XXIX - El Señor de Pardaillán padre
CASI DOS MESES ANTES de que tuvieran lugar los acontecimientos que acabamos de relatar, dos hombres, al atardecer de un día muy frío, se detuvieron en la única posada de Pont-de-Cé, cerca de Angers. Uno de ellos tenía aire de capitán que iba a unirse a su compañía por pequeñas etapas y el otro parecía ser su escudero. Aquel hombre que parecía un capitán era, en realidad, el mariscal de Damville, que, saliendo de Burdeos en dirección a París, había dado un ligero rodeo para detenerse en Pont-de-Cé, y si viajaba con modesto séquito, era porque no deseaba llamar la atención. Por otra parte, si había dado un rodeo, no era para admirar los hermosos paisajes de Anjou, con sus frondosos bosques bajo el cielo azulado, sus ríos lentos que se arrastran perezosamente entre las praderas, ni para refrescarse con el vino claro y espumoso de aquella tierra, ni tampoco para cortejar a las campesinas tocadas con grandes cofias blancas y que pasaban entonces por ser las más bonitas y las menos hurañas de Francia entera. Sencillamente, el mariscal tenía una cita en la posada de Pont-de-Cé.
A cada instante el escudero salía al camino y miraba en la dirección de Angers. A las ocho, el mesonero quiso cerrar la puerta pero el mariscal se lo impidió, diciendo que esperaba a una persona. Por fin, ya muy entrada la noche, un jinete se detuvo ante la posada, y sin desmontar preguntó por un hidalgo llegado sin duda el mismo día o en el anterior; y como le contestaran que un caballero y su escudero se hallaban efectivamente en la posada, desmontó y entró en la casa. Fue llevado a presencia de Enrique de Montmorency, el cual hizo un signo misterioso, y como el recién llegado contestara con otro parecido, el mariscal cerró cuidadosamente la puerta y preguntó con viveza:
—¿Venís del castillo de Angers?
—Sí, monseñor.
—¿Debéis hablarme del padre del duque?
—¿Qué duque, monseñor? —dijo el caballero guardando reserva.
—Del que en estos días ha debido hacer una visita al castillo.
—Servíos precisar, monseñor.
—El duque de Guisa —dijo Montmorency en voz baja.
—Estamos de acuerdo. Perdonad todas estas precauciones, señor mariscal, pero estamos muy vigilados.
—Bueno. ¿Está Guisa todavía en Angers?
—No. Partió hace tres días en dirección a París. El duque de Anjou se marchó ayer.
—¿Sabéis si hay algún convenio entre ellos?
—No lo creo, monseñor. El duque de Anjou está sobradamente preocupado con sus favoritos y sus boliches.
—¿Me traéis alguna orden de parte de Enrique de Guisa?
—Sí, monseñor. Escuchad —y continuó en voz baja—. El treinta de marzo próximo, a las nueve y media de la noche, en la posada de «La Adivinadora», en París, calle de San Dionisio. ¿Os acordáis, señor mariscal?
—Sí.
—Preguntaréis por micer Ronsard. Iréis enmascarado y llevaréis en vuestro birrete una pluma roja.
—El treinta de marzo por la noche, calle de San Dionisio, posada de «La Adivinadora». ¿Nada más?
—No, monseñor. ¿Puedo retirarme? Es preciso que no se advierta mi ausencia.
—Id, amigo mío.
—Os agradeceré que deis cuenta a monseñor Enrique de Guisa de que he cumplido perfectamente el encargo que me ha confiado, y además decidle que le pertenezco en cuerpo y alma, aunque, en apariencia, sirva al duque de Anjou.
—Así lo haré. ¿Cómo os llamáis?
—Maurevert, para serviros aquí y en París, a donde iré en breve.
Y el mensajero, después de saludar se marchó. Algunos instantes más tarde el mariscal oyó el galope de su caballo, que se alejaba por el camino de Angers.
«He aquí un bribón» —pensó—. «¿Por qué Enrique de Guisa empleará a tales gentes? ¿Quién nos asegura que ese pícaro que hoy hace traición a su señor no nos la hará mañana a nosotros? En cuanto a esta reunión en plena calle de San Dionisio, iré a ella, pero no sin tomar antes mis precauciones».
