XLIII - Asombro de Gil y Gilito
CUANDO CARLOS IX salió de París para ir a Blois, observó, no sin descontento, que su escolta estaba formada por los caballeros católicos más encarnizados contra los hugonotes. Hízolo observar a la reina madre, la cual, con la mayor serenidad, contestó que daba así una prueba de buena voluntad a Juana de Albret, pues las conferencias para la paz tendrían por testigos a los más decididos partidarios de la guerra.
Entre éstos iba el duque de Guisa, más brillante y sonriente que nunca. El mariscal de Damville formaba también parte de la escolta real. La víspera de la salida de Enrique llamó a su intendente, el señor Gil, y tuvo con él una larga conversación acerca de las prisioneras de la calle de la Hache.
—Me respondes de ellas con tu cabeza. Dentro de poco tiempo, muchas cosas tendrán fácil arreglo y entonces el rey accederá a muchas de mis peticiones. Mi hermano matamoros irá a pudrirse en la Bastilla, pero, entre tanto, vigila noche y día.
Gil juró que el mariscal, a su regreso, hallaría las prisioneras en donde las dejara.
—A propósito —dijo Damville con indiferencia—. Hay en la bodega de mi hotel un cadáver que será necesario sacar.
—El del espadachín —dijo Gil—. Es muy sencillo, monseñor. Una noche obscura lo echaremos al Sena.
El mariscal hizo un gesto de aprobación.
De ello resultó que algunos días después de la salida de la corte para las conferencias de Blois, maese Gil llamó a su sobrino Gilito, el cual, desde la muerte del terrible Pardaillán, se había quitado el gorro de algodón con que se cubría las orejas y recobró su jovial carácter.
—Gilito —dijo el intendente—, esta noche tenemos un importante trabajo que hacer. Es un poco desagradable, pues se trata nada menos que de convertirnos en sepultureros. Pero, en fin, no hay otro remedio Es necesario, hijo mío, sacar de la bodega el cadáver que allí se pudre.
En el acto Gilito sintió gran satisfacción.
—¡Pardiez! —dijo—. Si se trata de enterrar al condenado de Pardaillán, soy vuestro hombre y os ayudaré con alegría.
—Vamos, pues, enseguida. Cogeremos el cadáver, y en una carreta lo llevaremos al muelle de San Pablo y lo dejaremos caer al agua. De este modo no tendremos el trabajo de cavar.
Gilito aplaudió el proyecto, y su tío, con gran sorpresa, vio cómo afilaba un cuchillo.
—¿Qué quieres hacer con ese cuchillo? —preguntó el intendente.
—Cortarle las orejas —dijo Gilito con ferocidad.
—¿A quién?
—A Pardaillán.
—¿Quieres cortar las orejas al cadáver?
—Sí, así lo castigaré del miedo que me dio jurándome que me cortaría las mías.
Gil se echó a reír, cosa que le sucedía pocas veces, pero no pudo contenerse al oír el propósito de su sobrino.
—¿Os hace reír el miedo que tuve? —dijo Gilito algo molesto.
—No hombre, sino la cara que hará Pardaillán sin orejas. Bueno, vámonos.
—Vamos —repitió el sobrino blandiendo su arma—. ¡Qué venga ahora!
Entonces Gil se ciñó una larga espada que tomó de una panoplia de su amo. Púsose dos pistolas en la cintura y reemplazó su gorro por un casco.
Luego salieron y Gil unció un asno a una carreta que existía en la casa.
—Toma una cuerda —ordenó su tío—, se la ataremos al cuello con una buena piedra.
Terminados estos preparativos, se pusieron en marcha yendo el tío a la vanguardia con la espada en una mano y la linterna en otra, mientras el sobrino iba detrás tirando de las riendas del asno. Llegaron sin novedad al hotel de Mesmes, hicieron entrar el asno y la carreta en el patio, cerraron cuidadosamente la puerta y dirigiéndose a la cocina se repusieron de la emoción con dos buenos tragos de vino.
Había llegado la hora de ejecutar la segunda parte de la expedición. Dieron las doce en el cercano reloj del Temple y entonces Gilito se persignó, mientras su tío cogía las llaves de la bodega. Ante su puerta se detuvieron un momento, y luego el intendente descorrió los cerrojos exteriores, dio dos vueltas a la llave y la puerta se entreabrió. Gil retrocedió tapándose la nariz.
—¡Qué hedor despide! —dijo.
—¡Caramba! —Exclamó el sobrino—, es natural después de tanto tiempo.
Y a su vez se tapó la nariz.
De un puntapié, el intendente quiso abrir la puerta, pero ésta resistió.
—¿Qué es esto? —murmuró Gilito retrocediendo tres pasos.
—¡Imbécil! —Dijo Gil—. Esto quiere decir que hizo una barricada cuando lo perseguían. Ahora ayúdame a derribarlo todo.
La obra de demolición empezó enseguida. Pasando el brazo a través de la pequeña abertura, Gil consiguió hacer caer uno o dos tablones, no sin poco esfuerzo; el resto cayó con más facilidad y al cabo de un buen rato de trabajo, el paso estuvo libre, la puerta se abrió completamente y bajaron.
Gil, siempre delante y linterna en mano, estaba tan persuadido de que no hallaría más que un cadáver, que no creyó necesario bajar armado con la espada. Gilito lo seguía paso a paso y cuchillo en mano.
—¡Ah, bribón! —Decía—, ahora te cortaré las orejas. ¿Pero dónde está?
