XXV - La política de Catalina

ALICIA DE LUX pasó una noche espantosa. Más era tal la energía moral de aquella mujer, que no perdió un instante en lamentarse. Según todas las apariencias, su vida debía conducida fatalmente a una catástrofe, y aquella noche, empleando todas las facultades de su inteligencia, dio en buscar un medio de salvación.

—Es preciso luchar hasta él fin —dijo.

Lo que había esperado resultaba imposible. Si su antiguo amante hubiera tenido piedad de ella; si el monje hubiese arrancado a Catalina la terrible carta que la esclavizaba, su plan era no volver al Louvre más que para decir a la reina:

«Hasta hoy os he servido y ahora reclamo mi libertad. Sólo os pido que seáis neutral y no espero otra cosa sino que me olvidéis. Me voy, esto es todo, y el resto me concierne a mí sola».

Pero todo aquel sueño de libertad y dicha se había derrumbado. Era necesario arrastrar de nuevo la cadena e ir cuanto antes al Louvre en cumplimiento de las órdenes recibidas. Es cierto que podía decir que el billete que tan desdeñosamente le entregara la reina de Navarra, no había llegado a su poder. Pero ya conocía la cólera de Catalina y era tiempo de presentarse a ella.

Al día siguiente por la mañana, Alicia tenía el rostro impasible, como si la escena de la víspera no hubiera sido más que una pesadilla. Con la ayuda de Laura se vistió cuidadosamente y acompañada de la vieja marchó directamente al Louvre.

Pronto llegó a las habitaciones particulares de la reina en donde las doncellas de honor le hicieron mil preguntas, a las que contestó con aquel aire de buen humor y notable presencia de espíritu que le valieron la terrible confianza de la reina. Inmediatamente fue advertida Catalina de Médicis de que la señorita Alicia de Lux, de regreso de un largo viaje, solicitaba el honor de presentarle sus respetos. La reina hizo contestar que recibiría a Alicia en cuanto estuviera libre y que no se marchara del Louvre en tanto que no la hubiera visto.

Catalina, en efecto, estaba conferenciando con su astrólogo Ruggieri. Luego debía celebrar una entrevista con el rey Carlos IX, el cual sabiendo que la reina quería hablarle, esperaba su visita con aquella sorda e inquieta curiosidad que su madre le inspiraba siempre.

Penetremos, pues, en un vasto y magnífico gabinete que daba al dormitorio de Catalina. Estaba alhajado con una suntuosidad verdaderamente real; lo adornaba gran número de telas de maestros italianos. El Tintoreto, Rafael Sanzio, Perugino, el Tiziano, Veronés y Primaticio estaban representados en las paredes cubiertas de terciopelo rojo, con sus cuadros sagrados y eróticos; Dianas lascivas y Madonas extáticas estaban unas al lado de otras, en marcos que, por sí mismos, eran ya maravillas; marcos de madera esculpida por artistas geniales y recubiertos por uniforme capa de oro viejo.

El oro, materia pura, metal admirable, alegría de los ojos, es el único color que realza el colorido de un cuadro; una pintura rodeada de oro adquiere toda su significación. El oro no distrae la mirada del fondo del cuadro, como lo hace la plata. El oro se adapta y se armoniza a la violencia, a la dulzura, al esplendor, a la delicadeza, a Rembrandt, al Tiziano, a Rubens, a Vatteau; el oro es el marco ideal. Añadamos que aquellos cuadros estaban entonces en todo el brillo de su colorido, pues el tiempo no los había agrietado ni oscurecido.

Catalina era contemporánea de aquellos maestros geniales que descubrieron la armonía de los colores. Aquellas telas que actualmente desaparecen bajo la pátina de los siglos, que en las vastas necrópolis del arte llamadas museos aparecen como tristes fantasmas y no merecen más que nuestra veneración sentimental, pues apenas se les ve, y que a pesar de todo nos obstinamos en mirar cuando el arte moderno ofrece a nuestros ojos hermosas alegrías en el esplendor de juventud de los colores; aquellas telas hoy avejentadas, arrugadas, borradas, dignas de la meditación del filósofo, pero que, como todas las cosas viejas, han llegado a ser impuras para el artista; aquellas telas, repetimos, brillaban entonces y poseían, sin duda alguna, diferente significado de belleza, armonía y realidad.

Catalina, que era consumada artista, las había reunido con perfecto buen gusto sin inquietarse del asunto representado por los pintores. No había razón, en efecto, en imaginarse a Catalina de Médicis como una criminal vulgar ocupada en hacer mal por el solo placer de hacerlo. Tenía prodigiosa imaginación y adoraba la vida en todas sus manifestaciones.

Cuando iba con sus hijos a la guerra se hacía acompañar por artistas, músicos y pintores, y en los campos de batalla improvisaba suntuosas fiestas. La desgracia del pueblo quiso que esta mujer fuera reina y que, para la satisfacción de sus apetitos, desencadenara espantosos desastres. ¿Pero cuál es el hombre que permanece inofensivo cuando los demás abdican de la libertad en sus manos? ¿Cuál es la mujer que, colocada en la cumbre del poder, no experimenta enseguida el vértigo de la tiranía?

Escéptica, incrédula, sedienta de poder y de goces, y roída por el amargo pesar de haber pasado su juventud temblando en vez de vivir, Catalina de Médicis, en el umbral de la vejez, desplegaba todos sus instintos de artista y de dominadora y por esta razón se rodeaba de maravillosas obras para combinar horrorosos planes. Necesitaba rodearse de una atmósfera de genio para ingeniarse a su vez en practicar el mal, que juzgaba necesario para asegurar su felicidad.

Así, pues, en un gabinete amueblado con fantástica curiosidad, con estatuas excitantes y cuadros maravillosos, era en donde tenía sus más terribles inspiraciones. Allí la encontramos con su confidente, su antiguo amante, su verdadero amigo, el astrólogo Ruggieri. Catalina tenía plena confianza en la ciencia de éste, el cual, a su vez, no era un charlatán, pues consideraba la astrología como la única ciencia merecedora de estudio.

Esto no es ninguna contradicción. Catalina, que no creía en Dios, tenía bastante imaginación y arte para creer en una ciencia que se le aparecía como hada seductora. Aquella audaz escrutadora de conciencias, aquella poetisa desenfrenada, debía desear lo absoluto. Y la astrología que permite leer en el porvenir, es lo absoluto. Creemos, a juzgar por los rasgos generales de Catalina, que si hubiese creído en Dios y Satanás, sus preferencias se hubieran inclinado hacia este último, pues lo habría encontrado más interesante en su rebeldía, más hermoso en su actitud, más poético y más semejante a sí misma. En el momento en que penetramos en el gabinete de la reina, Ruggieri se despedía de ella.

—De modo —decía Ruggieri— que os decidís por la paz.

—Sí, Renato, la paz es, a veces un arma más terrible que la guerra.

—¿Y creéis que Juana de Albret vendrá a París?

—Sin duda alguna.

—¿Y Coligny?

—También vendrá, y con él Condé y Enrique de Bearn. Piensa, pues, en lo que te he recomendado.

—Hacer circular el rumor de que la reina de Navarra está enferma.

—Precisamente, querido Renato —dijo Catalina sonriendo—. Y puedo asegurarte que está muy enferma pero olvidas lo principal.

—Hacer creer que Juana de Albret tiene otro hijo además de Enrique —dijo Ruggieri palideciendo.

—Sí, un hijo de más edad que Enrique de Bearn y que tendría derecho a la corona si éste desapareciera. Ya sabes quién es —añadió fijando escrutadora mirada sobre el astrólogo.

Éste inclinó la cabeza y murmuró suspirando:

—¡Mi hijo! —e irguiéndose añadió—: Esto es una calumnia, Catalina.