Nuestros lectores ya han visto cómo Enrique de Montmorency asistió a la reunión de «La Adivinadora» en la noche en que Ronsard Y sus poetas fingieron el sacrificio de un macho cabrío y en que el duque de Guisa y sus secuaces buscaron el medio de dar muerte a un rey.
Después de la salida de Maurevert, el escudero subió a la habitación del mariscal, que se hallaba en el primer piso y daba a un pequeño patio en que estaba la cuadra.
—¿Continuamos nuestro camino, monseñor? —preguntó el escudero.
—No, a fe mía; pernoctaremos aquí, pero preparadlo todo para mañana a primera hora. Ahora hazme subir la cena, porque el camino me ha despertado un apetito feroz.
El escudero se apresuró a cumplir las órdenes de su amo. En aquel momento, Enrique de Montmorency oyó irritadas voces en el patio.
—¡Os repito que no lo quiero aquí! ¿Soy o no el amo de la posada?
—Y yo os repito que lo pondré aquí. ¡Por Barrabás!
—Yo conozco esa voz —se dijo Enrique.
—Esta cuadra está reservada para los caballos de estos señores —gritó el posadero.
—¡Pues os juro que mi caballo no irá al establo con vuestras vacas!
—¡Señor mendigo, os echaré de mi casa!
—¡Señor huésped, os voy a apalear!
—¡Apalearme a mí, bandido! ¡Estáis borracho!
—¡Yo, borracho! ¡Ahora lo verás…! —El resto de la frase se perdió en una serie de interjecciones feroces que muy pronto se convirtieron en aullidos y por fin en lastimeros gemidos.
Enrique bajó rápidamente al patio y vio a dos sombras, una de las cuales apaleaba a la otra con una maestría tal, que probaba su mucha práctica en semejante ocupación.
—¡Socorro! ¡Al asesino! —gritó el posadero viendo llegar refuerzos. Porque, en efecto, la sombra apaleada era la del posadero.
El apaleador, por su parte, suspendió la operación, saludó cortés al recién llegado y le dijo:
—Caballero, por vuestra espada y vuestro porte, veo que sois noble. Yo lo soy también y quisiera haceros juez de la contienda.
El mariscal hizo con la cabeza un signo de asentimiento, pero guardó silencio.
—Este villano —continuó el desconocido, tratando en vano de distinguir en la obscuridad los rasgos fisonómicos de su interlocutor— pretende que saque mi caballo de la cuadra y lo lleve al establo.
—En la cuadra sólo caben tres caballos —gimió el posadero—. Hay el sitio justo para el de este caballero, el de los equipajes y el del escudero.
—En donde caben tres, caben cuatro. ¿No es verdad, caballero? Un caballo tan hermoso como el mío. Voy a enseñároslo, señor, y así podréis juzgar mejor el caso. ¡Eh, posadero, una luz! —Éste, seguro de ser amparado por el caballero, al que juzgaba muy rico por la cena que había encargado, se apresuró a encender una linterna. Inmediatamente Enrique de Montmorency la cogió y dirigió la luz sobre el desconocido que tan enérgicamente defendía a su caballo; al verle la cara, una sonrisa entreabrió sus labios.
«Él» —se dijo—. «Por la voz me lo había parecido».
Y al mismo tiempo, Enrique empujó la puerta de la cuadra mirando al interior vio al lado de sus tres caballos otro de una delgadez espantosa, cuyos huesos casi le atravesaban la piel; los cascos gastados, lleno de mataduras y los arcos superciliares muy prominentes. Aquel caballo de huesos a cabeza parecía haber ayunado más de lo justo y sus melancólicos ojos explicaban elocuentemente la amargura de largas jornadas sin avena. No obstante, parecía de una solidez a toda prueba y se mantenía firme sobre sus jarretes.
—Mirad, caballero —exclamó, entre tanto, el desconocido—. Observad esta cabeza fina, estas piernas vigorosas, este pelo reluciente, y decidme si semejante animal merece dormir en el establo.
Montmorency se volvió con la linterna en la mano y dijo:
—Tenéis razón, señor de Pardaillán; es un caballo de precio.
