XLVI - En que Gil cumple la promesa de Pardaillan padre

EL MARISCAL DE DAMVILLE, después de haber asistido al cerco de la casa de la calle de Montmartre y una vez se hubo asegurado de que era imposible salir, se apresuró a regresar al hotel de Mesmes, prometiéndose no dejar escapar a los dos Pardaillán, pues los tenía en sus manos.

En efecto, únicamente la muerte de aquellos dos hombres podía garantizarle su propia seguridad. Los dos poseían un secreto que podía llevarlo al cadalso y estaba seguro de que, si les era posible, lo revelarían.

Cuando d’Aspremont lo persuadió de que el viejo Pardaillán, en vez de dar muerte al que atacó a la silla de posta que conducía a Juana de Piennes y a su hija, se fue en su compañía hasta la taberna de «El Martillo que Golpea» y le hubo probado, por lo tanto, que el relato de esta aventura hecho por el viejo Pardaillán era completamente falso, el mariscal se decidió a romper con él y a suprimir tan peligroso auxiliar si le era posible.

Así se privaba de los servicios de un auxiliar precioso, pero, en cambio, ganaba cierta tranquilidad, pues evitaba la ocasión de que Pardaillán pudiera delatarlo como conspirador.

En el espíritu del mariscal había dos preocupaciones muy distintas una de otra, que, no obstante, estaban relacionadas por misteriosos lazos, y es necesario explicarlas para arrojar alguna luz sobre la conducta de aquel hombre.

Damville se había comprometido en la conspiración de Guisa únicamente por odio a su hermano. Para atraerse a Damville, Guisa prometió la muerte de Montmorency. Una vez Francisco asesinado, mediante un buen proceso, Enrique se convertía en jefe de la casa de Montmorency y en su único heredero, llegando a ser, por lo tanto, un señor casi tan poderoso y tal vez más rico que el rey. Obtendría, al mismo tiempo, la espada de condestable a la que tanto lustre había dado su padre y, en fin llegaría a ser el segundo personaje del reino. Entonces su ambición tendría ya grandes horizontes que contemplar. Tomaría parte activa en la destrucción de los hugonotes, secretamente resuelta por Guisa; arrastraría al reino a una aventura cualquiera de la que pudiera regresar cubierto de gloria. Y, ¡quién sabe!, si Guisa conseguía destronar a Carlos, ¿por qué él no conseguiría destronar a Guisa?

He aquí los pensamientos que poco a poco se habían aglomerado en la mente del mariscal, cuyo deseo mayor era, no obstante, desembarazarse de su hermano.

Su odio tenía por origen el amor que sentía por Juana de Piennes, y rechazado en Margency por la novia de su hermano, se había vengado atrozmente.

Habían transcurrido muchos años, pero el odio resistió a la acción sedante del tiempo.

Así estaban las cosas cuando, hallando de nuevo a Juana de Piennes, se percató de que su pasión mal extinguida volvía a enseñorearse de su corazón, y desde entonces tuvo un objetó preciso para su ambición.

La conspiración que debía sentar en el trono al duque de Guisa, conducía a Damville al poderío; inmediatamente desaparecía su hermano y Juana de Piennes no tenía ya razón de permanecer fiel a Francisco. Y entonces, el poder llevaba a Enrique a la conquista de Juana.

Ahora se comprende la razón de que Damville se apoderara de Juana y de su hija para que Francisco no pudiera hallarlas nunca; se explica también la moderación en su trato hacia las prisioneras, con las que no trató de celebrar entrevistas, ni tampoco de emplear la violencia.

Esperaba la ocasión de presentarse un día a Juana y decirle:

—Soy inmensamente rico y el más poderoso del reino después del rey; tal vez un día llegaré a ser rey de Francia, porque en nuestra época el poder es para los audaces. ¿Queréis compartir este poder y esta riqueza conmigo, esperando la ocasión de que coloque una corona sobre vuestra cabeza?

Y no dudaba que deslumbraría a Juana de Piennes.

Ya se comprende, pues, el inmenso interés que Damville tenía en que el caballero de Pardaillán, que servía a Montmorency, ignorara siempre dónde estaban Juana y Luisa. De aquí la necesidad de ocultar su retiro al viejo Pardaillán, el cual no vacilaría en comunicarlo a su hijo. Esto explica también su furor cuando d’Aspremont lo persuadió de que Pardaillán le hacía traición, pues no dudó de que emplearían todos los medios posibles para averiguar el paradero de Juana de Piennes y su hija. Así, pues, decidió matar al viejo Pardaillán y enseguida a su hijo.

