ambos compartían. Pero quizá ella tuvo el mismo pensamiento, pues una vez que extendieron la manta en el suelo y dispusieron encima de ella las provisiones extraídas de su cesta de excursionistas, se produjo entre ambos un cierto embarazo fuera de lo usual al sentarse juntos. Era la primera vez que se veían en un aislamiento tan completo, tan alejados de todo, y era, también, la vez primera que se veían mutuamente de paisano. La sencillez de los vestidos que usaban hacía que fuese más fácil que se considerasen entre sí simplemente como un hombre y una mujer, sacando a la superficie una sensación sensual de su proximidad que, sin precedentes hasta entonces para ellos, asociaba, con significación acentuada, la belleza de la mujer y la virilidad de Lockhart.
Hablaron con incoherencia; las palabras no fluían con soltura. Se tumbaron bajo el sol en silencio, en una fruición entreverada de inquietud. Se miraban fugazmente; y en sus miradas había algo forzado y artificioso. Al fin Julie, arrugando, pensativa, la frente, se levantó y dijo:
—Este momento es diferente por completo de cualquier otro. ¿Por qué?
Es posible que Lockhart adivinara que ella, de este modo, había querido plantear el problema para examinarlo conjuntamente, de un modo sincero y con presteza.
—Creo —dijo él— que es debido a la soledad, al aislamiento completo en que nos hallamos. Nunca nos habíamos encontrado antes en una situación semejante.
—Pero, en realidad…
Julie se detuvo y acentuó el gesto reflexivo.
—¿Por qué —prosiguió— hemos de sentir ninguna timidez o encontrarnos en una situación forzada? Me parece que no somos unos niños.
«Niños —pensó Lockhart—. ¿Por qué, cuando ella pronuncia esa palabra de ese modo sólo se me presenta una imagen? ¿Qué nos está sucediendo con tanta rapidez? ¿Será sólo por mi parte?».
Casi sin pensarlo, dijo:
—Julie: nos hemos visto cinco o seis veces en los ocho meses pasados. En cada una de ellas nos hemos ido conociendo un poco mejor uno a otro y creo que ha sido para simpatizar más.
Ella dio muestras de conformidad.
—Ha sido —siguió diciendo Lockhart— como un proceso de exploración, muy agradable, por lo demás, y creo también que nuestra amistad ha ido en aumento.
—Así ha sido, y eso es lo mejor de todo.
La timidez se iba apoderando de Lockhart, que se dio cuenta de ello con cierto desaliento. Debía sobreponerse a aquel nerviosismo… Pensó confusamente que la quería, pero que aquello, en el fondo, no era una cosa tan sencilla, porque no se trataba solamente de una admiración puramente física; la quería de un modo distinto al que podría reducirse nada más que al deseo de sus besos, y tendría que conseguirla en la forma que ella decidiese, pero cuanto más firmes fueran los lazos que los unieran, mejor… Suspiró profundamente.
—Y esa amistad todavía progresa —acabó por decir con dificultad—; pero hemos llegado ya a un punto que… Eres tan hermosa… Y yo soy un hombre…
—¡Oh! —le interrumpió Julie—. Sé perfectamente que eres un hombre.
Lockhart se daba cuenta también de la situación Violenta en que se hallaba igualmente su compañera, que desviaba la mirada y se había ruborizado ligeramente. Al cabo de unos instantes, Julie le preguntó:
—¿No podía haberse aplazado esto un poco más?
—A mí me parece que no —contestó Lockhart.
—Tal vez sea así, en efecto.
—Tú sabes que te quiero.
—Ahora lo sé —afirmó Julie, haciendo un expresivo ademán.
—¿Y tú a mí?
—Espera un poco.
Julie miraba al agua, indecisa y turbada como no lo había estado nunca hasta entonces. Pero se daba cuenta de que, después de lo que había oído, el día era más hermoso y el aire más ligero. Por lo menos ya sabían los dos hasta dónde llegaban los límites de su mutua atracción.
La muchacha permaneció silenciosa mucho rato mientras las pequeñas olas morían en la playa y el sol parecía bendecirles con sus rayos; pero cuando al fin habló, su voz tenía un tono más feliz y más confiado, como si estuviera contenta también de que los pensamientos y las palabras se les ofreciesen ya con toda claridad.
