XLII - Juana de Albret

EN EL MOMENTO en que el conde de Marillac emprendió el camino para cumplir la misión de confianza que le entregara la reina Catalina, Juana de Albret estaba en La Rochela, plaza fuerte que, sin ser todavía, de hecho, la capital de los protestantes, como después de la noche de San Bartolomé, no dejaba de ser considerada por ellos como el mejor de sus refugios.

Juana de Albret había concentrado allí las fuerzas de que disponía e imaginó un plan tan sencillo como atrevido, que se componía de dos acciones simultáneas.

Consistía en reunir dentro de las murallas de La Rochela a todos los protestantes de Francia que estuvieran decididos a conquistar de un golpe la libertad de conciencia, es decir, no solamente el derecho de pensar de otro modo que los católicos, sino la vida civil en un país en que estaban excluidos de todos los cargos y empleos.

En una palabra, juzgaba que había llegado la hora de vencer o morir.

Una vez reunido y organizado este ejército, ella en persona tomaría el mando y marcharía directamente contra París. Tal era la primera parte del plan. La segunda consistía en intentar dentro de la capital un golpe que debía coincidir con la aparición del ejército en las alturas de Montmartre, que es por donde intentaban iniciar el ataque. Este golpe era el secuestro del rey Carlos IX, el cual sería llevado al campo de los reformados.

Coligny, Condé y Enrique de Bearn debían tomar la delantera, instalarse en París y preparar el secuestro.

Trescientos o cuatrocientos protestantes debían entrar en París o en pequeños grupos o aisladamente y ocupar poco a poco todo el lado de la ciudad situado entre el Louvre y Montmartre. Ésta era la segunda parte del plan.

De estas dos combinaciones debía resultar que Juana de Albret, a la cabeza de su ejército, compuesto de quince mil infantes, dos mil jinetes y veinte cañones, aparecería ante las murallas de París y a una señal dada por ella desde la colina de Montmartre, Enrique de Bearn, seguido por Condé y Coligny, montarían a caballo; los cuatrocientos hugonotes de la ciudad formarían a su alrededor y aquel pequeño ejército atravesaría la ciudad sitiada en dirección a la puerta de Montmartre gritando a los parisienses que el rey Carlos IX estaba en el campo hugonote. En el mismo instante la puerta de Montmartre sería atacada desde el exterior.

Juana de Albret contaba entrar así en París, casi sin resistencia, reunirse con su hijo, marchar sobre el Louvre y entonces imponer sus condiciones a Catalina de Médicis.

He aquí en conjunto el plan de la reina. Puede afirmarse que estaba inspirado por la desesperación y hubiera sido difícil asegurar que no habría tenido éxito.

Ya se ha visto que para dar comienzo a su ejecución, Enrique de Bearn, Condé y Coligny habían penetrado secretamente en París, en donde estudiaban la posibilidad de secuestrar a Carlos IX y ganar a su causa a los católicos tolerantes, que estaban indignados por las persecuciones y mala fe de Catalina, después de firmada la paz de San Germán.

Así estaban las cosas cuando Juana de Albret recibió una carta que la sumió en gran turbación y contrarió las resoluciones tomadas.

La carta era de Carlos IX y había sido llevada a su destino por un gentilhombre del rey.

Carlos IX aseguraba en ella a la reina de Navarra su buena voluntad y afirmaba su deseo sincero de terminar para siempre las luchas que ensangrentaban el reino. Luego dábale cita en Blois para discutir las condiciones de una paz duradera y definitiva y añadía que, de viva voz, le daría una prueba de su sinceridad y una garantía extraordinaria. (Aludía al casamiento de Enrique de Navarra y Margarita de Francia que, por consejo de su madre, quería proponer a la reina de Navarra).

Durante algunos días, Juana de Albret estuvo preocupada por el contenido de esta carta, si bien no suspendió sus preparativos.

Al enviado del rey díjole que transmitiría oportunamente su respuesta.

Así estaban las cosas cuando, después de dieciséis días de viaje, el conde de Marillac llegó a La Rochela, latiéndole el corazón al pensar que iba a ver de nuevo a la reina.

Hemos de añadir que su emoción procedía principalmente de las resoluciones tomadas durante el camino.

El conde hacía a Juana de Albret objeto de verdadero culto. No la amaba solamente como un hijo, sino que la admiraba y la tenía por una mujer perfecta, y la idea de merecer un reproche de su reina le era insoportable.

