XXXIX - La reina madre

TRES DÍAS DESPUÉS de la escena del Louvre, y en cumplimiento de la promesa hecha a su hermano, Francisco de Montmorency se dirigió al hotel de Mesmes, resuelto a terminar definitivamente aquel odio de diecisiete años. Fue solamente precedido de un heraldo de armas.

El caballero de Pardaillán había insistido en vano para acompañarlo.

El mariscal atravesó París sin ningún aparato, revestido de su coraza de piel de gamo sin curtir y ciñendo una espada de combate. Montaba un caballo completamente negro, igual al de su escudero.

Eran casi las siete de la tarde cuando el mariscal llegó ante el palacio de Mesmes. A la sazón se ponía el sol, cosa que el mariscal había tenido en cuenta, pues habiendo dado tres días a su hermano para reflexionar, no quería exponerse a que le dijeran:

—No han transcurrido los tres días; faltan todavía unos minutos.

Francisco esperó aún; un cuarto de hora para estar seguro de que procedía de acuerdo con su derecho. Los transeúntes vieron sin gran asombro aquella doble estatua ecuestre que parecía guardar la puerta del palacio. Pero los que reconocieron al mariscal y estaban enterados del odio que dividía a la familia, aunque sin conocer el motivo, se apresuraron a pasar, porque las luchas de dos ilustres señores como Damville y Montmorency formaban parte de aquellas cosas que un hombre sensato debía ignorar.

Como Francisco hubo mirado a lo lejos las torres del Temple y vio que el sol no las doraba ya con sus últimos rayos, hizo una seña al heraldo y éste, sin bajar del caballo, tocó el cuerno que a prevención llevaba.

La gran puerta del palacio continuó cerrada; todas las ventanas lo estaban también, y la sombría morada parecía abandonada.

Por dos veces más se oyó el sonido del cuerno, pero nadie de la casa contestó. Algunas cabezas salieron a las ventanas de las casas vecinas, pero pronto desaparecieron.

Entonces, obedeciendo a una nueva señal del mariscal. El heraldo de armas echó pie a tierra y golpeó la puerta con el aldabón.

Abrióse un ventanillo que al lado había y una voz preguntó:

—¿Por quién preguntáis?

—Por Enrique de Montmorency, llamado duque de Damville —contestó el heraldo.

—¿Qué le queréis?

—Venimos a pedirle justicia, por una injuria que nos infirió y si rehúsa apelaremos al juicio de Dios.

Entonces se entreabrió la puerta, y un oficial, vistiendo el uniforme de la casa de Damville, salió a la calle. Descubriéndose respetuosamente ante Francisco, le dijo:

—Monseñor, siento tener que comunicaros una mala noticia. El palacio está desde ayer deshabitado. Nuestro señor, monseñor de Damville, ha salido de París, por orden expresa de Su Majestad. Ahora, monseñor —continuó el oficial—, si os place reposar en esta morada, me esforzaré en cumplir con vos las leyes de la hospitalidad tanto como me lo permitan las circunstancias y la ausencia de todos los criados.

Francisco miró al heraldo, y éste contestó:

—Rehusamos la hospitalidad ofrecida.

El oficial se cubrió entonces y, entrando en la casa, cerró la puerta, El heraldo tocó nuevamente el cuerno y por tres veces seguidas llamó en voz alta a Enrique de Montmorency, señor de Damville.

Luego echó pie a tierra y aproximándose a la puerta, dijo:

—Enrique de Montmorency, hemos venido a pedirte razón de una grave injuria. Te habíamos prevenido que estaríamos hoy ante tu puerta. Declaramos que has huido cobardemente, te consideramos felón y te dejamos nuestro guante en señal de desafío, pues nuestra causa no puede ser más justa.

Entre tanto, Francisco se descalzaba un guante. El heraldo lo tomó y sacando de las alforjas de su caballo un clavo y un martillo, se acercó a la puerta del palacio y clavó en ella el guante.

Durante algunos minutos Francisco de Montmorency esperó a que su hermano contestara a este ultraje, pues no dudaba que, en realidad, se hallaba en el palacio; pero viendo que la puerta continuaba cerrada y no oyendo ningún ruido, se retiró.

En aquel momento dos hombres aparecieron en la esquina de la callejuela en que el caballero de Pardaillán trató de atacar al carruaje del mariscal de Damville. Eran el caballero en persona y el conde de Marillac.

Una vez que Francisco de Montmorency hubo salido de su palacio, Pardaillán salió casi enseguida y se dirigió a la calle de Bethisy, en donde halló al conde. En dos palabras le contó la tentativa que iba a hacer el mariscal. Marillac, que no tenía mucho interés en ayudar a Montmorency a pesar de la simpatía que le inspiraba, pero que, en cambio, estaba dispuesto a ayudar con todas sus fuerzas al caballero por el que cada vez sentía mayor admiración, no vaciló en seguir a su amigo, que lo condujo al palacio de Mesmes.

—Si el mariscal entra en el palacio y no lo vemos salir, entraremos a nuestra vez para saber lo que ha sido de él.

—No creo que entre —dijo el conde—. Conozco bastante a Damville, para suponer que querrá evitar una entrevista de este género.

Los dos jóvenes, ocultos en el hueco de una puerta, asistieron a la escena que acabamos de relatar.

—Ya veis cómo lo había adivinado —dijo el conde de Marillac, cuando el mariscal hubo partido.

Volvieron entonces al hotel de Coligny, y una vez allí, Pardaillán tendió la mano a su amigo y le dijo que se volvía a casa del mariscal. Pero el conde lo retuvo.

—¿Queréis —dijo— hacerme un gran favor?

—Si es posible, con el mayor placer, y aun cuando fuera imposible, también lo haría tratándose de vos.

—La cosa es de las posibles, querido amigo: se trata sencillamente de cenar conmigo esta noche. Son casi las ocho, iremos a una hostería que conozco y en la que no correréis riesgo de ser visto. Luego, hacia las nueve, os conduciré a una casa y os presentaré a cierta persona que deseo conozcáis.

—¿A quién? —dijo el caballero sonriendo, pues ya sospechaba de lo que se trataba—. La otra noche me presentasteis a un rey, a un príncipe y a un mariscal, y os advierto que no quiero conocer a personas de menor rango.

—Se trata de mi novia —dijo el conde.

—Entonces es una reina —dijo el caballero— y os aseguro que prefiero tal presentación a las que el otro día me hicisteis.

—Así, aceptáis. ¿Estáis libre esta noche?

—Sí, amigo mío, pero aun cuando estuviera encerrado en la Bastilla, la demolería para tener el honor de ser presentado a vuestra prometida.

