XIV - Una ceremonia pagana

LA TARDE EMPEZABA A CAER cuando Pardaillán regresó a la posada. Instintivamente miró hacia la ventanita en que tantas veces había aparecido el semblante de Luisa. Habría dado la mitad de los escudos de que era poseedor para que lo hubiera visto con su nuevo traje. Pero la ventana estaba cerrada. El caballero dio, por lo tanto, un suspiro y se volvió a la puerta de la posada. A la izquierda de la escalinata distinguió a tres caballeros que miraban al aire, como si quisieran examinar las ventanas de la casa de la Dama Enlutada.

—¿Decís que es aquí, Maurevert? —exclamó uno de ellos.

—Aquí, conde de Quelus. En el primer piso vive la propietaria, mujer muy devota, sorda y que se pasa el día en oración. El segundo piso lo he alquilado esta mañana.

—Maugiron —contestó el que habla recibido el nombre de conde de Quelus—, ¿concibes acaso las pasiones de Su Alteza por las burguesitas?

—Menos que burguesas, Quelus. Él, que tiene la corte…

—Mejor que la corte, Maugiron. ¡Tiene a Margarita!

Los dos jóvenes hidalgos se echaron a reír y continuaron hablando entre ellos sin ocuparse de Maurevert, por el que sentían temor y desprecio. Maurevert, en tanto, se alejó, diciendo:

—¡Hasta la noche, señores! —Quelus y Maugiron iban a hacer lo mismo, cuando vieron ante ellos a un joven que, con glacial cortesía, se descubrió, preguntando:

—Señores, ¿queréis hacerme el obsequio de decirme qué mirabais con tanta atención en esta casa?

Los dos hidalgos interrogados se miraron.

—¿Por qué nos hacéis esta pregunta? —dijo Maugiron con altanería.

—Porque esta casa me pertenece —contestó Pardaillán.

El caballero estaba un poco pálido, pero aquella palidez debió pasar inadvertida a sus interlocutores, que no lo conocían. Además, su actitud era en extremo cortés.

—¿Y suponéis —dijo Quelus— que tenemos deseos de comprarla?

—Mi casa no está en venta, señores —dijo Pardaillán impasible.

—Entonces, ¿qué queréis?

—Deciros simplemente que no quiero que se mire lo que me pertenece, y, sobre todo, que se ría de ello. Y los dos habéis mirado y reído.

—¿No queréis? —exclamó Maugiron, palideciendo a impulsos de la cólera.

—Ven —díjole Quelus—, es un loco.

—Señores —continuó Pardaillán, siempre impasible— no estoy loco y os repito que odio a los insolentes que miran lo que no deben.

—Por Dios, caballero, nos veremos obligados a cortaros las orejas.

—… y que tengo la costumbre de castigar a aquellos cuya risa me desagrada. Id a reír a otra parte —acabó diciendo Pardaillán.

—¡Ah! ¿Y dónde diablos queréis que vayamos a reír? —dijo Quelus.

—¡Al Prado de los Curiales, por ejemplo…,!

—Bueno, ¿y cuándo?

—En seguida, si os parece bien.

—No. Pero mañana, a las diez, mi amigo y yo estaremos allí. Y vos procurad reír mucho esta noche, porque es muy probable que mañana ya no podáis hacerlo.

—Lo procuraré, señores —dijo Pardaillán, saludando con mi gran gesto, sombrero en mano.

Quelus y Maugiron se alejaron en la misma dirección que Maurevert. Pardaillán, inquieto y turbado, entró en la sala de «La Adivinadora». Y se puso a comer.

«¿Qué diablos harían allí ese par de tontos? ¿Habrán venido por ella?».

«¡Por los cuernos de todos los diablos! ¡Si fuera así!».

«Pero no…, Veamos, ¿qué razón hay para ello? ¡Sale tan pocas veces! ¿Quién habrá podido fijarse en ella?».

Por fin, gracias a semejantes reflexiones y a una botella de Anjou, Pardaillán consiguió tranquilizarse y, siguiendo sus hábitos de observador, paseó la mirada por la sala. Aquella noche había gran concurrencia en la posada, Las criadas preparaban la mesa, en la pieza vecina, para muchos convidados. Maese Landry y sus auxiliares se las habían con gran número de cacerolas.

—¿Acaso hay algún convite esta noche? —preguntó Pardaillán a Lubin, que lo servía.

—Sí, señor, y por ello estoy muy satisfecho.

—¿Por qué?

