X - La dama enlutada

EL CASAMIENTO SECRETO de Francisco de Montmorency con Juana de Piennes fue anulado por el Papa. Las memorias de aquel tiempo comentan mucho este hecho y dicen que la cosa no dejó de presentar grandes dificultades, que fueron vencidas por la inquebrantable voluntad de Enrique II.

En el año de 1568, Francisco de Montmorency, mariscal de los ejércitos reales, se casó con Diana de Francia, hija natural del rey. Quince días antes de la época fijada para la ceremonia, fue a visitar a la princesa.

—Señora —le dijo—, no sé cuáles son vuestros sentimientos hacia mí. Perdonadme la franqueza brutal de mis palabras. No os amo ni os amaré nunca.

La princesa le oyó sonriente.

—Nos casan —continuó Francisco—. Al aceptar el insigne honor de ser vuestro esposo, obedezco al rey y al Condestable, que desean esta unión por razones políticas; pero el día en que el arzobispo bendiga esta unión, mi corazón estará ausente de la ceremonia… Os ofendo, lo sé…

—De ninguna manera, señor mariscal —dijo Diana con viveza—. Continuad, os lo ruego.

—Si mi corazón estuviera libre —dijo entonces Francisco—, sería vuestro por entero, porque sois hermosa entre las más hermosas, pero…

—¿Vuestro corazón pertenece a otra?

—¡No, señora! Me he expresado mal. Mi corazón ha muerto. Ésta es la verdad. Y si yo continúo viviendo, no será porque no haya buscado la muerte en los campos de batalla.

Se le nublaron los ojos y, con triste sonrisa, añadió:

—Parece que la muerte no me quiere… He aquí, pues, señora y princesa, la verdad escueta, por muy cruel que sea para mí el manifestarla. Nuestro casamiento no puede ser más que la unión de dos nombres. Si la amistad más fiel y ardiente, si un afecto fraternal en todas las ocasiones, si una adhesión sincera pueden suplir la falta de amor, os ofrezco humildemente esta amistad y esta adhesión. Ahora, señora, que ya os he hablado sinceramente, con una lealtad que nadie ha podido poner en duda, espero vuestra decisión.

Diana se levantó, Era una hermosa mujer que no carecía de corazón ni de inteligencia.

—Señor mariscal —dijo dulcemente—, cualquier otra persona que me hubiera hablado con vuestra franqueza, me habría ofendido, pero a vos os lo perdono todo. Obedezcamos, pues, el deseo del rey, y guardemos cada uno nuestro corazón. ¿Es esto lo que queréis decir?

—Señora… —dijo Francisco, palideciendo, pues tal vez esperaba otra respuesta.

—Queda, pues, convenido, señor mariscal, que respetaré el duelo de vuestro corazón.

Y, mientras él se inclinaba para besar la mano de la princesa, ésta añadió con melancólica sonrisa:

—El licenciado Ambrosio Paré dice que tengo admirables disposiciones para la Medicina… ¡Quién sabe si llegaré a curaros!

Este fue el pacto que hicieron.

Después de la ceremonia, Francisco se lanzó a una serie de peligrosas campañas; pero, como dijera antes, parecía que la muerte no lo quería. En cuanto a Enrique, no volvió a ver a su hermano mayor. Se hubiera dicho que los dos hermanos trataban de evitarse. Cuando uno guerreaba en el Norte, el otro se hallaba en el Sur. El día del encuentro debía llegar, no obstante, y para aquel día se preparaban terribles dramas, porque los dos hermanos seguían amando a Juana de Piennes, a la sazón desaparecida, sin que ninguno de ellos, a pesar de sus pesquisas, la hubiera podido hallar. ¿Qué había sido de aquella mujer tan adorada? Más afortunada que Francisco, ¿habría hallado refugio en la muerte? ¿Había cesado de sufrir y el calvario de su corazón de esposa la había conducido al sepulcro?