Hablando de esta suerte y diciendo con la mayor naturalidad enormidades como la referida, los dos amigos, cogidos del brazo, se encaminaron hacia la hostería indicada por el conde y allí cenaron con gran apetito, como si ninguno de los dos tuviera motivos de preocupación bastante terribles para quitar el apetito al más hambrón.

Hacia las nueve, el conde de Marillac, seguido del caballero, se dirigió a la calle de la Hache.

Alicia de Lux lo esperaba aquella noche con ansiedad y terror extraordinarios por causas que ya veremos más adelante. Pero antes es necesario hacer una observación que, sin duda, no habrá escapado al lector.

Varias veces Pardaillán y Marillac hablaron de la escena del Puente de Madera, pero Pardaillán nunca había referido que la reina de Navarra iba acompañada por una joven que parecía ser su confidente. Por su parte, Alicia de Lux, que era la prudencia personificada, nunca dijo a su prometido que estaba en aquella ocasión con la reina, pues temía que una palabra imprudente hubiera podido revelar su verdadera personalidad. De ello resultaba que Marillac no sabía que Pardaillán hubiera salvado a su prometida, y por otra parte, el caballero ignoraba que la compañera de la reina de Navarra fuera precisamente aquella joven de la que su amigo le hablaba con tanta pasión.

Ahora volvamos a Alicia de Lux.

Ya hemos dicho que la joven sentía ansiedad y terror. La ansiedad la tenía por causa la presencia de Juana de Piennes y Luisa. Ciertamente había tomado todas las precauciones y las dos mujeres se alojaban en el primer piso, en dos habitaciones que daban a la parte posterior de la casa. Estaban encerradas con llave, pero cualquier accidente fortuito podía revelar su estancia en la casa. Y entonces ¿cómo explicaría su presencia? ¿Y si Juana de Piennes hablaba? ¿Y si pedía auxilio al conde? Entonces Marillac comprendería que Alicia de Lux ejercía el innoble oficio de carcelera. Y toda su vida de espía y de mujer venal a sueldo de Catalina, iba a revelarse.

Pero esto no era todo, porque si bien el peligro hubiera sido grande, Alicia tenía fértil imaginación y era maestra en mentiras. Esperaba, pues, en caso necesario, poder salir de este mal paso. Lo que provocaba su terror, era un lacónico billete que acababa de recibir.

No se olvidará que, de acuerdo con lo convenido con la reina Catalina, Alicia debía depositar cada noche en la ventana más baja de la torre construida para el astrólogo Ruggieri, una especie de parte policíaco. Generalmente, se contentaba con trazar algunas lacónicas palabras, disfrazando su carácter de letra, que decían:

«Nada nuevo».

O bien:

«Tengo al hombre, todo va bien».

Aquella noche, en el momento en que Alicia echaba el parte, se sintió coger la mano y alguien deslizó en ella un papel plegado, de modo que ocupara el menor espacio posible. Regresando apresuradamente a su casa, la espía desplegó el papel, y al leerlo sintió que su corazón palpitaba con fuerza. Lo leyó de nuevo con profunda atención para grabar en la memoria las palabras que contenía, luego quemó el papel y esparció las cenizas como si hubiera temido que alguien pudiera descifrar su contenido.

Aquel billete procedía de Catalina de Médicis y no llevaba ninguna firma, ni signo que hubiera podido dejar adivinar quién lo había escrito o dictado. La letra era masculina, y he aquí lo que decía:

Retened al hombre esta noche hasta las diez. A dicha hora hacedlo salir. Si quiere pasar la noche con vos, inventad una excusa, pues es preciso que a las diez esté en la calle. No hay inconveniente en añadir que no se le hará ningún mal.

La cínica suposición de que el conde quisiera pasar la noche en la casa, avergonzó a Alicia de Lux, y dos lágrimas se escaparon de sus ojos. En cuanto a las dos últimas palabras del billete, no la tranquilizaron. Si Catalina de Médicis quería que el conde estuviera en la calle a las diez era porque intentaba hacerlo atacar, o prender… ¿Qué sería de ella? Toda suerte de siniestros presentimientos la asaltaron.

Y cuando oyó el aldabonazo, aún no había tomado ninguna resolución.

—Aquí está —murmuró poniéndose pálida como si no hubiera esperado la llamada.

Inmediatamente se resolvió a retener toda la noche a Marillac, si era preciso. Estaba ya tan cansada de aquella existencia llena de sobresaltos, en que el menor ruido alteraba el ritmo de su corazón y era necesario mentir sin cesar, inventar, combinar nuevas mentiras a cada momento, que hasta la tan temida catástrofe de que el conde supiera quién era ella, no le causaba ya el espanto de otras veces. No obstante, no tuvo ánimos para salir al encuentro de su prometido como solía y fue Laura la que abrió la puerta. Algunos instantes más tarde, el conde entró en la estancia en que ella se encontraba y al verla tan sonriente nadie hubiera podado adivinar la angustia que sentía.

—Querida Alicia —dijo el conde—, quiero presentaros al caballero de Pardaillán, a quien considero como a un hermano, y espero que vos lo querréis también por amor a mí.

Y hablando así, el conde cogió del brazo a Pardaillán, que había quedado atrás.

Alicia se estremeció, pues a la primera mirada reconoció al joven del Puente de Madera, que después de haber salvado la vida a la reina de Navarra, la había acompañado a casa del judío.

Pardaillán, que después de haberse inclinado levantó la cabeza, la reconoció también enseguida. Alicia sintió un momento de punzante angustia y se preparó a dar una explicación si el caballero manifestaba reconocerla.

Pardaillán no hizo el menor gesto de sorpresa y fingió tan perfectamente que veía a Alicia por vez primera, que la joven se engañó. Ya tranquilizada, tendió su mano al joven y con su dulce voz, que constituía uno de sus encantos, dijo:

—Señor caballero, ya que sois amigo del conde, permitidme que os exprese mi satisfacción de veros en mi casa. Un amigo es cosa preciosa, señor, y atendida la situación en que el conde se halla en París —añadió con alterada voz—, es realmente una felicidad para él poder contar con un hombre como vos.

—Caballero —dijo el conde riendo—, a la primera mirada Alicia ha adivinado lo que valéis.

—Señora —dijo Pardaillán—, he sentido amistad por el conde desde el momento en que lo vi. Es un noble carácter, y si mi amistad sincera puede contribuir a su felicidad, os aseguro que seré dichoso.

Marillac, radiante de alegría, no observó que la respuesta de Pardaillán le estaba consagrada por entero.