—Por de pronto porque los señores poetas son muy generosos… beben mucho y me hacen beber.

—¿Son, pues, poetas los que han de venir?

—Como todos los primeros viernes de cada mes, señor caballero. Se reúnen para recitar poesías que me harían ruborizar si no estuviera muy ocupado en beber.

—Bueno. ¿Y por qué más?

—¡Ah, sí! Porque va a venir el hermano Thibaut.

—¿El fraile? ¿Es poeta también?

—No… pero… perdonad, señor caballero, pero he aquí una pluma roja, —y sin acabar su frase, Lubin, que parecía muy apurado, corrió al encuentro de un caballero que acababa de entrar en la sala, el cual llevaba una pluma roja en el sombrero e iba envuelto cuidadosamente en la capa, que le tapaba los ojos. Pero, por mucho que procuraba ocultarse, Pardaillán, que tenía mirada penetrante, reconoció enseguida aquella cara.

«¡El señor de Cosseins!» —murmuró.

Cosseins era el capitán de guardias de Carlos IX, es decir, el primer personaje militar del Louvre. Asistía a todas las revistas y relevos y a todas las cacerías reales. Pardaillán lo había visto más de una vez.

«¿Qué sociedad de poetas era ésa de la que formaban parte el hermano Thibaut y el capitán de los guardias del rey? ¿Por qué es Lubín y no maese Landry el que recibe al recién llegado?» —se preguntaba Pardaillán, y con sobreexcitada curiosidad siguió con la mirada a Lubín y Cosscins.

Landry, ocupado en sus hornos, no había reparado en el recién llegado, a pesar de que la cocina estaba situada de tal manera que podía ver perfectamente a todo el que entrara.

Lubin y el capitán penetraron en la pieza en que las criadas disponían la mesa.

—Aquí tendrá lugar el banquete, señor poeta —dijo Lubin, tratando en vano de ver el semblante del recién llegado.

—Vamos más lejos —dijo Cosseins.

La sala siguiente estaba vacía y daba a otra igualmente desocupada, pero en la cual estaban preparadas unas quince sillas. A la izquierda de la sala se abría un gabinete oscuro. Cosseins entró en él.

—¿Qué puerta es ésa? —preguntó.

—Da al pasillo que corre paralelo a las cuatro salas y, por fin, desemboca en la calle.

—¿Puede entrar alguien por aquí?

Lubin sonrió y mostró al capitán dos enormes cerrojos que cerraban la maciza puerta.

—Perfectamente. ¿Dónde estará el fraile?

—¿Fray Thibaut? En la sala mayor, ante la puerta de la sala que servirá para la fiesta. ¡Oh!, ¡no tengáis cuidado: no entrará nadie y con toda tranquilidad podréis recitar vuestros sonetos y baladas!

—Ya comprenderéis. ¡Hay tantos celosos que desearían apropiarse nuestras producciones!

—Sí, ¡plagiarios!

Cosseins aprobó con un movimiento de cabeza y, satisfecho sin duda de su inspección, atravesó de nuevo las salas y la puerta del salón y desapareció.

«¿Qué diablos va a pasar esta noche en “La Adivinadora”?» —se preguntó Pardaillán.

El caballero no era hombre que perdiera el tiempo meditando. Era curioso por naturaleza y por necesidad de defensa personal. No vaciló, pues, un momento, y resolvió conocer la verdad, que, sin duda alguna, Lubín ignoraba completamente. Se levantó, por consiguiente, sin afectación, llamó a Pipeau con un silbido y penetró en la sala del banquete, en donde tres criadas acababan de poner los cubiertos. Pasó rápidamente y entró en la estancia vacía cerrando tras sí la puerta. Luego llegó a la pieza en que estaban preparadas las quince sillas y, por fin, al gabinete oscuro. Este gabinete no era, en suma, más que una especie de cueva, cuyas paredes húmedas destilaban salitre.

Por fin, se entraba en las verdaderas cuevas de maese Landry. En el fondo se abría una trampa que cerraba por medio de una plancha de madera provista de una argolla de hierro.

Pardaillán, siempre seguido de Pipeau, se hundió en la escalera que bajaba a la cueva, la visitó cuidadosamente para asegurarse de que no había nadie, y, convencido de que no había nada anormal volvió a instalarse en el gabinete oscuro, dejando abierta la trampa mencionada. Le dejaremos haciendo de centinela voluntario y volveremos a observar lo que pasaba en la gran sala de la posada.

