XL - Con que se divertia el pequeño Jacobo Clemente
EL CABALLERO DE PARDAILLÁN acompañó a Marillac hasta la puerta del palacio de Coligny. Eran entonces sobre las doce de la noche. Durante el trayecto. Marillac, que estaba profundamente trastornado por la escena que acabamos de relatar, pronunció muy pocas palabras, si bien rogó a su amigo que entrara con él en el palacio, y en ello consintió Pardaillán.
El conde hizo despertar enseguida al rey de Navarra, a Coligny y a sus compañeros.
El futuro Enrique IV dormía con toda su alma, cuando fueron a despertarlo, y saltando de la cama cogió la espada y exclamó con alterada voz:
—¿Hay que batirse?
—No, señor, es que el conde Marillac desea haceros una comunicación de la mayor importancia.
El joven rey de Navarra dejó caer la espada dando un suspiro de satisfacción. Habíase puesto muy pálido al pensar que si lo despertaban era sin duda para repartir estocadas, y mientras lo ayudaban a vestirse temblaba ligeramente. Entonces se echó a reír y murmuró:
—¿Por qué tiemblas así, miserable cuerpo? ¡Tiembla, que ya te verás en otras!
Enrique de Bearn, que tenía gran valor moral, no se hallaba al abrigo de esa enfermedad física que conocen casi todas las naturalezas nerviosas: el miedo a las heridas y a la efusión de sangre. Pero no por esto dejaba de batirse bien cuando la ocasión se presentaba.
En cuanto el rey, Coligny, Condé y d’Andelot estuvieron reunidos, Marillac les dijo que Catalina de Médicis conocía su retiro.
—Es necesario huir —dijo Coligny.
—Al contrario, debemos quedarnos —contestó el rey de Navarra con firmeza—. Si Catalina de Médicis no ha hecho cercar la casa, es que tiene intenciones que es necesario saber a toda costa.
—Vuestra Majestad tiene razón —dijo Marillac.
Y relató punto por punto su entrevista con la reina. Siguió entonces una larga discusión, en la que se convino que la reina de Navarra, como jefe de los hugonotes, debía ser puesta al corriente de todo lo que sucedía. Por otra parte, Coligny, que soñaba en la paz y estaba entusiasmado por la idea de ir a socorrer a los protestantes de los Países Bajos, acogió con alegría las proposiciones de la reina.
Se decidió que Marillac saldría de París tan pronto como fuera posible, es decir, en cuanto abrieran las puertas de la ciudad.
Entonces el conde fue en busca de Pardaillán, que estaba casi dormido en un sillón, y le explicó lo que sucedía.
—Voy a pediros un favor, amigo mío —dijo al terminar—. Mi ausencia durará un mes, tal vez. Os ruego que vayáis a verla y le digáis que voy a unirme a la reina de Navarra. Y a fin de mitigar el dolor que ha de causarle la separación, añadid que pienso aprovechar este viaje para confiar a la reina nuestro amor. Es muy verosímil que Juana de Albret venga a París y espero que entonces nada se opondrá a que Alicia sea mi mujer. He aquí, querido amigo, las buenas noticias que os ruego transmitir a mi prometida, y estoy seguro de que dichas per vos serán aún más agradables.
Los dos jóvenes pasaron todavía una hora hablando de lo que más les interesaba en el mundo, es decir, Pardaillán de Luisa y Marillac de Alicia. Luego se despidieron cariñosamente y el caballero se dirigió al hotel de Montmorency, para tener algún descanso. En cuanto a Marillac, salió de París al apuntar el día, como estaba convenido.
Algunos días más tarde empezó a correr el rumor en París de que la paz de Saint-Germain, de coja y mal sentada que era, iba a ser perfectamente sólida e inamovible. La reina daba el ejemplo diciendo en voz alta en la corte que era un crimen derramar sangre en nombre de la religión. El rey cazaba muy feliz por haber dado fin a las preocupaciones de la guerra. En las iglesias los predicadores no tronaban ya contra los infieles, y los católicos más acendrados guardaban silencio como si obedecieran a una consigna.
