XXXII - Padre e hijo

CASI A LA MISMA HORA en que Enrique de Montmorency salió de la calle de la Hache y tomaba el camino de Mesmes, es decir, un poco antes de las nueve de la noche, un hombre transcurría rápidamente por la calle de San Dionisio. En aquella época en que las tiendas se cerraban muy temprano y no alumbraban las calles, no había linternas, faroles ni lámparas que disiparan la obscuridad reinante; solamente alguna que otra taberna alteraba las tinieblas con la escasa luz que irradiaba a través de las aberturas de la puerta. La obscuridad era, pues, profunda a las nueve de la noche, y aquel hombre que andaba muy aprisa, chocó contra otro transeúnte al que no había podido ver.

Soltó un enérgico voto, murmuró algunas palabras y continuó su camino. El transeúnte, que sin duda tenía buen carácter no dijo nada… El hombre en cuestión se detuvo un instante ante la posada de «La Adivinadora», la contempló emocionado y pareció decidirse a entrar en ella pero moviendo la cabeza, continuó su interrumpido camino, murmurando:

«No hagamos imprudencias, que ya tendré tiempo de verlo».

Penetró entonces en un callejón y dos minutos más tarde levantaba el aldabón de la puerta del palacio de Mesmes. Se abrió una ventanilla, dejando entrever una cara desconfiada, la cual preguntó al recién venido por los motivos de su llamada.

—Decid al señor mariscal —contestó el interpelado— que ha llegado el hombre que encontró en la posada de Pont-de-Cé.

La puerta se abrió enseguida.

La casa del mariscal de Damville, así como la de Guisa y como la de otros grandes señores, estaba organizada como el Louvre. El mariscal tenía sus gentilhombres, sus guardias y sus oficiales, y en su casa era tan rey como Carlos pudiera serlo en el Louvre.

Hasta Luis XIII, el rey no fue más que el primer noble del reino. Más tarde Richelleu debía empezar a desmantelar todos aquellos Louvres en miniatura, a decapitar y a imponerse a todos aquellos reyezuelos. De modo que Luis XIV no heredó solamente un reino, sino también una idea: la monarquía absoluta.

Al mismo tiempo que el lacayo abría, salió un oficial y dijo:

—¿Venís de Pont-de-Cé?

—En efecto, de allí llego en pequeñas etapas.

—¿Entonces sois Pardaillán?

—Realmente tengo el honor de ser el señor de Pardaillán, ¿y vos?

—Bueno, no os enfadéis. Soy hombre capaz de reparar mi olvido si éste os ha chocado.

—Mucho, y más porque no recuerdo vuestra cara.

—Me llamo Orthés y soy vizconde de Aspremont. Así, pues, cuando queráis, señor de Pardaillán.

—En seguida. No hay nada que me moleste tanto como tener pendiente un desafío.

—¡Señores, no riñáis! —dijo un oficial interviniendo.

El vizconde de Aspremont se encogió de hombros y dijo a Pardaillán, que ya desenvainaba:

—No temáis, caballero; ya cuidaré de que no tengáis que esperar mucho, pero como el mariscal no quiere que aquí se bata nadie, será necesario esperar. Entre tanto, servíos entrar, pues os aguardan.

El aventurero penetró en el palacio, cuya puerta se cerró con ruido.

—Caballero —dijo entonces Orthés—. Voy a tener el honor de conduciros yo mismo a la habitación que os han preparado.

—El honor será mío —dijo Pardaillán contestando ceremoniosamente al saludo de su adversario.

Precedido por un lacayo que llevaba una antorcha, Orthés, vizconde de Aspremont, echó a andar acompañado de Pardaillán, con el cual, siguiendo la costumbre de la época, se puso a conversar alegremente, como si fueran los mejores amigos del mundo. Así llegaron al segundo piso del palacio y entraron por fin en una hermosa estancia.

—Ésta es vuestra habitación —dijo Orthés—. ¿Queréis cenar?

—Mil gracias. He comido muy bien al llegar a París.

—Sólo me resta, pues, desearos buena noche.

—A fe mía, me caigo de sueño y estoy seguro de dormir de un tirón hasta mañana. Pero, decidme, ¿el señor mariscal no está en casa?

—Está ausente, en efecto, pero esperaba vuestra llegada hoy o mañana y en cuanto regrese será avisado.

Los dos hombres se saludaron. Orthés salió y Pardaillán se fijó en que al marcharse cerraba con llave la puerta de la habitación.

—¡Hola! —se dijo—. Me encierran, ¿por qué será?

Y ni corto ni perezoso, corrió a la puerta. Ésta era sólida y no había que pensar en violentar la cerradura. Entonces examinó la ventana, que se hallaba, como ya sabemos, en el segundo piso de la casa. Así, pues, no había medio de saltar desde tal altura sin correr el riesgo de romperse los huesos en la caída, cosa que no seducía al aventurero. Tiró rabiosamente su birrete sobre la cama y exclamó:

—¡Tonto de mí! ¡Me he dejado coger! Ahora comprendo perfectamente la conducta del mariscal. Me explico su paciencia, su amabilidad sus promesas y los escudos que me dio. ¡Ah, cobarde! Cara a cara tiene miedo y si fingió haber olvidado el asunto de Margency fue para combinar una emboscada. Y yo, como un estornino, me he metido en la trampa. Ahora me explico también la insolencia de este Orthés. El amo tiene miedo y va a hacerme asesinar por sus criados, pero ¡por Barrabás! ¡Ya lo veremos!

Estos fueron los primeros pensamientos de Pardaillán, pero reflexionando luego, halló un detalle que trastornaba todas sus suposiciones. El mariscal le había declarado positivamente que conspiraba contra el rey de Francia; terrible confidencia que podía llevarlo al cadalso.

—A menos —murmuró— que no haya imaginado esta conspiración para inspirarme confianza y si no quiero que me degüellen mientras duermo, será necesario velar toda la noche. ¡Y pensar que me estoy cayendo de sueño!

Pardaillán empezó a recorrer furiosamente la estancia, para no dormirse, pero cada vez que pasaba ante la cama daba un suspiro de envidia. Así transcurrió una hora y el aventurero andaba ya con los ojos cerrados. De pronto, no pudo resistir por más tiempo y desenvainando la espada, la empuñó fuertemente. Luego se echó sobre la cama dando un suspiro de satisfacción y dijo:

—Quiero dormir a pesar de todo. Bien mirado, dos horas de buen sueño valen la pena de correr el riesgo de ser degollado. Y además, entre morir de sueño o de una puñalada, la diferencia no es grande, porque ¡se parecen tanto el sueño y la muerte! —Y aún persuadido de que irían a acribillarlo a puñaladas, no por eso dejó de cerrar los ojos con gran delicia; diez segundos más tarde un sonoro ronquido llenó al aire de la habitación con ingrata melodía.

Después del encuentro de Pont-de-Cé, el viejo Pardaillán dio algunos rodeos y habiéndose vestido de nuevo y comprado otro caballo, pasó algunos días reflexionando. Por fin se percató de que era ya el día 7 de abril, de que sólo le quedaba una libra en el bolsillo y que se hallaba a dieciocho leguas de París.

Las recorrió en una jornada y llegó a la capital en el momento en que cerraban las puertas. Con el fin de esperar a que fuera completamente de noche, de acuerdo con la recomendación del mariscal, entró en el primer bodegón que halló al paso, en donde cenó abundantemente.

Vació dos botellas de cierto vino de Borgoña, cada una de las cuales costaba tres libras, y cuando le anunciaron que su cena y la de su caballo costaban once libras y tres sueldos, Pardaillán, que no tenía más que una libra, dejó su caballo en prenda, y marchó rápidamente hacia el palacio de Mesmes. Ya hemos visto de qué modo llegó y cómo acabó por dormirse tranquilamente después de la larga jornada de aquel día.

Cuando se despertó, vio que el sol estaba bastante alto, y lleno de sorpresa se dijo:

—¡Caramba! No estoy muerto todavía.

—Saltó de la cama y casi al mismo tiempo se abrió la puerta, Apareció el mariscal, que estaba pálido, pues Ciertamente había pasado peor noche que su prisionero.

—Habéis sido exacto en acudir a la cita. Os doy las gracias, Pardaillán.

—A fe mía, monseñor, me arrepiento de haber venido.

—¿Por qué? ¡Ah, sí, porque os han encerrado! Yo di la orden. Perdonadme esta precaución, mi querido señor de Pardaillán, pero he querido evitaros un encuentro desagradable y que pudiera alterar nuestras buenas relaciones.

—No comprendo una palabra de lo que me decís monseñor.

—No importa. Lo esencial es que habéis llegado. Voy a pediros dos cosas, querido Pardaillán.

—«¡Oh, oh!» —pensó el aventurero—. «¡Cuánta amabilidad!».

—Primera —continuó el mariscal— es que os dejaréis encerrar durante todo el día de hoy. Os juro que no tenéis nada que temer y que gozaréis de vuestra libertad a las once en punto de la noche. Pardaillán hizo una mueca de disgusto.