Hacia las nueve de la noche aparecieron tres hombres envueltos en grandes capas, llevando en sus birretes grandes plumas rojas. Lubin corrió al encuentro de estos personajes misteriosos y los introdujo en la sala del banquete. Diez minutos después, dos caballeros más y, por fin, otros tres, llevando todos la misma pluma roja en el birrete, entraron en «La Adivinadora» y fueron acompañados por Lubin, que, entonces, murmuró:

—Ocho plumas rojas. La cuenta está cabal.

En aquel momento, un fraile de barba blanca, de ojos burlones y cara rubicunda, franqueó a su vez el umbral de la puerta.

—¡Fray Thibaut! —exclamó Lubin, yendo a su encuentro.

—Hermano mío —dijo éste en voz baja—. ¿Han llegado nuestros ocho poetas?

—Allí están —contestó Lubin, señalando la sala del banquete.

—Muy bien. Escuchadme, pues, hermano. Se trata de cosas graves. Son poetas extranjeros que vienen a discutir con los nuestros.

—Pero, hermano mío, ¿cómo es que estáis mezclado en cosas de poesía?

—Hermano Lubín —dijo severamente el fraile— si nuestro reverendo y venerado abad, monseñor Sorbin de Sainte-Foi, permitió que dejarais el convento para venir a esta posada y llevar en ella vida regalada…

—¡Hermano! ¡Ah, hermano Thibaut!

—… Si el reverendo, apiadándose de vuestra sed inextinguible, os ha dado una prueba tan grande de su bondad, no debe inferirse por ello que también vaya a permitiros el pecado de la curiosidad.

—Me callo, hermano.

—No tenéis derecho a hacer preguntas, o, de lo contrario, volvéis al convento.

—¡Misericordia!, ¡lo juro, hermano… mi querido hermano…!

—Bueno. Ahora preparadme una mesita allí, frente a la puerta de la sala, porque tengo un poco de apetito.

Diciendo esto, fray Thibaut se amansó; sus ojos se enternecieron, y pasó la punta de su lengua por los labios.

—¡Qué feliz sois, fray Lubín! —dijo.

—¿Qué queréis para cenar, buen hermano? —preguntó Lubin.

—Poca cosa. Medio pollo, un frito de pescado, un pastel, una tortilla, confituras y cuatro botellas de vino de Anjou. En otros tiempos, hermano Lubin, habría pedido seis, pero ¡ay!, nos hacemos viejos.

El fraile se instaló en la puerta, de modo que nadie pudiera entrar sin su permiso. Cuando Lubín hubo colocado encima de la mesa los elementos de la modesta cena pedida por fray Thibaut, éste dijo:

—Ahora, hermano Lubin, escuchadme bien. ¿Conocéis el corredor que lleva al gabinete oscuro? Pues bien; vais a poneros de centinela a la entrada del corredor, en la calle, hasta que yo os releve.

Lubin, que vio desvanecerse todos sus ensueños gastronómicos y báquicos, dio un suspiro que hubiera enternecido a un tigre, pero fray Thibaut pareció no darse cuenta de ello.

—Si alguien quiere entrar en el corredor —continuó—, os opondréis. Si este alguien persiste en su intención, dais un grito de alarma. Id, mi querido hermano, apresuraos…

Entonces Lubín se vio obligado a obedecer, y fray Thibaut emprendió el ataque contra el medio pollo. Dieron las nueve y media, y en aquel momento entraron seis nuevos pasajeros en la posada.

—He aquí los descreídos —gruñó Thibaut—. Yo soy como el hermano Lubin, No comprendo por qué se me obliga a guardar la puerta en favor de poetastros como Ronsard, Laif, Rérny Belleau, Juan Dorat, Jodelle y Pontus de Thyard.

Refunfuñando así, fray Thibaut iba mirándolos a medida que entraban en la sala del banquete. Es inútil decir que la entrada de los poetas y su desaparición pasaron inadvertidas. Y para darse cuenta exacta de esta escena, nuestro lector debe figurarse la gran sala de «La Adivinadora» llena de soldados, estudiantes, aventureros e hidalgos. Aquí y allí algunas mujeres públicas. En el centro de la sala un bohemio haciendo juegos de manos; las carcajadas, las canciones, los gritos de los bebedores que pedían más vino, hipocrás o hidromiel, el ruido de los cubiletes de estaño que se entrechocaban; en una palabra, toda la efervescencia de una taberna muy concurrida en el momento en que va a dar el toque de queda, se va a cerrar el establecimiento y todo el mundo se apresura a vaciar el último vaso.