Cuando formando parte del consejo del rey, marchó a Blois, estaba persuadido de que Pardaillán había muerto, y partió tranquilo, contentándose con recomendar a Gil que ejerciera profunda vigilancia en la casa de la calle de la Hache.

Sin dificultad se comprenderá, pues, su estupefacción, su rabia y también su temor, al encontrar a Pardaillán vivo y sano y en compañía de su hijo.

¿Y cuáles debieran ser sus pensamientos al ver a Juana en persona?

Sus planes se desmoronaban por su base.

Los Pardaillán denunciarían la conspiración y Francisco tomaría a Juana bajo su amparo. Esto lo comprendió enseguida, y al encaminarse al palacio de Mesmes estaba resuelto a obtener del rey una orden y a volver por sí mismo a guardar la casa y matar con su mano, que nunca perdonaba, a los dos Pardaillán.

Ante todo quería saber por qué el viejo Pardaillán, a quien había dado por muerto en su bodega, estaba a la sazón perfectamente vivo y cómo podía ser que Gil hubiera dejado escapar a Juana de la casa de Alicia.

Cedió al ruego amenazador de Juana al entregarle los dos hombres, diciéndose que así tenía a los cuatro y se apoderaría de ellos de una vez.

A pesar de las seguridades que se daba, se sentía devorado de inquietud, y al llegar al palacio de Mesmes estaba furioso.

Con toda seguridad maese Gil iba a pagar con su vida la inquietud del mariscal.

Entró solo en el palacio, pues había mandado su escolta a la casa de la calle de los Fossés Montmartre, y recorrió rápidamente el palacio sin hallar a nadie.

—¡Tonto de mí! —Exclamó—, el miserable Gil debe, estar también en la otra casa… a menos que no se haya puesto de acuerdo con Pardaillán y esté ahora a su lado.

Iba a salir cuando tuvo la idea de ir hacia las cocinas.

Para ello le fue necesario recorrer el corredor en que se hallaba la puerta de la famosa bodega a la que había ido a parar Pardaillán. Al pasar ante ella el mariscal vio la puerta entreabierta y asomándose descubrió débil resplandor.

—¡Si fuese él! —Se dijo entre dientes.

Esta bodega, que hubiera debido ser la tumba de Pardaillán, sería la de Gil y así solamente el cadáver habría cambiado.

Bajó con precaución y a medida que lo hacía, el Interior de la bodega le aparecía con más nitidez.

Y cuando se detuvo por fin en el último escalón se quedó sobrecogido de asombro, porque un espectáculo extraño, casi fantástico, se ofreció a su mirada.

Deslizose entonces sin hacer ruido a un ángulo obscuro a fin de no perder nada del espectáculo en cuestión.

La escena que vamos a relatar, que se desarrolló ante el mariscal, estaba alumbrada por una antorcha de resina, mientras que el resto de la vasta bodega quedaba sumida en las tinieblas.

En aquel círculo de luz aparecían dos hombres. Uno de ellos estaba en pie, atado por varias cuerdas a una especie de poste de tortura. El otro, sentado en un tajo de madera, frente a la víctima. Ésta era un hombre bastante joven y en su cara se pintaba el más profundo terror y daba gemidos capaces de conmover el alma más despiadada.

El otro era un viejo de fisonomía demoníaca; una especie de rictus que descubría los tres o cuatro dientes de sus quijadas apergaminadas, prestaba animación a su cara cubierta de arrugas, en tanto que la luz de la antorcha hacía brillar sus ojillos.

Estaba acurrucado más bien que sentado sobre el tajo, y se entretenía a la sazón en afilar un cuchillo de cocina muy largo y cortante.

El mariscal los reconoció enseguida. El viejo era Gil y el joven, Gilito.

Expliquemos en algunas palabras por qué éste se hallaba en la bodega cuando la más elemental noción de prudencia le habría debido aconsejar huir lo más pronto posible de su digno tío.

Gilito recibió del hado un gran número de vicios, ya que los reparte con prodigalidad, al revés de las virtudes, que las distribuye con gran parsimonia. Gilito tenía, pues, muy malas cualidades. Era cobarde, libidinoso, glotón, perezoso, malo cuando podía serlo y, en suma, un personaje repugnante. Pero sobre todas esas cualidades, Gilito era avaro, y sin duda lo había heredado de su tío, que era la avaricia encarnada.