—A no ser que me deis palabra de no salir de aquí durante todo el día hasta que vengan a buscaros de mi parte.

—Prefiero esto último. Os doy mi palabra, monseñor. Pero ésta es una de las dos cosas que me anunciasteis.

—La otra, Pardaillán, es que poseo un tesoro inestimable que no está seguro en este palacio y quiero transportarlo a una casa en donde estará bien guardado. Esta operación se llevará a cabo esta noche a las once. ¿Puedo contar con vos para ayudarme?

—Monseñor, desde el momento en que consentí entrar a vuestro servicio, es que estoy decidido a correr a vuestro lado todos los riesgos. Contad, pues, conmigo. ¿Pero no teméis que os roben por el camino vuestro tesoro?

—Sí, lo temo —dijo Enrique—. Y por esta razón no tengo confianza más que en vos y en uno de mis oficiales, hombre bravo y fiel, el vizconde de Aspremont. He aquí, pues, lo que he combinado. A las once la carroza saldrá del palacio.

—¡Ah! ¿Lo transportaréis en una carroza?

—Sí. d’Aspremont guiará; yo iré a caballo a la vanguardia y vos, con la espada en una mano y la pistola en otra, iréis a retaguardia, preparado a matar sin misericordia a cualquiera que trate de acercarse al vehículo. De este modo, nadie más que vos, d’Aspremont Y yo, sabremos la casa en que ocultaré mi tesoro.

—Entendido, monseñor. Voy a haceros una pregunta. ¿Acaso esta expedición se relaciona con… la campaña de que hablamos en Pont-de-Cé? En otros términos. ¿Es este tesoro de metal, piedras preciosas o bien de carne y hueso? Enrique palideció, y dirigiendo su escrutadora mirada a Pardaillán, exclamó:

—¿Qué queréis decir? ¿Sabéis algo?

—¿Yo? Nada absolutamente —contestó Pardaillán examinando al mariscal con no menor atención—. Pregunto solamente, ¿no sería, por ejemplo… una corona? —añadió bajando la voz.

«Cree que se trata del rey», —se dijo el mariscal tranquilizándose al momento.

—Porque en tal caso —continuó diciendo Pardaillán— doblaría las precauciones.

—Escuchad, Pardaillán, no puedo deciros si se trata de lo que creéis, pero obrad como si realmente escoltarais una corona.

«Bueno» —pensó Pardaillán—. «Ya han raptado al rey. He aquí una hermosa guerra que se avecina, es decir, ocasión de dar y recibir muchos golpes, pero ¿cómo es posible que Paris esté tan tranquilo?».

Y como una idea atravesara su espíritu, preguntó:

—Así, monseñor, a mi llegada me encerraron por miedo de que me enterara de la clase de persona que estaba prisionera en este palacio.

—Exactamente —dijo el mariscal y no mentía, pues temió que Pardaillán se interesara por la suerte de Juana y de su hija.

—Está bien —dijo resueltamente Pardaillán. No me moveré de aquí en todo el día y esta noche a las once estaré preparado.

Una vez el mariscal hubo salido, el aventurero se dijo:

«Si no querían que yo supiera el nombre del preso, ¿para qué el mariscal me lo habrá dicho? Y si ahora lo sé ya, ¿de qué Sirve la precaución de obligarme a permanecer en mi cuarto durante todo el día? No, no es el rey el prisionero. ¿Y se tratará solamente de un preso? Lo que es evidente es que tratan de ocultarme algo, que sabré tal vez esta noche, pero que quiero averiguar ahora mismo».

Dicho esto, Pardaillán quiso asegurarse de que no lo habían encerrado y observo con gran satisfacción que estaba libre. La puerta daba a un corredor por el cual se aventuró un poco yendo hacia la ancha y monumental escalera que conducía al patio, Retrocedió pensando que sería infaliblemente sorprendido.

Pasando entonces por delante de la puerta de su cuarto exploró el otro extremo del corredor que conducía a una puerta y, abriéndola, vio que daba a una escalera de caracol.

Y contento de este descubrimiento, regresó a su habitación.

La mañana transcurrió sin incidentes. Pardaillán se paseó un poco, meditó, silbó algunos aires de caza, tamborileó en los vidrios de su ventana y, en una palabra, se aburrió le mejor que pudo.

Hacia las once se presentó un lacayo, el cual dispuso la mesa y la cubrió con abundantes y sabrosos manjares, acompañados de algunas botellas de hermosa apariencia.

Mientras el aventurero se las había con el almuerzo, con un apetito propio de los veinte años, el lacayo desapareció, regresando a los pocos instantes con un talego lleno de monedas de plata.

Pardaillán, sonriendo alegremente, puso al descubierto sus blancos y sólidos dientes.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—La primera mensualidad del señor oficial, que el señor intendente de monseñor me ha entregado, pensando que tal vez el señor oficial necesitaría dinero después de su viaje.

«He aquí un lacayo de fastidiosa urbanidad», —pensó Pardaillán.

—Pues bien —dijo en voz alta—, el señor intendente ha pensado muy bien, como digno intendente de monseñor, y el señor oficial está satisfecho. Porque supongo que el señor oficial soy yo. Pero decidme, amigo, ¿sabéis lo que contiene este saco?

—Sí, mi oficial, seiscientos escudos.

—¿Seiscientos? ¡Pero si sólo debo cobrar quinientos!

—Es verdad, señor oficial, pero los cien escudos son para los gastos de viaje. El señor intendente me ha rogado explicarlo así al señor oficial.

—¡Cien escudos para el viaje! —exclamó Pardaillán, y para su sayo dijo:

«Decididamente, este hombre es menos fastidioso de lo que me pareció».

—Gracias, amigo —añadió, en voz alta—. Tened la bondad de abrir este saco.

—Ya está, mi oficial —dijo el lacayo.

—Bueno, toma cinco escudos.

—Ya está, señor oficial.

—Pues guárdatelos. Te los beberás a mi salud.

—Gracias, mi oficial —dijo el lacayo inclinándose hasta el suelo—. Os prometo que mañana me los beberé a vuestra salud hasta el último sueldo.

—¿Y por qué mañana y no hoy, amigo mío? ¿Sabes acaso donde estarás mañana? Bébetelos, amigo, bébetelos hoy mismo.

—Es que tengo orden de estar todo el día a disposición del señor oficial.

«Esto es lo que quería saber», —se dijo Pardaillán.

—Así, pues, hoy… —añadió en voz alta.

—No debo dejar al señor oficial. Debo servirlo sin alejarme.

«He aquí un animal cuya urbanidad es muy molesta» —pensó el aventurero.

—Pero ahora que me acuerdo —exclamó—, ¿y mi caballo? A ver, vuelve a meter mano en el saco.

—Ya está, mi oficial.

—Toma cinco escudos más.

—Ya los tengo.

—Bueno, pues hazme el favor de ir enseguida a la taberna de «El becerro que Mama». ¿Sabes dónde está?

—Sí, entre la Truanderie y el Louvre.

—Precisamente. Pagarás una cuenta de un docena de horas que olvidé satisfacer ayer y la vuelta te la guardas. De paso te traes mi caballo. Y cuando vuelvas, ten cuidado de no despertarme, porque he dormido mal esta noche y voy a echar una siestecita para estar descansado por la noche, para una excursión que debo hacer.

El lacayo permaneció inmóvil.

—Bueno. ¿Qué haces aquí? —dijo Pardaillán.

—Ya iré mañana, mi oficial.

—¿Mañana? ¡Pero si yo necesito mi caballo hoy!

—Las cuadras de monseñor están a disposición del señor oficial.

Pardaillán miraba ya a su alrededor para ver si encontraba un bastón para romper en las costillas del criado, cuando se le ocurrió una idea y se echó a reír. Como el almuerzo estaba terminado, llenó un vaso y lo ofreció a su carcelero, porque aquel lacayo no era, en realidad, otra cosa.

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó.

—Didier, para serviros.

—Bueno, pues, Didier, trágate esto ya que no puedes ir a beber fuera. El lacayo movió negativamente la cabeza y dijo:

—El señor intendente me ha dicho que si aceptaba un solo vaso de vino del señor oficial, perdería el sueldo de este mes y tal vez algo más todavía.

«¡Maldito sea!» —se dijo el aventurero.

—Bueno —añadió en voz alta—. Veo que eres fiel y obediente y, por lo tanto, cuando te mueras irás derechito al cielo.

Y levantándose dio dos o tres vueltas por la habitación, mientras el criado arreglaba la mesa y volviéndose hacia el lacayo le puso una mano sobre el hombro y le dijo:

—¿De modo que has de estar a mi lado durante todo el día para fastidiarme e impedirme dormir?

—No, mi oficial; debo permanecer en el corredor y ante la puerta.

—Y si me diera la gana de salir de aquí me seguirías, ¿no es verdad?

—No, mi oficial, pero avisaría en el acto al señor intendente.