Los seis poetas de la Pléyade (el séptimo, Joaquín Du Bellay, había muerto en 1560) entraron, pues, sin haber despertado la menor curiosidad y pasaron a la sala del festín. Allí Juan Dorat detuvo con el gesto a sus cofrades y les dijo:

—Henos aquí reunidos para celebrar nuestros misterios. Puede decirse que somos la flor de la poesía antigua y moderna y que jamás asamblea de doctores del sublime arte fue más digna que ésta de subir al Parnaso para saludar a los dioses tutelares, Vos, Pontus de Thyard, con vuestros «Errores amorosos» y vuestro «Furor poético»; vos, Esteban Odelle, señor de la tragedia, con vuestra «Cleopatra cautiva» y vuestra «Dido»; vos, Remy Belleau, excelente lapidario de las «Piedras preciosas», magnífico evocador de la amatista, de la ágata, del zafiro y de la perla; vos, Antonio Baif, el gran reformador del diptongo, prestigioso artífice de los siete libros de «Amor», y yo, en fin, yo Juan Dorat, que no me atrevo a citarme, después de tantos nombres gloriosos, henos aquí reunidos al lado de nuestro maestro del género antiguo y moderno, el grande y definitivo poeta que se ha hecho dueño del latín y del griego para forjar una lengua nueva, el hijo de Apolo que, desde los tiempos en que aprendí, en el colegio Coqueret, el arte de hablar como hablaban los dioses, me ha sobrepujado de cien codos y nos aplasta bajo el peso de sus «Odas», sus «Amores», su «Floresta real», sus «Mascaradas», sus «Églogas», sus «Alegrías», sus «Sonetos» y sus «Elegías». ¡Maestros, inclinémonos ante nuestro maestro, micer Pedro Ronsard! (Creemos deber advertir aquí que Juan Dorat se expresaba en latín con una facilidad y corrección que probaban su perfecto dominio de esta lengua).

Los poetas se inclinaron ante Ronsard que aceptó el homenaje con majestuosa sencillez.

Ronsard, que era sordo como una tapia, no había oído ni una palabra de la arenga, pero, como muchos sordos, no confesaba su enfermedad. Así pues, contestó en el tono más natural:

—El maestro Dorat acaba de decir cosas de maravillosa justeza y a ellas me asocio sin restricciones.

—Nunc est bibemdum ¡Ahora, a beber! —exclamó Pontus, que gustaba de divertirse a costa del ilustre sordo.

—Gracias, hijo mío —contestó Ronsard con amable sonrisa.

Juan Dorat, con imperceptible emoción de inquietud, continuó:

—Señores, ya os he hablado de ocho ilustres extranjeros que desean asistir a la celebración de nuestros misterios.

—¿Son poetas trágicos? —preguntó Jodelle.

—De ninguna manera. Ni poetas son siquiera. Pero os respondo de que son personas honradas y dignas. Me han confiado sus nombres bajo el sello del secreto. El maestro Ronsard ha aprobado su admisión y, además, ¿no hemos tolerado varias veces la presencia de algunos extraños?

—Pero ¿y si nos hacen traición? —observó Remy Belleau.

—Han jurado guardar el secreto —contestó Dorat con viveza. Además, señores, se marchan mañana y es muy fácil que no vuelvan más a París.

Pontus de Thyard, que era un glotón y un bebedor de fuerza, y a quien sus amigos llamaban «El gran Pontus» a causa de su talla hercúlea, aun cuando él fingía entender que este calificativo se aplicaba a su genio, Pontus, dijo entonces:

—Yo creo que se come de mal humor y se digiere mal cuando …

—Estos nobles extranjeros no asistirán a nuestro ágape —interrumpió Dorat—. Además, he de hacer constar que se abrigan sospechas contra nosotros y que la presencia de ilustres huéspedes que podrían servimos de testimonio en caso necesario, sería una gran prueba de la inocencia de nuestras reuniones. Pero hay un medio para decidido. ¡Votemos!

Los votos, en aquella reunión, se expresaban a usanza de los romanos que en el circo pedían la vida o la muerte de los gladiadores vencidos. Para decir sí, levantaban el pulgar; para decir no, lo bajaban. Con viva satisfacción, que sin embargo disimuló, Juan Dorat vio que los pulgares de sus amigos señalaban todos al techo, incluso el de Ronsard, que no había oído una palabra de la discusión.