«¿Por qué este joven no hace mención de mí?» —se dijo Alicia—. «¿Sabrá acaso quién soy?».

Y para substraerse a la obsesión del momento, se dispuso a preparar refrescos.

«¿Por qué?» —se preguntaba Pardaillán— «hallo aquí a la compañera de la reina de Navarra ¿Por qué parece tan turbada e inquieta? Recuerdo que la reina le reprochó de extraño modo el haberla llevado hacia el Puente de Madera».

Y el caballero empezó a examinar cuidadosamente a la joven. Al cabo de algunos minutos se rompió el hielo y los tres hablaban alegremente, si bien Alicia observaba con terror que la manecilla del reloj avanzaba hacia las diez.

«¿Qué haré? ¿Cómo se lo diré?» —pensó.

Dieron las diez, y Alicia, para ocultar su turbación, se puso a hablar con volubilidad, y su conversación hubiera parecido encantadora a otro que no fuera Pardaillán, cuyas sospechas se despertaban a cada momento. Parecíale que hacía gestos equívocos. Sorprendió varias veces que palidecía o se ponía colorada. Había algo raro en algunas de las entonaciones de su voz y no se sorprendió, por lo tanto, al oír el grito de terror que dio cuando el conde, levantándose, le anunció que era hora de marcharse.

—Por Dios —dijo con angustia—. Quedaos todavía.

—¿Ya vuelves a sentir miedo, querida mía?

—Señora —intervino el caballero—, os juro que, por lo menos, esta noche no sucederá nada desagradable a mi amigo.

Ella le dirigió una mirada de reconocimiento y dijo al conde:

—Id, amigo mío, pero acordaos de que me habéis jurado ser cauto.

Y cuando los tres se hallaban en el jardincillo, se inclinó de repente hacia Pardaillán y le dijo en voz baja:

—¡Por piedad! No le dejéis hasta que esté en seguridad. Creo que quieren matarlo.

El caballero no pudo reprimir un estremecimiento. Tales palabras confirmaban las extrañas cosas que había observado en aquella mujer. En cuanto a ella, pensó:

«Lo que acaba de decir me entrega a esta joven. La cuestión se reduce a saber si es tan leal como parece».

Los dos hombres salieron y se alejaron. Alicia permaneció bastante rato en la puerta de su casa escuchando con atención, pero no oyendo nada se retiró casi tranquilizada.

—¿Qué os parece? —preguntó el conde a Pardaillán, cuando estuvieron a cierta distancia de la casa.

—¿De qué?

—De ella, ¿de quién, pues?

—Dispensadme, querido amigo…, pienso… que es una joven adorable… ¿Qué hay en aquel rincón?

Acercáronse los dos y no vieron nada. Pardaillán estaba contento de haber desviado la conversación, pero pensaba:

«¿Debo acaso decirle que su prometida me inspira extraña desconfianza?».

—¿Os habéis fijado —continuó el conde— en su recomendación de que fuera cauto? A veces se ve asaltada por terrores inexplicables.

—¡Oh! —Dijo el caballero—, ¿quién os prueba que no son justificados?

—¿Qué queréis decir?

—¡Qué sé yo! Creo que las mujeres tienen instintos superiores a la razón del hombre. ¿Quién sabe si vuestra prometida conoce cosas que vos ignoráis?

El caballero se detuvo entonces, porque un pensamiento acababa de atravesar su espíritu.

«¿Con qué derecho voy a destruir el amor de mi amigo? Y además, ¿en qué se fundan mis sospechas? Evidentemente esta mujer tiene algo que ocultar, pero lo ama, y esto lo perdona todo».

Y entonces, en voz alta, dijo al conde:

—Si yo tuviera la dicha de ser amado como vos, obedecería a mi adorada en todo y por todo, hasta en sus inexplicables caprichos.

—Sí, sí —dijo el conde sonriendo—, con toda seguridad. Alicia no tiene serios motivos para sentir terror. Solamente me lo explico por el gran amor que me profesa.

En aquel momento, cuando entraban en la calle de Bethisy, una sombra que los había seguido paso a paso, se aproximó a ellos. Los dos jóvenes se pusieron en guardia.

—Señores —dijo el hombre—. No temáis nada. Únicamente quiero decir dos palabras al conde de Marillac.

Pardaillán se estremeció al reconocer la voz de Maurevert. Guardó silencio y se tapó con la capa, de modo que solamente quedaran los ojos al descubierto. Marillac entonces contestó:

—Soy yo, señor. ¿Qué tenéis que decirme?

Maurevert miró atentamente a Pardaillán, pero no pudo reconocerlo.

—Señor conde —dijo—, quisiera hablaros a solas.

Pardaillán estrechó con fuerza el brazo de su amigo, y éste, comprendiendo el significado de ello, contestó:

—Podéis hablar ante este caballero, que es mi amigo y para el cual no tengo secretos.

Maurevert vaciló un momento y trató de nuevo de reconocer a Pardaillán. Por fin, haciendo un gesto indicador de que obedecía contra su voluntad, dijo:

—Señor conde, cierta persona me ha encargado rogaros que me acompañarais a su casa.

—¿Quién es esa persona? —preguntó Marillac.

—Una mujer de rango augusto. Es todo lo que puedo deciros en presencia de otra persona, pues este secreto no me pertenece. Debo añadir, no obstante, que esta mujer no se halla ya en edad de correr aventuras galantes.

—Si accedo, ¿a dónde debo acompañaros?

—Hasta la primera casa del Puente de Madera, señor conde. Ya veis que no os lo oculto. Pero deberéis ir solo.

—¿Quién sois? —preguntó Marillac.

—Perdonad que no os lo diga, señor conde. Ved en mí solamente, a un diputado de la persona que me envía.

Pardaillán arrastró entonces a Marillac a cierta distancia.

—¿Iréis? —Preguntó en voz baja—. Recordad que jurasteis ser prudente.

—No iré —contestó Marillac.

—Haréis bien, querido amigo. ¿Sabéis quién es el hombre que os habla? Maurevert, uno de los esbirros de la reina Catalina. ¿Sabéis quien os espera en la casa del Puente de Madera? Médicis en persona.

—¿Estáis seguro de ello? —preguntó Marillac con voz tan extraña que asombró a Pardaillán.

—Pondría las manos en el fuego —contestó éste—. Así, pues, amigo mío despidamos a Maurevert con todos los honores debidos, es decir…

Pardaillán no tuvo tiempo de acabar la frase, porque Marillac se volvió hacia Maurevert y con extraño tono le dijo:

—Estoy pronto a seguiros, caballero.

