XV - El tigre al acecho

A AQUELLA HORA la posada de «La Adivinadora» estaba cerrada. Igualmente sucedía con las tiendas de los alrededores. Las casas dormían con los párpados de sus ventanas bien cerrados y en la calle reinaba una soledad llena de tinieblas. El silencio era profundo; solamente a lo lejos pasaba a veces el farol de un burgués que regresaba de visitar a algún vecino.

Es necesario hacerse cargo de lo que era la noche una calle en aquellos tiempos. Las casas, mal alineadas, formaban ángulos unas con otras, los tejados puntiagudos, las torrecillas y veletas destacándose sobre el azul oscuro del cielo, las muestras de las tiendas, que, semejantes a alabardas de dos ejércitos enemigos, se erizaban a los dos lados de la calle, los guarda-cantones apoyados en las casas como centinelas, las casas llenas de ventanas en las cuales la luna dibujaba contornos góticos, el piso de la calle hundido a trechos, con un arroyuelo de aguas sucias corriendo por el centro, el silencio enorme, parecido al que reina en el campo, silencio del cual las ciudades modernas no pueden formarse idea; de vez en cuando el ruido acompasado de los pasos de una patrulla, o los clamores de un transeúnte desvalijado por los ladrones, y, sobre todo eso, sobre todas aquellas sombras, las de las innumerables iglesias y campanarios de conventos, porque el París actual, que cuenta tres millones de habitantes, no tiene ahora más iglesias de las que existían entonces que solamente la habitaban doscientas mil almas, y sobre aquel silencio las horas graves y chillonas, que caían de los campanarios como otras tantas voces de bronce que se saludaran unas a otras.

Era necesario ser muy valiente y atrevido caballero para aventurarse solo por las calles, las cuales, desde el toque de queda se convertían en vasto e inextricable dominio de pícaros, mendigos, malas cabezas, ladrones y asesinos de toda especie.

Un señor de aquel tiempo no iba más que a caballo porque las calles no eran sino cloacas llenas de fétido fango; y por la noche no salía sin una escolta de porta antorchas, Una dama no podía ir sino en litera. La mayor parte de los individuos de la clase media tenían caballo, mula o un asno para ir a sus quehaceres. Solamente las gentes pobres eran las que iban a pie.

Así pues, era preciso ser un hombre fuerte, un truhan o un aventurero para atreverse a circular de noche, solo, sin luz y a pie por una calle de París, a menos que se tuvieran poderosos motivos que lo justificaran.

Enrique de Montmorency entró sin vacilar por la calle de San Dionisio.

Bajo su capa llevaba asido el mango de una fuerte daga. Iba sin prisa, pegado a las casas de la derecha de la calle en dirección al Sena. De pronto se detuvo y, hundiéndose en un rincón obscuro, se quedó inmóvil. A veinte pasos de distancia, dirigiéndose a él, acababa de distinguir un grupo confuso, que una vez que se acercó más, vio que se componía de cuatro personas.

«¡Trúhanes!» —se dijo el mariscal de Damville, oprimiendo al mismo tiempo el mango de su daga. Pero no. No podían ser trúhanes. Los desconocidos llevaban el paso tranquilo que denota que el que lo lleva es hombre que se halla en buenos términos con la ronda y la policía.

Hablaban libremente y el mariscal oía sus carcajadas ahogadas. Pasaron por su lado sin verlo.

—Señores, señores —decía uno de ellos—, no riais. Esta persona tiene nombre.

—¡La voz del duque de Anjou! —murmuró Enrique de Montmorency.

—¿Y este nombre, príncipe mío…? —dijo uno de sus acompañantes.

—En la calle de San Dionisio la llaman señora Juana, o la Dama Enlutada.

—¡Vaya un nombre siniestro!

—Convengo en ello, señores. Pero ¿qué importa el nombre de la madre si la hija es hermosa? No he visto mujer más encantadora que Luisa… Vais a verla, señores, y quiero…

El resto se perdió entre murmullos. Pero el mariscal no oía ya.

Al escuchar el nombre de Juana, se estremeció violentamente.

Al oír el nombre de Luisa ahogó un rugido y sin tomar precauciones se lanzó en persecución del duque de Anjou y sus acompañantes.