—Querría —dijo volviéndose hacia Lockhart— responder a tu pregunta con un sí decidido, pero ésa no sería una contestación precisa. Nosotros lo hemos pasado muy bien juntos, ¿verdad? Esto fue así desde el principio y lo comprendimos así y nos sentimos felices, y hemos vivido momentos muy agradables.
Sus ojos, serios y llenos de ternura, lo miraban con una expresión llena de sinceridad.
—Esta situación comenzó durante aquel primer paseo hasta mi casa, a la salida de vuestra fiesta de despedida, cuando nos encontramos juntos, al fin, después de haber permanecido separados toda la tarde. Seguramente sabíamos ya que las cosas seguirían después el camino que, efectivamente, han tomado. Tú dijiste —añadió sonriéndose con viveza— que el paseo había sido lo mejor de la fiesta y después nos despedimos.
—Pensé en besarte, y luego desistí de intentarlo.
—Ése fue nuestro primer pensamiento en común… Ahora estamos aquí, disfrutando de un momento de paz en medio de la guerra. Tú me quieres y me deseas, y yo…
Se detuvo y luego prosiguió, con voz más fuerte:
—Se me han declarado muchas veces. En plena guerra y en mi puesto de servicio, rodeada de multitud de hombres, tenía que suceder así y eso no supone ningún mérito excepcional. A veces pienso sobre alguna de esas proposiciones con toda seriedad, pero siempre se produce una nota falsa: el enamorado quiere ir demasiado aprisa, el día resulta sombrío y aburrido o alguna otra cosa por el estilo, y yo acabo por no tomarla en serio.
Al llegar aquí, Julie, por alguna razón, se inclinó hacia adelante y tocó a Lockhart en su brazo desnudo. Aquella suave presión de los dedos femeninos produjeron un gran alivio en el hombre, de tal modo que en un instante se desvanecieron los pensamientos, sombríos y desapacibles, que habían empezado a devorarle el corazón al imaginarse a otros hombres haciendo el amor a su adorada.
—Ahora —siguió ella— vienes tú. No hay ya nada que se asemeje a aquellas otras desilusiones. No ha habido ninguna nota falsa, has sabido seguir mi propio paso, mi propia voluntad y ningún día pasado a tu lado me ha parecido sombrío ni aburrido.
Lockhart puso su mano sobre la de ella y sintió que ésta temblaba ligeramente. La miró y dijo:
—Desde el momento que los dos estamos temblando un poco, no creo que tengamos necesidad de añadir muchas explicaciones.
—¡Oh! Puede ser que yo esté temblando por ti. Estamos en los límites del amor, en su misma frontera. Hay cosas tuyas que me gustan; otras que respeto; algunas que adoro francamente, y no faltan tampoco las que me sorprenden. Esta tarde hemos descubierto algo más… o casi lo hemos descubierto.
Mientras volvía a hacer una pausa, él asintió y dijo:
—Una cosa nueva, pero que estaba en la misma línea que las otras. Los sentidos, la primera emoción… Ha sido maravilloso.
—Ha sido de espanto. No quiero decir que haya tenido temor alguno. Me refiero a que ha sido una cosa nueva, una sensación que, hasta ahora, no había experimentado nunca con tanta fuerza.
—¿Y, en definitiva…?
—Pues seguimos en los límites mismos del amor todavía.
Lockhart se levantó, salvó los dos pasos de distancia que los separaban y se sentó al lado mismo de Julie.
—¿Quieres dar a entender que he hablado demasiado pronto?
—No es eso, en absoluto. Lo que has dicho tenía que decirse —afirmó Julie, inclinándose hacia él—. Cuando estás a mi lado me doy cuenta de que, en efecto, tenía que decirse. Pero por lo que concierne a mi respuesta, quizá pueda ser demasiado pronto; tal vez es muy poco una sola conversación como la que estamos teniendo.
—Pues cuando tú estás a mi lado —replicó él, inseguro— tengo que decirte, forzosamente: «¿Puedo darte un beso?».
—Y yo —contestó ella resueltamente— tengo que contestarte: «Sí, la situación lo justifica plenamente».
Los labios de Julie eran maravillosamente suaves y sus mejillas y su cabello tenían la fragancia deliciosa que él ya se había imaginado. Entre dos besos la llamó dulcemente por su nombre y la sintió estremecerse en sus brazos. El cielo le pareció que giraba locamente cuando abrió de nuevo los ojos mostrando la mirada femenina clavada en la suya con un aire de sorpresa suave y delicado.
