XII - vox populi, vox Dei

EL CABALLERO DE PARDAILLÁN había esperado la salida de Juana con la paciencia de un enamorado. Estaba decidido a hablarle. ¿Qué le diría? ¿Qué amaba a su hija? ¿Qué la quería por esposa? Tal vez sí. En el fondo no sabía muy bien lo que iba a decirle, pues, de momento, lo que más deseaba era trabar conversación con la Dama Enlutada. Cuando la vio salir y venir hacia él, preparó en su imaginación un discurso muy propio, —según su parecer—, para producir una emoción muy viva en quien había de oírlo. Desgraciadamente, en el momento en que la Dama Enlutada pasó cerca de él, olvidó el principio de su discurso, precisamente el pasaje más hermoso. Se quedó, pues, con la boca abierta. Juana pasó y el caballero se quitó el sombrero para saludar, cuando ella se hallaba ya a cierta distancia.

Pardaillán se lanzó entonces a seguirla, diciéndose que se daba solamente el espacio que mediaba desde el lugar en que se hallaba, hasta la calle de San Dionisio para abordarla y exponerle su petición, a la cual, para mayor garantía de éxito, añadió una peroración de las más patéticas. Porque, a la sazón, había recobrado ya la memoria.

El caballero no pensó que el medio más sencillo y propio era el de presentarse en casa de la Dama. No se piensa siempre en todo y, además, estaba resuelto a hablar enseguida. Pero cuando desembocó en la calle de San Antonio se halló con que el aspecto de París había cambiado como, a veces, al recibir las primeras ráfagas de una tempestad, el Océano cambia repentinamente de aspecto. Grupos numerosos de burgueses y gente del pueblo mezclados, iban en dirección al Louvre. La gran arteria se había convertido en un río de hombres de donde salían murmullos amenazadores y a veces gritos. ¿Qué sucedía?

Pardaillán trataba de no perder de vista a la Dama Enlutada, que marchaba a veinte pasos ante él. En aquel momento se produjo uno de esos remolinos violentos que hacen girar a las masas sin que se sepa la razón. Juana, envuelta en él, desapareció. El caballero se adelantó repartiendo bastantes puñetazos, y moviendo los codos, pero no consiguió hallar de nuevo a la Dama Enlutada. Entonces se dejó arrastrar por la multitud, que cada vez era más compacta. Ante él, cogidos del brazo, iban tres hombres, más bien tres Hércules, con cuellos de toro, caras rojas y ojos amenazadores. Y la multitud, al verlos, gritaba:

—¡Viva Kervier! ¡Viva Pezou! ¡Viva Crucé!

—¿Quiénes son estos tres elefantes? —preguntó Pardaillán a su vecino.

Éste, respetable burgués de buena apariencia, miró al caballero de través, pero viendo que llevaba buena espada, contestó amablemente:

—¡Cómo, señor! ¿No conocéis a Crucé, el orfebre del Puente de Madera? ¿Ni a Pezou, el carnicero de la calle del Rey de Sicilia? ¿Ni a Kervier, el librero de la Universidad? ¡A Kervier sobre todo! ¡Ya se ve que no os ocupáis de libros, caballero!

—Perdonad, pero llego de provincias —contestó Pardaillán—. ¿De modo que éstos son el platero, el carnicero y el librero? ¡Bueno, me alegra conocerlos!

—¡Son los tres grandes amigos de monseñor de Guisa! —continuó el burgués entusiasmado.

—¡Vaya un honor para monseñor de Guisa! —exclamó Pardaillán.

—Sí, señor, son los defensores de la santa religión.

—¿Cuál? —preguntó Pardaillán.

—¿Cuál? —repitió el burgués estupefacto—. ¡La nuestra, señor! ¡La del Papa! ¡La del rey! ¡La de la reina! ¡La del gran Guisa! ¡La del pueblo!

—¡Ah, muy bien! ¿Y qué quiere nuestra religión? ¡Porque una religión que pertenece a tanta gente debe ser también algo mía!

—¿Qué qué es Lo que quiere? ¡Escuchad!

En aquel momento Pardaillán llegaba cerca del Puente de Madera. Allí una multitud enorme, agitada por las potentes ondulaciones que la hacen semejante a un mar agitado se prorrumpía en clamores.

—¡Viva Guisa! ¡Mueran los hugonotes!

—¿Oís? —dijo el burgués—. ¿Oís al pueblo? Y ya sabéis: ¡Vox populi, vox Dei!

—Excusadme, señor, no entiendo el inglés…

—No es inglés, señor —dijo el burgués desdeñosamente—. Es latín. Y este latín significa que la voz del pueblo es la voz de Dios.

—¡Siempre se aprende algo! De modo que en este momento es Dios el que grita: ¡Mueran los hugonotes!