El desconocido se quedó con la boca abierta, y la mirada atónita. Iba a escapársele un nombre, cuando Montmorency le detuvo con una mirada y dijo en alta voz:
—Caballero, nuestro huésped consiente en vuestra demanda; en cuanto a vos, me honraréis si os dignáis compartir mi cena. Nada de cumplidos. Entre nobles… Aceptáis, ¿verdad? —Y, hablando así, con gran estupefacción del posadero, el mariscal de Damville pasó su brazo por debajo del de Pardaillán y lo llevaba hacia su habitación.
El viejo Pardaillán, más estupefacto todavía que el posadero, dejábase llevar sin pronunciar una palabra. No obstante, durante el trayecto desde el patio a la habitación, reflexionó sin duda, porque apenas la puerta se hubo cerrado tras el mariscal, cuando, apoyando en la cintura su mano izquierda y mientras con la derecha se atusaba el bigote, exclamó sin la menor emoción aparente:
—Tengo gran satisfacción en veros sano y bueno, monseñor. —Luego, irguiéndose de nuevo, tras haber hecho una reverencia, añadió—: Un poco envejecido, no obstante, ¡caramba! La última vez que tuve el honor de presentaros mis respetos no teníais más de veinte años y, si no me equivoco, ahora debéis tener treinta y cinco o treinta y seis. ¡Cómo se cambia! Veo que ya tenéis cabellos grises en las sienes. Vuestra boca ha tomado un pliegue amargo y vuestro semblante, en general, se ha endurecido. Es preciso confesar que no erais ya muy tierno antes.
»Yo, como veis, soy todavía el mismo, porque nosotros, los aventureros una vez hemos pasado cierta edad, ya no envejecemos. A los cuarenta años era como ahora, y si muero centenario, como espero, moriré tal como soy ahora. A propósito, monseñor, os felicito. Muchas veces he oído hablar de vos y me he enterado de que sois un esgrimidor terrible. ¡Parece que sabéis partir un cráneo en dos con la mayor limpieza y que ya se ha perdido la cuenta de los hugonotes que habéis muerto!
»¡Por Barrabás! Tengo gran satisfacción en recordar que yo os enseñé algunos golpes famosos y si yo fuera vanidoso me enorgullecería de un discípulo como vos. No lo soy, a Dios gracias pero no obstante, siento satisfacción.
»¿Decís algo, monseñor? ¡Toma! ¿No decís nada? Entonces, monseñor, como antes os dije, siento gran satisfacción en veros sano. Permitidme, pues, que os desee buenas noches y que monte en mi caballo, porque esta misma noche debo llegar a Gauge…; una larga etapa.
—Señor de Pardaillán —dijo Montmorency— hacedme el honor de aceptar mi cena.
El viejo aventurero, que ya entreabría la puerta giró sobre sus talones, militarmente. Volvió los ojos hacia la mesa sobre la cual el posadero acababa de depositar suculentas viandas y ventrudas botellas pero dirigió luego su mirada hacia el mariscal y con voz en la que se traslucía el pesar, contestó:
—¡Excusadme, monseñor, pero me esperan! ¿Me permitís?
Un gesto de Damville detuvo nuevamente al aventurero.
—No os esperan, pues hace poco disputabais con el posadero para meter vuestro caballo en la cuadra. De modo que si no aceptáis, me figuraré que tenéis miedo.
Pardaillán soltó una carcajada.
—¡Miedo! —dijo—. Para tenerlo sería preciso hallar al diablo en persona, y aun así tampoco me asustaría. Ya veis, pues, monseñor, que no puedo tener miedo en vuestra compañía, porque no sois el diablo, como me complazco en creer.
Hablando así, el viejo Pardaillán echó sobre la cama su birrete y su capa, se desciñó el cinturón y, en una palabra, hizo los preparativos necesarios para cenar cómodamente; no obstante, puso cerca de sí su larga espada, apoyada contra la mesa. Montmorency observó perfectamente este detalle y cogiendo la suya la echó sobre la cama. Y visto eso por el aventurero, fue a dejar su arma en el mismo sitio.
El mariscal de Damville se sentó y con un gesto indicó a su comensal que hiciera otro tanto.