Fue, pues, la avaricia la que perdió a Gilito.

En efecto, después de la heroica resistencia de Gil, que, como ya se sabe, se negó obstinadamente a revelar el secreto del mariscal, Gilito, para salvar sus orejas, indicó a Pardaillán en qué casa se hallaba Juana de Piennes y su hija; en aquel momento, aprovechándose de la postración de su tío y de la distracción de los Pardaillán, Gilito se eclipsó silenciosamente dominado por la cobardía.

Acababa de salvar sus orejas a pesar de que su fealdad, según opinión de Pardaillán, no justificaba el aprecio en que Gilito las tenía.

Pero a la sazón no solamente se trataba de conservar las orejas, sino el cuerpo entero, porque si Pardaillán sólo había dirigido amenazas relacionadas con aquéllas, la inexorable cólera del tío iría hasta a quitarle la vida. Gilito no esperaba menos que ser ahorcado si alguna vez se hallaba frente a frente con el terrible anciano que no había vacilado en ofrecer su vida y su fortuna para no merecer los reproches de su amo. Y considerando el asunto bajo otro aspecto, ¿qué castigo reservaría el amo a Gilito?

Al pensarlo se estremeció, y sintiendo que le nacían alas en los pies, subió la escalera de la bodega con toda la velocidad que el miedo puede infundir y al cabo de algunos segundos se halló en la cocina, en donde se dijo:

—Veamos, no puedo quedarme en París, porque, de hacerlo, moriría ahorcado, estrangulado, enrodado o de miedo, que es lo mismo. Es necesario marcharme. ¿A dónde? Poco importa, mientras sea lejos.

Y Gilito hizo un movimiento para emprender la marcha, pero en el mismo instante su rostro expresó honda preocupación. Para ir lejos es necesario mucho dinero, y Gilito, al registrar sus bolsillos, observó que sólo poseía un escudo, dos sueldos y seis dineros.

Casi enseguida una idea luminosa atravesó su cerebro, pues se acordó de que si él era pobre, su tío, en cambio, era muy rico. A fuerza de registrar el palacio, Gilito había descubierto tiempo atrás el venerable cofre en que Gil amontonaba los escudos ganados y robados.

Gilito no se había atrevido nunca a violentar la cerradura, pero las circunstancias eran entonces tales que se imponía tomar una resolución enérgica.

Coger un pico, apoderarse de las llaves, volar hacia la estancia de su tío, y abrir el gabinete en donde se hallaba el famoso cofre fue para Gilito cosa de dos minutos.

Figurábase que su tío aun estaría un cuarto de hora en conversación con los Pardaillán, y esto era más de lo que necesitaba para abrir un cofre con el pico, llenar sus bolsillos de cuanto oro pudiera, y huir luego con toda la ligereza posible. Antes de dar el primer golpe Gilito trató de levantar la tapa del cofre para ver qué lugar ofrecía más resistencia, y entonces se estremeció de alegría y sorpresa, observando que el cofre no estaba cerrado. ¿A qué se debería? (Nuestros lectores ya recordarán que el viejo Pardaillán había pasado por allí). Gilito levantó la tapa sin tratar de resolver más enigmas y dio un rugido de alegría. Luego, cayendo de rodillas, hundió sus dos brazos hasta el codo en los escudos de oro, que producían, al chocar, delicioso sonido.

En aquel momento, Gilito olvidó el cielo y la tierra. Olvidó a Pardaillán, a su tío, y todos sus vicios e inclinaciones quedaron dominados por la avaricia más desenfrenada.

Después de algún tiempo de éxtasis y contemplación, Gilito acabó por recordar que estaba allí para llenar sus bolsillos, operación que empezó enseguida.

—No podré llevarlo todo —dijo dando un suspiro de pesar, un verdadero suspiro de avaro.

Gilito queda retratado con esta frase.

Apresuradamente iba llenando sus bolsillos de escudos de oro, y cuando ya no cupieron más llenó sus botas y su jubón, sin pensar que no podría dar un paso por la calle sin que resonaran todos como una mula cuando va cargada de cascabeles, y sin correr el riesgo de que se le cayeran por el camino, cosa que infaliblemente le atraería las persecuciones de la ronda y de la multitud como ser excepcional y digno de admiración; admiración que se traduciría por un arresto en buena y debida forma.