—Efectivamente, Renato.

—Nadie querrá creerla —dijo él.

Catalina se encogía de hombros diciendo:

—En otro tiempo conocí a un hombre muy hábil que hizo una corta aparición en la corte de Francisco I. Era un espíritu de los más templados y lúcidos que he conocido. Tenía el genio de las grandes empresas que sobreviven a su creador y llevan su sello en los siglos futuros. No soñaba dominar el mundo durante su vida como un rey vulgar sino en dominarlo después de su muerte por la lucidez de sus enseñanzas legadas a sus discípulos.

La reina se quedó un instante pensativa, tal vez creyendo que ella era una buena discípula del gran hombre.

—Este —continuó— me vio abandonada de todos. No sé si tuvo lástima de mí o si comprendió que mi espíritu era terreno favorable para la buena semilla, pero el caso es que consiguió avivar mi desesperación y antes de abandonar la corte de Francisco I, me regalo un arma preciosa para el ataque y la defensa.

—¿Cuál? —preguntó Ruggieri.

—La mentira.

—¿La mentira?

—Es el arma de los fuertes, la de aquéllos que han mirado la ira cara a cara. El arma de los que han sondeado su conciencia y le han dicho:

«Tú no eres más que imaginación».

—El vulgo, el rebaño que gobernamos, debe odiar la mentira, porque si comprendiera su fuerza, usaría de ella contra nosotros y estaríamos perdidos. Pero nosotros, Renato, podemos y debemos mentir, pues la mentira es la base de todo gobierno sólido.

—Tal vez sea un arma —dijo el astrólogo—, pero temible para el que la emplea. No lo olvidéis, reina mía.

—Esto es precisamente lo que yo dije a mi consejero, y aquel gran hombre me contestó:

«Es un arma peligrosa en manos torpes, y llamo torpes a las manos que no saben herir a fondo. Si encontráis un perro rabioso y el cuchillo tiembla en vuestra mano heriréis al perro, pero antes de morir habrá tenido tiempo de morderos y vos pereceréis atacada del mismo mal. Por el contrario, si valientemente herís al animal en el corazón, lo matáis, salvándoos al mismo tiempo».

Catalina de Médicis sonrió ante la idea del enemigo herido de muerte al primer golpe y prosiguió:

—Mi amigo y consejero después de haber hablado así, me expuso sus ideas sobre la mentira:

«Si mentís tímidamente, las gentes tendrán horror de vos o fingirán tenerlo. Si mentís con energía y afirmáis la mentira con toda la fuerza necesaria, repitiéndola sin cesar con aire convencido, la gente creerá que decís una verdad, y si comprueba que habéis mentido, fingirá creer en vuestra mentira y esto basta. Es una tontería inquietarse por la verosimilitud de una mentira, pues no hay ninguna que sea inverosímil. Todo depende de la energía o timidez del que miente. Suponed, por ejemplo, que yo diga, o haga decir que la señora de Etampes ha tratado de envenenar a Francisco I. Pensad, ante todo, en la enorme cantidad de imbéciles que dirán: “Cuando el río suena, agua lleva”. Añadid a esta multitud la de los enemigos particulares de la señora de Etampes, que repetirán por todas partes: “Yo no lo creo, pero se afirma que la señora de Etampes ha querido envenenar al rey Francisco”. Añadid a estas dos multitudes la de las gentes que andan a caza de escándalos para regocijarse en ellos o para su propio provecho. Y he aquí que la señora de Etampes se ve rodeada de una red de afirmaciones. Entonces pueden suceder dos cosas: o desdeña rechazar la mentira o quiere defenderse. Si no contesta, la mentira va siguiendo su camino, y vos la repetís o la hacéis repetir hasta que las multitudes de que os hablaba exclaman con el vigor de las falsas indignaciones: “No dice nada, pues no hay duda de que es culpable”. Si por el contrario quiere defenderse, dad un detalle, una nueva mentira que ampare la primera. Decid, por ejemplo, que el veneno era un polvo verde, y entonces la señora de Etampes os retará a que le probéis que en su casa ha habido jamás polvos de semejante color. Desde entonces está perdida, pues no discute la mentira principal, sino la accesoria. Los cortesanos, los burgueses y el pueblo entero hablan en pro o en contra de los polvos verdes. Y a consecuencia de un fenómeno muy natural, al cabo de algún tiempo se discute para saber si la envenenadora tenía polvos verdes o azules, pero la cuestión del envenenamiento nadie la pone ya en duda».

—Catalina de Médicis guardó silencio un instante, sonriendo satisfecha. Luego añadió:

—He aquí lo que me dijo mi extraño consejero, que era un gran filósofo, y he recordado sus palabras.

—¿Acaso alguna vez habéis puesto en obra sus consejos? —preguntó Renato.

—A menudo —contestó sencillamente Catalina.

—¿Sabéis que es espantoso, reina mía? Y que si alguien usara esa arma…

—Sería amo del mundo. Y en defecto de este uno, un grupo de hombres bien disciplinados puede gobernar por este medio. Creedme, vendrá un día en que los partidarios políticos comprenderán la enorme fuerza de la mentira y la emplearán atrevidamente. Llamo partidarios políticos a los grupos de hombres ya nacidos para dominar, a los que comprenden que la multitud inmensa y estúpida debe trabajar en beneficio de unos cuantos. Piensa en la fabulosa suma de mentiras acumuladas en los siglos para que los pueblos hayan sentido la necesidad de un rey, de un amo, de un gobernador, o, en una palabra, de alguien que esté sobre ellos, y entonces comprenderás la fuerza de la mentira. Proclama conmigo que es sagrada, que es nuestro principio y nuestro fin y que le debemos todo lo que envidia la humanidad entera. ¡Ah, Renato!, ¡mintamos, mintamos con fuerza, con valentía, con frenesí, y seremos los amos!

—Mentiré, pues, mi hermosa reina —exclamó Ruggieri.

—Te repito que la reina de Navarra vendrá a París. Es pues necesario que antes de su llegada la mentira nos haya preparado el camino. Por de pronto está enferma, ¿comprendes? Y además, tiene un hijo… ¿Por qué te pones sombrío? ¿Quién te dice que no reserve este hijo a grandes destinos? ¿Quién te asegura que no será rey en lugar de Enrique? Ruggieri ahogó un grito de alegría que fue a morir en sus labios.

—¡Silencio! —exclamó Catalina de Médicis.

—¡Ah, Catalina! —murmuró el astrólogo apoyando sus labios sobre una mano de la reina—. ¡Cuán grande sois! ¡Cuán profundo es vuestro pensamiento y cómo os admiro humildemente!

—Vete —dijo la reina sonriendo—. Vete y obedece.

—Ciegamente —exclamó el astrólogo marchándose del gabinete. A su vez, Catalina de Médicis salió de sus habitaciones y, sin pasar por la sala en que estaban reunidas sus damas, atravesó corredores reservados y penetró en las habitaciones del rey.

A medida que se acercaba, oía un aire de caza. Carlos IX, gran cazador, tenía una pasión furiosa por el arte de la montería en general, y en particular por todas las otras cosas relacionadas. Soplaba vigorosamente en su trompa hasta perder el aliento. Su médico, Ambrosio Paré, le recomendaba en vano que se entregara con más precauciones a su pasión favorita. Más el rey sentía necesidad de tocar cada día el repertorio completo de sus aires de caza, el cual se aumentaba a menudo con algún aire nuevo.

Antes de entrar en la habitación del rey, Catalina compuso su semblante y tornó su actitud más melancólica. Cuando entró, Carlos IX dejó enseguida la trompa en que tocaba con afición de cazador, y avanzó hacia su madre, la tomó de una mano, que besó, y la condujo por fin hasta un gran sillón de ébano en el que la reina se sentó.