—Sí, señor. Y también es Dios el que, por la voz del pueblo, aclama al gran Guisa, por quien se ha reunido esta multitud; el gran Guisa que llega hoy a París y que va a pasar por aquí para ir al Louvre. ¡Viva Guisa! ¡Muera el Bearnés! ¡Muera Juana de Albret!

En aquel momento separaron al burgués del lado de Pardaillán; una fuerte escuadra de arcabuceros y alabarderos de la ronda despejaba las cercanías del puente para dejar el paso libre a Enrique de Guisa, cuya aproximación se señalaba. Pardaillán se colocó en la entrada del puente, junto a la primera casa del lado izquierdo; un edificio medio derruido y probablemente abandonado, porque las ventanas estaban completamente cerradas, mientras que todas las demás casas de las cercanías, tenían espectadores hasta en los tejados.

El caballero observó que la casa del lado derecho que se hallaba enfrente de la que se hallaba a su espalda, estaba igualmente cerrada: una sola de sus ventanas estaba abierta, pero esta ventana estaba protegida por una reja de espesos barrotes. Detrás de ella, en la sombra, Pardaillán creyó ver, por un instante, la figura de una mujer, cuyos ojos fulgurantes echaban miradas de fuego sobre la multitud, que sordamente gritaba:

—¡Mueran los hugonotes!

¿Por qué? A la sazón no había hugonotes en París, o si estaban, permanecían escondidos. Y, además, ¿acaso la paz firmada en Saint-Germain no había prometido a los protestantes tranquilidad en la capital?

Pardaillán vio de pronto al platero, al carnicero y al librero, recorrer rápidamente los grupos y dar una consigna. En cuanto acababan de pasar, las gentes gritaban a más y mejor:

—¡Mueran los hugonotes! ¡Abajo el Bearnés! ¡Al agua Albret!

Entonces Crucé, Pezou y Kervier fueron a colocarse al lado izquierdo del puente, a tres pasos del caballero.

—¡Por Pilatos y Barrabás! —murmuró éste—, creo que voy a ver cosas interesantes.

—¡Ah! —aullaba en aquel momento Crucé—, ¡he aquí a Biron que pasa! ¡Biron el cojo!

—¡Y Mesmes, señor de Malassise! —añadió Kervier.

—¡Los signatarios de la paz de Saint-Germain! —vociferó Pezou—. ¡Los amigos de los condenados hugonotes!

—¡Una paz coja! —exclamó el platero designando a Biron, quien, en efecto, cojeaba.

—Y mal hecha —agregó el librero, señalando con el dedo al señor de Mesmes de Malassise.

A su alrededor, la multitud, llena de júbilo, aulló:

—¡Abajo la paz de Saint-Germain! ¡Abajo la paz coja y mal hecha! ¡Mueran los hugonotes!

Crucé levantó los ojos hacia la ventana enrejada tras de la cual Pardaillán había creído ver a una mujer. Esta vez aparecía un semblante de hombre detrás de la reja, el cual cambió una rápida señal con Crucé, desapareciendo luego en el interior.

* * * * *

Penetremos un instante en esta casa, que es la primera del lado derecho del puente, según ya hemos dicho.

En ella; en la habitación que corresponde a la ventana cerrada, hay una mujer alta, delgada, vestida de negro, con cabeza de ave de rapiña, boca comprimida, mirada penetrante, sentada en un ancho sillón. Esa mujer es la viuda de Enrique II, la madre de Carlos IX, Catalina de Médicis.

Cerca de ella se halla un hombre, joven todavía y que debió de ser muy hermoso, el cual accionaba enfáticamente, con maneras teatrales, y un paso excepcionalmente suave y ligero, como de felino. El hombre es Ruggieri, el astrólogo. ¿Qué hacen allí los dos? ¿Qué misteriosas relaciones permiten al astrólogo florentino guardar ante la reina una actitud que tiene más de acariciadora que de respetuosa? ¿Qué siniestra tarea los ha reunido en aquella casa? Catalina golpea nerviosamente el suelo con el pie. Parece impaciente.

—Paciencia, paciencia, Catalina mía —dice Ruggieri sonriendo siniestramente.

—¿Estás seguro, Renato, de que ella se halla en París? ¡Vamos, repítemelo!

—¡Completamente seguro! La reina de Navarra entró ayer en París secretamente. Sin duda Juana de Albret ha venido a ver a un importante personaje.

—¿Pero cómo lo has sabido, Renato? ¡Habla, amigo mío, habla!, turbé.

—¿Cómo he de saberlo sino por la hermosa bearnesa que habéis colocado a su lado?

—¿Alicia de Lux?

—¡La misma! ¡Ah! Es una muchacha preciosa y una fiel espía.

—¿Y estás seguro de que Juana de Albret va a pasar por este puente?

—¿Creéis que si no fuera así habría llamado a Crucé, Pezou y Kervier? —dijo Ruggieri, encogiéndose de hombros—. ¿Os parece que los he hecho venir para aclamar a Enrique de Guisa? Paciencia, Catalina, y ya veréis.