Muy pronto las noticias fueron mejores: se supo que el rey Enrique de Bearn iba a casarse con Margarita de Francia y que con este motivo habría espléndidas fiestas, y que Juana de Albret llegaría en breve a París, escoltada por los hugonotes más ilustres.
Y el buen pueblo se asombró de que después de haber querido exterminar a los hugonotes, la corte les mostrara tanto cariño. Y como su pasión religiosa había sido exasperada, halló cierta decepción en el nuevo estado de cosas.
Sea lo que fuere, hacia fines de junio, gran número de hugonotes notables se paseaban públicamente en París y muy pronto se supo que había llegado el señor almirante y, cosa fantástica, que monseñor el duque de Guisa le había dado un abrazo.
Pero ya hablaremos detalladamente de estos acontecimientos y no los anticipemos, como decían las antiguas novelas.
El caballero de Pardaillán, durante todo aquel período, anduvo por París como alma en pena, pues sus pesquisas para encontrar a Luisa no dieron ningún resultado. El mariscal de Montmorency, cada día más sombrío, empezaba a perder las esperanzas, y el pobre caballero se decía que, sin ninguna duda, Juana de Piennes y su hija habían sido llevadas a un rincón de provincias.
En cuanto a su padre, no solamente no le proporcionó ninguna noticia, sino que de pronto desapareció.
Varias veces el caballero de Pardaillán intentó entrar en el palacio de Mesmes, valiéndose del mismo medio que tan buen resultado le diera anteriormente. Pero, por muchas vueltas que dio en torno del hotel y por mucho que se esforzó en divisar a Juanita, no pudo ver ni a ésta ni a otra de la casa, pues las ventanas permanecían obstinadamente cerradas.
En cuanto a Marillac, estaba lejos, en cumplimiento de la misión que lo había llevado al lado de Juana de Albret.
El mismo día de la partida de su amigo, y en cumplimiento de la promesa que le hizo, fue a visitar a Alicia de Lux. Ésta lo acogió con febril alegría que era muy rara en ella, habituada como estaba a mostrar siempre la más exquisita prudencia. Su primera palabra fue preguntar si el conde de Marillac había sido asaltado al salir de su casa.
—Tranquilizaos, señora —contestó Pardaillán—, no pasó nada desagradable. El señor conde no tuvo necesidad de desenvainar su espada, pues nadie nos atacó.
—No obstante, señor veo que venís solo.
Pardaillán refirió entonces cómo se acercó a ellos un caballero desconocido, e invitó al conde a seguirlo hasta la casa en que se hallaba la reina.
—¡Catalina! —Exclamó Alicia—. ¡Al Louvre! ¡Ah! ¡No saldrá vivo!
—No al Louvre, señora, sino a cierta casa cerca del Puente de Madera. Salió de allí sano y salvo y de ello pude convencerme, pues lo esperaba fuera y lo acompañé hasta el palacio de la calle de Bethisy.
—¿Y nada os dijo de tan extraña entrevista? —preguntó Alicia pensativa.
—Sí, el señor conde ha sido encargado de llevar una embajada secreta a la reina de Navarra y teniendo necesidad de salir de París esta madrugada, me encargó que viniera a tranquilizaros.
Alicia palideció y se mordió los labios. Mil preguntas que no se atrevía a formular se agitaban en su espíritu. El caballero, que observaba atentamente su emoción, sentía aumentar las vagas sospechas que concibiera contra Alicia, y entonces tomó la resolución de vigilar a aquella mujer, para saber exactamente quién era. Una sola cosa lo tranquilizaba, y era que, sin duda alguna, amaba sinceramente a Marillac.
—Esto no es todo, señora —siguió diciendo con la mayor naturalidad—. Mi amigo me ha encargado deciros que aprovechará su viaje para hablar a la reina de Navarra del amor que por vos siente.