Gilito continuaba llenándose de oro.

«Aquellas piezas que relucen tanto, y ninguna más».

«Aquel puñadito de escudos tan hermosos».

Y llenó su birrete.

Una vez se hubo rellenado de oro y estuvo repleto como una sanguijuela, Gilito, con las piernas separadas y los brazos rígidos, retrocedió murmurando:

—¡Qué desgracia! Apenas tengo la mitad, pero ahora es necesario huir.

Volviéndose hacia la puerta se quedó petrificado, con los ojos y la boca abiertos.

Su tío estaba allí. El terrible Gil, apoyado en la cerrada puerta, observando atentamente sus actos con irónica sonrisa.

Gilito hizo un ademán y entonces dos o tres puñados de escudos cayeron al suelo y algunos se pusieron a bailar. El infeliz dejose caer de rodillas y entonces reventaron sus calzas y hubo una nueva caída de doblones que el viejo observaba con el rabillo del ojo sin dejar de sonreír.

Gilito, al verlo, trató de sonreír también y dijo balbuciendo:

—Tío, querido tío…

—¿Qué haces ahí? —preguntó el viejo.

—Ya… lo ves… arreglo vuestro cofre…

—¡Ah! Bueno, bueno; continúa, hijo.

Gilito se asustó, pues sabía que su tío era burlón por temperamento y que le gustaban las bromas cuanto más pesadas eran.

—¿Qué… continúe? —exclamó Gilito cada vez más atemorizado.

—Sí, hombre; había en mi cofre veintinueve mil trescientas sesenta y cinco libras en plata y sesenta mil doscientas veintiocho libras en oro; total, si no me equivoco, ochenta y nueve mil quinientas noventa y tres libras.

—Ochenta y nueve mil quinientas noventa y tres —repitió maquinalmente Gilito.

—Son mis economías —dijo el tío—. Cuenta, hijo mío, cuenta ante mí escudo a escudo; colócalo por pilas de veinticinco; el oro a la derecha y la plata a la izquierda; ¡vamos! ¿Qué esperas?

—Ya voy, mi querido tío —dijo Gilito sintiendo alguna esperanza de salir con bien de aquel mal paso.

Y empezó a vaciar sus bolsillos, sus calzas y su jubón. Acto seguido apiló con gran método las monedas de oro y plata, tal como su tío le había mandado, mientras éste vigilaba atentamente la operación.

A medida que completaba cada pila, Gilito daba un suspiro de tristeza, mientras su tío iba contando.

—Faltan quince mil… ahora doce mil… seis mil…

La operación, como puede comprenderse, duró largo rato y no terminó hasta tres horas después de haberla empezado.

Tal escena tenía lugar al mismo tiempo que el rey Carlos IX hacía su entrada en París y también en el preciso instante en que los Pardaillán, después de la visita del caballero a Alicia de Lux y del rato que el aventurero esperó en la taberna de Catho, se batían furiosamente en la calle de Montmartre contra los guardias y los favoritos de Anjou y Damville. Gilito, que acababa de apilar el último escudo, dio un suspiro de satisfacción y tristeza al mismo tiempo y mirando a su alrededor ya no vio ninguna moneda.

Exceptuando el cofre, no había en la estancia ningún otro mueble, de modo que no era posible que se hubiera perdido nada.

—Te aseguro que me faltan todavía tres mil libras.

Gilito echó mano al bolsillo y sacó el escudo, los dos sueldos y los seis dineros que, según recordará el lector, constituían su fortuna personal. Heroicamente los entregó al viejo que, apoderándose de ellos, los hizo desaparecer y dijo:

—¿Bueno y qué más?

—Nada más, tío.

—Sí, hombre, ¿y las tres mil libras?

Gil se encogió de hombros en señal de duda, pero, no obstante, una fuerte inquietud empezaba a hacer presa en él.

—Vamos —dijo—, saca las tres mil libras o me veré obligado a registrarte.

—Registradme, mi digno tío, no tengo nada.

Gil entonces palpó con temblorosas manos el vestido de Gilito y pronto pudo convencerse de que, realmente, su sobrino no mentía.

—Desnúdate —dijo.