—¡Oh! —murmuró Catalina de Médicis, oprimiéndose las manos—. ¡Cuánto odio a Juana de Albret! ¡Guisa no es nada a su lado! Lo tengo en mi poder y lo destrozaré cuando quiera. Pero en cuanto a Albret, éste es mi verdadero enemigo, al único que debo temer. ¡Ah, si la pudiera tener aquí y estrangularla con mis propias manos!

—¡Bah! Reina mía —dijo Ruggieri—, dejad este trabajo al buen pueblo de París. Ved, observad cómo se prepara. ¡Oíd! ¡Por Altair y Aldebarán[7]. A que el espectáculo vale la pena de ser contemplado, y realmente, no sé si será tan agradable mirar al cielo, cuando en la tierra tienen lugar tan magníficos horrores!

En efecto, se oían entonces espantosos aullidos. Ruggieri se acercó a la reja seguido de Catalina. Sus dos cabezas casi se tocaban, y a la sazón, con los dientes apretados, los ojos llameantes y las ventanillas de la nariz dilatadas, aspirando el próximo asesinato, miraban a la calle.

—¡No veo más que a Enrique de Guisa! —dijo sordamente Catalina de Médicis.

—Mirad allá abajo, al extremo del puente, aquella litera que va detrás de la escolta.

—¡Sí, sí! Ya la veo.

—La litera ya no puede retroceder, porque la rodea la multitud. Cuando llegue aquí, van a separarse las cortinillas y realmente, será cosa asombrosa si el amigo Crucé no reconoce a la reina de Navarra.

Por el puente avanzaba Enrique de Guisa, seguido de una treintena de caballeros. Saludaban con el gesto y con la sonrisa, y de vez en cuando gritaban:

—¡Viva la misa!

—¡Viva la misa! ¡Mueran los hugonotes! —repetía delirante la multitud.

Era un espectáculo terrible y magnífico a la vez. Los señores de la escolta, montados sobre caballos ricamente enjaezados, vestían trajes espléndidos en los que brillaban las pedrerías, el oro, la seda de colores vivos, las plumas de sus birretes y los diamantes de sus collares, formando un deslumbrante conjunto. Pero el más hermoso de todos, el más brillante, era su jefe: Enrique de Guisa. Apenas contaría veinte años. Era de alta estatura, bien formado y en su cara se traslucía un orgullo insultante: un gran manto de seda azul flotaba sobre sus espaldas y en su birrete llevaba una triple hilera de perlas.

—¡Guisa! ¡Guisa! —vociferaba el pueblo con aclamaciones que Catalina de Médicis escuchaba clavándose sus aceradas uñas en la palma de las manos, y allí abajo; en la casita de la calle de los Listados, en los brazos de María Touchet, el rey de Francia dormía apaciblemente, con la cabeza reclinada en el hombro de su amante.

Enrique de Guisa y su escolta habían franqueado ya el puente. Pero entonces hallaron la multitud tan compacta, que les fue preciso detenerse durante algunos minutos. En aquel momento, a su espalda, estallaron tan feroces clamores que, instintivamente, el duque de Guisa desenvainó su daga. Pero los clamores del populacho no iban contra él. Envainó de nuevo el puñal y he aquí el terrible espectáculo que contempló, como también lo hicieron Catalina y Ruggieri desde la casa en que se hallaban.

Una litera que avanzaba con mucho trabajo llegó a la entrada del puente ante la casa arruinada cerca de la cual estaban Crucé, Pezou y Kervier. La tal litera era modesta y sus cortinillas de cuero estaban herméticamente cerradas. En aquel instante una de las cortinillas se entreabrió por espacio de un segundo, pero tan corto tiempo había bastado.

—¡Maldición! —rugió Crucé, cuya voz estentórea dominó los clamores de la multitud—. ¡Es la reina de Navarra! ¡Fuera la hugonote! ¡Muera Juana de Albret!

Y junto con sus amigos se arrojó sobre la litera.

—¡Por fin! —exclamó Catalina con terrible sonrisa que puso al descubierto sus agudos dientes.

En un instante un grupo numeroso y disciplinado rodeó la litera, gesticulando y vociferando:

—¡Albret! ¡Albret! ¡Muera Albret! ¡Al agua la hugonote!

La litera fue levantada como si hubiera sido una brizna de paja a merced de las olas del Océano. En un momento desapareció, volcada y destrozada por la multitud. Pero las dos mujeres que en ella iban habían tenido tiempo de saltar a tierra.

—¡Piedad para Su Majestad! —gritó la más joven de las dos mujeres, doncella de maravillosa belleza y que, por razones desconocidas, no parecía tan asustada como era de esperar.

—¡Aquí está! ¡Aquí está! —exclamaron Crucé y Pezou, señalando a la otra mujer, que llevaba un saquito de piel.

