EL CIRCULO DE LA MUERTE

XXXVI - El sitio de «El martillo que golpea».

PARDAILLÁN PADRE, en la taberna «El Martillo que Golpea», estaba ocupado en la importante tarea de saborear un vaso de hipocrás, en espera de su hijo, cuando éste apareció de pronto y, al ver a su padre, dijo:

—¡Alerta! ¡Me persiguen!

Sin perder el tiempo en hacer preguntas, el viejo Pardaillán saltó hacia la puerta y una mirada a derecha e izquierda lo convenció de la gravedad de la situación. La calle estaba llena de enemigos, las puertas ocupadas por las comadres y los curiosos y, en fin, toda la calle estaba revolucionada.

Cerrar la puerta y correr el cerrojo, fue para el aventurero cosa de un instante. Inmediatamente resonaron furiosos golpes y una voz dijo:

—¡Abrid!

—Levantemos una barricada —dijo el viejo Pardaillán.

—¡En nombre del rey! —gritaba el sargento de armas.

Entre tanto en el interior se amontonaban mesas y escabeles ante la puerta. En el exterior, los golpes eran cada vez más furiosos.

—Ya lo tenemos —vociferó una voz, que el caballero reconoció por la de Maurevert.

—Pongamos este armario —dijeron los dos sitiados empujando un pesado mueble que completó la barricada.

—Podremos estar tranquilos una hora —añadió el viejo.

—En una hora se puede incendiar París —contestó el joven.

—¡Catho, Catho! —gritó el aventurero.

La gruesa Catho asistía a los preparativos de resistencia sin mucha emoción, y es necesario añadir que si sentía alguna, era al pensar que aquel joven tan valiente y simpático pudiera caer en manos de los cortesanos del rey.

—Aquí estoy, señor —dijo.

—Una sola pregunta, Catho. ¿Vas a nuestro favor o contra nosotros?

—A vuestro favor, señor —contestó Catho.

—Eres una buena mujer y recompensaré tu fidelidad.

Y el viejo Pardaillán dijo en voz baja a su hijo:

—Si se hubiera declarado enemiga nuestra, la habría matado.

El caballero hizo un signo afirmativo. ¿Qué quieres, lector? Ponte en su lugar.

—¿Pero qué te pasa? —preguntó Pardaillán a su hijo.

—Ya os lo contaré, señor, es una historia bastante larga.

Pardaillán padre dijo entonces:

—Catho, trae vino. Cuéntame, hijo, tenemos tiempo.

Y mientras terribles golpes conmovían la puerta, contestados por los feroces ladridos de Pipeau y al exterior se oían gritos de los guardias y de algunas mujeres que contemplaban la escena, el caballero, en breves palabras, relató a su padre la escena del Louvre.

—¿Qué diablos ibas tú a hacer en aquel antro? —Dijo el viejo Pardaillán con malhumorado gesto—. Yo ya te habla recomendado…

Entonces, a impulso de un gran golpe, se hundió la puerta de arriba abajo.

—¡Catho! —gritó el aventurero.

—¿Qué queréis, señor?

—Tienes aceite, ¿verdad?

—Hace ocho días que hice traer tres jarras de aceite de nueces.

—Bueno, ¿hay una chimenea arriba?

—Sí, señor.

—¿Dónde está el aceite?

—En la bodega, señor.

—Dame las llaves.

—Aquí están.

—Catho, eres una buena mujer. Sube al primer piso y enciende un buen fuego, ¿sabes? Como si quisieras asar un cerdo.

Catho cogió dos haces de leña y subió al primer piso. Pardaillán, seguido de su hijo, fue a la bodega y diez minutos más tarde las tres jarras de aceite estaban arriba. Además llevó allí todo el pan que había en la casa, cincuenta botellas de vino, una barra de hierro y un pico hallado en la bodega.

—Aquí están las municiones —dijo el padre señalando el aceite.

—Y aquí las provisiones —repuso el hijo subiendo las botellas y los jamones.

—¡A la escalera! —dijo el viejo.

Ésta era de madera carcomida y se sostenía de milagro.

—¡Catho! —Gritó el aventurero—. ¿Quieres que derribe tu casa?