¡Juana! ¡Luisa! Estos dos nombres resonaron en él como un trueno. ¿Quién era aquella Juana? ¿Quién Luisa? ¿Eran ellas acaso? ¡Oh, era necesario averiguarlo a toda costa! ¡Aun cuando fuera preciso interrogar al duque de Anjou! ¡Aunque fuera preciso provocar al hermano del rey! ¡Ellas! ¡Oh, si fueran ellas! ¿Y por qué no lo serían?

Enrique de Montmorency se detuvo un instante, sofocado. Habían transcurrido diez y seis años y aquel nombre, oído al azar, nombre que no bastaba para designarla de un modo exacto, desencadenaba todavía en él la pasión que había creído apagada.

—¡Juana! ¡Juana!

¿Sería posible hallarla con vida todavía cuando él creía que ya había muerto, y se figuraba haber ahogado el amor que por ella sintiera con el fuego de sus ambiciones? Sí, la amaba. La amaba como antes. Tal vez más que antes…

Los caballeros, entretanto, se habían adelantado, pero en algunos saltos los alcanzó. Su cabeza ardía. El corazón le latía apresuradamente. Y, de pronto un pensamiento terrible fulguró entre los que tumultuosamente asaltaban su espíritu.

«Pero si es ella en efecto… si está en París con su hija… Si Francisco sabe… si conoce mi traición».

«¡Oh, entonces mi hermano se alzaría ante mí como antaño en el bosque! Francisco me pediría cuentas de mi impostura. ¿Qué diría? ¿Qué haría?».

Secó grandes gotas de sudor que le caían de las sienes, y la silenciosa risa condensó los vapores de espanto y venganza que subían a su cabeza.

«No esperaré a que Enrique de Guisa sea rey de Francia para apropiarme el mayorazgo y la jefatura de la casa de Montmorency. ¡Y ya que Francisco me estorba para ello, que muera!».

Entonces vio que el grupo de caballeros se había detenido ante «La Adivinadora».

Montmorency o Damville, si se le quiere dar el nombre con que era conocido, se adosó al muro, en un saliente y con la respiración agitada procuró oír:

—¡Maurevert! ¡La llave! —dijo el duque de Anjou.

—Aquí está, monseñor.

—Vamos; señores… Los cuatro avanzaron hacia la puerta de la casa que se hallaba enfrente de la posada.

—«¡Oh!» —se dijo Damville—, «es necesario que averigüe lo que sucede».

E hizo un movimiento para adelantarse. Pero se detuvo y permaneció de nuevo al abrigo de su escondite. Un hombre acababa de alzarse ante la puerta, y aquel hombre decía con la mayor frialdad del mundo:

—¡Por Pilatos y Barrabás, señores! ¡Me obligáis a desobedecer las órdenes de mi señor padre! ¡Qué esta falta recaiga sobre vosotros!

—¿Quién es este loco? —dijo el duque de Anjou, retrocediendo tres pasos.

—¡Pardiez Maugiron! Es el hombre de antes.

—¡El mismo! —exclamó Maugiron—. ¿De modo, mi digno propietario, que montáis la guardia ante vuestra casa?

—Como lo veis, mi digno señor —contestó Pardaillán—. Siempre estoy aquí de día y de noche. Durante el día para castigar a los impertinentes que ríen.

—¿Y por la noche? —preguntó Quelus.

—¡Por la noche por temor a los ladrones de viviendas!

—Veamos —exclamó el duque de Anjou—. ¡Acabemos! ¡Largo de aquí!

—Señores —dijo Pardaillán con tranquilidad—, recomendad a vuestro lacayo que se esté quieto o, de lo contrario va a hacerse ensartar, como os sucederá mañana en el Prado de los Curiales.

—¡Miserable! —rugieron los hidalgos—. No mañana sino ahora mismo vas a morir.