—Didier, amigo mío. ¿Qué dirías tú si yo quisiera estrangularte?

—Nada, mi oficial, me limitaría a gritar.

Tanta ingenuidad no fue bastante para desarmar al aventurero, que tenía más deseos de visitar el hotel cuantos más impedimentos hallaba para hacerlo.

—¿Gritarías? ¡Ca! No te daría tiempo —y diciendo estas palabras, Pardaillán cogió con viveza una servilleta y, antes de que el desgraciado hubiera podido hacer un gesto, se la ató alrededor del rostro y le amordazó sólidamente. En el mismo instante desenvainó su puñal y dijo con la mayor tranquilidad:

—Si te mueves y haces ruido, eres hombre muerto. Didier cayó de rodillas y, no pudiendo hablar, unió las manos en acción suplicante.

—Bueno —dijo Pardaillán—, veo que eres hombre razonable. Gracias a Dios que ya no oigo tu fastidioso apelativo: «Señor oficial». Ahora, escúchame bien. ¿Estás decidido a obedecerme? Reflexiona antes de comprometerte.

El pobre lacayo, valiéndose de la mímica, juró fiel obediencia.

—Muy bien. Hazme, pues, el favor de quitarte tu librea y ponerte en cambio mi casaca y mis botas y yo entonces me vestiré con el traje que te sienta tan bien. Voy a ver qué cara tengo con el traje de lacayo del señor intendente de monseñor.

Mientras hablaba, el aventurero ayudaba al lacayo a desnudarse, porque el pobre hombre, tembloroso como estaba, no hubiera podido hacerlo él solo. El cambio se llevó a cabo en pocos minutos. Didier se endosó el traje de Pardaillán y éste el del lacayo.

—Ahora acuéstate, «señor oficial» —dijo Pardaillán. El lacayo obedeció y se echó sobre la cama. Pardaillán le cubrió la cabeza como si quisiera defenderlo de la luz.

—Si oyes abrir la puerta —añadió— te pones a roncar y no hagas el más pequeño movimiento si no quieres que te corte las orejas.

Un gruñido quejumbroso y ahogado dio a entender que Didier estaba resuelto a guardar obediencia pasiva. Entonces Pardaillán salió de la habitación y se instaló en el corredor, en el cual reinaba cierta obscuridad. Luego se dirigió a tientas hacia la escalera de caracol que antes había descubierto, pero aún no había dado dos pasos, cuando se abrió la puerta dando paso a un hombre que Pardaillán reconoció enseguida. Era el escudero que acompañaba al mariscal durante su estancia en la posada de Pont-de-Cé. El aventurero dio inmediatamente medía vuelta, pero enseguida el escudero lo abordó.

—¿Qué hace el señor de Pardaillán? —murmuró.

El escudero abrió despacio la puerta de la habitación y divisó al falso Pardaillán echado sobre la cama y como oyera un sonoro ronquido, cerró la puerta diciendo en voz baja:

—Bueno, no te muevas de aquí, y así que se despierte, avísame.

Dichas estas palabras, el escudero del mariscal prosiguió su camino, de puntillas, y bajó por la escalera grande.

—¡Uf! —murmuró el aventurero. Estoy sudando de angustia. Pero ahora podré estar tranquilo durante una o dos horas, y aunque el diablo me lo impida, descubriré el misterio, es decir, la persona que se oculta en este palacio y que tanto empeño tienen en no dejarme ver. Vamos, en marcha.

Entonces fue hacia la escalera de caracol y empezó a bajar por ella.

«Esto está obscuro como boca de lobo» —se dijo—. «Temo seguir una pista falsa».

Ya en el primer piso vio una puerta que daba acceso a las habitaciones del mariscal. Pardaillán iba a proseguir su descenso, cuando a través de la puerta oyó ruido de voces. Inmediatamente pegó su oído a la cerradura y con gran claridad oyó pronunciar su nombre repetidas veces.

* * * * *

Casi en el mismo instante en que Pardaillán amordazaba al lacayo Didier, una silla de mano, sin armas de ninguna clase, se detenía ante el palacio de Mesmes. De allí salió misteriosamente un hombre y penetró en el palacio. Sin duda un personaje de gran importancia, porque fue introducido inmediatamente en el gabinete del mariscal de Damville. Éste, al ver a su visitante, fue hacia él y con cierta emoción le dijo en voz baja:

—¡Vos aquí! ¡Qué imprudencia!

—Mayor hubiera sido ir a casa de monseñor el duque de Guisa o de Tavannes, Por otra parte, lo que sucede es tan grave que era absolutamente necesario avisaros lo antes posible. Desde ayer no vivo y por fin he podido salir de la Bastilla sin despertar sospechas. Voy a explicároslo todo. Es necesario que Guisa sea avisado hoy mismo, porque en ello va la cabeza de todos.

—Exageráis, Guitalens —exclamó Damville, que no obstante, se puso pálido al observar la agitaciones de su interlocutor. Este era, como se ha visto, Guitalens, el gobernador de la Bastilla.

—Vamos, qué sucede —continuó el mariscal.

—¿Estamos solos? ¿Tenéis la seguridad de que nadie puede oírnos?

—Perfectamente seguro; pero, para más precauciones, venid. El mariscal llevó entonces a Guitalens a un cuartito que comunicaba con su gabinete.

—Bueno —dijo—. Estamos ahora separados de mis gentes, por el gabinete, la sala de armas y una antecámara. En cuanto a esta puertecita, da a la escalera de caracol y solamente Gil, mi intendente, y yo, podemos pasar por ella. Ya sabéis que Gil conoce perfectamente el asunto. Explicaos, pues, sin miedo.

—Pues bien —dijo Guitalens sentándose en un sillón—, ocurre que, probablemente, estamos perdidos. Existe un hombre en París que conoce nuestro secreto y que, según le plazca, puede perdernos mandarnos al cadalso.

—¡Qué un hombre conoce nuestro secreto! Cuidado con lo que decís.

—¡Ah! Es la pura verdad. Este hombre asistió a nuestra reunión en «La Adivinadora». Os repito que lo sabe todo.

—¿Cómo se llama?

—Pardaillán.

—¿Pardaillán? —exclamó Enrique estupefacto—. ¿Un hombre de unos cincuenta años al parecer, aun cuando en realidad tiene más de sesenta, alto, delgado y con el bigote gris erizado?

—No. El Pardaillán de que os hablo es joven y no parece tener más de veintidós o veintitrés años. Su mirada es glacial, tiene la boca crispada por singular sonrisa. Es esbelto, ancho de espaldas, burlón y con la mano puesta siempre en el pomo de la espada.

—En tal caso es su hijo.

—¡Su hijo! —dijo Guitalens sin comprender.

—Sí. Yo ya me entiendo. Continuad. Decís que Pardaillán ha sorprendido nuestro secreto en la hostería de «La Adivinadora», pero antes contestad a mi pregunta. ¿Estáis seguro de que es el único que lo sabe?

—Sí, por lo menos tal creo.

—En este caso podemos tranquilizarnos; sé una manera para apoderarnos de este Pardaillán y reducirlo al silencio. ¿Pero cómo lo habéis sabido?

—Porque lo he tenido en mi poder durante algunos días, en mi calidad de gobernador de la Bastilla. Fue encerrado allí y me recomendaron que lo vigilara estrechamente.

—Pues entonces el asunto es muy sencillo —contestó el mariscal.

—¿Por qué?

—¿Acaso no hay mazmorras en la Bastilla?

—¡Pero si está libre! Me vi obligado a dejarlo salir. Que digo salir, ¡le abrí en persona las puertas, rogándole que me dispensara por haberlo tenido preso! El mariscal creyó que Guitalens se había vuelto loco.

—Esto os asombra —continuó el gobernador de la Bastilla—. Cuando pienso en ello y desde ayer que reflexiono acerca de este asunto también me asombro yo. Ese hombre tenía mi vida en sus manos y me fue preciso ponerlo en libertad.

—Calmaos, querido Guitalens, y explicadme con mayor precisión lo sucedido. Si ese joven es el que yo imagino, no será el peligro tan grande como os parece.

—El Cielo os oiga —dijo Guitalens. Y relató la tragicomedia que tuvo lugar en la Bastilla—. ¿Qué os parece? —añadió al terminar.

—Digo que es maravilloso y que es necesario hacer nuestro ese joven, cueste lo que cueste. Dejadlo a mi cargo.

—¿Lo conocéis acaso?

—No, pero conozco a uno que es su amigo y esto basta. Id, querido Guitalens, y tranquilizaos. Me encargo de avisar al duque de Guisa en caso de peligro, pero no habrá necesidad. Esta misma noche o mañana, el joven Pardaillán estará en nuestro poder.

—Vuestra tranquilidad me consuela —dijo Guitalens—. Ya empiezo a respirar. Si ese canalla cae en nuestro poder, como aseguráis, traédmelo, pues arriesgo mi empleo, cuando no mi cabeza, por haberlo dejado salir, y ya sabéis que hay buenos calabozos en la Bastilla.