Y en voz baja se dijo con amargura:

«Quiero ver a mi madre de cerca».

—¿Qué hacéis? —exclamó Pardaillán.

—Venid, señor conde —dijo Maurevert.

El caballero trató de retener a Marillac, pero éste, presa de turbación inexplicable, abrazó a su amigo como para despedirse de él, acercó la boca a su oído y con voz conmovida, dijo:

—Amigo mío, me despido de vos y os bendigo por toda la felicidad que me ha proporcionado vuestra amistad.

—¿Estáis loco, amigo? —exclamó Pardaillán.

—No, porque creo que Catalina de Médicis va a hacerme asesinar.

—¡Pues por Dios os juro que no os dejo solo!

—Os ruego que me dejéis, Pardaillán, porque a donde voy no podéis acompañarme.

—Conde, no os dejo. Ni vos ni yo moriremos. ¡Por Barrabás!

—Pardaillán, no es el conde de Marillac quien va a visitar a la reina madre, sino Diosdado, el niño recogido en las gradas de una iglesia. ¿Queréis comprender con una sola palabra la causa de mi tristeza, que habrá podido pareceros extraña? ¿Queréis saber por qué, aun temiendo que van a asesinarme, persisto en ir a ver a la reina?

Y sin esperar respuesta de Pardaillán, le dijo:

—Pues bien, es porque quiero conocer a Catalina de Médicis, que es mi madre.

Y substrayéndose a su amigo, el conde hizo una seña a Maurevert y se lanzó rápidamente en dirección al Puente de Madera. Maurevert lo siguió, no sin haber procurado distinguir el rostro de Pardaillán, pues en vano había prestado oído a la conversación que sostuvo con el conde y no le fue posible reconocer su voz.

El caballero, en tanto, permaneció algunos instantes como alelado.

«¡Diosdado hijo de la Médicis!» —exclamó para sí.

Pero, recobrando inmediatamente su sangre fría, dirigióse a su vez hacia la casa que conocía bien, con ánimo de vigilar los alrededores mientras el conde estuviera dentro y dispuesto a penetrar en ella, si tardaba en salir.

Y mientras corría, una pregunta obstinada se formulaba en su espíritu:

«¿Acaso Alicia de Lux sabía que Maurevert esperaba a Marillac en la calle?».

Casi enseguida llegó al Puente de Madera, cuyos alrededores estaban desiertos y silenciosos. Maurevert y Marillac habían desaparecido ya y el caballero examinó con cuidado la misteriosa casa en que viera tiempo atrás a Catalina de Médicis. El edificio estaba silencioso y rodeado de tinieblas. Y con sus ventanas provistas de rejas de hierro, su sólida puerta y el tejado agudo que en la obscuridad parecía provisto de torrecillas, aquélla se asemejaba a una fortaleza.

«Es un Louvre en miniatura, pero más formidable que el verdadero» —pensó Pardaillán—, «porque en éste, en los vastos salones dorados, un rey débil y enfermizo es el amo, mientras que aquí la gran reina, como la llaman sus partidarios, forja, en trágico silencio, pensamientos de que puede salir el rayo. Y esta reina, madre de Francisco, que murió de extraña enfermedad después de pocos meses de reinado; madre de Carlos, que se muere de un mal desconocido; madre de Enrique de Anjou, más mujer que hombre; madre de Margarita, más hombre que mujer, es también madre de Diosdado, en quien se reúnen la perfección del cuerpo humano, la grandeza de alma, la inteligencia brillante y el corazón del héroe. Esta mujer que ha dado vida a seres tan diversos, monstruos de belleza o de fealdad, que ha creado la fuerza y la debilidad, ¿no será también un monstruo?».

Y se la figuraba tal como la viera en la sencilla estancia de aquella casa, sentada en aquel sillón de gran respaldo de madera negra, envarada, blanca, con aguda sonrisa de santa a quien el escultor hubiera tenido capricho de dar mirada satánica.

La reina crecía en la imaginación de Pardaillán y a la sazón no era ya una mujer ni la reina; era una maga prodigiosa, venida de fabulosas regiones para llevar a cabo una obra terrible con ayuda de los maleficios de su espíritu poderoso y perverso.

Pardaillán no era soñador ni contemplativo, pero sentía la influencia misteriosa que se desprendía de Catalina. No obstante, se substrajo de pronto a su ensimismamiento y volvió a ser el hombre de acción.

«Por reina, maga o demonio que sea, que no se atreva a tocar un cabello del conde, porque iría a buscarla al Louvre y dejaría huérfano al rey de Francia».

El caballero buscó entonces un sitio conveniente para ocultarse y no encontró otro mejor que las ruinas del cobertizo que anteriormente había derribado para salvar a la reina de Navarra.

Allí se ocultó con la daga en una mano y los ojos fijos en la misteriosa casa del Puente de Madera.

En ella tenía lugar una terrible escena, a pesar de la aparente frialdad de las palabras que se decían sus actores, que eran la reina Catalina, el astrólogo Ruggieri y Diosdado, es decir, la madre, el padre y el hijo.

Para que el lector se de perfecta cuenta de lo que allí sucedía, precederemos al conde de Marillac y penetraremos en la casa, como ya hicimos antes de que Pardaillán entrara en ella. Antes de la llegada del conde, Catalina no escribía, sino que estaba completamente preocupada por si Marillac iría o no a visitarla.

Ruggieri la contemplaba silenciosamente con creciente angustia.

—¿No te he dicho que te tranquilizaras? —Decía la reina—. No quiero que muera hoy. Quiero sondearlo y, si es tal como espero, si reconozco en él mi sangre y mi raza, está salvado. Eres su padre y comprendo tus temores. Y yo, Renato, soy su madre, pero también la reina, y debo ahogar la maternidad, para pensar sólo en los asuntos del Estado, y si este hombre se aparta de mí, morirá.

—Catalina —dijo Ruggieri, que en sus momentos de emoción olvidaba la etiqueta—, que viva o muera, ¿qué tiene que ver él con los asuntos del Estado?

—Toda la cuestión está ahí —interrumpió Catalina con sorda voz—. Si el secreto debiera ser guardado siempre, trataría de olvidar que hay alguien en el mundo que puede pedirme cuentas por mi abandono. Sí, creo que conseguiría olvidar, pero vivir con esta amenaza perpetua es imposible. ¿Crees que mi corazón no se conmovió cuando me dijiste que vivía? ¿Crees acaso que sin pesar alguno me dije que sólo los muertos son capaces de guardar un secreto?

—¡Ah, señora! —exclamó el astrólogo con amargura—. ¿Por qué no decís de una vez que habéis resuelto su muerte y que nada puede salvarlo, pues su padre es impotente y su madre lo condena?