Era, en efecto, Juana de Albret. Con gesto de soberana majestad, se cubrió la cara con el velo que llevaba al cuello. Una fuerza irresistible la empujó contra la puerta de la casa arruinada, junto con su dama de compañía. Mil brazos se alzaron… La reina de Navarra iba a ser asida y destrozada.

En aquel instante Catalina de Médicis y Ruggieri, desde lo alto de su ventana, y el duque de Guisa desde su caballo, vieron un espectáculo inaudito, fantástico, maravilloso. Un joven se había lanzado contra la multitud, y repartiendo a diestro y siniestro puñetazos y cabezazos, se introducía por ella como una cuña. Luego, al llegar junto a la reina de Navarra, formó un espacio libre entre la puerta en que se apoyaban las dos mujeres y la multitud a cuya cabeza iban los tres promovedores del motín. Entonces el joven desenvainó su sólida y larga espada, que centelleó, y describió con ella un molinete furioso, que solamente interrumpía para tirar de vez en cuando estocadas furiosas contra la multitud que, espantada, retrocedía en semicírculo.

—¡Renato! —exclamó Catalina—; es preciso que este joven muera o sea mío.

—Pensaba en ello —dijo sencillamente Ruggieri.

—¡Peste! —exclamaba por su parte el duque de Guisa—. Oye, Saint-Magrin, trata de saber quién es esa furia. ¡Por los cuernos del diablo! ¡Magnífico jabalí! ¡Vaya un valiente! ¡Qué estocadas!

Aquella furia, aquel magnífico jabalí, como decía el de Guisa, era el caballero de Pardaillán. En el momento en que Crucé y su banda se arrojaban contra la litera, Pardaillán vio que dentro iban dos mujeres. Quiso lanzarse en su socorro, pero se sintió asido por el brazo.

—Dejad obrar —decía el que lo detenía, que no era otro que el burgués que le había dado tan preciosas indicaciones—. Dejad hacer al pueblo y recordad lo que antes os he dicho: Vox populi, vox Dei.

Pardaillán, sin manifestar la menor impaciencia, le contestó:

—Ya os he dicho, señor, que no entiendo el inglés. —Y diciendo estas palabras se desprendió de manos del buen burgués, quien, con la sacudida, fue a rodar entre las primeras filas de los asaltantes. Pardaillán, entonces, se precipitó en socorro de las damas.

—¡Por Baco! —exclamó el burgués al levantarse ¡Este sin duda es Hércules en persona, tan cierto como me llamo Juan Dorat Johannus Auratus, el mejor poeta de la Pléyade, el Virgilio de nuestros tiempos!

* * * * *

El espectáculo que siguió durante medio minuto fue el que ofrecería una débil roca combatida por las desencadenadas olas. El pueblo se lanzaba contra Pardaillán profiriendo salvajes vociferaciones. Crucé, Pezou y Kervier le dirigían apocalípticas amenazas, mientras el caballero, replegado sobre sí mismo, con los dientes apretados, sin decir una palabra ni hacer un gesto inútil, hacía voltear a Granizo con gran rapidez. Sin embargo, esta situación no podía durar. El semicírculo se estrechaba a pesar de la resistencia de los de la primera fila; las masas que se hallaban detrás, empujaban con tumultuoso movimiento de flujo y reflujo.

Pardaillán comprendió que iba a ser aplastado.

Dirigió a Juana de Albret y a su acompañante una mirada que tuvo la duración de un relámpago, y gritó:

—¡Colocaos a un lado!

Las dos mujeres obedecieron. Entonces, cubriéndose con su espada que no cesaba de voltear, se inclinó hacia adelante sosteniendo su cuerpo con la pierna izquierda, mientras con la derecha daba formidables patadas contra la puerta de la casa. Al primer golpe de su tacón, que resonó como un cañonazo en la casa vacía, la multitud, que comprendió la maniobra, dio un rugido de rabia y quiso echarse sobre el insensato que trataba de salvar a la hugonote.

Dos o tres hombres cayeron ensangrentados, y Granizo describió un círculo de acero tan centelleante, que hizo sentir a los asaltantes pavor indescriptible.

Al segundo golpe con el pie, la puerta gimió y cayó uno de sus goznes.

Al tercero se abrió violentamente con la cerradura rota.

—¡Venid, Alicia! —dijo Juana con voz de extraña tranquilidad y entró en la casa seguida por su compañera.

Al ver el pueblo que su víctima se le escapaba, dio tal rugido que no parecía sino que el viejo edificio se desplomaba. Crucé, Pezou y Kervier ya no estaban al frente de la multitud; habían desaparecido en aquel enorme remolino humano; hubo entonces un avance como para asaltar la casa, pero aquellas masas de hombres atropellándose unos a otros, empujando, empujados, estrujándose e incorporándose entre las imprecaciones de los otros, aquella masa, decimos, fue a detenerse jadeante, rugiente, desmembrada por sus propios movimientos, ante la puerta cerrada.