—Estad tranquilo. Mañana os haré llevar al joven Pardaillán atado de pies y manos, en caso de que no se pueda sacar mejor partido de él.

Guitalens penetró de nuevo en la silla de manos con tantas precauciones como al entrar en el palacio y se alejó algo más tranquilo que al llegar.

En aquel mismo instante Pardaillán entraba precipitadamente en su habitación y una vez en ella, cambió de traje con el criado y le dijo:

—Hay Cien escudos para ti si no dices una palabra de lo sucedido, o una puñalada si te empeñas en hablar de ello. ¡Elige!

—Prefiero los cien escudos —dijo Didier muy contento de salir tan bien parado. Y sin hacer cumplidos empezó a contarlos de los que el saco contenía.

—Ahora —dijo Pardaillán—, ve a avisar al señor intendente de que he despertado, en cumplimiento de la orden que te dio en el corredor antes de abrir la puerta para ver si yo dormía, como tú le dijiste. Anda, imbécil. ¿No has comprendido todavía?

—Sí, comprendo que el señor Gil os ha confundido conmigo. Corro a avisarlo.

Pardaillán se instaló en un sillón con las piernas estiradas, llenó su vaso como si se hubiera entretenido bebiendo y esperó los acontecimientos.

Lo que había oído a través de la puerta, modificó completamente sus ideas. Nuestros lectores ya habrán comprendido que Pardaillán se enteró de la parte más interesante de la conversación sostenida por el mariscal y el gobernador de la Bastilla fue tanta la impresión que le produjo, que olvidó completamente el motivo de sus pesquisas a través del hotel. El peligro que corría su hijo lo absorbió y se puso a reflexionar profundamente en los medios de avisarle cuanto antes.

A este azar, más que a las precauciones adoptadas por el mariscal, se debió que Pardaillán ignorara la presencia, en el palacio de Mesmes, de Juana de Piennes y su hija.

En caso de saberlo, ¿hubiera tratado de libertarlas? Como no queremos hacer a nuestros héroes más virtuosos de lo que eran en realidad, debemos manifestar nuestra duda de que tal hiciera. En efecto, ¿quién era Pardaillán? Un aventurero sin educación moral y que si tenía el sentimiento del bien y del mal, era gracias a su instinto natural. En Margency sintió lástima de Juana, pero ¿quién sabe si en su corazón endurecido tal sentimiento hubiera hallado eco nuevamente? Sea lo que fuere, es preciso hacer constar que Pardaillán amaba a su hijo. Y su inquietud y dolor al enterarse de que corría el peligro de ser enterrado en vida en un calabozo de la Bastilla, se tradujo en una serie de blasfemias, proferidas en voz baja, y en algunos vasos de vino que se tragó.

Haremos gracia al lector de las reflexiones que se sucedían en el cerebro del aventurero, el cual, tras mucho reflexionar, se dijo:

«¿El señor intendente? ¡Cuánto me carga! Iré a “La Adivinadora”, y si alguien quiere oponerse a mi salida, ¡juro a Dios que lo mato! Luego ya veremos».

Pero cuando tras de haberse ceñido la espada se disponía a salir, apareció Damville.

—Bueno —dijo el mariscal—. ¿Habéis dormido bien? ¿Estáis dispuesto para esta noche?

—Ya veo, monseñor, que estáis bien informado. ¡Caramba! Tenéis unos criados que todo lo ven y todo os lo cuentan.

—No hay tal —dijo Damville—. Lo sucedido es que hace poco quise visitaros y como me aseguré que dormíais, no quise interrumpir vuestro descanso y di orden para que me avisaran en cuanto despertarais.

—Estad tranquilo, monseñor. He descansado tan bien, que ahora sería capaz de estar despierto tres días con sus noches.

—No hay ninguna necesidad —dijo Damville—. Porque a las doce estará todo listo.

—¿Y desde esa hora seré libre monseñor?

—Como el aire. Podréis ir donde os plazca pero tened presente que esta habitación os pertenece mientras dure la campaña proyectada, que será dura, os lo advierto. Por esta razón cuantos más seamos, mejor. A propósito, ¿no me hablasteis de vuestro hijo?

—Sí, monseñor —dijo Pardaillán poniéndose en guardia.

—¿Lo creéis capaz de dar buenas estacadas si la ocasión se presenta?

—¡Ya lo creo!

—Pues bueno, traédmelo mañana sin falta. ¿Dónde Vive?

—Cerca de la, montaña de Santa Genoveva.

—¡Vaya un Sitio! ¿Acaso quiere hacerse abate o doctor?

—No, pero le gusta la compañía de los estudiantes, asiduos concurrentes de las tabernas buenos bebedores y espadachines.

—Así me gusta. ¿De manera que puedo contar con él?

—Como conmigo mismo.

El mariscal se marchó.

—He aquí cómo han cambiado las cosas —murmuró el aventurero desciñéndose la espada— pues si cuenta con que yo mañana le traiga mi hijo es prueba de que nada hará esta noche en contra de él. En cuanto esté libre me iré a pasear ante «La Adivinadora» y ya veremos lo que sucede. Hasta entonces no vale la pena armar un escándalo.

Entonces Pardaillán se tendió en la cama y durmió tranquilamente hasta la hora de cenar.

A las diez de la noche, Enrique de Montmorency hizo los últimos preparativos. Gil, su escudero, su intendente, su cómplice, para decirlo en una palabra, era el único que sabía el lugar a donde Juana y su hija debían ser transportadas. Fue mandado allí anticipadamente con orden de permanecer en la calle de la Hache y de vigilar los alrededores de la casa de la puerta verde.

El vizconde de Aspremont debía conducir la silla de posta hasta la entrada de la calle de la Hache, y enseguida echar pie a tierra, mientras el mariscal, conduciendo los caballos por la brida, llevaría el vehículo hasta la puerta de la casa.

Pardaillán debía ir a retaguardia y detenerse en el mismo lugar que d’Aspremont.

Así el mariscal y su escudero serían los únicos en saber el sitio preciso en que la silla de posta se detuviera. Pardaillán debía ignorar además quién iba dentro del vehículo.

A las once, el vizconde de Aspremont se presentó a Pardaillán y le dijo:

—Cuando gustéis, caballero.

—Estoy pronto. Los dos hombres bajaron juntos la escalera, y mientras lo hacían, d’Aspremont puso al corriente a Pardaillán de lo que el mariscal había decidido.

—Una palabra, mi aguerrido adversario —dijo Pardaillán—. ¿Sabéis quién va en la silla de posta?

—No, ¿y vos?

—Que me ahorquen si lo sospecho siquiera.

En el patio del hotel esperaba el vehículo pronto a salir.

Sin duda la persona que debía transportar estaba ya instalada, las ventanillas habían sido corridas y cuidadosamente cerradas. D’Aspremont se sentó en el lugar reservado al cochero y Damville, a caballo, dio las últimas instrucciones.

—Iremos al paso, y vos —dijo a Pardaillán— seguid a diez pasos de distancia y si alguien quiere acercarse, no vaciléis, ¿me habéis comprendido?

Por toda respuesta, Pardaillán le enseñó la espada desenvainada que llevaba debajo de la capa. Además estaba armado con una pistola y un puñal. A una señal de Enrique se abrió la puerta del palacio. El mariscal salió primero seguido por el cochero, y Pardaillán se puso en marcha sondeando las tinieblas con sus escrutadores ojos.

«No creo que nos ataquen ahora» —se dijo Pardaillán.

En aquel momento la silla de posta doblaba una esquina y de pronto sonó un tiro cuyo fogonazo alumbró la obscuridad como un rayo.

—¡Adelante! —gritó el mariscal. D’Aspremont, a quien habían apuntado pero sin herirlo, soltó las riendas de los caballos y el coche avanzo rápidamente alterando el silencio que reinaba en el barrio.

—¡Bandidos! ¡Ladrones de mujeres! —rugió una voz—. ¡Deteneos!

Entre tanto el mariscal y la silla de posta continuaban rápidamente su camino. La escena relatada transcurrió en un segundo. Apenas resonó el pistoletazo, Pardaillán distinguió una sombra que echaba a correr tras el vehículo.

«Ésta es la ocasión de obrar» —se dijo—. «El truhan no sospecha que por más que corra yo corro tan de prisa como él y…».

E interrumpiendo su soliloquio, emprendió la persecución del desconocido que por lo visto intentaba alcanzar al mariscal. La persecución duró tal vez un minuto y, por fin, Pardaillán alcanzo al desconocido y llegando a su lado le dirigió una furiosa estocada.

Pero el otro había oído Que corrían detrás de él y en el momento en que Pardaillán le tiraba una estocada dio un salto con gran agilidad y evitó la acometida de su agresor.