—Ya lo encontraremos —dijo Gil—. Guiémonos por el olfato.
—Es verdad —dijo Gilito tapándose de nuevo la nariz.
La bodega era grande y se componía de muchos compartimientos. Abundaban los rincones obscuros y a cada paso que daban, Gilito exclamaba:
—¡Aquí está!
Pero no hallaban a Pardaillán ni muerto ni vivo. En un rincón del tercer compartimiento, Gil exclamó dando un grito de sorpresa:
—¡Huesos!
—Se lo habrán comido las ratas —dijo Gilito comprendiendo que se le escapaba la venganza.
—¡Pero si eso no son huesos de hombre, imbécil!
Y estudiándolos cuidadosamente, tío y sobrino se miraron estupefactos.
—Son huesos de jamón —dijo el tío.
—Y aquí hay botellas vacías —exclamó Gilito mostrando no lejos de allí una montaña de vidrios rotos.
—El miserable antes de morir se ha hartado bien.
Entonces empezaron a buscar con mayor ahínco y cuando hubieron explorado la bodega hasta en sus rincones más recónditos, pudieron convencerse de que no estaba allí el cadáver de Pardaillán.
—He aquí una cosa rara —murmuró Gil.
—Me atengo a lo dicho —observó el sobrino—. Las ratas se lo han comido y no han dejado ni los huesos.
—¡Imbécil! —exclamó el tío.
Ésta era su palabra favorita cuando hablaba a su sobrino, pero, no obstante, tuvo que aceptar como buena la explicación de Gilito, pues a pesar de haber hecho una nueva ronda, no consiguió el menor resultado práctico. Sin embargo, era evidente que Pardaillán no había podido evadirse, pues la puerta atrancada interiormente y el único tragaluz de la bodega, que estaba intacto, eran pruebas más que suficientes de que el bribón no había podido salir.
—Al cabo, esto nos evitará el trabajo de ir hasta el Sena.
—Lo hubiera preferido —dijo Gilito—, pues así habría podido cortarle las orejas.
No teniendo nada que hacer en la bodega, tío y sobrino empezaron a subir la escalera. Al subir el primer escalón, Gil, que siempre iba precediendo a su sobrino, levantó maquinalmente los ojos hacia la puerta que había dejado abierta y dio un terrible grito al observar que estaba cerrada.
En algunos saltos llegó a ella, esperando que solamente estaría entornada, pero con gran terror observó que la habían cerrado perfectamente desde fuera, en tanto que ellos estaban ocupados en buscar el cuerpo de Pardaillán.
—¿Qué sucede? —preguntó Gilito subiendo a su vez.
—¡Qué estamos encerrados! —Aulló el tío—. Algún ladrón o demonio habrá entrado en el palacio y nos ha encerrado aquí. Ahora vamos a morir como el otro.
Gilito se quedó alelado y agitado por temblor convulsivo. En aquel momento una estridente carcajada resonó al otro lado de la puerta.
—¡Gilito —gritó una voz burlona—, te cortaré las orejas!
Al pobre muchacho se le erizaron los cabellos, pues reconoció la voz. Era la del muerto, la de Pardaillán.
Tío y sobrino rodaron escalera abajo y cayeron desvanecidos uno sobre otro.
Era, realmente, Pardaillán el que acababa de dirigir tal amenaza al pobre Gilito. Lo dejamos en el momento en que no tenía más que un jamón por toda provisión y entreveía con horror el suplicio del hambre que iba a dar fin a su vida de aventuras. Cuando se lo hubo comido y después de buscar en la cueva por centésima vez, Pardaillán se convenció de que no había más remedio que morir y tomó una resolución. La de nutrirse con vino, mientras pudiera, y cuando el sufrimiento del hambre fuese muy grande, y se desvaneciera totalmente la esperanza de salvación que todavía anidaba en él, se substraería a tal tortura por medio del suicidio. Una puñalada en el corazón acabaría con el sufrimiento.
Pardaillán esperó, pues, con la serenidad que dan las resoluciones definitivas, echado cerca del montón de botellas llenas que aún le quedaban. Hacía ya muchas horas que no había comido y se preguntaba si no sería mejor acabar de una vez, cuando de pronto le pareció oír ruido detrás de la puerta. Levantóse entonces de un salto, se acercó a ella y escuchó.
Lo que oyó le causó tal alegría que apenas pudo contener un grito.
Pardaillán desenvainó la daga y se acurrucó detrás de la barricada que había construido.
La demolición duró bastante rato, como se ha visto, y a fuerza de escuchar la conversación de los demoledores, el aventurero cambió de idea y ocultándose entonces en un rincón al pie de la escalera, Gil y Gilito pasaron por su lado sin verlo.
Esperó que hubieran penetrado en el interior de la bodega y entonces subió tranquilamente y cerró la puerta. Su primera idea fue la de huir e interponer la mayor distancia posible entre él y la bodega que por poco se convierte en su tumba, pero después de haberse convencido de que el palacio estaba desierto, le entró la curiosidad de saber lo que dirían los dos sepultureros improvisados que tenían todo lo necesario para enterrar a un muerto, o, mejor dicho, echarlo al agua, excepción hecha del cadáver.
Oyó cómo el tío y el sobrino se acercaban a la puerta una vez terminadas sus pesquisas, y satisfecho por la despedida que les dirigiera, se alejó diciendo:
—He aquí a dos imbéciles que deben de estar muy asombrados.