—¡Hijo mío! —dijo entonces Catalina—. ¡Vengo como cada mañana a informarme de vuestra salud! ¿Cómo estáis? Volveos hacia la ventana para que os vea. Tenéis muy buen semblante, muy bueno. ¡Ah respiro! Os aseguro que no vivo desde que os dan estos malditos ataques y sobre todo desde que Ambrosio Paré me ha asegurado…

—Acabad madre —dijo Carlos con aparente tranquilidad.

—El sabio doctor me ha dicho que uno de estos ataques podía mataros de repente, pero yo no lo creo. Por otra parte, he ordenado rogativas secretas en tres iglesias y especialmente en Nuestra Señora.

—Lo que me decís, señora, me tranquilizaría si tuviera necesidad de ello, pero soy como vos; no creo en las siniestras profecías de maese Paré, que, por otra parte, ignoraba. Todavía estoy fuerte y los que podrían alegrarse por mi muerte tendrán que esperar mucho tiempo.

—¡Amén! —dijo Catalina—. Pero hijo mío, ¿querréis creer que hay gentes que se alegrarían de la muerte del rey? ¡En qué tiempos vivimos! Cuando vuestro ilustre padre cayó en aquella fiesta, herido involuntariamente por su adversario, París entero lloró, el reino guardó luto y el mundo civilizado testimonió su dolor. ¿Por qué no sucederá lo mismo cuando plazca a Dios llamaros a Él?

Carlos IX palideció. ¿Fue de cólera o de miedo? Sin duda por las dos cosas. Miró fijamente a su madre y exclamó:

—Vamos a ver, señora, ¿de dónde os vienen esas fúnebres ideas? No puedo hablar dos minutos con vos sin que se trate de mi muerte.

—La constante inquietud de una madre, Carlos, es la que me obliga a temer siempre.

—Y yo, ¡por el diablo!, os aseguro que estoy perfectamente. No hablemos de ello. En cuanto a las gentes de que antes hablabais que se regocijan en secreto cuando tengo alguna indisposición, se hallan en todas partes y aun en este mismo palacio.

—Os referís a los hugonotes, ¿verdad, hijo mío? Cabalmente, os quería hablar de ellos, y si os parece, señor, el momento es oportuno.

Y Catalina dirigió una mirada significativa hacía tres o cuatro cortesanos que en el momento que entró la reina se habían retirado respetuosamente a un rincón. El rey se encogió de hombros y volviéndose hacia sus cortesanos les dijo:

—Señores, la reina quiere hablar conmigo. Maese Pompeyo, volveréis dentro de una hora para mi lección de armas. ¡Ah! Traedme alguna de aquellas espadas árabes de que me hablabais. Maese Crucé, mañana hablaremos más de cerrajería; quiero ver la nueva cerradura que habéis inventado. Señores, hasta pronto.

El maestro de armas, Crucé y los gentilhombres salieron después de haber hecho una profunda reverencia a la reina. En el momento en que salía Crucé, cambió con Catalina una rápida mirada.

—Os escucho, señora —dijo entonces Carlos IX echándose sobre los cojines de un gran sillón—. ¡Aquí, Nysos! ¡Aquí Euyalus!

Dos magníficos lebreles, que desde que la reina entrara no habían cesado de gruñir sordamente, fueron a echarse a los pies del rey, el cual, maquinalmente, empezó a tirarles del pelo con la mano que tenía colgando.

—Carlos —dijo entonces Catalina—. ¿No os parece lamentable el estado de vuestro reino? ¿Acaso no pensáis que esta larga disputa, estas guerras funestas en que sucumben uno tras otro los mejores gentilhombres de ambos lados, acabarán de empobrecer la herencia de vuestro padre, que debéis transmitir intacta a vuestros sucesores?

—¡Ya lo creo! ¡Pardiez! Hallo que se paga muy caro el placer de oír la misa y ver sucumbir a tantos valientes. Cuya vida hubiera podido emplearse de un modo más útil a nuestro servicio.

—Me gusta de veras que creáis en estas disposiciones, señor —dijo Catalina, sonriendo.

—Me asombra, señora, que estas disposiciones parezcan ser nuevas para vos. ¿No he sido siempre de opinión que la paz debía hacerse entre las dos religiones? ¿No he manifestado horror a la sangre vertida haciendo pregonar edictos sobre edictos en las calles de París acerca de las gentes que quieren batirse? ¿No soy yo también el que quiso que se firmara la paz en Saint-Germain? Así, pues, vuestra actitud, y no la mía, es la sorprendente. Vos venís predicándome la concordia, cuando siempre he debido resistir a vuestro voraz apetito de guerra y venganza.

—¡Cuán mal me conocéis, hijo mío!

—¡Pero, señora, si no pido más que conocer bien a mi madre! —exclamó Carlos con amargura—. Confesad que si os conozco tan mal, es porque mis hermanos han merecido más vuestra confianza.

Catalina fingió no haber oído esta observación, como tenía por costumbre cuando no sabía que contestar.

—Mi vida ha sido —dijo melancólicamente— no ser conocida durante toda mi vida. Pero, hijo mío, no creo deciros nada nuevo al haceros observar que he querido la guerra para tener paz.

—Sí, sí, ya conozco vuestras razones. Destruyamos a los hugonotes hasta el último y estaremos tranquilos. Ya habéis visto el hermoso resultado obtenido. A pesar de Jarnac y Moncontour, en donde mi hermano de Anjou se ha cubierto de gloria, según me aseguró Tavanne (Catalina se mordió los labios), a pesar de haber obtenido diez victorias, el viejo Coligny nos rechazó en Arnay le Duc con un nuevo ejército y estuvimos en peligro de que siguiera tal vez adelante y amenazara París si yo no lo hubiera detenido ofreciéndole una paz honrosa.

»Estas guerras no se acabarán nunca. Cuando se derrota a los reformados en un punto, reaparecen más fuertes en otro. Ya hay bastante. ¡Por Dios! Quiero que se haga mi voluntad y que todos nuestros cortesanos cesen de provocar a los hugonotes y que estos condenados monjes como vuestro Panigarola…

»Ya lo veremos. ¡Pardiez! —añadió Carlos IX, levantándose—, ya veremos quién manda en París. Haré encerrar en la Bastilla a los cortesanos de mi hermano y tanto peor si éste los llora. Y en cuanto a vuestros monjes, los meteré en cintura. Por de pronto haré prender a vuestro Panigarola.

El joven rey se exaltaba. Paseábase agitadamente por la habitación, y diciendo las últimas palabras dirigióse hacia Catalina con aire tan amenazador, que la reina se levantó a su vez extendiendo el brazo.

—¡Por Dios, hijo mío! —exclamó con forzada risa—. No parece sino que amenazáis a vuestra madre.

Carlos IX se detuvo de pronto, y un ligero rubor tiñó su frente, de ordinario pálida como la cera.

—Excusadme, señora —dijo sentándose de nuevo en su sillón—. Estas gentes han llegado a exasperarme. En cuanto a creer que se os amenace en mi palacio del Louvre, espero que no lo hayáis podido decir en serio.

—No, hijo mío. Es un decir. Pero si queréis creerme, no mandaréis prender a nadie.

—Encerraré a quien se parezca, señora, y si es preciso hasta a mi hermano Enrique. Que tengan cuidado todos pues mi paciencia se acaba.

—Bueno ya —dijo la reina—. ¿Habláis de paz y tratáis de arrestar hasta a individuos de vuestra familia?

Más Carlos IX, con actitud cansada, se echaba de nuevo sobre su sillón. Su cólera, que acababa de estallar, había quebrantado su débil energía. Catalina esperaba aquel momento.

—No prenderéis a nadie —dijo— si os doy un buen medio para asegurar la paz general.

—¿Habéis hallado este medio, señora?

—Sí.