Pardaillán aprovechó el movimiento del desconocido para interponerse entre él Y la silla de posta, pero el desconocido no se amilanó y desenvainando su espada atacó resueltamente a Pardaillán. Instantáneamente cruzáronse los hierros y los adversarios guardaron silencio al reconocer, cada uno de ellos, que el otro era un notable esgrimidor. La obscuridad era profunda, y apenas podían verse, de modo que únicamente debían guiarse por el contacto de las armas; era realmente siniestro aquel duelo en la obscura noche, aquel grupo confuso del que solamente se oía el choque de las espadas y la respiración corta y jadeante de los dos adversarios.

El viejo Pardaillán se mantenía a la defensiva, a fin de detener lo más posible al desconocido para que no pudiera alcanzar la silla de posta, cuyo ruido se perdía a lo lejos. El desconocido, por el contrario, tenía empeño en pasar lo antes posible. Hizo dos o tres fintas para probar a su adversario, y de pronto se tiró a fondo violentamente. Se oyó aquel roce del acero parecido al ruido que hace la seda al rasgarse. Pero el viejo Pardaillán paró la estocada. Entonces los dos combatientes exclamaron a un tiempo:

—¡Por Barrabás!

Y apenas lo hubieron proferido cuando las dos espadas se bajaron.

—¡Padre! —exclamó el desconocido.

—¡Hijo! —contestó el viejo Pardaillán.

Y ambos envainaron sus espadas, el viejo Pardaillán con embarazo y el joven con desesperación. Transcurrieron algunos instantes en silencio, durante los cuales el joven trató de percibir el ruido de la silla de posta que pudiera indicarle hacia qué lado se había dirigido, pero ya no oyó nada.

—¡Perdidas! —dijo desalentado.

Entre tanto el viejo Pardaillán estuvo reflexionando acerca de lo que iba a decir a su hijo. Sentía una vaga necesidad de disculparse y adivinaba instintivamente que el caballero tenía derecho a reprocharle su conducta. Para evitarlo, adoptó una actitud de dignidad ofendida y empezó el ataque.

—Después de tan larga ausencia, os hallo de nuevo, hijo mío. ¡Y de qué modo! Desobedeciendo enteramente mis consejos que jurasteis seguir y que hubierais debido considerar como órdenes. Os encuentro en flagrante delito de debilidad del alma, contra la cual tuve especial cuidado de preveniros. Os encuentro interviniendo en lo que no os importa, interponiéndoos en el camino de ladrones de alto copete, capaces de romperos como si fuerais de vidrio; interesándoos por desconocidos que ni siquiera piden socorro y, en una palabra, haciendo precisamente lo contrario de lo que debierais. ¿Así aprovecháis mis consejos? Os mandé desconfiar de los hombres, de las mujeres y de vos mismo y heos aquí haciendo de caballero andante.

»Triste oficio, hijo mío, que no os proporcionará dinero ni buena reputación y que tarde o temprano os conducirá al cadalso. Los hombres, hijo mío, son bestias feroces que se sienten humilladas por la valentía empleada en causas que no dan dinero. Lo menos que podrá sucederos es pasar por loco y que las gentes sensatas os señalen con el dedo y digan de vos: «He aquí un loco que se sacrifica por cosas que ninguna utilidad le reportan. Será necesario encerrarlo o darle muerte». He aquí lo que dirá la gente, hijo mío, y reconozco con amargura que tendrían razón.

»Pensad, nada más, en las terribles catástrofes que nos amenazarían si existieran solamente tres o cuatro docenas de tontos como vos. No quiero hacer largo mi discurso y acabo rogándoos que me sigáis hasta cierta taberna que conozco y que está abierta toda la noche para quien sabe llamar a ella de cierto modo. ¿Venís?

—Padre —dijo el caballero con voz tan alterada, que el aventurero escuchó lleno de sorpresa—. Vuestra intervención en este asunto me sume en mortal desesperación. Pero aún es más grande mi tristeza al ver que combatimos en campos enemigos.

—¿Me dejáis? —dijo el viejo Pardaillán con voz que tembló ligeramente—. ¿Por qué?

—¿No me obligáis vos mismo? —exclamó el joven—. Pensad, padre, que esta noche habría podido ocurrir una desgracia. Ambos nos hemos batido furiosamente y pensad en que si yo os hubiera herido, inmediatamente me habría echado al río. Pensad también que sólo por vos no he llegado a acercarme a la silla de posta. ¡Ojalá no nos encontremos más en semejantes circunstancias! ¡Adiós, padre!

Y el caballero dio algunos pasos alejándose. El viejo Pardaillán vaciló y fue a sentarse en un guarda-cantón y apoyando la cabeza en las manos, exclamó:

—¡Cómo! ¿Mi hijo me abandona? ¿Somos enemigos? Y entonces ¿qué Voy a hacer yo solo? ¿Qué va a ser de mi pobre vida? Hasta aquí me alentaba la esperanza de que hiciera fortuna y llegara a ser un temible capitán. Esperaba también que cerrara mis ojos al morir. ¿Y estas ilusiones han de desvanecerse? ¿Podrá ser verdad que seamos enemigos?

Dos gruesas lágrimas se deslizaron por las curtidas mejillas del aventurero y se detuvieron en su bigote gris. Era la segunda o tercera vez en su vida que lloraba. Llevó la mano al cuello como para contener un sollozo que pugnaba por salir.

—Se acabó —dijo con tristeza profunda.

En el mismo instante se sintió coger por las manos y al divisar a su hijo dio un grito de alegría.

—No puedo, no puedo dejaros así, padre. Es necesario explicaros, porque me moriría de pesar diciéndome que sois mi enemigo. Venid.

—¡Por el diablo! —exclamó el viejo Pardaillán sintiéndose renacer—. Empecemos por abrazamos. Ésta es la mejor explicación.

Y padre e hijo se abrazaron estrechamente. El primero con gran alegría y el otro con cierto pesar.

—Déjame que te vea —exclamó entonces el aventurero—. Me parezco algo a los gatos y, además para un padre, no es precisa mucha luz para ver a su hijo. ¡Diablo! Ya no eres el mismo. ¡Eres fuerte como una torre! Vaya unos puños: Casi, casi no me atrevería a habérmelas contigo, aun siendo un buen esgrimidor. ¿De modo que has adoptado mi voto? Cuando dijiste «¡Por Barrabás!» comprendí enseguida que eras tú. Vamos, ven, dame el brazo y, ¡por los cuernos del diablo!, te aseguro que ahora desafiaría al mundo entero.

—Por aquí, padre. Vamos a nuestra antigua vivienda.

—¿A «La Adivinadora»?

—Sí, padre.

—¡Ca! ¿Sabes lo que representa para ti «La Adivinadora» en este momento? Pues sencillamente una trampa en la que serás cogido infaliblemente, a menos que no destripes a los que vayan a prenderte, cosa que, por otra parte, no me asombraría mucho.

—¿Eso creéis?

—Te repito que debes alejarte de «La Adivinadora». Conozco a cierto Guitalens que te profesa gran cariño y tiene muchos deseos de encerrarte en una de sus mazmorras. Vamos, ven.

Entonces el caballero se dejó llevar sin resistencia, y veinte minutos más tarde, padre e hijo penetraron en la taberna «El Martillo que Golpea», situada en los confines de la Truhanería y que, para ciertos clientes, estaba abierta toda la noche, a pesar de las rondas y de los edictos reales relativos al toque de queda.

En el primer piso de la taberna, en una sala estrecha, se instalaron ante una cena improvisada, Y el viejo Pardaillán, al romper el cuello de la primera botella de Borgoña, exclamó alegremente:

—Ahora cuéntamelo todo. Desde mí salida de París, porque no sé nada y tengo deseos de enterarme. Empieza. Pero antes que nada —continuó el viejo— dime lo que hacías acechando aquella silla de posta. ¿Sabías que iba a salir y a aquella hora?

—Sí.

—¿Y también quién iba dentro?

—También.

—Pues mira, estás más adelantado que yo, que ignoro quién estaba en ella.

—Bueno, padre —empezó Pardaillán—. Ya sabréis que maese Landry Gregoire, el patrón de «La Adivinadora», goza de gran reputación por la maestría con que hace algunos platos de pescado y pasteles de alondra.

—Los recuerdo perfectamente —dijo el viejo Pardaillán—. El buen Landry, con gran paciencia, quita los huesos a los pajaritos y trincha la carne menudita, la fríe, la extiende en una terrina y vierte entonces grasa hirviendo. Cuando esta grasa se ha enfriado, forma una capa que protege el pastel por mucho tiempo. Sí, en verdad, Landry tiene una especialidad para esta operación culinaria. En mis viajes he tratado muchas veces de preparar tal manjar, pero nunca lo he conseguido. Hoy precisamente he comido uno de esos pasteles.

El caballero sonrió.

—Esta mañana —dijo— tuve el capricho de enterarme de lo que sucedía en el palacio de Mesmes y, por lo tanto, allí me fui bien armado. Por La calle hallé a Rosa. ¿Os acordáis de ella, padre?

—Ya lo creo.