—Por obediencia, monseñor —dijo Pardaillán sentándose y dando un gran suspiro destapó un bote de gres, el cual una vez abierto despidió aromático perfume—. ¡Caramba! —exclamó—. No hay cosa tan agradable como una mesa bien puesta a dos pasos de un buen fuego, cuando el viento sopla en el exterior y se tienen veinte leguas en las piernas del caballo y…
—… Y se pregunta uno cómo va a acostarse después de haber comido poco o nada. Nada. ¿No es eso?
«¡Caramba!» —se dijo—. «No me habla de nada. ¿Acaso habrá olvidado la aventura?».
—Habéis puesto el dedo en la llaga, monseñor —añadió en voz alta—. Yo me alojo muchas veces en la posada de las estrellas, y en ella, tal vez no sepáis que no hay hornilla, asadores ni cocineros: la única llama que se ve es la del resplandor de la luna; si se aspira un perfume no es el de un pastel ni el de una honrada tortilla, sino el de las florecillas del campo; el único líquido que uno recibe es el de la lluvia y no el purpúreo del vino. Así, pues, ante una magnificencia como ésta, monseñor, trato de desquitarme lo mejor que puedo.
En efecto, Pardaillán, que hablaba como dos, no perdía bocado y comía como cuatro. Damville lo miraba con aire pensativo.
«¡Qué diablos meditará!» —se decía el aventurero—. «Tiene una sonrisa sarcástica que nada bueno anuncia, y se calla. ¡Malo! No me gusta la gente que no habla, pero veremos».
Como si quisiera tranquilizar a su huésped, Enrique se puso entonces a hablar.
—Hace poco me felicitabais —dijo con áspero tono— y yo quiero hacerlo a mi vez. Vos sí que no habéis envejecido. Os reconocí enseguida. No es extraño, porque guardaba buen recuerdo de vos. (El aventurero prestó oído atento). No obstante, lo que ha envejecido es vuestro traje. ¡Por Dios! Parece ser todavía la misma casaca que llevabais el día en que os marchasteis con tanta precipitación.
«¡Ya llegó!», —se dijo Pardaillán tragándose un pedazo de pastel y sirviéndose un buen vaso de vino.
—¡Pobre casaca! Desde aquí veo que está agujereada en el codo izquierdo; tiene, además, un remiendo sobre el pecho e incontables zurcidos. ¿Y vuestras botas? Las pobres están pidiendo perdón y reposo. Estáis bastante flaco, y en cuanto a vuestro caballo, no he visto otro semejante en todos los días de mi vida. ¿Cómo os las arregláis los dos para viajar? Sin duda alguna, cuando vais por montes y valles, uno sobre otro, y el viento penetra a través de los agujeros de vuestra capa; cuando las sombras de la noche empiezan a envolveros, seguramente el que os halle os tomará por un fantasma de jinete cabalgando en una sombra de caballo…
Mientras el mariscal examinaba de arriba abajo y de derecha a izquierda a Pardaillán para hacer este retrato, tan exacto como poco halagador, el caballero había tomado la actitud de falsa modestia de aquéllos a quienes se dirigen cumplimientos exagerados y que sucumben al peso de los elogios.
—¿Qué queréis, monseñor? —dijo con ironía—. Siempre he tenido la coquetería de la miseria. Por otra parte…, si me diera el capricho de llevar buenos jubones de paño fino, ya no se podría distinguir a las personas decentes de los truhanes.
Y dicha esta frase ambigua que el mariscal podía aplicarse si lo deseaba, el aventurero vació un vaso de Saumur y cerró los ojos con beatitud.
—A fe mía —añadió—, me acordaré mientras viva de nuestro encuentro, monseñor.
Montmorency, con el codo sobre la mesa y la barbilla en la mano, contemplaba fijamente a su invitado.
—Bueno —dijo de pronto—. ¿Qué ha sido de vos durante todo el tiempo en que no os he visto?
—Ya lo veis, monseñor. Soy lo que era antes de que vuestro ilustre padre, el condestable, me llevara al castillo.
—¿Pero qué habéis hecho?
—He vivido, monseñor.
—¿En dónde?
—En todos los caminos y bajo todos los cielos hospitalarios; además he permanecido durante dos años en París.
—¿En París? ¿Y por qué salisteis de allí?