—¿Y no se trata de ninguna matanza; de una batalla o de alguna leva de tropas y dinero?

—Nada de esto, hijo mío —dijo la reina con maternal sonrisa.

—Os escucho, señora —dijo Carlos sintiendo gran desconfianza.

—Hace mucho tiempo que pienso en ello. Mientras me creéis ocupada en soñar guerras como una heroína no soy más que una pobre madre que trata de asegurar la felicidad de sus hijos. He aquí lo que he imaginado, hijo mío: Los hugonotes cesan de tener importancia o por lo menos de ser peligrosos en cuanto no tengan con ellos a Enrique de Bearn y a Coligny.

—¿Tratáis acaso de…?

—Esperad, hijo mío. Digo que, privados de estos dos jefes, los hugonotes no podrían, en adelante, haceros la guerra.

—Pero señora, no me la hacen a mí.

—Es cierto, pero la hacen. Suponed ahora que Coligny y Enrique de Bearn se sometan.

—No querrán hacerlo jamás.

—Pues bien —exclamó Catalina triunfante—. He hallado el medio de obtener de ellos más que su sumisión, que tal vez sería hipócrita. Empleando mi plan, haré de ellos los amigos y los aliados del rey.

—¡Por Dios, señora! Os aseguro que si conseguís esto os admiraré.

—Escuchadme, pues. ¿Qué haría el viejo Coligny si le dierais un ejército para ir a defender correligionarios de los Países Bajos que el duque de Alba mata sin compasión?

—Caería a mis pies. Pero, señora, ello significaría la guerra con España.

—Ya hablaremos de esto en el Consejo, hijo mío. Conozco un medio de evitar la guerra con España, que debe continuar siendo nuestra fiel amiga. Conseguido esto, ¿os decidís a hacer al almirante la proposición de que os he dado cuenta?

—Sí, ¡caramba! Aunque ello debiera acarrear una guerra con España, pues siempre vale más una guerra de frontera que civil.

—Bien. ¿Admitís que, en estas condiciones, el almirante es nuestro? He aquí, pues, que los revoltosos del partido hugonote, que ya no tendrán jefe, se pondrán de vuestro lado.

—Sin duda, pero ¿y Enrique de Bearn? —preguntó ávidamente el rey.

—¡Ah! He aquí el punto principal de mi idea. Enrique de Bearn es vuestro enemigo; pues bien, hago de él más que vuestro amigo y lo convierto en vuestro hermano.

—Enrique no es enemigo, como tampoco el almirante, señora. Nosotros somos los que hasta aquí los hemos obligado a guerrear. Confesemos nuestras faltas. Pero, en fin, me gustaría saber de qué manera el Bearnés puede convertirse en hermano mío.

—Casándose con vuestra hermana, con mi hija Margarita —dijo Catalina.

—¡Margot! —exclamó Carlos estupefacto.

—¡La misma! ¿Creéis que rehusará esta alianza? ¿Creéis que la misma Juana de Albret no estará orgullosa de semejante unión?

—La idea es admirable, en efecto, pero ¿qué dirá Margot?

—Margarita dirá lo que queramos. Y, cuando no su sumisión, su inteligencia nos asegura que consentirá en nuestro plan.

—¡Por Dios! —exclamó el rey levantándose—. He aquí, señora, una hermosa y profunda idea. Sí, esto nos asegura la paz. Con el Bearnés formando parte de nuestra familia y Coligny ocupado en los Países Bajos, se acabó el partido hugonote. Es admirable, realmente. Se acabó la guerra y el derramamiento de sangre en las calles de París. En adelante pasaremos el tiempo en fiestas, cacerías y bailes. ¡Vaya una vida alegre que vamos a llevar! ¿Sabéis que mi vida empezaba a ser muy triste? ¡Oh, qué bien! ¡Vamos a estar tranquilos! Haced reunir el Consejo para mañana. ¡Ah, por fin respiro!

Y el rey Carlos, como verdadero niño que era, esbozó un paso de danza; luego cogió a su madre le dio un abrazo y la besó en ambas, mejillas y, finalmente, tomando su trompa, tocó un alegre aire de caza.

Catalina observaba fríamente aquella expansión de alegría juvenil. De pronto vio palidecer a su hijo. Carlos llevó su mano crispada al corazón y se detuvo jadeante. Su mirada se turbó y las pupilas se dilataron. Durante dos segundos pareció presa de alguna misteriosa visión, más luego sus facciones se calmaron. La mirada recobró su tranquilidad y respiró más libremente.

—Ya lo veis, madre —dijo con triste sonrisa—. Una crisis abortada. La alegría que me habéis dado me ha devuelto mis fuerzas. ¡Ah! Si alrededor de mi trono no hubiera sordas enemistades ni intrigas y por fin tuviéramos paz…

—La tendréis, Carlos —dijo Catalina levantándose—. Tened confianza en vuestra madre, que vela por vos. ¿Me dais vuestra aprobación para empezar las conferencias relativas al casamiento?

—Sí, señora, id. Y yo, por mi parte, voy a convencer a Margot.

La reina madre sonrió astutamente. Se retiró después de haber dirigido profunda mirada sobre su hijo, que, muy satisfecho y contento, fue efectivamente a ver a su hermana Margarita. Así se decidió un acto político que, preparado para asegurar la paz del reino, debía conducir a una de las más atroces y sangrientas tragedias que han conmovido a la humanidad.

Pero con este capítulo, en que hemos querido demostrar bajo un simple aspecto la sombría y tortuosa política de Catalina de Médicis, no hemos terminado… El tercer episodio de este libro completara los dos anteriores y alumbrará con vívida luz el pensamiento que guiara a la reina, primero en su conversación con Ruggieri y luego con Carlos IX. Catalina de Médicis ingresó a sus habitaciones andando despacio y meditabunda, y entró en su oratorio. Aquella estancia era la antítesis de aquella otra en que introducimos a nuestros lectores. Aquí no había cuadros, estatuas, cortinas bordadas ni cojines. Las paredes estaban cubiertas de sombría tapicería y por todo mobiliario la estancia tenía solamente una mesa de ébano, un sillón de la misma madera, un reclinatorio y sobre éste, clavado en la pared, un Cristo de plata maciza sobre una cruz negra.

—Paola —dijo Catalina a una camarera italiana que estaba allí—. Haz entrar a Alicia.

Algunos instantes más tarde, Alicia de Lux entraba en el oratorio haciendo profunda reverencia ante la reina, tanto para obedecer las reglas de la etiqueta como para ocultar en parte su turbación.

—Heos aquí de regreso, hija mía —dijo Catalina con gran dulzura—. ¿Llegasteis ayer?

Alicia de Lux hizo un esfuerzo para dominarse y contestó:

—No, señora; llegué hace once días.

—¡Once días, Alicia! —exclamó la reina, pero sin severidad—. ¡Once días y no habéis venido antes!

—Estaba muy fatigada, señora —balbuceó la joven.

—SÍ, ya comprendo, teníais necesidad de reposo y tal vez de reflexionar un poco para hilvanar vuestro relato… Pero dejemos esto. Estoy contenta de vos, hija mía. Habéis comprendido vuestra misión y no conozco mejor diplomática. Alicia, habéis servido noblemente mis intereses, que son los del rey y los de la monarquía, y seréis dignamente recompensada.

—Vuestra Majestad me abruma con sus bondades —dijo la desgraciada.