Apenas Pardaillán acabó de pronunciar estas palabras, cuando Alicia se echó a temblar convulsivamente. Mortal palidez cubrió su semblante.
«¡Estoy perdida!» —murmuró en voz baja.
—No me habéis comprendido, señora. El señor conde está resuelto a pedir a la reina autorización para casarse con vos en cuanto regrese a París. Me figuraba que tal noticia os llenaría de alegría.
—Sí, realmente —balbució Alicia—. Es una gran alegría. ¡Ah! ¡Me muero!
—¡Por Barrabás! Se ha desmayado. ¡Hola! ¡Socorro!
En efecto, Alicia de Lux había caído desvanecida y estaba inmóvil, como muerta. Y el caballero vio que dos lágrimas resbalaban por las descoloridas mejillas de la desgraciada mujer.
Acudió enseguida la vieja Laura muy solícita.
—No os asustéis —dijo al caballero—, mi sobrina sufre de algunos desmayos y la menor emoción, triste o agradable, la pone en este estado. Pero no será nada.
Y mientras hablaba, la vieja humedecía las sienes de Alicia con vinagre y se esforzaba, además, para hacerle tragar unas gotas de un elixir que encerraba un frasquito.
—¡Ah! —Dijo maquinalmente el caballero—. ¿La señora es vuestra sobrina?
—Sí, señor, y mi única pariente. Ya recobra el sentido. Vamos, hija mía, tranquilízate. ¿Has tenido algún sobresalto?
—No —dijo la joven haciendo un esfuerzo.
—¿Alguna impresión agradable?
—Sí —dijo Alicia con triste voz.
Pocos instantes después hallóse repuesta, recobrando su sangre fría habitual. El caballero, por discreción, quiso retirarse, pero ella lo retuvo y quiso saber minuciosamente todo lo que el caballero podía decirle. Hízose repetir varias veces las palabras del conde, y Pardaillán se vio obligado a recomenzar la narración de todo lo que había sucedido la noche anterior. Alicia prestó gran atención a las palabras del joven, el cual se retiró por fin, más intrigado que nunca y decidido a descifrar el misterio que adivinaba en aquella mujer. Pero algunos días después, cuando quiso hacer una visita a Alicia, se encontró la casa cerrada, como el palacio de Mesmes. Entonces interrogó a los vecinos, pero ninguno pudo darle el menor dato.
Así fue como Pardaillán se halló completamente aislado en París. Únicamente le quedaba el mariscal de Montmorency y con él pasaba largas horas combinando planes y pesquisas que no daban el menor resultado satisfactorio.
El caballero, desocupado y fastidiándose en alto grado, empleaba la mayor parte de su tiempo en pasearse por París; formando proyectos sin dejar de estar atento a las persecuciones de que repetidamente pudiera ser objeto, y prestando también su atención a todas las conversaciones que al paso sorprendía, para ver si por este medio podía dar con una buena pista.
Por suerte no fue nunca visto por ninguno de los que tenían interés por verlo y que lo creían muerto.
No encontró ni a Maurevert ni a ninguno de los cortesanos del duque de Anjou.
Un día en que, habiendo franqueado los puentes, iba errante por las cercanías de la Universidad, el azar lo condujo hacia la montaña de Santa Genoveva, y a una callejuela que bordeaba el lado izquierdo del convento de los Carmelitas. Algunas casas estaban adosadas contra la muralla del convento. Y aun algunas de aquéllas, comunicaban con el edificio por una puerta posterior. Casi todas eran tiendas subvencionadas en secreto por los frailes, y en las que se vendían objetos piadosos, tales como capillitas, medallas y escapularios, igual que en la actualidad en algunas de las grandes basílicas o santuarios.
En una de aquellas tiendecitas se fabricaban flores artificiales destinadas a adornar los altares de las iglesias: eran ramitos toscamente iluminados y adornados con hojas doradas.
Como hacía mucho calor, los propietarios de la tienda trabajaban en la calle ante la puerta y a la sombra de las altas murallas del convento.