Entonces los seis poetas entonaron una canción báquica y a sus acentos entraron en la sala del fondo, donde se hallaban ya los ocho desconocidos de las plumas rojas en las tocas. Todos iban enmascarados. Estaban sentados en dos filas como si fueran a asistir a un espectáculo.

Apenas hubieron entrado, su canción báquica probablemente una especie de Gaudeamus ignur se transformó en una melopea de ritmo extraño que debía ser una invocación. Al mismo tiempo se colocaron uno al lado de otro formando fila, adosados a la pared del fondo de la sala que se hallaba frente a la puerta del gabinete oscuro por el que se iba a la cueva.

De espaldas a esta puerta estaban sentados los ocho espectadores enmascarados. En seguida Juan Dorat abrió una gran puerta que estaba cuidadosamente disimulada en la pared. Entonces apareció a los ojos de los espectadores una especie de alcoba, y he aquí lo que vieron entonces los ocho espectadores:

En el fondo de aquella alcoba se elevaba un altar de antigua forma. Este altar, que era de granito rosa, afectaba la forma primitiva y rudimentaria de las grandes piedras, que antaño servían para los sacrificios. Pero su basamento estaba adornado con esculturas y medallones de estilo griego. Uno de estos últimos representaba a Febo o Apolo, dios de la Poesía; en otro se hallaba representada Ceres, diosa de las cosechas; un tercero representaba a Mercurio, dios del comercio y de los ladrones, y en realidad, dios del ingenio.

Al pie del altar había una gran piedra adornada de igual modo, cruzada por una hendidura en forma de canalillo. En primer término se veía un pebetero sobre un trípode de oro o dorado. Sobre el altar había un busto de cabeza extraña, que sonreía haciendo visajes. Sus orejas eran velludas, tenía cuernos en la frente, cabeza de sátiro o fauno para un indiferente; cabeza de Pan, el gran Pan, soberano de la Naturaleza, para los iniciados.

A derecha e izquierda del altar estaban colgadas algunas túnicas blancas y coronas de laurel. En fin, por un increíble, pero verídico capricho, o tal vez por una mezcla de paganismo y de religión cristiana, a pesar de que no debía considerarse como una profanación, o tal vez fuera también por extraño olvido, detrás del altar, un poco a la izquierda, colgada en la pared y muy asombrada sin duda de hallarse allí, había una lámina representando a la Virgen que aplastaba una serpiente.

Debemos completar este extraño cuadro, diciendo que a la derecha del altar y en la pared estaba empotrada una argolla de hierro dorado, a la cual estaba atado un verdadero macho cabrío, coronado de flores, cubierto de follaje y que, a la sazón, se ocupaba en roer tranquilamente algunas hierbas colocadas a su alcance. Apenas se abrió la puerta de la alcoba, Juan Dorat entró y descolgó las túnicas blancas y las coronas, que entregó a sus amigos.

En un instante los seis poetas estuvieron revestidos como sacerdotes de algún templo de Delfos y coronados de follaje y flores entrelazadas. Entonces se colocaron a la izquierda del altar y empezaron a salmodiar en griego un canto de música primitiva. Una vez terminado, evolucionaron en fila y fueron a colocarse a la derecha del altar, en donde cantaron de nuevo, con la misma música, pero con otra letra, figurando sin duda la antiestrofa, ya que el primero había sido la estrofa. Luego, de pronto, se callaron.

Ronsard avanzó hacia el pebetero y echó en él el contenido de una cazoleta que había encima del altar. Enseguida se elevó un humo blanco, llenando la alcoba de un sutil olor de mirra o de cinamomo. Entonces el coro volvió a cantar con una melopea más lenta. Luego se callaron de nuevo. Ronsard se inclinó ante el busto de Pan y, elevando las manos por encima de su cabeza, con las palmas hacia lo alto, pronunció esta invocación:

—¡Oh, Pan! ¡Oh, faunos, sátiras y dríadas! ¡Vosotros, gentiles habitantes de las florestas y bosques, vosotros que entre los arbustos y a la sombra de los árboles bailáis y saltáis sobre la tierra! ¡Vosotros, silvestres amigos de los árboles, que vivís libres, orgullosos, lejos de los doctores y confesores, lejos de los pedantes maléficos que hacen la existencia de la Humanidad tan amarga! ¿Por qué no he de poder participar de vuestras inocentes juegas?