—¡No, no! Digo solamente la verdad. Gracias a vos, mi querida embajadora, he podido conocer a tiempo y echar por tierra los proyectos de nuestra enemiga la reina Juana. ¡Ah! He de felicitaros por la elección de vuestros correos. Son todos hombres seguros y diligentes. Lo mismo os digo acerca de la redacción de vuestras cartas. Todas son obras maestras de claridad. Sí, hija mía, nos habéis prestado grandes servicios y no tenéis la culpa de no haberlo podido hacer más tiempo. Decidme, Alicia —continuó la reina—. ¿Cómo salió de París la reina de Navarra? Sé que vino; contadme qué sucedió. La acompañabais, ¿verdad? Me dijeron que en el puente de Madera hubo una algarada. Hubiera sentido mucho que a mi prima de Navarra le hubiera ocurrido algo. Veamos, ¿qué sucedió?

Alicia hizo entonces a la reina una relación extractada de los sucesos de aquel día, que hemos ya referido a nuestros lectores.

—¡Jesús! —dijo entonces Catalina uniendo las manos—. ¿Es posible que hayáis corrido semejante peligro? Cuando pienso que por poco muere la reina de Navarra no puedo menos de echarme a temblar. Porque, al cabo, no le deseo la muerte. Me basta con reducirla a la impotencia. Y la prueba de que no le quiero hacer ningún mal es que deseo hacer la paz con ella, y para este objeto os mandaré de nuevo a su lado a fin de que la preparéis para un gran acontecimiento. Ahora, sin duda, ya habréis reposado y podríais emprender el camino hoy mismo.

Diciendo esas palabras, Catalina miraba fijamente a la joven. Ésta, temblorosa, y con la cabeza baja, permanecía muda de estupor, como el pájaro que ve estrecharse los círculos que el halcón describe en el aire antes de arrojarse sobre él.

—A propósito —dijo de pronto la reina Catalina—, ¿qué venía a hacer en París la reina de Navarra?

—Vino a vender sus joyas, Majestad.

—Ah, «pecatto». ¡Pobre reina! ¡Sus joyas! ¡Caramba! ¿Se las han pagado bien por lo menos? Pero, en fin, no quiero ser indiscreta. No obstante, es feliz si puede vender todavía joyas. A mí no me quedan ya… más que algunas, que no son para mí. Las destino a mis amigos. Mira, Alicia, toma el cofrecillo que está sobre aquel reclinatorio.

Alicia había obedecido y colocaba sobre la mesa un cofrecillo de ébano que Catalina abrió enseguida. Dentro del cofrecillo había una serie de compartimentos superpuestos, cada uno de los cuales se componía de una plancha cubierta de terciopelo que podía sacarse por medio de dos cordones de seda adaptados a cada una de los extremos. Una vez abierto el cofrecillo, a las miradas de Alicia, aparecieron las joyas del primer estante. Se componían de un broche de cintura y de un par de pendientes. Estas joyas estaban incrustadas con perlas, cuyo suave brillo armonizaba muy bien sobre el fondo de terciopelo. Alicia permaneció insensible y fría. La reina le dirigió una mirada y se sonrió.

«¡Caramba!» —se dijo—. «La señorita se vuelve refinada».

Y preguntó en voz alta:

—¿Qué te parecen, hija mía?

—Son muy bonitas —dijo Alicia.

—Sí, es cierto. El oriente de estas perlas es admirable y en vano se buscaría en ellas un defecto. ¿Pero qué decíamos? Tengo tantos asuntos en la cabeza ¡Ah, sí, que la reina de Navarra había vendido sus joyas en casa de…! ¿En casa de quién decís?

—En casa del judío Isaac Rubén —contestó Alicia, que aún no había dado este dato.

—Sí, éste habías dicho —contestó Catalina—, y añadiste que la buena reina partió luego…

—Hacia Saint-Germain, señora. Luego marchó a Saintes pasando por Tours, Crinon, Loudon, Moncontour, Parthenay, Niort, Saint-Jean d’Angely. Por lo menos éste es el itinerario que yo conocía. Pero ha podido ser modificado. Creo que desde Saintes, la reina de Navarra irá a la Rochela.

Catalina escuchó atentamente esta nomenclatura que la espía recitó con voz opaca, como una lección fastidiosa de la que se quiere desembarazar la memoria.

—¿Por qué, Alicia, habéis dicho que tal vez sería modificado este itinerario? —preguntó Catalina, que según el momento tuteaba o no a su doncella de honor.

—Ya lo explicaré a Vuestra Majestad.

—Veamos, hija mía, ¿por qué estáis inquieta? No obstante, habéis descansado durante diez días, y nada os he dicho de los contratiempos que podéis haber causado no poniéndoos inmediatamente a mis órdenes. Pero ahora se trata de hacer buena cara; un esfuerzo más, mi querida Alicia. No tengo confianza en nadie más que en ti y estoy rodeada de enemigos. Voy a darte, pues, una gran noticia que prueba de que para ti no tengo secretos. Sabes que el rey quiere reconciliarse completamente con los hugonotes. ¿Comprendes? Y entonces mi prima de Navarra será nuestra amiga, vendrá aquí a París, a la corte…

A medida que Catalina hablaba. Alicia se ponía cada vez más pálida. Al pronunciar las últimas palabras ahogó un grito que la reina fingió no oír.

—De modo —prosiguió la reina— que es necesario mandar un mensaje a la reina de Navarra, un mensaje verbal que precederá a las proposiciones oficiales, ¿comprendes?, Y a ti te encargaré de esta gran misión.

Alicia hizo un gesto para interrumpir a la reina.

—Calla —continuó ésta—. Escúchame bien, pues ya sabes que nuestro tiempo es precioso. Vas a partir. Dentro de una hora estará ante tu puerta una silla de posta con la que irás hasta donde se halla la reina. Ahora fíjate bien y graba mis palabras en tu cerebro. Voy a encargarte una misión doble. La primera será presentar a la reina, con toda la delicadeza necesaria, las ofertas que te expondré enseguida; y la segunda será, según las disposiciones en que la encuentres, ofrecerle o no un regalito que procederá de ti, ¿entiendes? No quiero que mi nombre suene para nada. ¡Oh, tranquilízate! Este regalito será fácil. Se trata sencillamente de una caja de guantes. ¡Calla! Sé todo lo que puedes objetar. Dirás e inventarás lo que quieras para explicar por qué te he encargado de transmitir el mensaje, pero en cuanto a los guantes, no quiero saber nada de ello. Tú los habrás comprado en París para obsequiar a tu bienhechora.

—Suplico a Vuestra Majestad que no prosiga porque es inútil —exclamó Alicia.

«Ha comprendido lo de los guantes» —pensó Catalina— «y tiene miedo».

Entonces la reina retiró el primer compartimiento del cofrecillo y apareció el segundo estante.

«Dejémosla respirar cinco minutos» —pensó.

Y, prosiguió diciendo la reina.

—¿Qué te parece esto? —dijo a Alicia en voz alta.

—¿Lo que acabáis de decir? —balbuceó la joven pasándose una mano por la frente.

—No, me refiero a estos rubíes. ¡Míralos!

Sobre el estante de terciopelo rutilaba una gran peineta de oro, coronada por seis grandes rubíes, cuyos sombríos resplandores incendiaban la noche de terciopelo negro de una joya real.

—Esta peineta sentará maravillosamente a tus cabellos —dijo la reina—; parece una corona y tú eres digna de ella, hija mía.

Alicia retorcía con desesperación sus manos.

«¡Hum!, la tentación es fuerte» —pensó Catalina—. «Los guantes, ¡vaya un asunto! Las mujeres de ahora degeneran. A ver si tranquilizo un poco a esta niña».

Y sacando la peineta del estuche, la hizo brillar en sus manos.

—A propósito —exclamó—, no me has dicho cómo llegaste allí. Cuéntamelo.

—Ocurrió todo tal cual habíamos convenido —dijo Alicia con volubilidad febril—. El conductor llevó el coche al sitio indicado por vos y allí se rompió una rueda.

»Entonces esperé a que llegara alguien —añadió con voz débil.

—¿Quién fue? —preguntó la reina levantando rápidamente la cabeza.