—Te repito que no está condenado… todavía. Al contrario, si él quiere, las cosas pueden arreglarse. Escucha, he estudiado cuidadosamente el asunto y creo que podría arreglarse muy bien de acuerdo con lo que he imaginado.

Catalina guardó silencio algunos momentos, como si vacilara en revelar todo su pensamiento, pero ya estaba acostumbrada a hablar con Ruggieri como si pensara en alta voz. El astrólogo no era para ella más que un eco, fiel esclavo de sus deseos y habituado a una obediencia absoluta.

—¿Qué es lo que quiero? —continuó diciendo—. Que mi hijo, el verdadero hijo de mi corazón, sea rey. Una vez que Dios llame a sí al desgraciado de Carlos, Enrique subirá al trono. Es cosa muy sencilla, pero ante nosotros se levanta un enemigo terrible que no nos dará cuartel. Será necesario sucumbir o exterminarlo. Nuestros enemigos son los Borbones. Juana de Albret, astuta y ambiciosa, desea la corona de Francia para su hijo Enrique de Bearn. El trono de Navarra no es para ella más que un escalón para conducirla a mayor altura y, para defenderme, no tengo otro remedio que suprimir este escalón. Si Juana de Albret muere, desaparece virtualmente el reino de Navarra y he aquí que los Borbones se ven inutilizados para siempre. Entonces ¿a quién pondríamos sobre el trono de Navarra? A uno que fuera como yo, de mi raza, y que no pudiera desagradar ni a España ni al Papado. ¿Comprendes, Renato? Mi hijo Enrique, rey de Francia…, y él, el hijo clandestino, rey de Navarra.

Tal vez Catalina era sincera y quizá trataba de dar, en realidad, el reino de Navarra al conde de Marillac; pero Ruggieri, que estaba acostumbrado a las ideas de Catalina, meneó tristemente la cabeza cuando oyó llamar, y al ver que Maurevert introducía a Marillac, sintió que un estremecimiento recorría su cuerpo.

Maurevert no se quedó en la casa, sino que, en cumplimiento de órdenes que, sin duda, habría recibido anteriormente, después de haber introducido al conde, se retiró enseguida.

Ruggieri y Marillac se quedaron solos por un instante en la sala de la planta baja, y por fin el astrólogo, que tenía una antorcha en la mano, dijo con temblorosa voz:

—Sed bienvenido a esta casa, señor conde.

Marillac, trastornado a su vez por indecible emoción, no observó la que dominaba al astrólogo, y se contentó con inclinarse. Y como observara que Ruggieri le hacía seña de seguirlo, obedeció andando con paso firme.

Llegado al primer piso, Ruggieri empujó una puerta y se echó a un lado para dejar pasar al conde Marillac. Éste dirigió una mirada a su alrededor fijándose especialmente en las manos del astrólogo.

—Nada temáis, caballero —dijo Ruggieri palideciendo al observar las sospechas de su hijo.

Éste se encogió de hombros y atravesó la puerta. Inmediatamente se vio en presencia de la reina Catalina, sentada en un sillón.

«Mi madre» —pensó el joven dirigiendo a la reina ardiente mirada.

«Mi hijo» —pensó ésta inmovilizando su rostro y tomando glacial expresión.

El conde estaba emocionado y esperaba una palabra, un gesto de ternura para dejar desbordar los sentimientos que ocupaban su corazón. Tal vez un gesto hubiera bastado para que cayera de rodillas ante la reina y le besara la mano.

—Señor conde —dijo fríamente Catalina—, no sé si me reconocéis.

—Sois… —empezó a decir Marillac, y arrastrado por la pasión filial que llenaba su alma iba a continuar: «Sois mi madre».

—¿Quién? —interrogó Catalina con la misma tranquilidad aparente.

—Reconozco a Vuestra Majestad —dijo el conde—. Sois la madre… del rey Carlos IX de Francia.

—¿Me habíais visto antes?

—Sí, señora, tuve el honor en Blois.

—Bien, caballero. Voy a hablaros con toda franqueza. He sabido que estabais en París, y no quiero saber lo que habéis venido a hacer ni a qué personajes habéis visto. Sé, solamente, que el conde de Marillac es un amigo fiel de nuestra prima de Albret. Sé que la reina Juana tiene en vos confianza sin límites, y como quiero hablar a esta gran reina con el corazón en la mano, he pensado que seríais para ella un mensajero agradable.

Mientras la reina hablaba, Marillac la contemplaba con ardiente curiosidad. Y asombrada por aquella mirada que sobre ella pesaba y de la extraña palidez que se extendía en el rostro del conde, se detuvo atemorizada, creyendo que su hijo iba a preguntarle por qué lo había abandonado inmediatamente después de nacer.

Pero muy pronto la reina se sintió tranquilizada al ver que el conde, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, tomaba respetuosa actitud y contestaba con tranquila voz:

—Espero la comunicación de que Vuestra Majestad quiere encargarme y me atrevo a aseguraros, señora, que será fielmente transmitida a mi reina.

«No sabe nada» —pensó Catalina dando un suspiro de alivio—. «¿Cómo va a saberlo?».

La certidumbre de su seguridad serenó su semblante, y adoptando su actitud favorita, apoyó un codo en un brazo del sillón y la barbilla en la mano y dijo:

—Lo que voy a comunicaros es de extrema gravedad y requiere que os de algunas noticias preliminares. Por lo pronto, conde, no os asombréis de que os reciba aquí por la noche en presencia de un amigo fiel, en vez de recibiros en el Louvre, en pleno día y en presencia de la corte. Hay para ello dos motivos; el primero y más esencial es que todo el mundo, excepto yo, ignora vuestra presencia en París, así como la de ciertos personajes. No quiero descubrirlos, ni entregaros a odios de partido. La segunda razón es que toda la negociación de que voy a encargaros debe permanecer secreta.

El conde se inclinó.

«¡Oh, cuánto hubiera dado porque la reina no fuera la mujer perversa que él imaginaba! ¡Cuánto le hubiera gustado poderla amar de lejos, ya que de cerca y abiertamente no le era posible!».

—Además —continuó la reina— debo explicaros por qué os he elegido con preferencia a otro. Hubiera podido encargar de esta misión a cualquiera de mis gentilhombres o también a uno de los del rey. A Dios gracias, hay en la corte de Francia buen número de altos personajes para tratar con Juana de Albret. Hubiera podido rogar a d’Andelot, el anciano capitán de Enrique de Bearn, que viniera a visitarme. Yendo más lejos, me parece que el almirante Coligny se hubiera creído honrado con semejante embajada. Por fin, y para revelaros por completo mi pensamiento, creo que no me hubiera dirigido en vano al príncipe de Condé, y a falta de todos estos diputados, me habría dirigido sin vacilar al mismo rey de Navarra.