Pardaillán desenvainó su espada. Maurevert, sin decir palabra, se arrojó contra él, pero retrocedió dando un grito de dolor y rabia. Como ya hemos dicho, el caballero había desenvainado su espada con el movimiento rápido que hacía silbar a Granizo en su mano. La hoja describió un semicírculo brillante y cayó de plano como un látigo de acero, sobre la mejilla de Maurevert. Una huella sangrienta dibujó su forma sobre aquella mejilla, y Pardaillán, poniéndose en guardia con el mismo movimiento, dijo tranquilamente:

—Ya que queréis que sea enseguida, no me opongo. Pero ¡por Pilatos!, ¿qué diría mi señor padre al verme aquí? Con seguridad me regañaría. ¡Ah, señores! ¡Siento en el alma que me haya sido preciso desobedecerlo al daros esta estocada!

Esta vez fue Maugiron quien gritó y retrocedió, con el brazo derecho inerte y cayéndole la espada de la mano. Quelus a su vez se lanzó contra Pardaillán.

—¡Alto! —dijo la imperiosa voz del duque de Anjou—. ¡Quieto, Quelus!

El duque apartó a Quelus y avanzó, desarmado; hasta Pardaillán, quien, bajando la punta de su espada; la apoyó en su bota.

—Caballero —dijo el duque de Anjou—, os considero un hidalgo valiente.

Pardaillán se inclinó profundamente sin perder, no obstante, de vista a sus adversarios que se hallaban a su espalda.

—Habéis dicho palabras que sentiríais en el alma haber pronunciado si supieras con quien habláis.

—Caballero —dijo Pardaillán—, vuestra cortesía me hace arrepentir ya de ellas. Por muy baja e indigna que sea la conducta de un hidalgo, es ir un poco lejos tratarle de lacayo. Os pido por ello mil excusas.

La frase era tan equívoca, tan ambigua, que el duque palideció de vergüenza. Pero resolvió aceptarla como excusa aun cuando era, en realidad, una nueva afrenta.

—Acepto vuestras excusas —dijo gangueando, cosa que le sucedía cuando quería adoptar un talante más majestuoso del que, en realidad, tenía. Y ahora que nos hemos explicado lealmente, debo deciros que tengo que hacer en esta casa…

—¡Ah! ¿Por qué no lo decíais enseguida? ¿Tenéis que hacer? ¡Diablo!

—Es un asunto amoroso, caballero.

—No lo hubiera creído.

—¿Nos dejáis, pues, el paso libre?

—No —dijo tranquilamente Pardaillán.

—¿No…? ¡Tened cuidado, caballero! Se dice que la paciencia del rey es poca, pero la del hermano del reyes todavía menor.

Y al decir estas palabras, el duque de Anjou se irguió porque era muy baja su estatura. Apenas llegaba al hombro de Pardaillán. Éste fingió no haber comprendido que Enrique de Anjou acababa de nombrarse y con aquel aire ingenuo que tomaba en las circunstancias graves contestó:

—Caballero, en nombre de la amistad con que me habéis honrado os suplico que no insistáis. Me disgustaríais mucho con ello…

El asunto se ponía ridículo es decir terrible, para el duque de Anjou. Palideció de furor y en un acceso de rabia levantó la mano. En el mismo instante sintió en su cuello la punta de la espada de Pardaillán. Los tres hidalgos dieron un grito y asiendo al duque lo llevaron rápidamente hacia atrás.

—¡Carguemos! —dijo Quelus.

—¡No! —contestó el duque que temblaba de vergüenza—. Dejemos el asunto para otro día, señores. Maugiron está fuera de combate, Maurevert no ve, y en cuanto a mí no puedo habérmelas decentemente con un truhan. Envaina, Quelus. Envaina y vendremos en mayor número.

—¡Hasta la vista, caballero! Tendréis noticias mías.

—¡Deseo que sean buenas! —contestó Pardaillán.

Un instante después el grupo había desaparecido.

Durante más de una hora Pardaillán permaneció en el mismo sitio, con el oído atento y la espada en la mano. Esperaba que volvieran en mayor número. Pero el silencio de la calle ya no fue turbado de nuevo.

El caballero, convencido de que no habría un segundo ataque, por lo menos aquella noche, llamó a la puerta de servicio de la posada, se hizo abrir y subió a su habitación. Entonces, so pretexto de tranquilizarse, abrió su ventana y fijó en la calle una penetrante mirada. Pero desde aquella altura no se veía nada; y si podía distinguir algo era aquella ventanita hacia la cual se sentía invenciblemente atraído.