¡No! ¡Juana vivía! Si luchar sin descanso contra el dolor, si ahogar a cada instante las palpitaciones de un corazón apasionado, si pasar las noches, los meses y los años llorando el paraíso perdido, puede llamarse vivir, Juana vivía. ¿De qué modo salió la desgraciada del palacio de Montmorency, después de la espantosa escena en que se había consumado su sacrificio? ¿Cómo no murió de desesperación?… ¿Quién la recogió y salvó? ¿Cómo transcurrieron los años que siguieron en lenta y sombría agonía de amor?

Nos ha sido imposible reconstruir estos hechos de una existencia destrozada. Ahora hallamos a Juana en una pobre casa de la calle de San Dionisio. Habita en el último piso, bajo el tejado, una reducida vivienda compuesta de tres pequeñas habitaciones. Y al hallarla de nuevo, podemos comprender cuál es la fuerza que ha sostenido su vida. Entremos en la buhardilla; penetremos en una habitación clara, pobre, pero arreglada con delicioso gusto; observemos el cuadro admirable que se ofrece a nuestros ojos y escuchemos.

Juana acaba de entrar en la pequeña habitación y se dirige a una ventana, cerca de la cual está sentada una joven. Al pasar Juana, se detiene ante un espejo, se mira y piensa:

«¡Qué ajada me encontraría si me viera ahora! ¿Me reconocería acaso? ¡Ay! ¡Ya no soy la Juana de antes, ya no soy la que él llamaba el hada de la Primavera! ¡Ya no soy más que la Dama Enlutada… y no soy, tal vez, ni yo misma!».

¡Juana se engaña! ¡Está admirablemente hermosa! Su palidez no menoscaba la belleza ideal de su semblante, la perfecta pureza de sus líneas y el armonioso esplendor de sus cabellos. Tan sólo el brillo de sus ojos se ha velado un poco. Sus labios, en que retozaba antes la risa, han tomado grave aspecto, pero siempre es la mujer hermosa que los vecinos llaman la Dama Enlutada, porque lleva en sus vestidos el mismo duelo que en su corazón. Sus ojos velados adquieren de nuevo su antiguo brillo y su boca cerrada vuelve a sonreír como antaño, cuando su mirada se posa en la jovencita que, cerca de la ventana, trabaja activamente en una labor de tapicería. ¡Ah! ¡Es que aquella pequeña obrera de sonrosados dedos que corren entre la lana, es su hija, su Luisa! Ahora ya sabemos por qué Juana vive todavía y por qué ha querido vivir. Juana es una mujer que ha sufrido indecibles torturas en su pasión de amante; una esposa que ha experimentado la más espantosa desgracia que pueda herir a una mujer. ¡Pero siempre es y ha sido madre antes que todo! Y si se estremeció de alegría al comprender que iba a cumplirse en ella el misterio de la maternidad, si entonces adoraba ya a su pequeña Luisa, ¡cómo no la amará ahora!

Luisa parece tener unos diez y seis años. Sus ojos de azul intenso, casi violeta, parecen reflejar la infinita pureza de un cielo de mayo, en las mañanas inefables en que la inmensidad celeste parece más profunda y el firmamento más azul… Sus cabellos forman alrededor de su frente de nieve un nimbo nebuloso, casi fluido, tan finos y sedosos son, un nimbo que se dora a los rayos del sol, como si un pintor genial se hubiera complacido en emplear en ellos todo el oro de su paleta. Su actitud, su gesto y su palabra, son un poema de armonía. De aquel conjunto maravilloso, se desprende un no sé qué de fuerza, flexibilidad y orgullo. Sin embargo, ¡qué melancolía la de aquel rostro tan radiante, tan noble de líneas y tan expresivo! ¡Porque lleva en él la marca de la fatalidad; porque al paso de la hija, como al de la madre, se desatan las pasiones tumultuosas creadoras de dramas!