Marillac, que nada temía para sí, tembló al oír nombrar, uno detrás de otro, los personajes que secretamente habitaban la casa de la calle de Bethisy. La reina no manifestó hallarse enterada de su estancia en París, pero pronunció los nombres de todos, uno después de otro, como si hubiera querido atemorizar a Marillac.

Comprendió que había logrado su objeto, y su satisfacción se tradujo por una débil sonrisa, que, observada por Marillac, hizo que perdiera instantáneamente toda su emoción filial. Ya no hubo allí más que el servidor y amigo fiel de Juana de Albret y el compañero de juegos y guerras de Enrique de Bearn.

—Sí, conde —continuó diciendo Catalina—, he querido encargaros a vos solo los intereses de un Estado todopoderoso; únicamente a vuestras manos he querido confiar la tranquilidad de dos reinos y la solución de la enemistad que tanta sangre ha costado a los hombres y tantas lágrimas a las madres, y esto lo lamento con toda mi alma, porque además de reina, soy también madre.

Esta palabra de impudencia increíble en semejante momento, sacudió al conde de Marillac con tal violencia, que se puso lívido y le flaquearon las piernas, y a no haberse apoyado en el respaldo de una silla, habría caído. Pasó inadvertida a la reina la emoción del conde, pero no al astrólogo, que comprendió la razón que la motivaba.

—Os decía —continuó la reina— que he pensado en vos porque sé cuánto os quiere Juana de Albret. Además os he buscado porque tengo ciertas miras sobre vos.

—¿Acaso tendré el honor de que Vuestra Majestad me conociera anteriormente?

—Sí, caballero, os conozco y desde hace mucho más tiempo del que podéis imaginar.

—Espero que Vuestra Majestad me exponga lo que acaba de anunciarme.

—En seguida, conde. Por el momento quiero indicaros las proposiciones firmes y francas que lealmente os encargo transmitir a mi prima de Albret. Oídme atentamente y grabad mis palabras en vuestra memoria. Así habré asegurado la paz del mundo, y si alguna terrible calamidad cae sobre el reino, no seré responsable de ella, ni ante Dios, ni ante los reyes de la tierra.

Catalina permaneció unos instantes pensativa y luego dijo:

—Con razón o sin ella, soy considerada como representante del partido de la misa; y también, con más o menos justicia, se considera a Juana de Albret representante de la nueva religión. He aquí lo que le propongo; Paz duradera y definitiva; derecho para los reformados de sostener un sacerdote y erigir un templo en París y libertad asegurada para el ejercicio de su culto; diez plazas fuertes elegidas por la reina de Navarra a título de refugio y garantía; veinte empleos en la corte para sus correligionarios; derechos para predicar su teología; derecho a acceso a todos los empleos, como si fueran católicos. ¿Qué os parecen estas condiciones, señor conde? Os pido vuestra opinión personal.

—Señora, creo que, si se observaran, no habría más guerras de religión.

—Bueno. He aquí ahora las garantías que espontáneamente ofrezco, porque se podrían creer insuficientes mi palabra y la firma sagrada del rey. El duque de Alba extermina en los Países Bajos a los partidarios de la religión reformada. Ofrezco reunir un ejército que, en nombre del rey de Francia, irá a socorrer a vuestros hermanos de los Países Bajos, y esto, a pesar de todo mi afecto por la reina de España y por Felipe. A fin de que no haya dudas, el almirante Coligny asumirá el mando supremo y elegirá a sus principales ayudantes. ¿Qué os parece, conde?

—¡Ah, señora! ¡Sería realizar el deseo más querido del almirante!

—Perfectamente; he aquí ahora la última garantía que demostrará la seriedad de mi ofrecimiento y mi ardiente deseo de una paz definitiva. Me queda una hija que se disputan los más grandes príncipes de la cristiandad. Mi hija es, en efecto, una prenda de alianza inalterable. La casa en que entre, será para siempre la más amiga de la casa de Francia. Ofrezco en casamiento mi hija Margarita al rey Enrique de Navarra. ¿Qué os parece?

Aquella vez Marillac se inclinó profundamente ante la reina y contestó dando un suspiro:

—Señora, he oído decir que sois un genio en política, y ya veo que es verdad. Y he de añadir que muchas gentes que conozco serían felices amando a Vuestra Majestad.

—¿Creéis, pues, que Juana de Albret aceptará mis proposiciones?

—Tal creo, al ver vuestra magnanimidad, Majestad. No hubiera cedido ante la fuerza o la violencia. Mi reina, como Vuestra Majestad, se siente animada por sincero deseo de paz, y únicamente se ha lanzado a la guerra a causa de las persecuciones de que han sido objeto los partidarios de la religión reformada, y por lo tanto oirá con profunda alegría la seguridad de que en adelante no habrá ya diferencia entre un católico y un partidario de la religión reformada.

—Daréis cuenta de mis proposiciones a Juana de Albret. Os nombro mi embajador secreto para esta gestión y he aquí la carta que lo acredita.

Catalina tendió entonces a Marillac un pergamino abierto y ya provisto del sello real, conteniendo las siguientes líneas escritas de puño y letra de Catalina:

Señora y querida prima:

Ruego a Dios que la presente halle a Vuestra Majestad en salud y prosperidad, como deseo. Conmovida por las largas disputas que destrozan el reino de mi hijo, he encargado al señor conde de Marillac que os haga proposiciones equitativas, que os convendrán, según espero. Os dará cuenta de cuáles son mis propósitos y creo, además, que tal embajador os será agradable.

Sin más, señora y querida prima, ruego a Dios que tenga a Vuestra Majestad en su santa guarda.

En fe de lo cual he firmado con mi nombre…

El conde de Marillac dobló la rodilla para recibir esta carta, que leyó, y luego, doblándola, la guardó en su jubón. Entonces se levantó y esperó a que Catalina le dirigiera de nuevo la palabra.

La reina reflexionaba, y revolviendo en su imaginación el pensamiento que quería emitir, miraba disimuladamente a aquel joven, que era su hijo. ¿Estaba acaso conmovida? ¿El sentimiento materno acababa de florecer en su corazón como una flor en árido desierto? No; Catalina trataba de adivinar solamente si el afecto del conde de Marillac hacia Juana de Albret era sincero y discutía consigo misma para decidir si lo hacía matar o haría de él un rey.