»¡Oh, dríadas amables, y vosotros faunos sonrientes! ¿Cuándo podré yo también inclinarme sobre el misterio de las fuentes límpidas, y, embriagado por los perfumes del bosque, escuchar el ruido de la hoja que cae, la ardilla que juega y la música infinita de las grandes ramas agitadas por el viento? ¿Cuándo podré huir de los hombres de las ciudades, de la engañosa corte, de los sacerdotes malignos, de los obispos que con sus báculos tratan de aplastar a los inocentes? ¿Cuándo podré huir de los cortesanos impostores, de los reyes que chupan la sangre del pueblo, de los hombres de armas que buscan el asesinato con el arcabuz en la mano y las tinieblas en el corazón?

»¡Oh, Pan, oh Naturaleza!, es a ti a quien van los sueños del pobre poeta. ¡Es a ti a quien adora mi espíritu! ¡Oh, Pan creador, protagonista de las fecundaciones eternas, amor, dulzura, Vida maternal, que recibes insultos con los mortales pensamientos de los hombres! ¡Escucha los votos de los poetas! ¡Oh, Pan! ¡Recibe nuestros espíritus en tu vasto seno! ¡Y ya que no nos es permitido ir hacia ti, deja que tu alma penetre en las nuestras! ¡Inspíranos el amor por los espacios libres, por las sombras solitarias, por las murmuradoras fuentes, oh, Pan, el amor del amor, de la amistad, de la naturaleza, de la Vida! ¡Y recibe aquí nuestro modesto sacrificio!

»¡Qué la sangre de este macho cabrío te sea agradable y te haga propicio a nuestros ensueños! ¡Corra, pues, en ofrenda expiatoria, la sangre de este ser que te es agradable, antes que la sangre de los hombres, en ofrenda de los mortales pensamientos de los sacerdotes! ¡Qué corra alegremente como el vino correrá en nuestras copas cuando bebamos a tu gloria, a tu apacible gloria!, ¡oh, Pan! ¡A tu belleza soberana, oh, Naturaleza! ¡A tu eterno poder, oh, Vida! ¡A vuestra secular juventud, oh, ninfas, dríadas, sátiros y faunos!

Entonces, mientras el coro, con ritmo más majestuoso, cantaba de nuevo, Ronsard echó nuevamente perfumes en el pebetero, Luego Pontus de Thyard, que era el coloso de la Pléyade, avanzó, tomó del altar un largo cuchillo con mango de plata, asió al macho cabrío por los cuernos y lo tendió sobre la piedra destinada a los sacrificios.

Un instante después un poco de sangre corrió por el canalillo de la piedra.

—¡Evolie! —gritaron los poetas.

El macho cabrío no había sido degollado, como tal vez se figura el lector. Pontus se contentó con hacerle una pequeña sangría para cumplir el rito indicado por Ronsard. Puesto en libertad el animal sacudió vivamente la cabeza y se puso a roer sus hierbas. Al mismo tiempo los poetas se quitaron sus túnicas, pero conservaron en sus cabezas las coronas de flores.

La puerta de la alcoba fue cerrada de nuevo, y los poetas, entonando otra vez el canto báquico que había acompañado su entrada a aquella extraña escena de paganismo, se pusieron en fila y salieron hacia la sala del festín, en donde muy pronto se oyó el chocar de vasos, el ruido de las conversaciones y las carcajadas.

—¡He aquí a unos grandes locos o grandes filósofos! —murmuró el caballero de Pardaillán.

Nuestros lectores no habrán olvidado, en efecto, que el caballero se había ocultado en el gabinete oscuro, pronto a bajar a la cueva al menor peligro de ser descubierto.

Después de la salida de los poetas, los ocho hombres enmascarados se levantaron.

—¡Sacrilegio y profanación! —exclamó uno de ellos, quitándose la careta.

—¡El obispo Sorbin de Sainte-Foi! —murmuro Pardaillán, ahogando una exclamación de sorpresa.

—… y se me obliga a mí —continuó Sorbin— ¡a asistir a tales infamias! ¡Ah, la fe se va! ¡La herejía nos ahoga! ¡Es ya tiempo de obrar! ¡Y pensar que se han dado a este Ronsard los beneficios de Bellozane, Croix de Val y el priorato de Evailles!

—¿Qué queréis decir, monseñor? —exclamó otro, quitándose igualmente la careta—. Dorat es de los nuestros y nos oculta. Además, vigila esta reunión. ¿Dónde queréis ir? ¿A vuestra casa? Dentro de una hora nos habrían arrestado. La vigilancia del prebostazgo es muy estrecha en todas partes, y aquí estamos perfectamente seguros.