En efecto, apenas la reina de Navarra hubo desaparecido, Pardaillán, cesando en su molinete, dio a la derecha, a la izquierda y, en fin, adonde la casualidad guio su mano una serie de estocadas, cada una de las cuales fue seguida de un aullido de dolor. Luego, en aquel espacio de tiempo inapreciable, en que la multitud se detuvo vacilante y asombrada, saltó hacia atrás, cerró violentamente la puerta y lanzó a su alrededor una mirada de fuego. La casa, antigua vivienda de un carpintero, estaba llena de sólidos maderos. Coger cinco o seis de ellos y apuntalarlos contra la puerta, y luego formar una barricada sólidamente construida, fue para Pardaillán asunto de un minuto, y cuando el ejército asaltante, tras de haber arrancado la puerta, trató de penetrar en la casa, se halló ante un obstáculo imprevisto.

Las primeras palabras de Juana de Albret fueron:

—¿Sois de la religión, caballero?[8]

—Señora, soy de la religión de vivir… sobre todo en este momento en que mal negocio haría el que diera un sueldo por mi piel.

Juana de Albret dirigió una mirada de admiración a aquel joven de remendado vestido, cuyas manos estaban cubiertas de arañazos profundos y que, no obstante, sonreía. En aquel momento era verdaderamente hermoso, radiante de audacia, con una punta de ironía que brillaba en sus ojos.

—Si hemos de morir —continuó Juana de Albret quiero antes daros las gracias y deciros que sois el caballero más heroico que he visto jamás.

—¡Oh! —murmuró Pardaillán—, todavía no hemos muerto: tenemos aún tres minutos para salvamos. ¡Silencio, lobeznos! —exclamó, contestando a los asaltantes. ¡Un poco de paciencia! ¡Qué diablo! Nos destrozáis los oídos con vuestros gritos.

Pero no había perdido un solo segundo. Con una mirada había examinado el lugar en que se hallaba. Era una pieza inmensa que debía haber servido de taller a un carpintero. No había techo. El tejado era el que cubría las cuatro paredes y este tejado estaba sostenido por tres vigas o puntales verticales que parecían reposar en la cueva.

En menos tiempo del que se necesita para decirlo, Pardaillán recorrió la pieza. Al llegar al extremo, es decir, a la parte que daba al río, vio una trampa abierta que permitía la entrada en la cueva. Con un grito llamó a las dos mujeres, que acudieron con presteza.

—¿Y vos? —preguntó la reina.

—¡Bajad, señora! ¡Por favor no me hagáis preguntas!

Juana de Albret y su compañera obedecieron. En el extremo inferior de la escalera vieron que estaban, no en una cueva, sino en una pieza semejante a la de encima; bajo el suelo oían un sordo murmullo. La habitación estaba construida sobre pilotes y el Sena corría debajo.

Allí sobre sus cabezas tenía lugar una tempestad espantosa de clamores humanos en que dominaban los gritos de muerte, como los truenos dominan el ruido de la tempestad. ¡Muerte abajo y muerte arriba!

Había transcurrido entonces un minuto desde el instante en que entraran en la casa. Juana de Albret prestó oído. En una calma de la tempestad de clamores oyó arriba algo como el chirrido de una sierra… pero esto tuvo la duración de un relámpago, porque enseguida volvió a rugir el pueblo.

Entonces se puso a buscar febrilmente. ¿Qué? ¡No lo sabía! En los horribles instantes en que la muerte está cercana, y parece inevitable, la imaginación adquiere una lucidez extraordinaria. Juana de Albret tuvo la intuición de que se podría comunicar con el río. Su pie, de pronto, tropezó con una argolla de hierro. Se bajó enseguida con alegría loca, agarró la argolla, tiró de ella con toda su fuerza, arrancó la trampa de su alvéolo… y allí, bajo sus ojos, con el ronco suspiro del condenado que entrevé la salvación de su vida, vio una escalera que bajaba al río entre las estacas. Y al extremo de aquella escalera había una barca.

—¡Caballero! —gritó.

—¡Aquí estoy! —contestó Pardaillán—. Si hemos de morir será en compañía de muchos, y el caballero apareció en lo alto de la escalera, llevando en su mano el extremo de una gruesa cuerda. Entonces, apoyándose en la pared, empezó a tirar con todo su vigor hasta el punto que los músculos de sus piernas parecían querer estallar y las venas de su frente estar prontas a reventar, En aquel momento la multitud, sedienta de sangre, penetraba en la pieza.

—¡Mueran! —gritaban todas las bocas.