—Ahora, conde —dijo con cierta vacilación—, terminados los asuntos del Estado y de la Iglesia, ha llegado la hora de que hablemos de vos. Ante todo quiero haceros una pregunta muy franca, a la que contestaréis de igual modo, según espero. He aquí la pregunta: ¿Hasta qué punto sois adicto a la reina de Navarra? ¿Hasta dónde puede llegar vuestra fidelidad para con ella?

Marillac se estremeció. La pregunta era en apariencia muy sencilla, pero el joven creyó entrever en ella sorda amenaza para Juana de Albret.

Catalina sospechó tal vez lo que pensaba el conde, porque sin esperar la respuesta continuó:

—Comprendedme bien, señor; si la reina de Navarra estudia, como no lo dudo, las proposiciones que le hago, vendrá a París para las fiestas de la reconciliación. Quiero que el casamiento de mi hija con el joven Enrique sea ocasión de alegría popular, de la que se guarde recuerdo durante siglos. Quiero que el licor rojo corra abundante por las calles de París y que la llama de las hogueras sea tal, que alumbre la ciudad durante noches enteras. Ya me comprendéis, ¿no es cierto, conde? Tomarán parte en la fiesta Juana de Albret, Enrique de Bearn, Coligny, vos y todos los de vuestra religión.

»Quiero que se vea de lo que soy capaz, una vez me he propuesto pacificar el reino. Pero esto no es todo, conde. Quiero hablaros con el corazón en la mano. Sabed, pues, que sueño para Enrique de Bearn glorioso destino, y ya que va a ser de la familia, quiero darle un reino verdadero y digno de él. ¿Qué es Navarra? Una bonita, pero pequeña comarca, que constituiría un reino aceptable para un hidalgo sin otros bienes; pero para Enrique de Bearn quiero algo semejante a otra Francia… Polonia, por ejemplo.

—¿Polonia? —exclamó Marillac asombrado.

—Sí, querido conde, tengo noticias ciertas de este gran Estado y creo que, dentro de poco tiempo podré disponer de tan hermosa corona. La reservo para uno de mis hijos. Y Enrique de Bearn ¿no será mi hijo el día en que se case con Margarita de Francia? Desde entonces Navarra ya no tendrá rey.

—Majestad —dijo con firmeza Marillac—, no creo que Juana de Albret abandone nunca Navarra.

—Todo es posible, conde, hasta que Juana y su hijo rehúsen la gloria que sueño para ellos en mi ardiente deseo de borrar un triste pasado. Pero, en fin, si os engañarais, si por alguna otra razón Navarra quedara sin rey… ¿Qué decís, caballero?

—Nada, señora, espero que Vuestra Majestad me exponga su pensamiento.

—Pues bien, es muy sencillo: sería necesario buscar un rey para Navarra, porque aquel hermoso país no podría pasarse sin él. Y este rey ya lo he encontrado.

Marillac, asombrado de que la reina sostuviera semejante conversación con él, obscuro hidalgo, se preguntaba dónde iría a parar. Por otra parte, daba muy poca importancia a la conversación y lo único que trataba de sorprender era una palabra conmovida que le permitiera perdonar a su madre, pues en su generoso corazón la amargura acumulada por los años había desaparecido.

Casi enseguida la fisonomía de la reina se endureció, petrificándose, por decirlo así, y con acento de irresistible autoridad dijo:

—Y este rey sois vos.

Aquellas palabras produjeron en Marillac el efecto de un rayo. Tuvo la sensación violenta e instantánea de que Catalina sabía que era su hijo y, sintiendo irresistible deseo de saber lo que pasaba en el pensamiento de aquella reina que era su madre, dijo:

—¡Yo! ¿Yo rey de Navarra?

—Vos, conde —dijo tranquila Catalina, atribuyendo a la sorpresa la visible emoción del joven.

—¡Yo! —Repitió Marillac—. Pero, señora, ¿olvidáis que no soy nada?

—Es una razón para que de vos haga un todo.

—¡Señora! ¡Señora! —Exclamó el conde fuera de sí—. ¡Para convertir en rey a un pobre como yo, son necesarios poderosos motivos!

—Ya los encontraré; no os preocupéis, conde.

—No me comprendéis, señora. Lo que quisiera saber es la causa que os ha inducido a pensar en mí para querer hacerme rey, y por saber vuestro pensamiento, Majestad, moriría a gusto bendiciéndoos.

La exaltación del conde sorprendió a Catalina, pero también la atribuyó al asombro.

—¿Qué importa, conde? —dijo—. ¿No os he dicho que tengo miras especiales sobre vos? Aprovechaos de la fortuna que pasa al alcance de vuestra mano y no os preocupéis en indagar el capricho que la ha llevado hacia vos. Comprendo la estupefacción que os domina en este instante. Pero os aseguro que hablo con vos con la mejor buena fe, y por muy asombrosa que os parezca la fortuna que os propongo, os está asegurada. Toda la cuestión estriba ahora para mí en saber el grado de afecto que os une a Juana de Albret. Es necesario saber esto, porque cuento con vos para llevar a buen término una empresa que estoy madurando y que debe dejar libre el trono de Navarra.

Y observando que el conde hacía un gesto, añadió sonriendo:

—Es decir, la empresa que debe asegurar a Enrique de Bearn otro reino.

Marillac bajó la cabeza sin comprender, a pesar de sus esfuerzos, las tortuosas explicaciones de Catalina.

—Señora —dijo con voz triste—, sin querer averiguar las intenciones de Vuestra Majestad, me limitaré a contestar a las preguntas que me hacéis. Me preguntáis, señora, si amo a la reina de Navarra, si le soy adicto y hasta dónde alcanza mi afecto por ella. ¿Es esto lo que Vuestra Majestad desea saber?

—En efecto, señor conde, esto es.

—Pues bien, señora, hace poco que pronunciasteis una palabra que me conmovió. Dijisteis que vos sois también madre. Os recuerdo esta palabra, porque siendo madre supongo que sentiréis cariño maternal por vuestros hijos y que moriríais antes que hacer sufrir voluntariamente a cualquiera de ellos. Igualmente debéis comprender, y así lo creo, cuál puede ser el afecto de un hijo por su madre.

Catalina se puso pálida y exclamó con sorda voz:

—Caballero, tenéis muy extraño modo de expresaros. ¡Suponéis que tengo sentimientos maternales y que comprendo el afecto filial! ¿Lo dudáis acaso?

—Perdonadme, señora —dijo Marillac con frialdad—. Me está permitido dudarlo todo, pues fui abandonado por mi madre.