—¿Por qué? —exclamó Pardaillán con maliciosa mirada—. Pues voy a decíroslo, monseñor. Estaba en París muy tranquilo y alojado en muy buena posada. Era feliz, engordaba y esto a veces me daba cierta vergüenza. Una noche de octubre último, divisé a cierta persona en la esquina de una calle. Un antiguo conocido. Y es necesario añadir que yo tenía gran empeño en evitarlo. Figuraos que este hombre quería hacerme feliz a pesar mío y yo me dije enseguida: si me quedo en París, tarde o temprano acabaré por topar con «él». Y entonces, ¡adiós mi vida miserable que tanto amaba! Tendré que ser feliz por fuerza, hablar, dar explicaciones…, en una palabra, me marché sin hacer ruido y tomé el camino del azar. Es preciso añadir, monseñor, que si sólo se hubiera tratado de mí, me habría quedado, pero al lado estaba cierta persona a quien yo quería mucho y era muy verosímil que mi hombre no se hubiera contentado con hacer mi felicidad, sino que habría querido, asimismo, realizar la de mi hijo… ¡Por Barrabás! Ya se me ha escapado.
—Pues precisamente yo estaba en París en la época que vos mencionáis —dijo Damville.
—¡Qué casualidad, monseñor! ¿Por qué no os encontraría a vos en vez del otro?
—Sí, allí estaba —continuó el mariscal—, y me acuerdo de una aventura que me ocurrió. Una noche fui atacado por los truhanes e iba a sucumbir cuando fui salvado por un digno desconocido a quien regalé el mejor de mis caballos, «Galaor».
«¡Maldito sea el que le prestó auxilio! ¡Vaya un servicio que me ha hecho!», —pensó Pardaillán.
Transcurrieron algunos momentos en silencio. El mariscal reflexionaba, examinando con sombría satisfacción el rostro intrépido de su convidado, y cuando observaba la evidente miseria del aventurero, su satisfacción parecía aumentar.
—Mi querido señor de Pardaillán —dijo de pronto—, os haré notar que hace dieciséis años que no nos hemos visto, y aun cuando hace mucho rato que os tengo ante mí, todavía no os he pedido cuentas de vuestra traición.
«¡Ya está!», pensó Pardaillán.
—¿Qué traición? —dijo en voz alta y mirando con el rabillo del ojo a donde estaba su espada.
Y como Enrique guardara silencio, vacilando, tal vez, en recordar acontecimientos antiguos, Pardaíllán exclamó dándose un golpe en la frente:
—¡Ah! Ya sé. Monseñor quiere hablarme, sin duda, de aquel sinvergüenza que mató un ciervo en los bosques de monseñor. Lo hicisteis ahorcar en una rama de castaño que me parece ver todavía. ¡Hermoso árbol, a fe mía…! Es verdad, me acuso con toda humildad de que una vez que monseñor hubo vuelto la espalda, salvé al bribón, el cual echó a correr sin darme las gracias. Esto me sirvió de lección. Fue una traición, lo confieso.
—Ignoraba este detalle, Pardaillán —dijo Montmorency.
—¡Diablo! ¿No llamáis a esto traición? Bien mirado, entre tantos ahorcados, uno más o menos no importa mucho. Pero… ahora recuerdo: una noche monseñor convino con algunos poderosos barones como él, en ir a derribar la puerta de cierta cabaña; robar a una muchacha que se había casado el mismo día y sortearla, antes de que el marido… Monseñor y sus amigos hallaron la cabaña vacía y los pájaros fuera de la jaula; me avergüenzo de ello. Y aunque os parezca cinismo he de confesar noblemente que había avisado al marido de la doncella.
—Tampoco recordaba este detalle, señor de Pardaillán.
—Pues, señor, me confieso vencido. ¿Me permitís, monseñor? Cuando he cenado bien no puedo hacer buena digestión si no siento mi espada entre las piernas; es una manía como otra cualquiera…, —y diciendo estas palabras, Pardaillán se levantó y cogiendo su espada se la ciñó, dando un suspiro de satisfacción.
Enrique de Montmorency sonrió irónicamente.
—Ahora —dijo— estoy seguro de que recobraréis la memoria.