Entonces Pardaillán con un esfuerzo sobrehumano, frenético, parecido a un titán que tratara de desgajar un roble secular, dio un nuevo tirón a la cuerda. Se oyó enseguida un ruido espantoso; la casa pareció vacilar unos instantes; luego sonó como un trueno espantoso y la casa se desplomó. El techo entero caía de una pieza: tejas, hierros, trozos de madera, todo se precipitó al suelo con siniestro ruido, hiriendo, aplastando, matando a centenares de asesinos.

Se elevó inmensa nube de polvo y de entre ella salieron lamentaciones horribles, blasfemias furiosas, todo lo que la lengua humana puede expresar en materia de imprecaciones desesperadas en los grandes cataclismos. Luego un espantoso silencio reinó en aquella escena inaudita. ¿Qué había sucedido?

Pardaillán había aserrado los tres puntales que sostenían el tejado y los ató con la misma cuerda. Luego, tirando frenéticamente de ella, hizo caer dichos puntales, y entonces, dando un salto, se lanzó al vacío cayendo al pie de la escalera, mientras que sobre el suelo que acababa de abandonar, se desplomaba el tejado de la vieja casa.

Juana de Albret, Con un gesto, le mostró el río, la escala y la barca. En un instante los tres se hallaron sobre la última, El caballero cortó la cuerda que retenía la ligera embarcación y bogó en dirección al Louvre. Pardaillán dirigió la barca con ayuda de un remo que halló en el fondo. Cinco minutos más tarde atracaba en la orilla, al pie del Louvre, en el mismo punto donde años atrás existían unos tejares y Catalina de Médicis hacía construir entonces el palacio de las Tullerías, dirigido por el arquitecto Filiberto Delorme. En cuanto hubieron desembarcado, Pardaillán se descubrió con la sonriente actitud de un hidalgo que, habiendo escoltado el paseo de dos damas, se dispone a despedirse de ellas.

—Señor —dijo entonces Juana de Albret con la calma pasmosa de que había hecho alarde durante la terrible escena que hemos referido—, yo soy la reina de Navarra. ¿Y vos?

—El caballero de Pardaillán.

—Habéis hecho a la casa de Borbón un servicio que no olvidará jamás…

El caballero hizo un gesto.

—No lo neguéis, por lo menos ante mí —continuó la reina con amargura.

Pardaillán comprendió la alusión. Haber defendido a la hugonote era merecer la muerte.

—Ni ante vos ni ante nadie señora —dijo con aquella sencillez que tanto le honraba—. Tengo conciencia de haber prestado, en efecto, un gran servicio a Vuestra Majestad, pues le he salvado la vida, pero he de declarar francamente que ignoraba a qué gran reina tenía el honor de defender cuando me apresté a arrancar a la muerte a dos mujeres que pasaban en una litera.

Juana de Albret, que guerreaba hacía muchos años, que era diplomática consumada y verdadero general de ejércitos, Juana de Albret, que mandaba a héroes y que, naturalmente, debía entender en cuestiones de heroísmo, se sintió, no obstante, admirada de aquella dignidad fría, corregida por algo irónico que emanaba de toda la persona del caballero. Mientras el joven daba su respuesta, su semblante estaba en absoluto inmóvil, sus ojos muy fríos, pero su mano abandonaba el pomo de su espada para esbozar uno de aquellos intraducibles gestos de pilluelo que se burla de sí mismo.

—Caballero —repuso la reina, después de haberlo examinado con una atención que no trataba de disimular—, si queréis seguirme al campo de mi hijo Enrique, vuestra fortuna está hecha.

Pardaillán se estremeció y prestó oído atento a la palabra fortuna. En el mismo instante la imagen de la joven de los cabellos de oro, la adorable vecina que contemplaba durante largas horas desde su ventana, aquella dulce y radiante imagen pasó ante sus ojos y a la idea de marcharse de París experimentó una angustia en el corazón que lo sorprendió y lo trastornó enteramente. Hizo una mueca de sentimiento por aquella fortuna apenas entrevista que se desvanecía y contestó, inclinándose con altanera gracia:

—Dígnese Vuestra Majestad aceptar el homenaje de mi agradecimiento, pero he resuelto buscar fortuna en París.

—Bien, caballero. Y en caso de que uno de los míos quisiera hablaros, ¿dónde os hallaría?

—En la posada de «La Adivinadora», señora, calle de San Dionisio.

Juana de Albret hizo entonces un signo con la cabeza y se volvió hacia su compañera. Ésta era una criatura maravillosa: tenía grandes ojos muy expresivos, boca encarnada y sensual, magníficos cabellos negros y actitudes de elegancia suprema. Parecía muy inquieta y a veces miraba rápidamente a su señora.

—Alicia —dijo ésta—, ha sido una imprudencia hacer pasar la litera por el puente.

—Creí que estaría libre como de costumbre, Majestad —contestó la joven con bastante firmeza.

—Alicia —continuó la reina—, también habéis sido muy imprudente al alzar la cortinilla.

—Fue un movimiento de curiosidad, señora —contestó la interpelada con menos firmeza.