—Derribad, señor —contestó la buena mujer, colocando sobre el fuego una enorme olla de hierro y en ella aceite bastante para llenarla.

Los dos hombres, con el pico y la barra de hierro, empezaron a arrancar los garfios que sujetaban la escalera a la pared, y en cuanto lo hubieron logrado, desde el primer piso empezaron a empujar la escalera.

Un griterío terrible se oyó entonces, pues habiendo derribado la puerta, los guardias trataban de penetrar en la casa a través de los obstáculos que se lo impedían. Contestó a los gritos un espantoso ruido; el de la escalera que se desplomaba. Los asaltantes ya no tenían medios de llegar hasta los sitiados. Y dominando todo el ruido se oyeron las sonoras carcajadas del padre y del hijo.

—Señores guardias, ya sabemos lo que son asaltos —dijo Pardaillán.

Y dirigiéndose a Catho, le preguntó:

—¿Está caliente el aceite?

—Hirviendo, señor.

—Bueno, vamos a enfriar el ardor de estos señores. ¡Cuidado!

La olla llena de aceite hirviendo fue arrastrada al borde del agujero en que antes estaba la escalera. La sala de la planta baja estaba llena de gentes que derribaban la barricada y gritaban:

—¡Traed una escalera!

Pardaillán se inclinó y dijo:

—Señores, retiraos o de lo contrario vamos a escaldaros.

—¡Mueran! —gritaron los guardias, encantados por la fácil victoria que preveían.

—Bueno, como queráis —dijo el viejo Pardaillán—. ¡Cuidado!

Y con un gran cucharón tomó aceite hirviendo y lo echó sobre los asaltantes.

Se oyó entonces un terrible concierto de aullidos, clamores y amenazas. Por segunda vez cayó la temible lluvia de lo alto, y luego otra, y al cabo de pocos instantes, hubo una desbandada general y la sala quedó vacía.

—Catho, sigue calentando.

—Ya lo hago, señor.

En la calle se oían terribles vociferaciones y de pronto resonó un clamor más fuerte, al observar que un carpintero llevaba una larga y sólida escalera.

—Por la ventana —gritó Maurevert.

—Bueno —dijo el viejo Pardaillán—, nueva táctica. Esperad, hijos míos, que vamos a reírnos.

La escalera fue adosada contra la ventana, y sus montantes se apoyaron en los vidrios, que saltaron a pedazos. El viejo aventurero abrió la ventana y se inclinó hacia la calle.

Siete u ocho hombres subían uno tras otro y entonces hizo un signo y acudió su hijo.

Los dos cogieron los montantes de la escalera y uniendo sus fuerzas la hicieron balancear un momento y por fin caer. Dos hombres se rompieron la cabeza, y en el mismo instante, la terrible olla fue puesta sobre el antepecho y, con violenta sacudida, los sitiados la vaciaron sobre la multitud. Hubo una explosión de alaridos e instantáneamente la calle quedó despejada ante la taberna.

Los asaltantes, asustados y asombrados ante semejante resistencia, celebraron consejo. Quince hombres escaldados o heridos estaban fuera de combate y en cambio los sitiados no tenían ni un solo rasguño.

Tranquilamente, Catho puso de nuevo la marmita en el fuego e hizo calentar una nueva jarra de aceite. Al vaciarla en la olla dio un suspiro y exclamó:

—¡Qué lástima! ¡Tan buen aceite como éste!

Fuera, los asaltantes se concertaban para un nuevo ataque.

—Mandemos a buscar refuerzos —dijo Quelus.

—Creo que esos diablos me han echado aceite en el cuello —dijo Maugiron.

Y verdaderamente tenía en el cuello enormes ampollas.

—Ya que les gusta lo caliente, incendiemos la casa —propuso Maurevert.

—Eso, los asaremos vivos.

El viejo Pardaillán lo oyó, y ante la amenaza de ser quemado vivo hizo una expresiva mueca.

—¡Diablos! —dijo—. Dame vino, hijo mío.

El caballero llenó tres vasos y los sitiados los vaciaron.

—Creo —dijo el caballero— que pronto habrá terminado el sitio.

—¿Creéis que van a quemarnos vivos, señor? —dijo Catho.