—En efecto —dijo Pardaillán con gran frialdad—. Recuerdo algunas traiciones del género de las que os he citado. ¿Monseñor quiere aludir, quizá, el asunto de Margency, después del cual tuve el pesar de abandonaros?
—Os marchasteis creyendo que seríais ahorcado.
—¡Ahorcado! ¡Ja! Descuartizado, enrodado vivo, tal vez. Ya podéis comprender que si sólo hubiera temido la horca, no me habría marchado tan lejos. En cuanto a la traición, la confieso como las demás, monseñor. Aquel día os traicioné devolviendo la niña a su madre. Oí cómo ésta decía cosas que me conmovieron; no supe hasta entonces que el dolor humano pudiera ser tan grande y me dije que si vos hubierais oído llorar aquella madre, me habríais dado enseguida la orden de devolver la niña y, por lo tanto, no hice más que adelantarme a vuestras órdenes. Luego, me dije también, que ante aquel dolor vos sentiríais horror por el crimen que yo había cometido al raptar la pequeña y que, impulsado por este justo horror, me encerraríais en algún calabozo, y por esta razón me alejé. Permitid ahora que os haga una confesión sincera, y es que desde hace dieciséis años, no pasa un solo día sin que me arrepienta de haberos obedecido y de haber sido, con ello, la causa de grandes desgracias. ¿Y vos, monseñor…?
Enrique de Montmorency guardó silencio durante algunos instantes y dijo:
—Bien, maese Pardaillán. Veo que tenéis buena memoria y, por lo tanto, os repetiré lo que antes os dije, o sea que me hicisteis traición. No quiero indagar ni saber los motivos de vuestro acto; me limito a hacerlo constar. Además, fijaos en que no os dirijo ningún reproche por ello. He olvidado y quiero olvidar. —El mariscal se levantó y con ruda voz añadió—: Quiero olvidar igualmente que hace un instante cogisteis vuestra espada, temeroso de que hubiera disputa entre los dos; quiero olvidar que hayáis podido creer en la posibilidad que yo cruzara mi espada con vuestro hierro.
Pardaillán se levantó y cruzado de brazos dijo:
—Sin duda, monseñor, vuestra espada habrá chocado contra otras menos nobles que la mía. No soy ningún barón cuyo solo quehacer consiste en robar mujeres o niños; ni soy tampoco ningún duque que habiendo sido armado caballero para proteger al débil y castigar al fuerte, emplea su caballería en temblar ante los príncipes y bañar su bajeza en la sangre de sus víctimas.
»No, monseñor; no tengo bosques en que poder transformar los árboles en horcas, ni villas en que pueda pasear el orgullo de mis injusticias, ni castillo con profundos calabozos ni aduladores bailes, ni guardias en el puente levadizo que, no obstante, franquea el remordimiento. Por lo tanto, no soy lo que se llama un gran señor; pero es conveniente que algunas veces los grandes señores como vos oigan voces como la mía.
»Por esta razón os hablo sin cólera y sin miedo, sabiendo que si vos sois hombre, yo lo soy también, y que mi espada vale tanto como la vuestra; y que si, en este momento, quisierais imponerme silencio, yo sería lo bastante generoso para dar al olvido inolvidables recuerdos y honrar vuestra espada con el choque de la mía.
Enrique de Montmorency se encogió de hombros y dijo:
—Señor de Pardaillán, sentaos. Tenemos que hablar.
¿Acaso el mariscal no había oído el vehemente apóstrofe del aventurero? Era evidente que sí, pero tal vez se decía que palabras pronunciadas desde tan bajo no podían llegar a él. Tal vez también la actitud de Pardaillán le inspiraba una admiración que lo confirmaba en su proyecto. Así, pues, con gran frialdad se sentó, y dijo:
—Veo, maese Pardaillán, que sois siempre tan batallador; pero, si os parece bien, esta noche no desenvainaréis vuestra espada. Otras ocasiones se nos ofrecerán para ello. Os tengo por un hidalgo bueno y digno, y concedo a vuestra espada la estimación que reclamáis con tanta aspereza; vuestras palabras no me ofenden, porque en ellas quiero ver tan sólo las manifestaciones de un hombre leal y bravo. Escuchadme, pues, si gustáis, ya que quiero haceros proposiciones que podréis aceptar o rehusar; si las rehusáis, os marcharéis por vuestro lado y yo por el mío y no habrá más que hablar, y si, por el contrario, las aceptáis, resultará de ello honra y beneficio para vos.