Y en el que acababa de hablar así, Pardaillán reconoció a Cosseins, ¡capitán de los guardias del rey! Pero no habían acabado las sorpresas para él, porque en los otros seis, que, a su vez, se quitaron la careta, reconoció con estupefacción al duque Enrique de Guisa y a su tío el cardenal de Lorena. En cuanto a los cuatro restantes, le eran completamente desconocidos.

—Olvidemos de momento la comedia de los poetas —dijo el cardenal de Lorena—. Más tarde procuraremos ahogar esta nueva herejía. Cuando seamos los amos. Cosseins, ¿habéis estudiado este lugar?

—Sí, monseñor.

—¿Respondéis de que nos hallamos en seguridad?

—Con mi cabeza.

—Pues bien, señores, hablemos de nuestros asuntos —dijo entonces el duque de Guisa con autoritario tono—. Calmaos, señor obispo, los tiempos están cercanos. Cuando ocupe el trono de Francia un rey digno de este nombre, tomaréis vuestro desquite. Os he jurado que la herejía sería exterminada, y ya me veréis cumpliendo mi promesa.

A la sazón los conjurados escuchaban al joven duque con exagerado respeto que hubiera parecido extraño a los que no conocieran aquella conspiración.

—¿En qué situación nos hallamos? —continuó Enrique de Guisa—. Hablad el primero, tío.

—Yo —dijo el cardenal de Lorena— he hecho las necesarias indagaciones y puedo probar cuando se quiera que los Capetos han sido usurpadores y que los que les han sucedido no han hecho más que continuar la usurpación. Por Lotario, duque de Lorena, descendéis de Carlomagno, Enrique.

—¿Y vos, mariscal de Tavannes? —dijo tranquilamente Enrique de Guisa.

—Tengo seis mil infantes preparados —dijo lacónicamente el mariscal.

—¿Y vos, mariscal de Damville?

Pardaillán se estremeció. ¡El mariscal de Damville! ¡El que él salvara de manos de los asesinos! ¡El que le regaló Galaor!

—Tengo cuatro mil arcabuceros y tres mil hombres de armas a caballo —dijo Enrique de Montmorency. Pero quiero que se recuerden mis condiciones.

—Ved si las olvido —dijo sonriendo Enrique de Guisa—. Encarcelar a vuestro hermano, nombraros jefe de la casa de Montmorency y daros la espada de Condestable de vuestro padre. ¿No es eso?

Enrique de Montmorency se inclinó, y Pardaillán vio brillar en sus ojos una llama rápida de ambición y de odio.

—¿A vuestra vez, señor de Guitalens? —dijo el duque de Guisa.

—Yo, en mi calidad de gobernador de la Bastilla, mi papel está trazado de antemano. Que me traigan al «prisionero» en cuestión y respondo de que no saldrá vivo.

—¡Hablad, señor de Cosseins! —dijo el duque.

—Respondo de los guardias del Louvre. Las compañías me pertenecen en cuerpo y alma. A la primera señal, lo prendo, lo meto en una carroza y lo entrego al señor Guitalens.

—¡Hablad, señor Marcel!

—Maese Charron me ha suplantado en mi empleo de preboste de los mercados, pero tengo al pueblo de mi parte. Desde la Bastilla al Louvre irán todas mis gentes cuando yo lo mande.

—Os ha llegado el turno, señor obispo.

—Desde mañana —dijo Sorbin de Sainte-Foi— empiezo la gran cruzada contra Carlos, protector de los herejes. Desde mañana suelto a mis predicadores y desde todos los púlpitos de París van a predicar contra él.

Enrique de Guisa permaneció algunos instantes pensativo. Tal vez antes de lanzarse en aquella serie de conspiraciones que debían conducir a la sangrienta tragedia de Blois, vacilaba todavía.

—¿Y el duque de Anjou? ¿Qué haremos de él? —preguntó Tavannes—. ¿Y el duque de Alenzón?

—¡Los hermanos del rey! —murmuró Guisa, estremeciéndose.

—¡La familia maldita! —respondió secamente Sorbin de Sainte-Foi—. Herid primero a la cabeza y los miembros se pudrirán.

—Señores —dijo entonces Enrique de Guisa—, hoy ya nos hemos visto y sabemos con qué podemos contar para llevar a cabo la gran obra. Pronto vamos a salir del período preparatorio, para: entrar en el de la acción. Señores, podéis confiar en mí.

Los circunstantes escuchaban, recogiendo ávidamente sus palabras.