Los dieciséis días de monótono viaje que acababa de hacer, los pasó preguntándose cómo acogería la reina de Navarra su proyectado enlace con Alicia de Lux.

En realidad no adivinaba qué clase de objeciones podría hacer la reina, pero, por vez primera, experimentaba una de aquellas vagas inquietudes que a veces son presentimientos de funestos sucesos.

¿Quién era Alicia de Lux? ¿De dónde venía? ¿Qué había ido a hacer a la corte de la reina de Navarra? Nadie podía contestar exactamente estas preguntas. Hasta entonces Marillac no se había preocupado por estos detalles, porque amaba a Alicia por sí misma, pero, a la sazón, Veíase obligado a tomar una decisión definitiva y éranle precisos argumentos irrebatibles para el caso de que Juana de Albret no le aconsejara el casamiento.

Hay que hacer notar que el conde no había dirigido nunca preguntas a Alicia de Lux y, por lo tanto, estaba inquieto, no por sí mismo, sino por lo que la reina pudiera pensar de su adorada.

Marillac se inquietaba muy poco por lo que pudiera ser la familia de Alicia, si bien sabía que la joven era de noble cuna. En efecto, un Lux ocupó, en los primeros tiempos del reinado de Luis XII, un importante empleo en una colonia. La joven quedó huérfana de padre y madre en temprana edad y no tenía más que algunos parientes lejanos. Esto era lo que Marillac y la reina sabían.

Como hemos dicho, el conde de Marillac estaba algo emocionado al llegar a La Rochela, y una vez allí inquirió enseguida dónde habitaba la reina.

Al hallarse en presencia de Juana de Albret, olvidó todas sus preocupaciones y la alegría brilló en sus ojos. La reina le tendió la mano y él la besó con sincero cariño y no como cortesano.

—Heos aquí, querido hijo —dijo Juana con acento conmovido—. Espero que ningún acontecimiento desagradable os haya traído a nuestro lado.

—No, señora, muy al contrario.

Juana de Albret miró algunos instantes al conde, no atreviéndose a formular una pregunta que ya estaba en sus labios, y comprendiéndolo Marillac, se apresuró a decir:

—Su Majestad el rey de Navarra gozaba de perfecta salud y ningún peligro lo amenazaba a mi salida de París. Lo mismo puedo decir del señor almirante y del príncipe de Condé.

—¿Os envía mi hijo? —preguntó la reina, ya tranquilizada.

—No, señora —contestó Marillac—. Vengo comisionado por Su Majestad la reina Catalina, según acredita esta carta.

Y doblando la rodilla entregó a Juana de Albret la carta que le diera Catalina de Médicis.

—¿Habéis visto a la madre del rey de Francia? —preguntó Juana.

—Sí, señora, y he aquí en qué extrañas circunstancias.

Marillac entonces hizo un relato fiel y circunstanciado de su entrevista con Catalina, en todo lo concerniente a las proposiciones de paz y matrimonio, enumerando también las garantías ofrecidas. La reina escuchó con profunda atención, aun cuando su espíritu, en aquel momento, seguía otro camino.

—Conde —dijo en cuanto Marillac hubo cesado de hablar—, os encargaré de llevar mi respuesta a la reina madre. Al mismo tiempo seréis portador de una carta para el rey de Navarra y el señor de Coligny. Hoy y mañana reflexionaré acerca de las proposiciones que nos hacen. Pasado mañana reuniré a nuestro Consejo y se deliberará sobre todas esas graves cuestiones. Así, pues, dentro de tres días podréis regresar a París y hasta entonces descansad, hijo mío, y procurad estar a mi lado tanto como os sea posible.

Marillac se inclinó profundamente admirando la impasible calma con que la reina había escuchado sus proposiciones extraordinarias, de las que dependía la suerte de su hijo y de todos los protestantes del reino.

Entonces, Juana de Albret, con cariñoso acento, dijo:

—Dejemos de lado la política y la guerra y hablemos de vos, querido conde. ¿De modo que visteis a la reina Catalina?

Hizo esta pregunta casi en voz baja, y Marillac, que comprendió la intención de la reina al dirigírsela, contestó:

—Sí, señora, he visto a mi madre.

Juana de Albret no manifestó la menor sorpresa por esta respuesta, porque la esperaba.

—He visto a mi madre —repitió Marillac— y ella reconoció en mí al hijo abandonado.

—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Juana de Albret con viveza.