—Un gentilhombre de la reina de Navarra, el cual me condujo a presencia de su soberana. Y una vez allí, hice el relato convenido, es decir, que había querido convertirme a la religión reformada, que vos me habéis perseguido y que resolví refugiarme en Bearn, La reina me acogió y ya sabéis el resto.

—¿Cómo se llamaba aquel gentilhombre?

—No lo he sabido nunca —contestó Alicia estremeciéndose—, porque se marchó él mismo día. ¡Ah, Majestad! Ya veis que no puedo cumplir esta misión de que me habláis, pues dije a la reina de Navarra que vos me perseguíais. ¿Cómo se explicaría…?

—¿Y decís que no habéis sabido nunca su nombre?

—¿El nombre de quién? —preguntó Alicia con aplomo.

—El de aquel gentilhombre.

—¡Ah, sí es verdad!… Se marchó el mismo día.

—No hablemos más de ello. En cuanto a las sospechas que pueda tener Juana de Albret, nada temas. Has venido a París, y enterada yo de tu presencia, sabiendo además que estabas en buenas relaciones con Juana de Albret y animada además por mi deseo de conciliación, te encargo decirle, lo que vas a saber en breve. Pero antes hablemos de los guantes… A propósito, te encargo encarecidamente que no te los pruebes ni abras la caja que los contiene.

—Es imposible, señora. Os repito que es imposible.

El acento de la joven era esta vez tan firme, a pesar de su temblorosa voz, que Catalina fijó una mirada aguda sobre la espía.

—¿Qué os sucede? —preguntó—. Decidme qué obstáculo hay y trataremos de vencerlo.

—El obstáculo es infranqueable, señora. No quería hablar de él porque mi corazón se destroza de vergüenza cada vez que pienso en tal cosa.

—¡Hablad! —dijo Catalina con ruda voz.

Alicia bajó la cabeza y tapándose los ojos con las manos murmuró:

—La reina de Navarra… se percató…

—¿De qué? ¿Estás loca?

—De lo que yo era a su lado, señora.

—¿Juana de Albret os desenmascaró? —gritó furiosamente Catalina de Médicis.

—Sí, señora.

—¿Estás segura?

—Sí, señora.

—¡Cuerpo de Cristo! —exclamó Catalina rechazando la mesa ante la cual estaba sentada y poniéndose a dar grandes pasos por el oratorio.

Pasaron algunos minutos. Catalina reflexionaba y su agitación se calmaba poco a poco. No era mujer que se dejara dominar largo tiempo por un acceso de cólera. Volvió a su sitio y con voz indiferente dijo:

—Relatadme cómo sucedió la cosa.

Alicia, sin retirar las manos con que se cubría el rostro, contestó:

—El día en que sucedió lo del puente, alguien me echó sobre Las rodillas un billetito en el que se me daban órdenes yo no lo vi, más en cambio la reina se quedó con él. Como ya tenía vagas sospechas, éstas se cambiaron en certidumbre. Me retuvo en su compañía hasta hallarse en Saint-Germain y allí me echó.

Hubo un instante de silencio. La espía sollozaba débilmente, cosa que asombró a Catalina y le hizo creer que en ello habría alguna otra cosa que hacía llorar a la joven. En efecto, así era, y Alicia se sentía en aquel momento muy feliz de tener aquel pretexto para dejar desbordar su dolor.

—Vamos, cálmate —dijo la reina—, después de todo te has librado bien de este asunto. El golpe es duro, sobre todo para mí. Comprendo lo que has debido sufrir. Pero piensa que ha sido por él servicio del rey y de la reina. Pudiera acusarte de torpe, pero no tengo valor para ello. Te aseguro que me entristece tu dolor. Vamos, valor, pequeña Alicia. No temas que te despida. Hallaré una ocupación digna de tu inteligencia y de tu belleza. No volveremos a hablar de la reina de Navarra, pero, seguirás gozando de mi confianza, y voy a probártelo.

Alicia sintió un estremecimiento y, llena de temor, se preguntó qué iba a hacer. ¿Se adelantaría a las nuevas proposiciones que Catalina trataba de hacerle? ¿Trataría de substraerse a esta terrible confianza? ¿Pretextaría fatiga y absoluta necesidad de reposo? De hacerlo así, se arriesgaba a despertar las sospechas de aquella terrible mujer, a quien era imposible ocultar un pensamiento y la pobre joven no sabía qué partido tomar.

—Veamos —dijo de pronto la reina—, ya estás más tranquila, no pienses más en el pasado. Te reservo un buen porvenir, y ya que no puedes servirme lejos de París, utilizaré tus servicios aquí mismo.

—Pero, señora —observó tímidamente la espía—, ¿no me habéis dicho que la reina de Navarra iba a venir?

—Sí, por lo menos así lo espero, pero guárdate de hablar de ello con nadie. Olvida todo lo que te he dicho, pues ya sabes el destino que reservo a los que me hacen traición. No te digo esto en son de amenaza, porque tengo confianza en ti. Por otra parte, ¿qué mal ves en que Juana de Albret venga a París?

—¿Al Louvre, señora?

—Precisamente.

—¿Pero y si me ve, señora? ¿No sería mejor para Vuestra Majestad y también para mí que la reina de Navarra no me viera? Si Vuestra Majestad me da su permiso, yo me alejaría por algún tiempo, durante seis meses o un año, y entre tanto podría estar en correspondencia con vos.

—Tienes razón. No es conveniente que Juana de Albret te Vea.

Alicia sintió una alegría tan grande, que tuvo que esforzarse para no dejarla traslucir. Pero fue de corta duración, porque Catalina continuó:

—No vendrás al Louvre. Además, para la misión que te reservo no es necesario, pero no te marcharás de París. Seguirás viviendo en tu casa de la calle de la Hache y todas las noches harás llegar a mis manos el resultado de tus observaciones. Te fijas bien en lo que digo, ¿verdad?

—Sí, Majestad —contestó Alicia con gran desaliento.

—¿Has visto el nuevo hotel que he mandado construir? ¿Te has fijado en la torre que tiene? Pues bien, la primera abertura de la torre está casi a la altura de un hombre. Tiene dos barrotes, pero entre ellos puede pasar perfectamente una mano. Todas las noches echarás allí tus misivas, y en cuanto yo tenga una orden que darte, una mano te entregará un billete con mis instrucciones. ¿Has comprendido?

—Sí, Majestad —repitió Alicia viendo que su hermoso sueño se desvanecía.

—Perfectamente; ahora fíjate bien. Por de pronto voy a decirte una cosa, y es que ya has trabajado bastante por mí para que yo te recompense. Hace ya cerca de seis años, Alicia, que te empleo en mis asuntos, que son los del rey, hija mía. Y en verdad, debo confesar que en todas ocasiones has cumplido fielmente con tu deber. Sólo alabanzas he de dirigirte por tu celo e inteligencia. Ahora, Alicia, ya has trabajado bastante y la misión que te impongo será la última, ¿entiendes? La última.

—¿No me engañáis, señora? —exclamó Alicia con alegría.

—De ningún modo, hija mía. Te juro que después de este servicio que habrás hecho a la monarquía serás enteramente libre. Te lo juro por este Cristo que nos oye, pero yo no me consideraré libre con respecto a ti. Te daré riquezas, Alicia. Por de pronto puedes contar con una renta de doce mil escudos a cargo del tesoro real. Además, tengo siete u ocho casas en París y te daré a elegir la que quieras, y te la daré amueblada, con sus caballos y hombres de armas. Pero esto no es todo, porque el día en que te cases, de mi bolsillo particular recibirás cien mil libras. Has de saber que pienso casarte —dijo mirando fijamente a su doncella de honor.