—Tienes todas las cualidades para ser amado —dijo Julie.
Sonriendo y repitiendo la frase de ella, pronunciada en un momento anterior menos apasionado, Lockhart le preguntó:
—¿Estamos todavía en los límites del amor?
Julie asintió, riéndose también.
—Pero ese límite es también muy grato.
Se inclinó hacia él, lo besó fugazmente pero sin vacilar y le dijo después con absoluta serenidad:
—¿Me estás pidiendo que me case contigo?
—¿Y qué otra cosa podría ser? —preguntó a su vez Lockhart, mirándola.
—Besándome, has llegado a hacerme pensar que eres un donjuán irresistible.
Lockhart se dio cuenta de que, en aquellos momentos, ella se sentía completamente feliz y, a la vez, profundamente conmovida. Quiso seguirle la broma que sus palabras indicaban, y le dijo:
—Desde luego que puedo quererte de todas las formas posibles, aunque estoy convencido de que el matrimonio es lo que mejor encaja en nuestra manera de ser.
—¿Y la entrega a tus deberes? ¿Y la guerra?
—Cariño —respondió al fin Lockhart, sobreponiéndose a la emoción que le causaba emplear por primera vez esa expresión de afecto—, ya no sé qué contestar a esas preguntas. La guerra sigue y nosotros dos tenemos que continuar luchando. Yo creía, y me parece que de ello hace ya mucho tiempo, que para poder luchar con éxito era imprescindible concentrar el pensamiento en la guerra, excluyendo todo lo demás. Y ahora, queda todo tan lejano…
—Ya hablaremos —dijo ella observando su expresión—. No importa que no sea ahora mismo.
Con un murmullo, repitió su frase anterior.
—Los límites del amor… ¿Hasta dónde llega tu paciencia?
—Con esperanzas, puedo tener mucha.
—¿No tienes prisa por una respuesta?
—No la tengo por nada en el mundo.
—Pero tú dijiste…
—Era porque acababa de besarte. Y besarte es desearte inmediatamente. Sentí que…, no, no creo que pueda explicarme cortésmente… Me pareció que me transformabas en un amante ardoroso, tan sólo con dos besos y tu brazo sobre mi hombro.
Julie se sonrió ligeramente y se ruborizó.
—Yo también sentí algo así —contestó.
—Está muy bien en ti —comentó él entre dientes—. Nadie puede adivinar…
—Te estoy conociendo bien. Y es un alivio tremendo.
—Es muy agradable tener al lado a una persona que pueda comprenderle a uno siempre —dijo Lockhart acariciándole la mejilla—. Y ahora —terminó— creo que tengo derecho a un buen trago.
Durante todo el camino de regreso fueron cogidos de las manos. A veces él la llamaba por su nombre y otras se inclinaba para besarla. Julie, en aquel lento viaje de regreso, se mostró siempre exquisitamente tierna y entregada a él, como si fueran ya verdaderamente novios. Al llegar a la entrada de la ensenada, viraron y siguieron la ruta hacia Hunters Quay, y una vez allí, en medio de la actividad reinante, surgió, con la ingrata crudeza de la realidad, un espectáculo que les recordó algo que todavía no estaba terminado: una fila de buques de escolta formada por dos fragatas y cuatro corbetas que hendían la corriente mientras se dirigían a su apostadero después de entregar un convoy. Miraron en silencio los barcos, que pasaron tan cerca de ellos que el oleaje producido por su marcha hizo oscilar su pequeña lancha. Cuando acabaron de pasar, Julie dijo:
—Tú estás pensando ahora: «Ése es el grupo del Allendale»; y yo, a mi vez, pienso: «Aquí está la guerra de nuevo».
—Hemos conseguido evadirnos por un momento de ella —observó Lockhart, que le oprimió suavemente el brazo y continuó—: No me dejes nunca, Julie.
—Sé adónde vais mañana —le dijo ella como si no lo hubiera oído—. Cuídate.
—¿Algo especial? —le preguntó Lockhart sorprendido.
—Se dice que es el viaje más frío del mundo —contestó Julie, que inclinó la cabeza lentamente y, mirándole a los ojos, repitió—: Ten mucho cuidado.