—Alicia —continuó Juana de Albret—, y habéis sido muy imprudente al pronunciar mi nombre en voz alta ante aquella multitud hostil.

—¡Había perdido la cabeza, señora! —contestó la joven sin saber ya muy bien lo que decía. La reina de Navarra la miró fijamente y permaneció un instante pensativa.

—No os lo digo con ánimo de dirigiros ningún reproche, hija mía —dijo lentamente—, pero, en fin, quien hubiera querido entregarme no hubiera procedido de otra suerte.

—¡Oh, Majestad!

—Otra vez sed más prudente —acabó diciendo la reina con tanta tranquilidad, que Alicia de Lux (Ruggieri ya nos dijo su nombre) se sosegó inmediatamente y se deshizo en protestas de fidelidad.

—Señor caballero —dijo entonces Juana de Albret— voy a abusar de vos.

—Estoy a vuestras órdenes, señora.

—Muchas gracias. Tened, pues, la bondad de seguirnos a cierta distancia al lugar adonde vamos. Bajo la protección de una espada Como la vuestra, no vacilaría en atravesar un ejército.

Pardaillán recibió el cumplido sin turbarse. Únicamente dio un suspiro y murmuró:

—¡Qué lástima que no pueda marcharme de París! ¡A fe que no está bien lo que hago! ¡Mi padre ya me lo dijo: «Desconfía de las mujeres!». ¡Por Pilatos y Barrabás, que es tiempo de que piense en ello! Heme aquí atado de pies y manos por los cabellos de oro de mi vecina… ¡las famosas serpientes que envuelven y ahogan! Y decir —añadió, echando una triste mirada sobre su jubón destrozado—. ¡Decir que he salido hoy para conquistar un traje de príncipe! Va a ser necesario que maneje la aguja esta noche, después de haber manejado la espada durante todo el día. ¡No es poca la diferencia!

Monologando así, el caballero siguió a la reina a diez pasos de distancia, sin perderla de vista, y con la mano en la empuñadura de la espada. Las dos mujeres se internaron en París. Caía la tarde. Pardaillán que, en su apresuramiento por seguir a la madre de Luisa, había salido sin almorzar, empezaba a sentir furiosos retortijones en el estómago. Después de innumerables revueltas por algunos callejones, Juana de Albret y su compañera llegaron por fin al Temple. Ante la sombría prisión, cuya gran torre ennegrecida por el tiempo, dominaba el barrio como una amenaza, se elevaba una casita de un piso, de modesta apariencia. La reina hizo un gesto y Alicia llamó a la puerta. Abrieron casi enseguida. Juana de Albret hizo a Pardaillán seña de que se aproximara.

—Caballero —dijo—, tenéis ahora el derecho de conocer mis asuntos. Entrad, os lo ruego.

—Señora —contestó Pardaillán—. Vuestra Majestad es sobrado buena. Solamente tengo un derecho, y es el de estar siempre a vuestras órdenes.

—Sois un galante caballero. Sabed, pues, que la presencia de un hombre como vos no será inútil en esta casa.

—En tal caso obedezco —contestó Pardaillán pensando:

«En este momento los capones de maese Landry deben estar en su punto. ¡Qué lástima que no pueda ponerme a sus órdenes!».

La puerta se cerró de nuevo, después de haber dado paso a nuestros tres personajes. Estos fueron conducidos por una criada, especie de gigante hembra, hasta una estancia estrecha, mal amueblada, pero bastante limpia. Allí se hallaba un anciano de nariz aguileña y larga barba bíblica. Estaba sentado ante una mesa, en la que había tres balanzas de diferente tamaño. Aquel hombre dirigió una mirada penetrante a Juana de Albret y una sonrisa imperceptible arqueó sus labios.

—¡Ah! —dijo con exagerada cordialidad— ¿sois vos, señora? Hace tres años que no os he visto, pero tengo inscrito vuestro nombre en mi libro.

—La señora Leroux —dijo la reina con sequedad.

—¡Esto es! ¡Iba a decirlo! Y, ¿tenéis ahora algún collar de perlas o algún broche de diamantes que vender al buen Isaac Rubén?

Recordamos al lector que la reina, en el momento de bajar de la litera, llevaba en la mano un saco de piel y este saco lo tenía aún en su poder. Lo depositó sobre la mesa y vertió su contenido. Los ojos de Isaac Rubén brillaron de placer. Alargó las manos sobre la cascada de diamantes, rubíes, esmeraldas, que entremezclaban sus resplandores a la luz de la lámpara que alumbraba la estancia. Sus dedos empezaron a acariciarlos. El negociante en oro era poeta a su manera y aquellos esplendores diseminados sobre la pobre mesa de madera blanca, hicieron asomar a sus labios débil sonrisa. En cuanto a Pardaillán, resistiendo a la tentación que nos impulsa a mostrarlo mejor de lo que era en realidad, hemos de confesar que, al hallarse ante aquella fortuna que tomaba la forma más suntuosa y más poética de la riqueza, ante aquellos resplandores azules, rojos y amarillos que parecían fulgurar en el fondo de un hogar mágico, abrió tamaños ojos en los que se pintaba el asombro.