Había un hombre que parecía dirigir el trabajo, dos mujeres y una joven, activamente ocupados en formar flores e imitaciones de ramas de arbusto.
A pocos pasos de aquel grupo trabajaba solo un niño, y Pardaillán se detuvo a contemplarlo.
La criatura tenía profundos ojos que expresaban viva inteligencia. Era pálido y delgado y estaba triste, pero en aquel momento parecía estar contento o, por lo menos, completamente absorto en su trabajo.
Con los ojos fijos, los dedos ágiles y la frente bañada de sudor, sacaba la lengua como hacen los niños cuando se empeñan en llevar a cabo una tarea que les interesa. A veces alejaba con su bracito la rama artificial en que trabajaba y cerraba los ojos para determinarla mejor. Luego corregía los detalles que le parecían defectuosos y continuaba activamente su tarea.
Aquel niño tenía alma de artista. Esto podía observarse no sólo en sus ojos profundos y pensativos y en sus actitudes naturalmente estéticas, sino también en la extraña perfección del trabajo que salía de sus manos.
—Clemente —dijo una de las mujeres—, procura no pincharte como ayer.
El grupo de artesanos que trabajaba ante el umbral de la tienda, miraba a veces al niño con desdeñosa lástima. En efecto, aquellas pobres gentes fabricaban hojas doradas, siempre iguales y de formas geométricas, en tanto que el niño se esforzaba en copiar la realidad.
Sin saber por qué, Pardaillán se interesó en el trabajo del niño y aproximándose examinó de cerca las ramas entrelazadas y floridas que el pequeño artista ponía a su lado a medida que las iba terminando.
De pronto el niño, absorto en su trabajo, no vio al hombre que se inclinaba sobre él. Por fin levantó los ojos, examinó un instante la fisonomía sonriente del caballero, y hallándola de su gusto, sonrió a su vez.
—¿Qué haces aquí, pequeño? —Preguntó el caballero—. ¿Trabajas?
—¡Oh, no, señor, juego! Todavía no sé trabajar.
—Pues es muy bonito lo que haces.
El niño manifestó gran contento al oír estas palabras, y extendiendo el brazo, cuya mano sostenía una ramita, dijo muy satisfecho:
—Es una rama de rosal.
El hielo estaba roto. El caballero se aproximó más al niño, sintiendo gran placer en observar a su nuevo amiguito.
—¿Y para qué quieres esa rama de rosal?
—¡Oh! Es que yo tengo un jardín para mí solo.
—¿Dónde?
—En el jardín grande del convento, cerca de la capilla. El padre jardinero me lo ha dado, para que plante lo que quiera.
—¿Y quieres plantar rosales? —preguntó Pardaillán.
—¡Oh! Es para hacer un cerco con las espinas y así los padres no podrán entrar.
—¿Pero por qué no pones rosales verdaderos? ¿Porque en esta estación no dan flores?
—¡Ah! Por esto precisamente, porque así mi rosal tendrá siempre flores. Ya lo veis, yo hago las flores y las pongo en la rama.
—Ya lo veo, ya, es muy bonito lo que haces.
—¿Verdad que sí? —Dijo el pequeño artista muy contento al ver que alababan su obra—. Y además no sabéis una cosa.
—No, niño, no la sé.
—Escuchad, pues. Yo no tengo madre, ¿sabéis por qué?
—No, niño —dijo el caballero con cierta emoción.
—Mi amigo me lo ha dicho. Si no tengo madre, es porque murió. La enterraron en el cementerio de los Inocentes y ahora hago muchas rosas y un día iré a llevarlas a donde está enterrada mamá. Así estará contenta, ¿verdad?
—Seguramente, niño, muy contenta.
Y cuando el caballero se disponía a retirarse, oyó la campana del convento que tocaba. Volviéndose entonces, vio a un fraile de pálido rostro que cogía al niño de la mano diciendo:
—Vamos, Jacobo, ya es hora de ir adentro.
«¡Bueno!» —pensó el caballero—. «Parece que este niño se llama Clemente y Jacobo».