La ventana estaba, no obstante, obscura. Luisa y su madre dormían, si se puede llamar sueño a los sopores febriles, llenos de pesadillas que, desde hacía muchos años, constituían el único sueño de Juana de Piennes. En cuanto a Luisa, dormía profundamente, pues se hallaba todavía en la edad feliz, tan pronto transcurrida, en que los pesares de la vida se disipan como mala visión en cuanto se cierran los ojos.

Hemos de decir que Pardaillán se quedó aterrado de lo que había hecho. Reconoció perfectamente al duque de Anjou, y a la sazón ya que había pasado la cosa, reconocía la enormidad de su acto.

El hermano del rey, heredero de la corona, era, en efecto, una figura popular en París. Durante las grandes guerras que se emprendieron contra los hugonotes se cubrió de gloria. Le habían confiado, a la edad de diez y seis años, el mando de los ejércitos reales. Ganó las batallas de Jamac y Moncontour, derrotó a Coligny, mató por su mano a innumerables herejes y mataría aún a muchos más de seguro. En una palabra, era la esperanza del pueblo y de la religión.

Había, es verdad, algunas malas lenguas que decían que el mariscal de Tavannes fue el que mandó en realidad las batallas citadas, aun cuando, nominalmente, lo fueran por el duque de Anjou. Estos mismos incrédulos —en todas las épocas ha habido gentes amigas de criticar— pretendían que el hermano de Carlos IX solamente era bueno para tejer tapices y jugar al boliche, sus dos ocupaciones favoritas; que entendía principalmente en asuntos de tocador, y que en cuanto a dotes militares nunca había sabido más que mandar a sus favoritos, los cuales, pintados, perfumados y vestidos con indecente magnificencia, lo escoltaban por todas partes.

Pero esto no eran más que envidias. En realidad, el pueblo de París, que entiende mucho en estas materias y no se engaña jamás, aclamó frenéticamente al duque de Anjou en las dos o tres entradas triunfales que hizo vestido con un hermoso traje de satén, montado sobre un caballo blanco que caracoleaba y hacía corvetas. Después de todo, el caballo blanco y las corvetas hubieran bastado, en caso de necesidad, para justificar el entusiasmo popular, que disgustó mucho a Carlos IX.

Sea lo que fuere, el caso es que el duque de Anjou era popular. Pardaillán, curioso como todo buen parisiense, no había faltado a ninguna de esas entradas triunfales que acabamos de mencionar y la cara del duque de Anjou le era muy familiar. Así, pues, a pesar de la oscuridad de la noche, lo había reconocido. Y, como hemos dicho, pasada ya la contienda, estaba aterrado.

«La riña ha sido tonta verdaderamente» —pensaba—. «¡Mal rayo me parta por haberme creado semejante enemigo! ¡Si me llega a descubrir, estoy perdido! ¿Qué mosca me habrá picado? ¿Qué necesidad tenía yo de meterme con aquellos señores? ¿Pero acaso no tendré en el corazón ningún sentimiento honrado? ¡Ni el menor respeto hacia los príncipes! ¡Así me lleve el diablo! Y ya que no tengo ninguno de estos sentimientos, propios de todo sujeto bien nacido por lo menos hubiera seguido los consejos de mi padre, ¡pero no! ¡Me he ido a meter en una ratonera oponiéndome a los deseos de un príncipe! ¿Y al cabo, por qué? ¿Quién me prueba que el duque de Anjou quería entrar en la casa por ella? ¿No podría tener otros asuntos en la misma casa? Tal vez viva allí un vendedor de boliches».

Pero después, cambiando de idea, como era ordinario en él, después de haberse injuriado a sí mismo pensó que aquélla no era hora de ir a comprar boliches y que, seguramente, los susodichos señores llevaban malas intenciones. No obstante, siguió creyendo que su intervención no había sido oportuna. Con gran amargura se dio cuenta de que la fatalidad lo llevaba a mezclarse en asuntos que no le importaban, y que, como desnaturalizado rebelde a los consejos de su padre, hacía precisamente lo contrario de lo que se le había ordenado y, sin embargo, cada mañana se juraba observarlos religiosamente.