—Confiad en mí —repitió Guisa—, no solamente para la acción, sino para los acontecimientos que la sigan. Un pacto me liga con cada uno de vosotros y lo observaré religiosamente. Os autorizo para prometer a cada uno de vuestros auxiliares lo que más convenga para ganarlos a nuestra causa, dada su ambición y la ayuda que pueden proporcionamos. Cumpliré las promesas que hagáis en mi nombre. Ya recibiréis la orden necesaria para obrar libre, entonces que cada uno se dedique a sus ocupaciones ordinarias. Ahora, señores, preparémonos. Cuantas menos veces nos reunamos, menos sospecharán de nosotros.

Entonces todos, uno después de otro, fueron a besar la mano de Guisa, homenaje real que el joven duque aceptó como cosa muy natural. Luego salieron por grupos de dos o tres y en intervalos de algunos minutos.

Enrique de Guisa y el cardenal de Lorena fueron los primeros que entraron en el gabinete oscuro para salir por la puerta que daba al exterior. Cosseins descorrió los cerrojos de la puerta. Al otro extremo de la avenida permanecía Lubín de centinela. Luego salieron Cosseins, Tavannes y el obispo. Más tarde el ex preboste Marcel, con Guitalens, gobernador de la Bastilla. Y, finalmente, Enrique de Montmorency, que se había quedado solo.

Entonces se levantó la trampa de la cueva y apareció la cabeza de Pardaillán. El caballero estaba un poco pálido, a causa de lo que viera y oyera. Acababa de sorprender un secreto formidable, uno de esos secretos que matan sin remisión. Y Pardaillán, que no hubiera temblado ante diez asesinos, que habría dado cara a un pueblo enfurecido, Pardaillán, que, sonriendo, se había expuesto a perecer debajo de una casa que se hunde sintió un escalofrío que recorría todo su cuerpo al sentirse dueño —o, mejor dicho, esclavo— de tal secreto.

Entonces se puso a considerar el asunto.

—… O el duque de Guisa sabría que la escena de «La Adivinadora» había tenido un testigo, y desde entonces este testigo era hombre muerto. Pardaillán no temía a la muerte cara a cura y con una buena espada en la mano. ¡Lo que temía era vivir en adelante en compañía del siniestro fantasma del Espanto! Cada esquina de una calle iba a ser una emboscada. El pan que comiera contendría uno de los venenos implacables que Catalina de Médicis había traído de Italia. ¡Se acabó el libre vagabundo! ¡Ver la muerte por todas partes, la muerte traidora, cobarde, que atisba en la emboscada!

… O bien Guisa y los conjurados no sabrían nada… Y entonces, ¿qué hacer? ¿Debía asistir como espectador impotente a la tragedia que se preparaba? ¡No, mil veces no! Al pensar en ello, sentía odio contra los conspiradores.

Pardaillán no sentía ningún cariño por el rey, o mejor dicho, casi no lo conocía. Carlos IX le era indiferente. Cualquiera que fuese el rey de Francia, era su rey. ¡Pero aquellas gentes le parecían muy viles! ¡Cosseins, capitán de los guardias! ¡Guitalens gobernador de la Bastilla! ¡Tavannes, mariscal! ¡Montmorency, mariscal también! Todos, todos debían al rey sus empleos y sus honores. Todos eran cortesanos y lo incensaban y adulaban. Y querían herido por la espalda, Esto le parecía una cosa muy innoble, pues tenía instintivamente el culto de las cosas bellas y buenas.

Entonces, ¿qué hacer? ¿Denunciarlos? ¡Eso nunca! ¡No era hombre para cometer tan bajas acciones! Estas reflexiones pasaron como un rayo por el espíritu del caballero. Hizo un movimiento de hombros como para desembarazarse de su peso, y como la contemplación no era su fuerte se embozó cuidadosamente en su capa y se lanzó al corredor, precisamente en el instante en que Lubín se dirigía hacia él para cerrar la puerta que Montmorency dejara abierta.

Lubin, a quien fray Thibaut había señalado la lección, sabía que ocho personajes, ocho poetas, debían salir por el corredor. Contó, pues, y al ver que salía el último se puso contento, pensando que iba a acompañar al fraile en su banquete.

—¡Hola! —gritó al divisar el noveno personaje, que echaba por tierra su cálculo—. ¿Qué hacéis aquí?

Pero la estupefacción de Lubín se cambió enseguida en terror. Porque acababa de pronunciar aquellas palabras cuando recibió un violento empellón que lo hizo caer redondo al suelo. Pardaillán saltó ágilmente por encima del maltrecho Lubín y se lanzó a la calle.