—Bueno, pues estoy con ella en las mejores relaciones. Es una buena mujer, con un corazón muy sensible. El caso es que me crucé con ella y la saludé sonriendo, y me preguntó si le haría el honor de acompañarla. Llevaba una cestita cubierta con una servilleta blanca y observé que iba vestida con el traje de los domingos. Por cortesía le pregunté dónde iba y me contestó que, como todas las semanas, a llevar sus pasteles a casa de la señora de Nevers, a casa de la joven duquesa de Guisa y por fin a casa del mariscal de Damville. Creed, padre, que en mi vida he tenido emoción tan fuerte. Ya comprenderéis que enseguida vi el medio de entrar en el palacio de Mesmes.

—La buena señora Rosa es una mujer muy interesante y simpática. A fe que tuviste suerte.

—¡Oh, padre! La suerte pasa diez veces por día por el lado de los hombres. Todo consiste en verla y apoderarse de ella.

»Con gran alegría de la señora Rosa, muy orgullosa de que yo la acompañara, le dije que la había alcanzado precisamente con la idea de escoltarla. Fuimos al palacio de Guisa y luego al de Nevers y por fin llegamos al de Mesmes. Detrás del palacio hay un jardín con una puerta y por ésta entró la señora Rosa, para ir directamente a la cocina. Y cuando la buena mujer entró en el jardín yo hice lo mismo.

«¿Qué hacéis?» —exclamó ella.

«Ya lo veis, os acompaño hasta la cocina. Diréis que soy vuestro primo, vuestro hermano, o lo que queráis, pero quiero entrar».

«¡Ah, señor caballero! El señor intendente…».

—¿Otra vez el señor intendente? —exclamó el viejo Pardaillán—. A este tipo ya lo tengo montado en la nariz. Que tenga cuidado, porque si no se porta bien en tu relato, le cortaré las orejas. Prosigue, hijo.

El caballero, asombrado por esta interrupción, continuó:

«Si el señor intendente lo sabe, perderemos la clientela del mariscal» —dijo Rosa, pero como viera que estaba firmemente decidido a entrar, dio un suspiro y siguió adelante. Penetramos en una especie de vestíbulo a cuya derecha estaban las cocinas. Rosa entró en ellas y yo le dije entonces:

«Aquí os espero». Algo temblorosa y desconsolada, la buena mujer entró, y yo, dirigiéndome hacia la puerta del fondo, hallé un gabinetito y me encerré allí. Transcurridos diez minutos oí a Rosa que salía.

«¡Cómo! ¿Ya no está aquí vuestro primo?» —exclamó una voz fresca y juvenil.

«Se habrá cansado de esperar y tal vez está en el jardín».

«No, señora Rosa, porque así como lo vi venir por la ventana, también lo hubiera Visto al marcharse».

«Tal vez salió cuando abríais el armario» —contestó Rosa.

«Es posible» —asintió la voz fresca.

«Espero, mi querida Juanita, que no estaréis enfadada».

«¿Por qué? ¿Porque habéis traído a vuestro primo? ¡Al contrario! Además, esta parte de la casa no comunica con las restantes habitaciones más que por un corredor que sólo está abierto a la hora de las comidas. Decidle que tendré gran placer en verlo de nuevo». —Las oí cómo salían del jardín y aproveché la ocasión para entrar en la cocina.

«Gracias, Juanita» —dijo Rosa con sequedad.

—¡Caramba! —dijo el aventurero—. Ésta es una situación peligrosa. Siento angustia por ti. Y dime, ¿qué sucedió luego?

—Pues que por la ventana de la cocina vi a la criada y a Rosa que me buscaban por el jardín y que por fin la señora Landry, ya cansada, se marchó. Entre tanto yo pude examinar a Juanita y vi que era joven, bonita y que tenía hermosos ojos.

—¿En esto teníais humor de fijaros?

—Esperé a Juanita y cuando llegó, sencillamente la cogí entre mis brazos y con un beso ahogué el grito que iba a dar. Paso por alto las preguntas y las respuestas, pues bastará el saber que al cabo de media hora la pobre Juanita estaba persuadida de mi amor volcánico hacia ella; supe también que iba a casarse para complacer al señor intendente.

—¡Vaya, se acabó! ¡Ahora sí que le corto las orejas! —exclamó el viejo Pardaillán.

—El intendente quería casarla con su sobrino, palafrenero del mariscal de Danville. Supe que el intendente se llamaba Gil y el sobrino Gilito. Averigüé también que Juanita no ama a su prometido y que detesta al señor Gil, cosas muy agradables para mí. Y estábamos a punto de hacernos más dulces confidencias, mitigadas en parte por un poco de miedo que yo inspiraba todavía a la linda jovencita, cuando de pronto se oyeron pasos en el vestíbulo. Juanita abrió un gran armario y me encerró dentro, precisamente en el momento en que la puerta se abría.

—¡Uf! —dijo el aventurero—. Ya era tiempo. Apuesto que era el imbécil de Gilito.

—No, era su tío.

—¿El señor intendente? ¡Cuánto me carga este hombre! Pero no hablemos más de él, puesto que debo cortarle las orejas. ¡Ah, hijo mío! ¡En qué triste situación te hallas! ¿Cómo saldrás del armario?

—Ya lo veréis, padre. Así, pues, era el intendente que llegaba. Lo comprendí enseguida por las palabras de Juanita. Y he aquí la conversación:

«Juanita» —dijo el intendente—. «¿No te han dicho algo esta mañana las prisioneras?».

—¡Las prisioneras! —dijo sordamente Pardaillán padre.

—Sí, padre. Esta fue la pregunta del intendente, y si os ha conmovido, también me sucedió lo mismo. Mi corazón latía con tal fuerza que por milagro no lo oyó el intendente. Por lo menos así me lo parecía en aquel instante.

El caballero bebió un vaso de vino y, después de haberse secado el sudor de la frente, continuó:

«No, señor intendente, no me han dicho nada esta mañana, como tampoco los otros días. Lo único que puedo deciros es que estas señoras están muy tristes».

«Espero» —continuó el intendente— «que no habrás dicho una palabra a nadie acerca de la presencia de estas señoras en el palacio, ni tampoco a mi sobrino».

«¡Oh, señor! Me habéis amenazado tanto, que no hay miedo de que diga una palabra».

«Bueno, acuérdate de que monseñor te dará una buena dote si eres juiciosa y obedeces».

«Monseñor es demasiado bueno. Mi deber es obedecer y no merezco recompensa por ello».

«Muy bien, hija mía. Eres digna de casarte con Gilito y te prometo que serás su mujer. Fíjate muy bien en lo que hagan y lo que digan cuando les lleves la comida».

«Poca cosa nueva podré observar. Estas damas lloran siempre y apenas comen. Os aseguro que me dan mucha lástima. Es para mí un momento muy triste cuando voy a llevarles la comida».

«Bueno, hoy es el último día, Juanita. Mañana ya no estarán aquí. Monseñor les devuelve la libertad. Ya sabes, Juanita, que son parientes del mariscal. Y éste ha hecho cuanto estaba en su mano para decidir a la más joven a que se casara con un buen partido, pero la joven no lo quiere. Y en vista de que son tan obstinadas madre e hija, nuestro amo ha renunciado a su empeño, y las deja nuevamente en libertad. Te recomiendo mucho que todo lo que acabo de decirte quede entre nosotros, ¿comprendes?».

«No tengáis cuidado. Estoy muy satisfecha de que se vayan estas damas».

«Esta noche se irán; a monseñor se le ha acabado ya la paciencia. Bueno, hasta la vista, Juanita. Eres una muchacha inteligente y te casarás con Gilito».

—Sí, fíate mucho, animal —exclamó el viejo Pardaillán—. Me parece que Juanita es una chica muy lista que no se casará con el imbécil de tu sobrino. ¿Y si le cortara las orejas también a éste?… Pero continúa, hijo mío. Tu relato me gusta mucho, pero me da mucha sed por lo emocionante. ¿Y quiénes eran esas parientes prisioneras?

—Ahora lo sabréis, padre —continuó el caballero, mientras el viejo Pardaillán rompía el cuello de otra botella—. Apenas hube comprendido que el intendente del diablo se había alejado, salí de mi escondrijo.

«Aprisa» —me dijo Juanita—. «Idos ahora. Ya volveréis mañana si… os gusto».

«¡Ya lo creo que me gustas, Juanita, y por esta razón me quedo! ¿Por qué quieres que me vaya?».

«Porque es la hora en que mi prometido viene a hacerme la corte. Os suplico, pues, que os vayáis porque si os ve, empezará a gritar y todas las gentes de la casa acudirán. No podéis imaginaros cuán guardada está la casa. Hasta los mismos criados se espían los unos a los otros».

«Juanita» —dije resueltamente—, «no quiero marcharme».

«¡Pero Gilito va a venir!».

—¡Así reventara! —dijo el viejo Pardaillán—. Si lo tuviera en mis manos…

«No solamente no me marcho, sino que vas a llevarme».