El caballero Pardaillán estaba muy lejos de ser un tonto. Lo fingía, solamente, cuando le convenía. Pertenecía a una época en que todo eran violencias, fiebre de sangre, en que espantosas pasiones agitaban a las masas populares, como si estuvieran embriagadas por algún licor venenoso, una época en que la moral, en el sentido que damos hoy a la idea, era desconocida. Entonces todos atacaban y se defendían como les era posible, sin reparar en los medios.

El caso es que Pardaillán, muy al revés de lo que se pudiera creer, no se burlaba de los consejos de su padre, que él mismo consideraba excelentes y se juraba seguirlos ciegamente, y por esta razón, cuando dejaba de observarlos, llevado de su temperamento generoso; se llenaba de injurias a sí mismo.

Aquella generosidad de alma que lo hacía superior a sus compatriotas, no la sentía. Este poco de psicología era necesario para colocar al personaje en su verdadera actitud. En cuanto a su última algarada, se vio precisado a reconocer que ninguna probabilidad le excusaba.

No podía admitir que el duque de Anjou, el más grande personaje del reino después del rey, se hubiera fijado en una obrera obscura y sin nombre. Finalmente, hizo aquel movimiento de hombros que le era familiar y que significaba entonces: ¡La suerte está echada y hay que atenerse a las consecuencias!

Entretanto se prometió ser prudente y no ir al día siguiente al Prado de los Curiales, en donde tenía cita con Maugiron y Quelus.

—«He servido lo mejor que me ha sido posible a uno de esos señores» —se dijo— «y en cuanto al otro ya hallaré la ocasión de saldar mi deuda. Pero en cuanto ir al Prado de los Curiales, sería ir a echarme tontamente en brazos delos esbirros, que el duque de Anjou no dejará de apostar y que me conducirían en derechura a la Bastilla».

Contento por haber arreglado sus asuntos de este modo, se acostó y soñó con Luisa.

En la calle, el mariscal Damville asistió a toda la escena, sin reconocer a Pardaillán, pues en la sombría noche en que le salvara la vida apenas lo entrevió, y además, de ello hacía ya muchos meses.

Sin moverse del sitio en que se había amparado, observó la intervención súbita del joven, la retirada del duque de Anjou y de sus acólitos y, por fin, la entrada de Pardaillán en la posada. Cuando estuvo seguro de que el silencio de la calle no iba a ser de nuevo turbado, abandonó su puesto de observación, y, bordeando las puertas de las cerradas tiendas, fue a colocarse ante la casa donde el duque de Anjou había querido penetrar. Entonces acudió a su mente la duda.

—¿Quién será esta Juana? ¿Quién será su hija Luisa? ¡Ellas! ¡Con toda seguridad! Puede darse la coincidencia de un nombre, pero de dos, ya es más difícil. ¿Será posible que las vuelva a hallar? Sí, son ellas. Es necesario, no obstante, que me asegure de ello. Volveré de día. Sí; pero ¿y si entretanto desaparece? ¡No! ¡Aguardaré aquí hasta que la vea!

La noche transcurrió así y, por fin, apuntó el día. Sus ojos interrogaron el semblante mudo de la casa. Pensamientos tumultuosos se desencadenaban en él. Pensamientos de amor, sobresaltos de la pasión mal extinguida por el tiempo, proyectos de odio contra su hermano; todos estos elementos se entrechocaban, como las nubes de las tempestades llegadas de todos los puntos del horizonte, y de aquel contacto de pensamientos salía el rayo lívido de un pensamiento criminal.

Poco a poco se abrieron las tiendas, la calle adquirió animado aspecto; los vendedores ambulantes, al pasar, vieron con asombro a aquel hombre pálido que estaba con los ojos fijos en una casa… pero nadie se atrevió a interrogarle, porque en cuanto uno se detenía ante él, el desconocido le dirigía una mirada tan dura y tan imperiosa, que obligaba al curioso a alejarse a toda prisa. Enrique de Montmorency no se movía. A veces lo sacudía un temblor nervioso.

De pronto, en lo alto, se abrió una ventana, y una cabeza de mujer se mostró durante el espacio de un segundo; pero aquel segundo bastó a Enrique de Montmorency, quien ahogó un grito. ¡La mujer era, en efecto, Juana de Piennes!