—Vuestra Majestad juzgará. Mi madre no pronunció una sola palabra de afecto, ni hizo un gesto que pudiera indicar que me reconocía; no me dirigió una sola mirada de lástima. Por mi parte, señora, dije a mi madre que era un hijo abandonado; le díje todo lo que había sufrido y lo que sufro todavía. Por un instante tuve la esperanza de arrancarle un grito, pues expresé mi desesperación con amargas palabras, pero su rostro permaneció impasible. Más a pesar de ello digo que mi madre…

El conde se detuvo emocionado.

—¡Valor, hijo mío! —Dijo Juana de Albret—. Valor y paciencia.

—Ya lo tengo, señora. No creo que la reina Catalina sea para mí otra cosa que una reina enemiga. Pero esto me recuerda la entrevista que con ella tuve. Os he dado cuenta de las proposiciones que hace a Vuestra Majestad, pero no sabéis, señora, la proposición que me hizo.

—¿A vos, conde? —dijo Juana asombrada.

—Sí, señora. Quiere ofrecer a Su Majestad Enrique de Bearn el trono de Polonia, y entonces, hallándose el trono de Navarra vacante…

—¿Qué? —preguntó la reina frunciendo el entrecejo.

—Entonces, Majestad, si el rey, vuestro hijo, acepta el trono de Polonia, se pondría otro rey en el de Navarra y este rey, señora… ¡Ah! ¡Apenas si me atrevo a repetirlo!… ¡Este rey sería yo!

Juana de Albret se quedó unos instantes silenciosa y meditabunda.

Sí; como lo había dicho el conde, esto era una prueba absoluta de que Catalina de Médicis había reconocido a su hijo en la persona del conde de Marillac, y llena de orgullo y todopoderosa sobre sí misma, como sobre los demás, Catalina, sin duda alguna, se había enterado de que el hijo que creyó muerto estaba vivo, cosa que la conmovió sin duda, pero logró disimular su emoción hasta el punto de engañar a su mismo hijo. No obstante, aquella emoción debía existir realmente, pues Catalina, de un niño sin nombre, quería hacer un rey.

En cuanto a la eventualidad de que Enrique de Bearn pudiera ocupar el trono de Polonia, la reina no se preocupó un solo instante. Ciertamente Polonia era un hermoso reino, pero Juana de Albret, navarra a machamartillo, no hubiera abandonado su país ni por el trono de Francia.

En cuanto a Enrique, a pesar de su extrema juventud, Juana imaginaba que tenía mayores ambiciones y tal vez en lo más profundo de su ánimo entreveía la posibilidad de que un día el rey de Francia fuera un Borbón y llevara el doble título de rey de Francia y de Navarra.

Pero lo que más la impresionó fue que semejante combinación hubiera sido ideada por la misma Catalina, y de ello sacó dos conclusiones:

La primera, que Catalina de Médicis amaba bastante al conde de Marillac, su hijo, para querer darle un trono. La segunda, que necesariamente era sincera en sus proposiciones de paz a los hugonotes, puesto que la felicidad de su hijo dependía de aquella paz.

Tales fueron las ideas de la reina de Navarra, ideas que debían tener formidables consecuencias, pues inclinaron a Juana de Albret a ir a Blois y luego a París y a aceptar el casamiento de su hijo Enrique con Margarita, hermana de Carlos IX. Entonces preguntó a Marillac:

—Y vos, conde, ¿qué pensáis de la corona que os ofrecen?

—Pienso, señora —contestó el conde sin vacilar—, que mi vida no va por este camino. No quiero hablar de las dificultades políticas que podían sobrevenir, de realizarse el proyecto de mi madre, y diré, sencillamente, que soy inepto para reinar. No tengo talla de rey. Sólo quiero hallar la felicidad en la vida y no creo que la encuentre en un trono. Por otra parte sería para mí desagradable instalarme en el trono de mi rey y de mi reina. Pero dejando esto, señora, ha llegado la hora de descubriros mi pensamiento y hablaros con el corazón en la mano, pues sois la única persona que ha manifestado interés por mí.

—Hablad, hijo mío —dijo Juana de Albret—, y acordaos de que os escucho como madre y no como reina.

—Lo sé, señora, y esto es lo que me da el valor necesario. En una palabra, señora, os haré comprender el estado de mi alma.

—Decid, conde.

—Pues bien, señora, amo.

El rostro de Juana de Albret manifestó gran alegría, pues en su corazón maternal comprendió que solamente un gran amor haría feliz al joven.

—¡Ah, hijo mío! —exclamó—. Os aseguro que si amáis profunda y lealmente como vuestro corazón es capaz de hacerlo, seréis feliz.