—Caballero, un noble puede dudar de todo el mundo excepto de la palabra de una reina.

—¡Ah, señora! ¿Me habéis preguntado cuál es mi afecto por mi reina? Es el de un hijo. Yo no soy noble, pues ignoro quién fue mi padre. No sé si soy hijo de algún lacayo a quien no pudo ennoblecer la pasión de una gran dama.

—Tened cuidado, joven —murmuró Ruggieri—, tened cuidado.

Pero Marillac ya no oía nada. Habíase aproximado a Catalina y con voz ronca y mirada ardiente, dejaba exhalar su cólera filial.

—Ya veis, pues, señora, que no puedo tener los sentimientos de los nobles y que me está permitido dudar de todo, hasta de una reina. ¿Quién me prueba, después de todo, que mi madre no lo es? El campo de las suposiciones está abierto para mí y me aventuro por él como obscura selva, con la certeza de no divisar nunca la luz salvadora que ha de guiar mis pasos furtivos y mis pesquisas desesperadas.

»Sí, señora, ¿quién podrá probarme que mi madre, la mujer vil y miserable que me dio las gradas de una iglesia por cuna y me condenó a morir recién nacido, quién podrá probarme que esta mujer no era una reina que quiso enterrar en mi tumba el secreto de su falta? En efecto, ¿quién soy yo? Un niño perdido, señora. Un desgraciado de cuyo nacimiento han renegado sus padres, un ser a quien los malos rehúsan estrechar la mano y a quien los más generosos conceden un poco de estimación, como si fuera limosna… porque nadie sabe qué ayuntamiento criminal fue la causa de mi nacimiento.

»Sólo una mujer tuvo piedad de mí. Ella me recogió, me tomó en sus brazos, me llevó y por fin me ha criado lo mismo que a su hijo verdadero. Ha tenido para mí la sonrisa y caricias que mi madre hubiera debido prodigarme. Durante mi infancia me rodeó de inagotable bondad. Y en mi juventud, cuando conocí mi triste nacimiento, me prodigó sus consuelos.

»Esta mujer es una verdadera madre, es mi reina, es la grande y noble Juana de Albret. ¿Y me preguntáis si la amo, señora? La amo como puede amarse a una madre, y mi afecto por ella llega hasta consagrarle todo lo que poseo, es decir, mi vida. Moriré feliz el día en que mi reina me diga que mi muerte le sería útil. Hasta entonces, señora, viviré amparado en la sombra tutelar que sobre mí proyecta.

»Viviré a su lado, decidido a observar a todo el que a ella se acerque y a herir con mano que no temblará, os lo aseguro, al que pueda inspirarme la menor sospecha. Una palabra, señora y reina, fáltame decir. En cuanto a mi verdadera madre, que me abandonó, todo lo que puedo desear es no conocerla nunca.

Y dichas estas palabras el conde de Marillac retrocedió un paso, se cruzó de brazos y esperó. Tal vez se figuraba que Catalina daría un grito, pero no conocía a Catalina de Médicis.

Sin emoción aparente, sin que un músculo de su rostro se contrajera lo más mínimo, contestó:

—Comprendo, caballero —dijo—, todo lo que habéis debido sufrir y comprendo también vuestro afecto por mi prima Juana de Albret. Veo que no me han engañado. Sois el hombre de noble corazón que me describieron y, por lo tanto, puedo contar con vos para lo que se relacione con la felicidad de la reina de Navarra. Esto es lo que quería saber. Idos, conde; en breve hablaremos de nuevo de los grandes proyectos de qué os he dado cuenta, pues más que nunca os hallo digno de ocupar el trono de Navarra, si Enrique de Bearn acepta otra corona. Por el momento, vuestra misión es transmitir a la reina, mi prima, las proposiciones que he formulado.

Según la costumbre, Catalina, al despedir al conde, le tendió la mano para que la besara, pero sin duda el joven no vio aquel movimiento, porque se limitó a inclinarse profundamente y la mano de la reina cayó lentamente sobre el brazo del sillón.

Marillac se retiró y Ruggieri hizo un movimiento como para acompañarlo, pero Catalina lo contuvo con imperiosa mirada. En cuanto creyó que Marillac había llegado a la sala de la planta baja, cogió la mano del astrólogo y le dijo:

—Lo sabe todo.

—No lo creo —balbució Ruggieri.

—Te repito que lo sabe todo. Vamos, de prisa, la señal.

—¡Señora, señora! Es nuestro hijo.

La reina entonces lo llevó violentamente a la ventana y la abrió.

—La señal —mandó.

En aquel momento Marillac aparecía en el puente. Catalina entrevió su elegante silueta.

—¡Perdón, Catalina! —dijo el padre asustado—. ¡Perdón para el hijo de nuestro amor! —añadió esperando ganar algunos segundos, de incalculable valor en aquel instante.

Catalina, sin contestar, le arrancó un silbato que él llevaba suspendido del cuello por una cadenita de oro, y lo acercó a sus labios. Preparábase a silbar para dar la señal de que hablaba, cuando Ruggieri la cogió del brazo y le dijo:

—Mirad.

En efecto, una sombra salía de entre los escombros de la casa de enfrente, y uniéndose rápidamente al conde, lo cogió por el brazo y se alejaron juntos.

Aquella sombra era el caballero de Pardaillán.

—Se ha hecho acompañar —murmuró Catalina con acento de rabia que espantó a Ruggieri.

—Sí, y sin duda otros hombres están apostados por las cercanías. Nuestros cuatro espadachines no conseguirán matarlo. Además, ahora ya está demasiado lejos.

El astrólogo dio un suspiro de alivio, mientras Catalina arrojaba con violencia el silbato a la pared.

—Hoy se me ha escapado, pero ya hallaré nueva ocasión. Ahora sé dónde encontrarlo. Te aseguro que lo sabe todo, Renato. ¿Quién se lo habrá dicho? Sin duda la infernal Juana de Albret. ¿Pero cómo lo habrá sabido ella? ¡Oh! ¡Es necesario que los dos desaparezcan!

Y sentándose en su sillón se ensimismó en meditación profunda.

—Señora —dijo entonces el astrólogo para desviar los pensamientos de la reina—. Los arrestos preparados…

—No, no —contestó ella con viveza—. Quiero que se deje tranquilos a Coligny y al rey de Navarra. ¿No ves tú, Renato, que el hombre que ha salido de aquí va a decirles que conozco su presencia en París y ellos van a admirar mi generosidad? Bien pensado, veo que las cosas se arreglan por sí mismas. Dentro de un mes, todos los hugonotes de Francia se hallarán en París en plena seguridad, y entonces…