»Así, pues —continuó Catalina, segura de que Alicia no se opondría a sus designios—, te buscaré un hermoso gentilhombre que te ame y a quien tú puedas amar y viviréis a vuestro antojo en París o en cualquier provincia. Vendréis o no a la corte, como os plazca, y, en fin, seréis enteramente libres, y tú, hija mía, serás además rica y envidiada. Mira, mira las joyas que te pondrás el día de tu boda —y diciendo estas palabras, Catalina levantó el segundo compartimiento del cofrecillo.

Apareció el tercero, que contenía una joya magnífica. Sostenido por ligerísimos broches de oro, serpenteaba un collar de diamantes, digno de ser lucido por una reina en el día de su coronación. En los cuatro ángulos había otras tantas pulseras de oro macizo, adornada cada una de ellas con una gran perla del tamaño de una avellana.

Entre estas pulseras y el collar había gran número de sortijas y pendientes adornados con zafiros y, por fin, en el centro del espacio ocupado por el collar, se veía un broche con dos monstruosas esmeraldas, parecidas a dos ojos glaucos que hubieran tratado de fascinar a la joven.

Más Alicia experimentaba horror por aquellas Joyas que antaño ejercían sobre ella irresistible tentación. Dirigió una mirada sobre aquellas suntuosas preseas, y las esmeraldas, los dos ojos que la miraban irónicamente la hicieron estremecer. Más comprendiendo enseguida la grave falta que había cometido al permanecer impasible, hizo un esfuerzo para fingir su antigua pasión por las joyas, y exclamó:

—¡Oh, señora! ¿Es posible que me destinéis tan magnífica recompensa? —y para sí, añadió:

«Éste va a ser el precio de mi última vergüenza, de mi última infamia, y luego seré libre y podré llevar feliz existencia al lado de mi amado».

La reina, por su parte, pensaba:

«¿Qué le sucederá? No se ha conmovido al ver las joyas del tercer compartimiento. Vamos a ver lo que dirá al ver el contenido del cuarto».

Y luego, en voz baja, como si a pesar de su cinismo se avergonzara, dijo:

—Así pues, estamos de acuerdo, ¿no es cierto? Ahora voy a explicarte cuál es tu misión. Presta atención a mis palabras, porque el asunto es de excepcional gravedad. Te perdoné no haber conseguido mi objeto con Francisco de Montmorency, más no te perdonaría lo mismo con el hombre de que se trata ahora. Es necesario que éste tenga en ti confianza ciega, y que no solamente su corazón, sino también su espíritu, sean tuyos en absoluto. Es necesario que conozcas sus más íntimos pensamientos y que, en un momento dado, puedas llevado a donde yo te diga, ¿me has comprendido?

—Sí, señora.

—Este hombre —continuó la reina— está en París. Es mi enemigo mortal; más todavía, es una amenaza viviente para mí. Te diré cómo podrás hallado, porque ignoro dónde se oculta, más con mis indicaciones lo descubrirás fácilmente. Entonces ingéniate, sé prudente como una Borgia, hermosa como Diana, púdica o impúdica, lo que quieras, pero hazte dueña de este hombre.

—¿Cómo se llama? —preguntó Alicia.

—El conde de Marillac.

Aquel nombre resonó como un trueno en los oídos de Alicia de Lux. Lívida y agitada de convulsivo terror, la pobre joven hacía desesperados esfuerzos para permanecer impasible, para no gritar ni desvanecerse y para no provocar una sospecha.

Pero Catalina había seguido atentamente con su mirada el cambio de fisonomía de la joven y yendo hacia ella la tomó de una mano.

Entonces exclamó:

—¿Conoces a este hombre?

La desgraciada se sintió sobrecogida de espanto y durante un instante tuvo la idea de echarse a los pies de la reina, pero conteniéndose, contestó:

—No.

Hubiérale sido imposible pronunciar otra palabra.

—Pues yo estoy segura de que lo conoces —dijo la reina mirándola fijamente.

La pobre joven perdió la serenidad, pero haciendo un sobrehumano esfuerzo tuvo aún fuerza para repetir:

—No.

Catalina estaba inclinada sobre la espía tratando de sondear su conciencia con la mirada. El instante fue trágico. Aquellas dos cabezas, una de admirable belleza, pero descompuesta por la angustia, y la otra violenta, siniestra, con los ojos fulgurantes, daban la impresión exacta del drama que originaba el choque de aquellas dos conciencias.

Bajo la mirada de Catalina, Alicia se inclinaba hacia atrás, como tratando de huir de espantosas visiones, y por fin, cayó al suelo perdida ya su fuerza psíquica… Catalina entonces se arrodilló, y con voz ronca dijo:

—Tú lo amas.

La espía reunió su debilitada energía y tuvo fuerza para murmurar:

—No lo conozco. —Y luego se desvaneció.

Catalina sacó entonces de su armario un frasquito de cristal que destapó con precaución y le hizo respirar su contenido. El efecto fue inmediato, pues una violenta sacudida agitó a la joven y abrió los ojos. Entonces su rostro se cubrió de abundante sudor.

—¡Levántate! —dijo Catalina.

Alicia de Lux obedeció. Mientras se ponía en pie, Catalina volvió a instalarse en su sillón y al mismo tiempo, su rostro, prodigiosamente hábil en cambiar de expresión, se serenó y apaciguó como por encanto. Sus ojos adquirieron expresión de dulzura pero no por grados, sino instantáneamente. Una sonrisa asomó por sus labios y su voz se tornó acariciadora.

—¿Qué os sucede, hija mía? ¿Estáis fatigada hasta el punto de desmayaros? ¿Acaso, durante vuestra ausencia, perdisteis vuestras hermosas facultades de energía y fuerza moral que tanto admiraba en vos? Vamos, hablad sin miedo, pues ya sabéis que os quiero lo bastante para soportar un poco vuestros caprichos. —Y se encogió de hombros.

Y entretanto Alicia vacilaba no sabiendo si decidirse por engañar a la reina o confesárselo todo, esperando que tal vez, por afecto, capricho o política, la relevara de su cometido y la perdonara.

* * * * *

Cuando los jueces de instrucción y los policías quieren arrancar al acusado la confesión del crimen que lo mandará a presidio o al cadalso, emplean un medio vergonzoso para el género humano. Cualesquiera que sean los derechos de la sociedad para defenderse; a veces emplea medios que avergüenzan, (a cualquiera que sobre ellos medite), de pertenecer a la especie humana.

Tanto si es culpable como si es inocente, el acusado se ve sometido a una tortura moral, comparable solamente con las torturas físicas de la Inquisición; y esto es de una verdad desgraciadamente irrebatible, pues se ha visto a inocentes declarar lo que sus jueces han querido, para evitar esta tortura.

El vergonzoso ardid del juez y del policía consiste en hacer pasar al acusado, en un espacio de tiempo lo más breve posible, por estados de ánimo lo más opuestos entre sí. Tal sería, por ejemplo, el caso del comerciante acomodado a quien se notificara en el momento que acaba de heredar diez millones, que no solamente no ha heredado, sino que además está completamente arruinado; hay pocos cerebros capaces de resistir este doble choque.

Del mismo modo el juez de instrucción hace pasar al acusado por corrientes contrarias: lo empuja al vértigo del espanto, le muestra el cadalso, y le pinta la última noche del condenado a muerte, el despertar de tan horrible día y luego, de pronto, le ofrece la libertad, le muestra cómo se abren las puertas del calabozo y su regreso al hogar. Estas oscilaciones violentas del pensamiento conducen a la locura o a un desequilibrio muy semejante.

* * * * *

Esto fue lo que hizo Catalina de Médicis con la espía, cuya situación era, en efecto, la del acusado que hemos evocado, pues además era la prisionera de Catalina.