—Sí, señora —dijo Marillac con emocionada voz—. Antes, cuando pensaba en mi desgraciada condición, la muerte me parecía la única solución posible…

—¿Y ahora? —preguntó Juana sonriendo cariñosamente.

—Ahora, señora, siento la felicidad de vivir, pues vivo y quiero vivir para ella.

—¡Cuán feliz me hacéis, querido hijo! Porque sí amáis, supongo que seréis amado como merecéis.

—Creo… Sí, estoy seguro de que me ama tanto como yo a ella.

—En efecto —dijo la reina con dulzura—, es gran felicidad para vos ser amado de una mujer digna que pueda ser la compañera de vuestra vida, la que os consuele en vuestras tristezas, y el rayo de sol que ilumine vuestra existencia. Es lo que os deseaba cuando os veía tan triste. Pero, veamos, no me habéis dicho aún el nombre de vuestra adorada.

Marillac se estremeció sintiendo que sus vagas inquietudes lo asaltaban de nuevo.

—Ya la conocéis, señora —dijo con temblorosa voz—. Como yo, ha hallado en Vuestra Majestad un asilo de dulzura y bondad. Débil, sin apoyo, huyendo de las persecuciones y sola en el mundo, la recogisteis con la inagotable generosidad de alma que os granjeará la admiración de la posteridad, más aún que vuestras empresas guerreras…

—Alicia de Lux —exclamó tristemente la reina de Navarra.

—Ella es, en efecto —dijo Marillac dirigiendo a la reina ardiente mirada de curiosidad para sorprender su pensamiento.

Pero la reina era impenetrable. Juana de Albret poseía realmente la generosidad de alma de que el conde acababa de hablar. Era un espíritu superior, pues supo retener el grito de doloroso asombro que iba a salir de su garganta, porque en un instante examinó el dilema que se presentaba a su conciencia. O callarse acerca de Alicia de Lux y entregar de este modo al conde a una intrigante, o revelar lo que sabía acerca de la joven y sumir a Marillac en incurable desesperación.

—Nada me decís, señora —continuó el conde—. Por favor, ¿qué pensáis?

La reina, indecisa, halló de pronto un pretexto para no contestar enseguida y dijo sin severidad:

—Muy turbado debéis de estar, conde, pues por vez primera interrogáis a vuestra reina.

—¡Ah! Perdón, señora —dijo Marillac inclinándose.

Aquel intervalo bastó a Juana para imaginar la contestación.

—Estáis perdonado, hijo mío —dijo—. Por otra parte he olvidado yo tantas veces la etiqueta al hablaros, que bien se os puede dispensar el haberla olvidado una vez. Me preguntáis lo que pienso de Alicia de Lux, ¿no es cierto?

—Os lo suplico, Majestad.

—Pues bien, no tengo opinión formada. La conozco poco y no le he hablado una docena de veces.

El conde comprendió que la reina estaba turbada. ¿Por qué vacilaría?

—Señora —exclamó—, a riesgo de que parezca olvido de las conveniencias, una pregunta asoma a mis labios. Os ruego que me perdonéis por ello. Tengo necesidad absoluta de conocer por entero vuestro pensamiento. Me atrevo a preguntar a Vuestra Majestad si tiene alguna prevención contra mi prometida. Una sola palabra me basta, y espero que mi reina me dirá si las inquietudes que suben de mi corazón a mi cerebro están justificadas, o si son solamente el delirio de un alma enferma.

Juana de Albret bajó la cabeza. El conde le pedía una verdad terrible o una mentira.

—Señora —dijo con más vehemencia—, si Vuestra Majestad no me contesta, es que condena a mi prometida.

—Nada tengo contra Alicia de Lux —contestó la reina.

Pero tal mentira fue dicha con voz tan baja, que Marillac tuvo, más que nunca, el presentimiento de la catástrofe que le esperaba. Se decidió, pues, a arrancar a la reina su secreto, y mientras mortal palidez se pintaba en su semblante, dijo:

—Lo que voy a decir es tal vez un sacrilegio o un crimen de lesa majestad. Me maldigo por ello, señora, pero cometo el crimen aun cuando tuviera que darme de puñaladas luego por haber osado sospechar de vuestra sagrada palabra. Señora, tened piedad de un desgraciado que lleva vuestra imagen en el corazón y que no tiene en el mundo más que a vos, pues representáis para él la familia, la amistad y el apoyo. Señora, vuestra palabra no me basta… Necesito un juramento… Juradme que me habéis dicho la verdad.