«¡Cuándo pienso!» —se dijo—, «que la menor de estas piedras haría de mí un hombre rico».

Y con la imaginación se vio poseedor de aquel tesoro. Se vio paseando bajo las ventanas de la Dama Enlutada vistiendo un magnífico traje capaz de inspirar envidia a los petimetres más elegantes de la corte del duque de Anjou, el árbitro de las fastuosas elegancias.

Luego, mirándose tal como era en realidad, se vio tan miserable con su raído y destrozado traje, que se mordió los labios con despecho. Y para escapar a la fascinación del tesoro, se puso a contemplar a Juana de Albret.

La reina de Navarra era entonces una mujer de cuarenta años. Llevaba todavía luto de su marido Antonio de Borbón, muerto en 1562, a pesar de que no había llorado mucho a aquel hombre débil, indeciso, juguete de los partidos y que solamente hizo una cosa buena: morirse a tiempo, dejando el campo libre al espíritu viril, audaz y emprendedor de Juana de Albret. Ésta tenía ojos grises, cuya mirada penetraba hasta el alma. Su voz provocaba el entusiasmo. Su boca era severa y a la primera impresión aquella mujer parecía de hielo; pero cuando la animaba la pasión se transformaba. Sólo le faltó para llegar a ser una heroína cumplida, (la Juana de Arco del protestantismo), la ocasión de desplegar sus altas cualidades. Su porte era altivo y tenía aire de dignidad soberana. Sin duda se parecía a la madre de los Gracos.

La Historia, que solamente estudia el lado exterior de las personas, no le ha asignado el gran lugar a que tenía derecho. El novelista, a quien está permitido escrutar el alma bajo los esculturales pliegues de la estatua, y tratar de penetrar las intenciones por los actos públicos, se inclina y admira.

Con Juana de Piennes hemos presentado un tipo de madre. Con Catalina de Médicis también veremos otra madre muy distinta[9], y finalmente, también hallamos una madre en la persona de Juana de Albret.

Hablamos aquí de la pasión que la transfiguraba. Ahora bien, Juana de Albret no tenía más que una pasión, y era su hijo. Por su hijo aquella mujer sencilla y enamorada de la vida patriarcal del Bearn, se había lanzado a la vida de los campos de batalla. Por su hijo era valiente, estoica, capaz de desafiar a la muerte cara a cara. Y fue por su hijo, para pagar el ejército de su hijo, por lo que la primera vez vendió la mitad de sus joyas y a la sazón, ante Pardaillán, vendía todo lo que restaba de su antigua y real opulencia.

Pardaillán estaba asombrado y el judío sonrió. Solamente Juana de Albret permaneció impasible.

* * * * *

Entretanto Isaac Rubén había elegido las piedras, colocándolas por categorías y por orden de mérito. Las examinó fruncido el entrecejo y la frente arrugada por el esfuerzo del cálculo. Sin tocarlas, sin pesarlas, y sin examinar tampoco los defectos, se quedó meditabundo unos cinco minutos.

—Ahora va a empezar el trabajo de valorar las piedras una por una —pensó Pardaillán—. Tenemos para tres o cuatro horas.

—Señora —dijo el judío, levantando la cabeza—, hay aquí piedras por valor de ciento cincuenta mil escudos.

—Exactamente —contestó Juana de Albret.

—Os ofrezco ciento cuarenta y cinco mil escudos. El resto representa mi beneficio y mi riesgo.

—Acepto.

—¿Cómo queréis que os pague?

—Como la última vez.

—¿En una carta a uno de mis corresponsales?

—Sí. Sólo que no quiero entenderme esta vez con vuestro corresponsal de Burdeos.

—Elegid, señora, los tengo en todas partes. ¿Qué ciudad elegís?

—Saintes.

Sin decir otra palabra, el judío se puso a escribir algunas líneas. Luego las firmó, puso un sello especial sobre el pergamino, releyó cuidadosamente aquella especie de letra de cambio y la tendió a Juana de Albret, que, después de haberla leído a su vez la guardó en su seno. La reina de Navarra dio un suspiro. Lo que acababa de vender eran sus últimas joyas.

Haciendo con la mano una señal de despedida al judío, se retiró seguida de Alicia. Pardaillán se marchó tras ellas, maravillado, estupefacto, no sabiendo que admirar más, si la ciencia del judío que acababa de dar tan gran cantidad de dinero sin examinar las joyas y con la seguridad de no engañarse, o la confianza de la reina de Navarra, que se marchaba sin mirar por última vez aquellas brillantes pedrerías, y no llevándose más que un simple pergamino con una firma y un sello.