Gilito obedeció más muerto que vivo. El viejo Gil examinó cada prenda una por una, las costuras, volvió los bolsillos del revés y rompió los forros, pero por fin tuvo que rendirse a la horrible verdad. En su tesoro faltaban tres mil libras.

Entonces resonaron en el gabinete una salvaje imprecación y un alarido de espanto. La primera procedía de Gil, que añadió:

—¡Devuélmelas, miserable!

El alarido era de Gilito, a quien su tío acababa de coger por el cuello y que contestaba:

—Registradme, tío, no me queda nada.

Gil, no teniendo otra cosa que registrar, pues su sobrino se había desnudado, lo dejó y empezó a arrancarse los cabellos a puñados.

—¡Mis economías de cinco años! —gritaba—. ¿Quién me habrá quitado mis escudos? ¡Oh! ¡Insensato de mí que no he velado día y noche arcabuz en mano! ¡Estoy arruinado! ¿Dónde estáis, mis buenos escudos?

Únicamente el viejo Pardaillán hubiera podido contestar esta pregunta.

Gilito creyó llegado el momento de congraciarse con su tío e insinuó:

—Querido tío, ya os ayudaré a encontrarlos. Sí, estoy seguro de conseguirlo.

—¡Tú! —Gritó el viejo, que había olvidado ya a su sobrino—. ¡Tú, miserable! ¿Tú que estabas aquí robándome, tú? Espera, ahora vas a ver lo que se saca de ser ladrón y traidor. Vístete de prisa.

Y al mismo tiempo sacudía a su sobrino con fuerza que nadie habría sospechado en él. Por fin lo soltó y Gilito se vistió rápidamente, mientras el viejo murmuraba palabras sin sentido.

Sin embargo, se apaciguó gradualmente y después de haber cerrado cuidadosamente el gabinete, lo arrastró hacia la planta baja.

—¡Misericordia! —Gimió Gilito—. ¿Qué queréis hacer de mí?

Entonces Gil, soltando a su sobrino, sacó una acerada daga y le dijo:

—Al primer movimiento que hagas para huir, te degüello.

La amenaza tranquilizó un poco a Gilito, pues vio por ella que su tío no quería matarlo, toda vez que lo amenazaba de muerte si trataba de huir. Se sometió, pues, completamente.

—Echa adelante —continuó el tío daga en mano.

Guiado, o, mejor dicho, empujado por el viejo, Gilito fue al jardín y entró en la caseta del jardinero.

—Toma este poste —dijo el tío designando uno puntiagudo.

Gilito obedeció, cargando el poste sobre sus hombros.

—Toma esta cuerda y este azadón —añadió el tío.

El sobrino cargó con los objetos que acababan de indicarle, y llevando los instrumentos de suplicio que el viejo se divertía en hacerle transportar, continuó el camino hacia la cocina, y luego, siempre empujado por la daga que el tío le apuntaba en la nuca, penetró en el corredor de la bodega.

Al pasar por la cocina, Gil había tomado una antorcha y un cuchillo. Empujó a su sobrino hacia la bodega y en cuanto hubieron bajado, lo arrastró hacia el fondo y le dijo:

—Cava aquí.

Gilito, descompuesto por el terror, obedeció, y una vez hecho el agujero, por orden del tío, hincó el poste y lo hundió profundamente a mazazos hasta que Gil, viendo que estaba bastante sólido, gritó:

—¡Basta!

Entonces el viejo cogió a su sobrino, lo llevó al lado del poste y lo ató con una cuerda, de modo que no pudiera mover piernas, brazos ni cabeza.

Gilito, loco de miedo, no opuso resistencia. Es necesario añadir que esperaba que aquello no fuera más que una broma pesada de su tío.

—¿Qué queréis hacerme? —preguntó el pobre muchacho.

—Ahora lo verás —dijo el tío.

—Entonces el viejo llevó ante Gilito una especie de tajo de madera y sentándose en él empezó a afilar con la hoja de la daga un cuchillo de cocina que había tomado.

Al ver los preparativos, Gilito se puso a dar tristes gemidos, y fue entonces cuando el mariscal de Damville penetró en la bodega.

—Ya me voy cansando de oír tus gemidos. Parecen de un cerdo al que degüellan —gritó Gil.

Gilito se echó a gritar con más fuerza.

—Si no te callas, me veré obligado a matarte —continuó el tío.

«No quiere matarme» —pensó Gilito—, «pero entonces ¿qué querrá hacer conmigo?».