Juana de Albret guardó silencio, no sabiendo cómo podría salvar al conde de su amor, pues tenía la convicción profunda de que Alicia no amaba a Marillac y que sólo representaba una miserable comedia por cuenta de Catalina y, por lo tanto, Juana quería estudiar a fondo aquel problema.

Pero la desbordante pasión del desgraciado, no lo dejaba tiempo para ello. Era necesario contestar inmediatamente y con un juramento. Por otra parte, veía al conde tan apasionado, que no dudó de que una sola palabra de verdad lo mataría más certeramente que una bala en pleno corazón.

—Conde —dijo con irresistible firmeza—. Escuchadme, voy a daros una prueba de afecto que solamente mi hijo podría esperar de mí. No puedo contestaros ni jurar lo que me pedís, sin antes haber visto a Alicia de Lux. La veré, hablaré con ella y solamente entonces os contestaré. Hasta dicha ocasión, os ordeno que permanezcáis tranquilo y, entre tanto, estad persuadido de que nada tengo contra Alicia. Lo que puedo repetiros es que no conozco a esta joven, y como os quiero cual si fuerais hijo mío, deseo conocerla antes de deciros si es digna o no de vuestro amor. Decidme, por consiguiente, dónde está ahora.

—En París —contestó el conde con voz casi ininteligible—. Habita una casa de la calle de la Hache.

—Bueno —dijo Juana—. Mañana salgo para París.

—¡Señora! —balbució el conde lleno de angustia.

—Partiremos juntos —continuó la reina—. Vos tomaréis el mando de mi escolta. Id, conde, preparaos a acompañarme.

El joven salió titubeando y una vez fuera respiró penosamente y se detuvo algunos instantes.

—¿De modo —se dijo— que hay en Alicia algo que yo ignoro? Pero ¿por qué he de atormentarme? Al cabo no ha sucedido nada. La reina no conoce a Alicia y no puede dar su opinión. Es muy lógico. Pero, en cambio, yo la conozco y ¡desgraciado del que ante mí diga algo en desdoro suyo!

Pero casi enseguida sintió que arraigaba en él la convicción de que había alguna cosa, y, fuese por el temor de saberla o de disgustar a la reina, decidió alejarse.

—Lo extraño —díjose mientras andaba— es que los dos únicos amigos a quienes he hablado de ella, me han escuchado con misteriosa reserva. Por ejemplo, Pardaillán no la conocía. Lo conduje a su casa y le pregunté lo que pensaba de ella y él pareció algo apurado. ¿Por qué sería? Me dijo exactamente: «¿Quién sabe si ella sabe cosas que vos ignoráis?». ¿Qué cosas serán ésas? ¿Acaso Alicia tiene secretos para mí? ¿Qué secretos serán? Luego, al hablar a la reina, la duda se hace mayor. Mi madre adoptiva dice que no conoce bastante a mi novia, lo que, tal vez, sea una manera de decirme que la conoce demasiado. Pardaillán y la reina saben, o por lo menos adivinan, lo que yo no sé ni adivino. ¿Pero qué será de ello? ¿Qué pueden reprochar a Alicia?

Y el desgraciado, atormentado y rendido por la fatiga moral, más que por la física, regresó a la posada ante la que había parado a su llegada, y allí durmió profundamente algunas horas.

Cuando se presentó de nuevo a la reina de Navarra, ésta pudo observar el estado de alma de Marillac, mirando solamente su rostro.

«¿Qué va a ser de él, cuando sepa la verdad?» —pensó—. «¿Será necesario decírsela?».

Evitó cuidadosamente hablar de Alicia y dio al conde sus instrucciones para poder salir el mismo día.

—Vamos a Blois —dijo—. Ya que Carlos me cita allí, no quiero rehusar la conferencia que me ofrece. Antes de recurrir a una última guerra que sería sin misericordia, debo agotar todos los medios pacíficos. Luego, desde Blois, iremos a París, sea cual fuere el resultado de la conferencia y entraremos en la ciudad, oficialmente si se concierta la paz y, en secreto, en caso contrario.

El conde se Inclinó sin contestar y salió para ocuparse con febril actividad de los preparativos de marcha.

Tres horas más tarde, Juana de Albret emprendía el camino hacia Blois, escoltada por cien hugonotes al mando de Marillac. Casi el mismo día, el rey Carlos IX y Catalina de Médicis salían también de París hacia Blois, adonde Enrique de Bearn, Coligny, Condé y d’Andelot se dirigieron asimismo.