—Sí —dijo el aventurero—, pero; ¡bah!, podrás figurarte que estás en el purgatorio y esto te conducirá en derechura al paraíso que mereces.

—Catho —dijo de pronto el caballero—, ¿qué hay detrás de esa pared?

—La casa de mi vecino, el vendedor de volatería.

—Buena idea, hijo —exclamó el padre—. Tratemos de pasar a la casa próxima.

El caballero cogió el pico y empezó a golpear el muro. Pero enseguida su padre lo detuvo.

—El vecino oirá los golpes y avisará a los guardias, de modo que en vez de huir abriremos la brecha para que entren.

—Se trata de correr un riesgo —dijo fríamente el caballero—, pero prefiero morir en un combate cuerpo a cuerpo que dentro de un brasero como será pronto esta casa.

—Pues adelante, hijo.

Los picos empezaron a resonar sordamente. El muro era muy sólido, pero, felizmente, fuera continuaba el tumulto, si bien con gran rapidez hacinaban al pie de la casa grandes montones de leña.

—Con tal que el vecino no lo oiga —dijo el viejo Pardaillán, mientras su hijo, como un minero que agujerea la tierra, golpeaba con fuerza la pared.

Catho, con un gesto, llamó al aventurero y conduciéndolo a la ventana le señaló a un hombre que en la calle se lamentaba y se arrancaba los cabellos.

—El vendedor de volatería —dijo la hostelera.

En aquel momento prendieron fuego a la leña y todos los espectadores empezaron a proferir gritos de alegría regocijados con la idea de que iban a perecer achicharrados dos hombres a quienes no conocían y que ningún mal les habían hecho.

Algunos instantes más tarde la alegría se convirtió en delirio, al observar que un espeso torbellino de humo subía al cielo. Muy pronto las llamas empezaron a lamer los muros de la casa.

¿Qué era entre tanto de los sitiados?

Maurevert dirigía sombrías miradas de satisfacción sobre el incendio, y repitiendo el gesto que en el Louvre hizo el caballero, se acariciaba la mejilla herida.

La casa quedó enteramente destruida. Aquélla era una justicia sumaria muy corriente en una época en que las ideas de justicia empezaban a nacer.

En una palabra, la casa ardió, y muy pronto las gentes tuvieron que esforzarse en apagar el incendio que ya se cebaba en las casas vecinas y amenazaba invadir toda la calle. Algunos vecinos sufrieron grandes pérdidas, pero ello tenía poca importancia. Lo esencial era que Maurevert, Quelus y Maugiron pudieron regresar al Louvre muy satisfechos.

Maurevert fue recibido por la reina Catalina y Quelus y Maugiron por el duque de Anjou.

—Señora —dijo el primero a la reina madre, en presencia de Nancey, que estuvo a punto de morirse de envidia—. Vuestra Majestad ha sido vengada. Hemos cogido al truhan como una zorra en su madriguera y hemos incendiado la casa, es decir, que ha muerto achicharrado. A no ser por Quelus y Maugiron, que, con su indecisión, retrasaron la cosa, habría terminado dos horas antes.

—Maurevert —dijo Catalina—, hablaré de vos al rey.

—Vuestra Majestad me confunde con su bondad. Pero lo más hermoso no ha sido la muerte de aquel insolente, al que hubiera dado muerte en la primera ocasión. Lo magnífico fue la alegría del pueblo, cuando les dije que allí se estaban asando dos hugonotes.

—Chitón —dijo la reina con maligna sonrisa—. ¿No sabéis que vamos a concertar la paz verdadera?

—¡Oh! Esto no impide la paz, al contrario —contestó Maurevert, el cual, creyéndose necesario, se tomaba a veces ciertas libertades al hablar con la reina.

En cuanto a Quelus y Maugiron, dijeron al duque de Anjou:

—Monseñor, estáis vengado, y si Maurevert, no hubiera tenido inexplicables vacilaciones, os habríamos podido dar esta noticia una hora antes. Pero, en fin, ya está hecho. El insolente no se presentará más. Lo hemos achicharrado en unión de algunos truhanes de su especie que querían defenderlo.

—Sois buenos amigos míos —dijo el duque de Anjou poniéndose cosmético en las cejas—. Quisiera ser rey, sólo para recompensaros según merecéis.