—Vamos —dijo la reina sonriendo con bondad—. Confesadme que estáis fatigada. Dios mío, ya lo comprendo. Os iba a encargar del último servicio, pero si no tenéis fuerzas para llevarlo a cabo, no creáis que me aproveche de ello para retractarme de mis promesas. No, no, Alicia. Siento por vos particular afecto entre todas las demás doncellas de honor. Si desde ahora queréis descansar, cumpliré de todos modos lo prometido y os entregaré la dote, os casaré, os señalaré la renta y el resto.

Alicia escuchaba atentamente a la reina, y si no estaba segura de ello, por lo menos le parecía muy probable que Catalina le tuviera algún afecto. Además, la reina hablaba con la mayor naturalidad y por más que Alicia la observaba cuidadosamente no pudo sorprender un indicio de afectación o de ironía.

—¡Oh, señora! —exclamó uniendo las manos—. Si Vuestra Majestad se dignara autorizarme…

—¿Para qué? Vamos, habla con claridad, ya sabes que no puedo perder tiempo.

—Pues bien, sí —dijo con temblorosa voz Alicia—. Estoy fatigada, más de lo que Vuestra Majestad pueda suponer. Hace un momento, llevada por mi deseo de seros agradable y también por la seguridad de que este esfuerzo sería el último, os prometí ingeniarme para seducir a la persona que me designara Vuestra Majestad; más cuando me he visto casi en el trance de cumplir lo prometido, he sentido entonces mi fatiga.

—¿De modo que no ha sido el nombre de mi enemigo el que te ha hecho palidecer? —preguntó la reina.

—¿Su nombre? Ni me acuerdo de él, Majestad. Este u otro, ¿qué me importa?, y pronunció estas palabras con tal vehemencia, que habría bastado para probar que mentía si la reina hubiera necesitado prueba alguna.

—No —continuó—. No es el nombre el que me da horror. No lo conozco, y aun cuando no fuera así, Vuestra Majestad sabe que pasaría por encima de mis escrúpulos. No, señora; lo único que hay es que estoy fatigada. Tengo necesidad de reposo, de soledad, y nada pido a Vuestra Majestad, que ya me ha colmado de beneficios, pues soy rica, tengo tierras y más joyas de las que deseo. Pero todo esto, señora, lo daría por pertenecerme un poco a mí misma, para tener libertad de ir, venir, reír y llorar a mi antojo…, sobre todo llorar. Y diciendo estas palabras, la desgraciada rompió en sollozos.

Catalina, por su parte, balanceaba la cabeza.

—¡Pobre muchacha! —dijo cual si hablara consigo misma—. ¡Cómo sufre! Yo tengo la culpa, pues hubiera podido notar que desea llevar una vida más tranquila.

La espía cayó de rodillas y dijo sollozando:

—Sí, Majestad. Esto es, una vida tranquila. Vuestra Majestad es una gran reina.

—¿Cómo? ¿Me has oído?

—Perdonadme, señora —dijo Alicia tratando de sonreír—. Ya sabéis que tengo el oído fino. ¡Oh, reina mía! ¡Tened piedad de mí! Os he servido fielmente, he puesto mi cuerpo y alma a vuestras órdenes, he sido leal y hasta valiente. Los intereses de Vuestra Majestad han sido para mí sagrados. Pero ahora ya no puedo más; he agotado mis fuerzas.

—Levántate, pues —dijo la reina.

Alicia creyó que le preparaba algo desagradable. Pero tal sospecha se desvaneció enseguida, cuando oyó decir a la reina:

—Así, pues, quieres despedirte de mí, Alicia.

—Si Vuestra Majestad me lo permitiera, se lo agradecería toda mi vida. No lo digo por decir, pues si la reina tuviera lástima de mí, moriría por ella en la primera ocasión peligrosa que se presentara.

—¿De modo —dijo la reina sonriente— que no quieres hacer este esfuerzo? ¡El último!

—¡Oh! —exclamó Alicia—. ¿Acaso Vuestra Majestad no me ha comprendido?

—¡El último, Alicia! ¡El último!

—¡Tened piedad de mí, señora!

—¡Bah! Todavía puedes hacer este esfuerzo. El último. Mira, si lo haces, te voy a dar una joya de inestimable valor. Mira, está aquí, en este cofrecillo.

—Vuestra Majestad me ha enseñado las demás joyas, que no me han parecido tan hermosas como mi libertad.

—Sí, porque no has visto la del último compartimiento. No puedes figurarte su belleza. Los pendientes de perlas, el peine con rubíes, el collar de diamantes y el broche de esmeraldas no son nada.

—¡Señora, os lo suplico!…

—Deja que te lo enseñe y luego decidirás.

Y diciendo estas palabras, Catalina sacó rápidamente el tercer compartimiento del cofrecillo de joyas. Apareció el fondo, que estaba cubierto, como los otros, de terciopelo negro.

—¡Mira! —dijo Catalina levantándose.

Alicia dirigió una mirada indiferente sobre el cofrecillo, más al ver el contenido se puso lívida, y retrocedió rápidamente dos pasos con las manos extendidas como si quisiera conjurar un espectro. Un grito ronco se escapó de su garganta:

—¡La carta! ¡Mi carta!

Catalina de Médicis, al ver el movimiento de la espía, cogió el papel y lo ocultó en su seno.

—Tu carta —exclamó—. ¿La reconoces? Es la misma, en efecto. ¿Sabes lo que se hace a las madres que matan a su hijo y lo confiesan cínicamente como tú en esta carta?

—¡Es falso! —gritó la espía—. ¡Es falso! El niño no está muerto.

—Pero tu confesión existe —contestó Catalina—. Sabe que a la madre criminal se la lleva ante el tribunal del preboste.

—¡Perdón!

—… Y es condenada a muerte…

—¡Perdón! ¡Mi hijo vive!

—… Entonces se entrega la madre culpable al verdugo…

—¡Perdón! —repitió Alicia cayendo de rodillas y llevando las manos a su cuello.

—Elige —dijo la reina con Frialdad—. Obedece, o te entrego a mis guardias.

—¡Es horroroso, es horroroso! ¡No puedo!, ¡os juro que no puedo!

Catalina golpeó con violencia un timbre y al oírlo entró Paola, su doncella italiana.

—Que venga el señor de Nancey.

—Está en la habitación contigua, Majestad.

—Que entre.

A los pocos instantes el capitán de guardias apareció en la puerta del oratorio.

—Señor de Nancey… —empezó diciendo la reina.

—¡Perdón! —gimió Alicia y levantándose murmuró temblorosa—: Obedezco.

—Señor de Nancey —repitió Catalina sonriendo—. ¿Veis a la señorita de Lux?

—Sí, señora.

—Pues bien, es posible que dentro de pocos días tenga necesidad de vos y de vuestros hombres, Recordad que debéis obedecerla, seguirla a donde os lleve y ayudarla en lo que os ordene, así como detener a la persona que os designe. Id y no lo olvidéis.

El capitán se inclinó sin manifestar ningún asombro, como hombre acostumbrado a semejantes cosas. En cuanto hubo desaparecido, Catalina se volvió hacia la espía y con voz dura le dijo:

—¿Estáis decidida?

—Sí, señora —murmuró la desdichada.

—¿Te pondrás en relaciones con el conde de Marillac?

—Sí, señora.

—Ahora escucha, si me haces traición…

Alicia se estremeció al ver que la reina adivinaba su propósito.

—Si me haces traición —continuó Catalina— no entregaría tu carta al gran preboste, pues aún me inspirarías lástima y te dejaría vivir, pero en cambio la haría entregar a otra persona, añadiendo a la carta la historia de tu vida con pruebas de cada uno de tus actos. Y esta persona se llama el conde de Marillac.

Un grito de espanto y horror resonó en el oratorio y Alicia de Lux cayó de espaldas sin conocimiento a los pies de la reina.