—Veamos —continuó entonces Gil—. Voy a juzgarte en mi alma y conciencia y te prometo recordar que eres el hijo único de mi hermana Gilona, que en gloria esté. Es decir, que seré indulgente tanto como me lo permitan tus crímenes.

—Sí, tío, me arrepiento —contestó Gilito empezando a tranquilizarse.

Pero, no obstante, miraba de través el cuchillo que el viejo no dejaba de afilar.

—¿Así, pues, seguiste la silla de posta en que monseñor había ocultado las prisioneras?

—Sí, tío, hasta la calle de la Hache.

—¿Te vio alguien? Fíjate bien, pues tu vida depende de tu franqueza.

—Creo que el señor d’Aspremont debió de verme, pero no creo que me reconociera.

—¿Y cuál era tu idea al seguir la silla de posta?

—Ninguna, el deseo de curiosear tan sólo.

—Y viste lo que no debía ver nadie en el mundo, muchacho.

—¡Ay! Ya me arrepiento de ello, mi querido tío. Os juro que no lo haré más.

—Bueno. Ahora dime, bribón y miserable, qué demonio te impulsó a referir a los Pardaillán lo que no debieras haber visto nunca.

—No fue el demonio, sino el deseo de conservar mis orejas.

—¡Ah, miserable cobarde! ¿Querías conservar tus orejas, cuando yo te daba el ejemplo de resistencia? ¡Cuándo yo ofrecía toda mi fortuna aun cuando sabía que moriría de dolor si la aceptaban! ¡Cuándo yo consentía en morir antes que hacer traición a monseñor! ¿Sabes acaso, infame, las desgracias que tu traición puede acarrear a monseñor?

—¡Ah! Perdonádmelo, tío.

—¿Qué será de mí ahora? ¿Qué contestaré a mi digno amo cuando éste me pida cuentas de lo sucedido? ¿Cómo podré atreverme a dirigirle la palabra? ¿No valdría más que me ahorcara antes de su regreso?

—¡Ah, tío mío! No hagáis eso, porque me moriría de dolor.

El viejo Gil era sincero; había dejado caer la cabeza entre las dos manos y se preguntaba efectivamente si no valdría más morir que arrostrar la cólera del mariscal.

Era verdad que tenía un testigo de su resistencia y de su perfecta inocencia; éste era el mismo Gilito, sin contar la carta que Pardaillán había prometido mandar al mariscal.

Era, pues, preciso conservar a Gilito, y no obstante Gil quería darle un castigo ejemplar.

—Escucha —dijo levantando la cabeza—, no te condeno a muerte. Monseñor ya tomará esta decisión a su regreso. Pero es necesario que, entre tanto, yo castigue tu cobardía y tu traición, que me ponen al pie del patíbulo, sin contar que me deshonras con ellas. Observa que no te hablo de las tres mil libras que faltan actualmente dentro de mi cofre.

—¡Pero si no he sido yo!

—Fíjate en que tampoco te hablo del enorme robo que quisiste perpetrar. ¿Por qué no se te ocurrió la idea de darme de puñaladas antes de tocar a mis pobres escudos? Pero en fin, también te perdono este crimen. Y en cuanto a tu traición, monseñor la juzgará y tal vez te perdone si le cuentas las cosas tal como han sucedido. ¿Me lo juras?

—Lo juro por mi parte de paraíso —dijo Gilito con alegría.

—Bueno, en tal caso voy a juzgar tan sólo el peligro en que me pones de ser por lo menos despedido por monseñor, y voy a castigarte por dónde has pecado.

—¿Qué queréis hacerme? —exclamó Gilito poniéndose lívido de espanto.

—Has hecho traición a tu amo y a tu tío para salvar tus orejas; pues bien, voy a cortártelas.

—¡Perdón! —exclamó el desgraciado Gilito.

Gil se levantó entonces tranquilamente probando el filo del cuchillo sobre la uña de su dedo pulgar.

Luego se acercó a su sobrino, que, con los ojos cerrados, tuvo aún fuerzas para exclamar:

—Por lo menos no me cortéis más que una.

Apenas había terminado esta súplica singular, cuando un grito terrible salió de su boca: el viejo acababa de coger su oreja derecha y tirando violentamente la cortó de un solo tajo.

La oreja cayó al suelo.

—¡Perdón para la que me queda! —Vociferó Gilito lleno de espanto y dolor—. ¡Gracia! ¡Perdón!