«¿A dónde?».

«A la habitación en que se hallan las dos damas de que hablaba el intendente. Las que están encerradas».

«¿Estáis loco?» —exclamó Juanita. Y entonces quiso saber quién era yo y lo que iba a hacer al palacio. Insistí para que me guiara, pero ella se negó rotundamente. Noté que había obrado con excesiva precipitación, pues mi demanda me hizo perder el terreno conquistado. Estaba desesperado. Y no comprendía la razón de la actitud de mi amiga, cuando de pronto exclamó, amargamente:

«Sin duda amáis a esta señorita y sois correspondido por ella. Ahora comprendo que no quiera casarse con el que le propone monseñor, pero no contéis conmigo para ayudaros». —Y la pobre muchacha se puso a llorar amargamente. Comprendí enseguida que estaba celosa.

—¡Pobre muchacha! —exclamó el viejo Pardaillán.

—Entonces —continuó el caballero— me apresuré a tranquilizarla. Le aseguré que la señorita amaba a un alto personaje que me enviaba allí para ver si podría hablar con ella.

«¿Cómo quieres» —añadí— «que esta señorita, una Montmorency, ame a un pobre diablo como yo, primo de un hostelero y aventurero sin un cuarto?». —Este razonamiento la impresionó más que todos mis juramentos.

«Es verdad», —dijo por fin.

—¡Ja, ja, ja! —exclamó el viejo Pardaillán—. Tuviste una buena ocurrencia.

El caballero se quedó unos instantes silencioso.

—Padre, ¿qué os parece de la opinión de aquella muchacha?

—¿Qué opinión? ¿La de que una Montmorency no pueda amar a un pobre diablo como tú? Digo que es la opinión de una niña y de un muchacho. Sabe una cosa: El amor ignora las distancias, suponiendo que éstas existan. No hay dama, por grande que sea, que rehúse casarse con el primero que pase, si es de su gusto. ¿De modo —continuó el aventurero— que una de las prisioneras se llama Montmorency? Qué cosa más rara —dijo Pardaillán—. Continúa, porque tu relato me interesa cada vez más.

—Así, pues —dijo el caballero dando un suspiro—, una vez que Juanita se hubo convencido de que una Montmorency no podía amar a un pobre diablo como yo, fue accediendo poco a poco a lo que le pedía. No obstante, me dijo que no podría llevarme a la habitación de las prisioneras hasta las ocho de la noche. Y yo me imaginaba que esto era una astucia para alejarme del palacio, pero enseguida vi que me equivocaba, porque Juanita, poniéndose colorada, me dijo:

«Hasta entonces os ocultaréis en mi habitación y yo os llevaré comida. Quiero hacer todo lo posible en favor de esa señorita que llora desesperada y tendría gran placer de que, con mi ayuda, pudiera casarse con el que ama: Ahora démonos prisa, porque Gilito no tardará en venir». —Le di las gracias lo mejor que supe y pude. Ella me hizo jurar que me acordaría del servicio que me prestaba y yo la complací muy gustoso. Entonces me dijo que la siguiera y, atravesando el vestíbulo con gran prisa, abrió una puerta y penetró en un corredor obscuro y abovedado. Yo continuaba siguiéndola y, de pronto, en el extremo opuesto del corredor, apareció una persona.

—¡Apostaría que era el intendente!

—No; era Gilito.

—Tanto da; los dos me son odiosos. ¡Ah, pobre caballero! ¡Ahora sí que te han descubierto! ¿Cómo te las vas a componer?

—Ya lo veréis, padre. Yo había observado en el corredor y hacia la derecha, una depresión en la pared a cosa de tres pasos del lugar en que me hallaba. En aquella depresión había una puerta y mientras Juanita se detuvo petrificada, yo retrocedí y la muchacha, viendo lo que hacía, se puso a hablar en voz alta con Gilito, que iba aproximándose. Entre tanto abrí la puerta y me encontré en la entrada de la bodega. Me metí allí y cerrando nuevamente la puerta, me puse a escuchar:

«¿A dónde vas, Gilito?» —dijo Juanita.

«Ante todo a darte un abrazo». —Y entonces oí el ruido de un beso.

«¿Y además?» —preguntó la joven.

«Además, debo decirte que el tío Gil me ha ordenado que esta noche prepare la silla de posta con dos buenos caballos. Debe estar dispuesta a las once en punto. Y como la silla de posta no ha servido hace mucho tiempo y por lo menos me pasaré un par de horas limpiándola, voy a buscar una botella para tomar fuerza».

«¡Cómo! ¿Vas a la bodega? ¿Y si el bodeguero lo sabe?».

«¡Oh! ¿Quién va a decírselo? Supongo que no serás tú».

«¡La puerta está cerrada!».

«Acabo de abrirla».

«Bueno, ven conmigo a la cocina, ya volverás».

«¡Ca! Tengo prisa por devolver la llave a su sitio». —Entonces se abrió la puerta y pude ver a Juanita que, asustada, ocultaba la cara entre las manos. Yo empecé a bajar de espaldas y a medida que Gilito avanzaba, yo descendía un escalón. Por fin llegué abajo y me adosé a la pared, esperando que Gilito no me viera y que podría subir mientras aquel imbécil buscaba una botella. Pero he aquí que el animal encendió una antorcha.

—¡Hola! —exclamó el viejo Pardaillán.

—Me vio enseguida y, por un instante, se quedó aterrado con los ojos muy abiertos por el miedo. Por fin, recobrando la serenidad, quiso sin duda dar un grito, pero ya era demasiado tarde. Yo lo había cogido por el cuello y en aquel preciso instante oí una voz en lo alto de la escalera que gruñía contra la negligencia del despensero. Era el tío Gil, que cerró la puerta con llave. Juanita, sin duda, habíase vuelto a la cocina.

—¡Diablo! —dijo el viejo Pardaillán—. ¡Maldito intendente! En verdad siento que no tenga más que dos orejas. Ya estás encerrado en la bodega, y la verdad, no sé cómo vas a salir.

—Me parece que desde el momento en que estoy a vuestro lado es que pude escaparme —dijo el caballero sonriendo irónicamente.

—Es verdad; no obstante, me estremezco al pensar en el peligro que corrías.

—En una palabra —dijo entonces el caballero—, la puerta de la bodega estaba entonces perfectamente cerrada. Yo tenía cogido a Gilito por el cuello para que no gritara y, de pronto, vi que se ponía rojo y luego amoratado. Entonces aflojé la mano y el pobre diablo, respirando ansiosamente, se echó a mis pies diciendo:

«Perdón. Señor bandido. Dejadme vivir y no os denunciaré».

—¿Te tomó por un bandido? —preguntó el aventurero.

—No era extraño que se engañara —contestó el joven—, porque además de mi espada llevaba puñal y pistola. Por otra parte, no traté de sacarlo de su error y para más seguridad lo amordacé sólidamente.

El viejo Pardaillán se echó a reír.

—¡A qué hora sucedió eso! —preguntó.

—Serían las once de la mañana —contestó el joven.

—Precisamente cuando yo amordazaba también a maese Didier. ¡Caramba con los Pardaillán!

—No sé de qué habláis, padre.

—Ya te lo contaré. Ahora prosigue tu relato.

—Transcurrió una hora y luego otra y entonces, a pesar de mi inquietud sentí hambre y sed.

—En cuanto a esta última —observó juiciosamente Pardaillán padre—, no tenías nada que temer, pues estabas en la fuente, o sea en la bodega. Pero en cuanto al hambre, sin duda te dio un mal rato.

—No, porque registrando la bodega, descubrí un lugar en que había bastantes jamones y no hay que decir Que me harté de lo lindo. Una vez que hube saciado mi hambre y mi sed, me vino la idea de dar de comer y beber a mi prisionero. Empecé, pues, a buscarlo, y lo descubrí ¿dónde?, diréis Pues en lo alto de la escalera y preparándose para armar un escándalo aporreando la puerta. De un salto me puse a su lado, lo cogí y lo arrastré hacia abajo. Entonces le dije:

«¡Miserable! ¿Ibas a hacerme traición?». —Como estaba amordazado, no pudo contestarme y el pobre diablo temblaba de pies a cabeza. Entonces añadí:

«Merecerías que te dejara morir de hambre pero me das lástima». —Le quité la mordaza y le di el resto de un jamón, que se puso a devorar. Una vez hubo satisfecho su apetito, lo amordacé de nuevo, lo até cuidadosamente y por fin lo puse en una especie de sobradillo entre los jamones y embutidos, de modo que estaba como si en realidad fuera uno de ellos.

—Perfectamente —exclamó el viejo Pardaillán—. ¿No lo ahumaste?