Juana se ha acercado a su hija, la cual levanta la cabeza. La madre y la hija se sonríen… y quien las viera en aquel instante, dudaría de cuál de las dos es la más admirable y juraría que son dos hermanas que se llevan pocos años de edad. Juana se sienta ante Luisa, toma el otro extremo de la tapicería y se pone a trabajar activamente.

—Madre —dice Luisa—, descansad. Hace ya tres noches que trabajáis en esta labor… y ahora ya puedo terminarla yo en algunas horas.

—¡Querida Luisa! ¿Olvidas sin duda que debo llevarla hoy mismo a aquella joven dama?

—¡Qué, según me habéis dicho, pertenece a la clase media acomodada…!, la señora María Touchet, ¿no es eso?

—Sí, hija.

—¡Ah, madre! ¿Por qué no pertenecemos también a la clase media? ¿Por qué seremos pobres obreras? Digo esto por vos, porque yo, ¡soy tan feliz!

Juana mira tristemente a su hija y se dice:

«¡A la clase media!» —y se pierde luego en tristes pensamiento—. «¡Pobre niña sin nombre! ¿Qué dirías si supieras que te llamas Luisa de Montmorency?».

—¿En qué pensáis, madre?

Juana tiembla… sus ojos se llenan de lágrimas y su seno palpita. Lentamente, como si evocara cosas ya muertas, contesta:

—Pienso, hija mía, que tal vez no has nacido para este penoso trabajo… y que es muy triste para mí ver tus lindos dedos llenos de pinchazos, y cogiendo la mano de su hija, la cubrió de besos.

Luisa se echó a reír.

—¡Bueno, madre! —exclamó—. ¿Creéis, pues, que tengo manos de princesita?

La madre se estremeció al oír estas palabras.

«¡Quién sabe!» —se decía—. «Si aquellos dos hombres malditos…».

Luisa, dejando de trabajar, exclamó:

—¡Ah madre! ¿Cuándo me descubriréis el terrible secreto que pesa sobre vuestra vida?

«¡Jamás!» —se dice Juana por lo bajo.

—¿Cuándo me diréis —continúa Luisa, que no ha oído la exclamación de su madre—, cuando me diréis el nombre de los dos hombres que causaron la desgracia de vuestra vida? Sólo me habéis dicho uno…

—Sí, el del caballero de Pardaillán.

—No lo olvido, madre mía, y os juro que detesto a ese hombre, por el mal que os ha hecho. ¿Pero y el otro? ¿Por qué no me decís el nombre del otro, que, sin duda, es más criminal que el primero?

«¡Jamás! ¡Jamás!» —repitió Juana para sus adentros.

Luisa respeta el silencio de su madre y da un suspiro. Las dos mujeres se inclinan sobre la tapicería y no se ve más que sus manos ágiles que van y vienen sobre la labor, en tanto que sus cabellos se tocan, se rozan… Pronto está listo el trabajo. Juana, entonces, se envuelve en un mantón y después de haber besado a Luisa sale en dirección a la casa de la dama que le ha encargado el trabajo, la señora María Touchet.

Luisa acompaña a su madre hasta la puerta de la escalera. Luego entra de nuevo en la buhardilla y atraída por invencible fuerza corre a la ventana de la otra pieza que da a la calle de San Dionisio. Enfrente se alza una gran casa; la posada de «La Adivinadora». Luisa levanta su encantadora cabeza hacia la posada, medrosa y furtivamente mientras que la esperanza y la emoción levantan su pecho. Allá en lo alto, en una ventana del granero, aparece un joven caballero que con la punta de sus dedos manda un beso a la niña. Luisa vacila, se ruboriza, luego palidece… permanece unos instantes con la vista fija en el desconocido… ¡y aquella mirada es tal vez una confesión!… Aquel joven caballero lleva un nombre que ignora la niña y que, si fuese pronunciado, resonaría como una maldición en el corazón de Juana. ¡Porque el joven se llama el caballero Juan de Pardaillán!…