Y enseguida dio otro grito terrible y se desvaneció.

El tío había pasado a la izquierda y con igual tranquilidad cortó la oreja de aquel lado, que fue a reunirse al suelo con la otra.

Nadie evita su destino, según aseguran los fatalistas, y el del desgraciado Gilito era sin duda de ser despojado, tarde o temprano, de los dos grandes ornamentos que la naturaleza había concedido liberalmente a cada uno de los lados de su cabeza.

Una vez terminada su tarea, el despiadado viejo se echó a reír, pues aquélla era una broma como las que le agradaban. Pero cuando vio a su sobrino inundado de sangre y sin conocimiento, dijo:

—¡Diablos! Es necesario evitar que este imbécil se muera enseguida, porque es un testigo de descargo para mí.

Por consiguiente, marchóse a la cocina y tomó allí agua, vino azucarado, un cordial y compresas. Entonces desató a Gilito, lo tendió en el suelo y empezó a curarlo.

Cuando hubo lavado sus dos llagas y después de haberlas cauterizado con vino azucarado y vendado convenientemente, echó entre los labios del paciente un trago de cordial y luego le remojó la cara con agua fría.

Gilito recobró el sentido, abrió los ojos, y creyendo ser víctima de una pesadilla, su primer gesto fue llevar las manos a las orejas, pero con desesperación observó que ya no estaban y dio un gemido lamentable.

—¿De qué te quejas? —preguntó el tío con aire socarrón.

—¡Ay de mí! ¿Cómo haré ahora para oír? —exclamó el pobre muchacho.

—¡Imbécil! —dijo Gil.

Esta fue la palabra de consuelo que dirigió al pobre mutilado. Luego lo tomó por un brazo, lo ayudó a levantarse, y los dos, con ánimo de salir de aquella bodega en que tantos acontecimientos habían tenido lugar, se dirigieron hacia la escalera a los últimos resplandores de la antorcha, que estaba a punto de apagarse.

Pero una vez al pie de la escalera se detuvieron tan asustados uno como otro, pues pudieron ver a un hombre que aparecía ante ellos.

Aquel hombre era el mariscal de Damville.

—¡Monseñor! —exclamó Gil cayendo de rodillas.

—¡Muerto soy! —dijo Gilito desvaneciéndose de nuevo.

—¿Qué sucede? —preguntó el mariscal con voz tranquila.

—¡Ah, monseñor! Una gran desgracia, pero soy inocente, os lo juro, he vigilado como vos me ordenasteis al partir, pero la fatalidad y este imbécil tienen la culpa de todo.

—Explicaos más claramente —dijo Damville con severidad.

—Pues bien, el maldito Pardaillán sabe dónde están las prisioneras y a estas horas ya deben de hallarse en su poder.

—¿No has intervenido para nada en esta traición?

—Os juro que no, monseñor, y para convenceros, podéis interrogar a este miserable, a quien acabo de cortar las orejas.

—Es inútil, Gil, me fío de tu palabra. Levántate.

—¡Ah, señor! Os aseguro que lo que acabáis de decir es para mí mayor recompensa que los quinientos escudos que me disteis en cierta ocasión.

—¿Así, pues, seguirás siéndome fiel?

—¡Hasta la muerte! Ordenad, pues mi vida os pertenece.

—¿Estáis decidido a todo para reparar la desgracia de que me das cuenta?

—Si es preciso dar mi sangre gota a gota, estoy dispuesto.

—Ven, pues, y llama a la astucia en tu ayuda, porque, si bien no tengo necesidad de tu sangre, lo que voy a pedirte será mucho más difícil que morir por mí:

—Estoy pronto, monseñor.

El viejo se irguió de nuevo, pues el mariscal le había dicho que creía en su palabra, como si en vez de un criado hubiera sido un noble. El mariscal apelaba, además, a su genio y lo trataba de potencia a potencia.

Gil sintió gran deseo de lanzarse a la lucha que sin duda alguna había de granjearle la fortuna.

Damville subía la escalera de la bodega muy pensativo y entonces Gil le preguntó:

—¿Qué hacemos de este imbécil, monseñor?

—¿Cuál?

—Mi sobrino —dijo el viejo señalando a Gilito, que seguía desvanecido.

—¿Qué quieres?

—¿Es necesario acabar con él?

—No, porque podrá servirte en tu empresa. Ven.