—No se me ocurrió tal idea. Tranquilo por este lado, traté entonces de abrir la puerta, pero mis esfuerzos fueron inútiles. Para colmo de desdichas, la antorcha que estaba encendida, se apagó entonces y me hallé en una profunda obscuridad, sentado en un escalón y esperando con profunda ansiedad a que algún criado fuera a buscar vino y abrirme paso así puñal en mano; pero pasaron horas y más horas hasta que no se oía el menor ruido. Entre tanto, de acuerdo a lo que Gilito había manifestado a Juanita, es decir que la silla de posta debía estar preparada antes de la noche y con terror y angustia creciendo, era entonces cuando las prisioneras iban a ser trasladadas sin que pudiera enterarme del lugar al que las conducían y sin poder hacer nada para libertarlas.

—¿Os reís, padre? —dijo el Joven con sorpresa no exenta de reproche.

—No hombre, pensaba en el otro, en el imbécil de Gilito que, atado como un fardo, se hallaba entre los jamones sin tener el consuelo de devorarlos, pues estaba amordazado.

—El caballero, a pesar de su tristeza, no pudo por menos que sonreír.

—En cuanto a ti —continuó el aventurero—, confieso que tu situación no era divertida, pero en fin, pudiste abrir la puerta.

—No, me la abrió Juanita.

—¡Pobre chiquilla!

—Cuando ya empezaba a desesperar. Entonces me prepare para el ataque; pero se abrió la puerta y apareció Juanita.

«Tomad la llave Aprisa» —me dijo—. «¡Huid, huid!».

«¿Qué hora es?» —le pregunté febrilmente.

«Un poco más de las diez». —Di un suspiro de alegría. La silla de posta no había salir hasta las once. Entonces abrace a Juanita con toda mi alma.

«¿Volveréis?» —me preguntó ella.

«Ciertamente, ¿cómo podré olvidarte?…».

«¿Y Gilito?» —preguntó de pronto, acordándose de su novio.

«Haciendo compañía a los Jamones». —Entonces la muchacha se lanzó a la bodega y entre tanto, yo salí al jardín y lo atravesé rápidamente. Hallé la puerta cerrada, pero salté por encima del muro. Luego di la vuelta a la casa y viendo que ya era demasiado tarde para avisar a las personas interesadas en este asunto, me decidí a esperar solo el paso de la silla de posta. No tuve que esperar mucho. Al cabo de media hora, vi cómo se abría la puerta del palacio y entonces me aposté en la próxima esquina. La silla de posta pasó por allá y observé que la escoltaba un solo jinete, que iba a la vanguardia. Entonces concebí rápidamente el plan: Derribar al cochero de un pistoletazo, desarzonar al jinete y obligarlo a batirse conmigo y tratar de matarlo o herirlo; luego hundir una portezuela de la silla de posta y libertar a las prisioneras… Inmediatamente hice fuego sobre el postillón y erré el tiro.

—¡Pobre muchacho!

—¿Qué queréis, padre mío? Tenía la cabeza perdida. La esperanza, el temor, la angustia me habían trastornado y alterado mi sangre fría habitual. En fin, para terminar, en cuanto disparé el pistoletazo, la silla de posta echó a correr y yo tras ella. La habría alcanzado, sin duda alguna, pero de pronto noto que me persiguen, vuelvo la cabeza y veo a un hombre que me acomete espada en mano; doy un salto de costado, que el hombre aprovecha para interponerse entre mí y la silla de posta, que desaparece rápidamente, y ya sabéis el resto; aquel hombre erais vos, padre mío.

Tal fue el relato que el caballero de Pardaillán hizo a su padre en la salita de la taberna.

Hemos procurado reproducir su conversación con las mismas palabras con que fue sostenida, a fin de dar a conocer más aún el especial modo de ser de nuestros héroes, aventureros de una época violenta, sin escrúpulos, pronta a atacar al enemigo con la pistola o la espada, cosas que hoy merecerían ser reflexionadas.

—He aquí exactamente cuál ha sido mi jornada —acabó diciendo el caballero después de un largo silencio, durante el cual su padre lo había examinado con el rabillo del ojo.

—Pero tu relato sólo comprende la jornada de hoy —dijo el aventurero con ánimo de distraer a su hijo—. Observo que has empezado a contarme tus aventuras por el final.

—¡Ah, padre! —exclamó el Caballero—, la importancia de esta jornada os indicará la del resto. Si he querido penetrar a toda costa en el palacio de Mesmes, empleando la fuerza y la astucia, para averiguar si aquellas mujeres estaban en el palacio y para presentarme a ellas y tratar de libertarlas, es porque, en adelante, mi vida estará unida a la suya. Pero padre hemos venido aquí para explicamos acerca de nuestra respectiva situación. Ante todo contestad francamente a una pregunta.

—Habla, hijo mío —dijo el viejo Pardaillán con ternura.

—Vos escoltabais la silla de posta, ¿no es verdad?

—Sí, hijo, y tenía la orden de matar a cualquiera que tratara de acercarse. Por lo visto la precaución no era innecesaria.

—¿Así sabréis dónde iba la silla de posta? —exclamó el joven—. En cambio me dijisteis antes que ignorabais quiénes iban en ella.

—Es la pura verdad, Hay que confesar que Damville no es muy confiado.

—¿Pero sabéis dónde iba?

—No, hijo mío… Supongo que creerás en mi palabra.

—Os creo, padre —dijo el caballero con desafrento, pues acababa de desvanecerse su esperanza:

—Pero en cambio, si no puedo decirte a donde iba el condenado mariscal —continuó el viejo Pardaillán— tú podrás decirme cuáles son las prisioneras Que con tanto empeño ocultaba. Me hablaste de una Montmorency. ¿Quiénes son estas parientes del mariscal, que yo no conozco?

—Padre, ¿os acordáis de lo Que me dijisteis el día de vuestra partida? Acordaos de aquella mujer cuyo nombre no Quisisteis revelarme, porque era un secreto. Recordad aquella mujer, cuya hija raptasteis en otros tiempos.

El viejo aventurero se puso pálido al oír estas palabras.

—Pues bien, aquella hija, Luisa de Piennes es Luisa de Montmorency.

—¿La amas?

—Sí, señor.

—¡Fatalidad! —dijo el anciano Pardaillán, que bajó la cabeza pensativo.

—¡La amo! —repuso el caballero pensativo—. La amo sin esperanza, pero quiero abrasarla, Ella y su madre eran las que Iban dentro de la silla de posta.

—¿Estáis seguro?

—Demasiado. Acordaos de lo que me dijo la criada Juanita. Sus palabras concuerdan exactamente con el retrato de la madre y de la hija, que fueron raptadas hace unos quince días. Yo sospechaba del mariscal de Damville, pero ahora estoy seguro de que él es el autor del rapto. ¿Adónde las habrá llevado? ¿Por qué las cambia de prisión?

—Ahora me explico las precauciones que ayer tomaron conmigo —dijo el Viejo Pardaillán—. El mariscal no quería que yo me enterara de que tenía dos prisioneras y de quiénes eran ellas. Tenía miedo y no le faltaba razón para ello, porque, de haber sabido la verdad, yo las hubiera libertado.

—Pero padre, ¿por qué estáis ahora al servicio del mariscal? ¿Desde cuándo vivís en su casa?

—Desde ayer solamente. He sido guardado a vista. El mariscal, sin embargo, me dijo que a partir de las doce de la noche, estaría libre y entonces me proponía ir a visitarte.

El viejo Pardaillán hizo entonces a su hijo el relato de su encuentro con Damville en Pont-de-Cé y lo que de su entrevista resultó. El caballero, a su vez, completó el relato refiriendo los principales acontecimientos de su vida desde la partida de su padre. Estas confidencias terminaron al apuntar el día. Resolvieron que el viejo Pardaillán volvería al palacio de Mesmes y que serviría fielmente al mariscal con todo lo que se refiriera a su plan de campaña política. Éste era el mejor medio de averiguar lo que había sido de Juana de Piennes y su hija.

—En caso necesario —añadió el aventurero— hay uno que debe estar enterado de todo. Es el que guiaba la silla de posta, un tal vizconde de Aspremont, y a éste lo obligaré a hablar. Tranquilízate, porque antes de poco sabré noticias.

—Yo voy a informar al mariscal de Montmorency de todo lo que acaba de ocurrir y luego os esperaré en «La Adivinadora».

—¿En «La Adivinadora», desgraciado? ¿Quieres volver a la Bastilla?

—Es verdad, ya no me acordaba.

—Quédate aquí. Estoy en muy buenas relaciones desde hace tiempo con el ama de esta taberna, y como es un establecimiento que goza de mala reputación, los señores de la ronda y los esbirros no se atreven a entrar. Estarás completamente seguro. Voy a dar órdenes para que te preparen una cama decente.

El aventurero despertó a la dueña, que dormía, y le dio instrucciones. La mujer juró que el caballero estaría en la posada más seguro que el mismo rey en el Louvre. El caballero acompañó a su padre hasta la calle, y cuando se alejaba le dijo:

—Padre. He dejado a un amigo en «La Adivinadora». Hacedme el favor de ir a buscarlo, ya que yo no puedo.

—Bueno, ¿y cómo se llama tu amigo?

—«Pipeau»; es un perro.