—He aquí lo que se llama hablar bien —dijo Pardaillán. Y hablando consigo mismo se dijo:
«¡Cómo cambia a un hombre la edad! Antes, por la cuarta parte de lo que he dicho, me habría cosido a estocadas y puñaladas. ¿Qué me querrá ahora? No ha olvidado el asunto de Margency y, no obstante, no sólo no me guarda rencor, sino que aún me adula y me acaricia… ¿Tendrá necesidad de mí?».
—Señor de Pardaillán —continuó el mariscal después de un instante de reflexión—. ¿Sabéis que muchos Jóvenes, aun de entre los más valientes, envidiarían la firmeza de vuestra mirada y la altivez de vuestros gestos? ¡Antes erais hombre temible, pero ahora sois sin duda, terrible!
—Lo sé si se conoce un poco el oficio.
—Pero ¿y la edad?
—¡Ah, monseñor! Vos dijisteis que no había envejecido y realmente los años me son ligeros.
—¿De modo que todavía os atreveríais contra tres espadachines?
—¡Oh! Si no fueran más que tres todo iría bien.
—Así, pues, ¿no habéis perdido la sangre fría, la agilidad, ni la fuerza que tanto admiraba en vos?
—Monseñor, corriendo por los caminos hay muchos encuentros y no pasa una semana sin que tenga que batirme. En vuestro castillo de Montmorency yo me enmohecida, y no os lo digo en son de reproche, pero luego he hecho bastante ejercicio y conquistado nuevamente lo perdido.
—Bien —dijo el mariscal asombrado—. ¿Y sigue igual vuestro furioso apetito de aventuras?
—El apetito es el mismo, monseñor. Lo que falta son ocasiones de satisfacerlo.
Al oír estas palabras el mariscal se echó a reír con toda su alma.
—De modo —continuó Enrique siguiendo la broma—, que si cada día se ofreciera comida a vuestro apetito…
—Depende de la clase de manjares que se me ofrecieran. Hay aventuras y aventuras. Algunas me excitan y otras, en cambio, me hacen perder el apetito antes de catarlas.
—Perfectamente —dijo el mariscal volviendo a tomar aquel aire sombrío que raras veces lo dejaba—. Escuchadme con la mayor atención, porque os voy a decir cosas muy graves.
Pareció vacilar un momento, más luego se decidió y dijo:
—Señor de Pardaillán, ¿qué pensáis del rey de Francia? —El aventurero abrió desmesuradamente los ojos.
—¿El rey de Francia, monseñor? ¿Y qué diablos queréis que un pobre paria como yo piense de él, sino que es el rey? Es decir, la omnipotencia encarnada; algo menos que Dios, pero mucho más que un hombre, y al cual no debe dirigirse la mirada por miedo de quedar deslumbrado.
—Me parece, Pardaillán, que no teméis los deslumbramientos. Estoy seguro de que habéis mirado. Decidme, pues, lo que pensáis sobre el particular y os doy palabra de que nadie sabrá jamás cuál es vuestra opinión.
—Monseñor —dijo Pardaillán—, me gustaría mucho que me dierais el ejemplo.
—Como queráis —dijo en voz baja Montmorency—, pues yo creo que Carlos IX no es un rey.
Pardaillán se estremeció. Creyó ver que se abría un abismo ante sus pies.
—Monseñor —dijo—. No conozco a Su Majestad; se dice que es un rey débil y malo. Se dice también que es víctima de una enfermedad que puede ocasionarle accesos de furor. Es opinión vulgar también que no conoce ningún buen sentimiento y que carece de valor. He aquí lo que se dice, pero yo no sé nada de ello; únicamente estoy seguro de que tal rey no puede inspirar afectos verdaderos.
—Si tal es vuestro pensamiento, creo que nos entenderemos perfectamente —dijo Damville—. Sois fuerte, libre, vigoroso, lleno de valor y habilidad. En vez de disipar tan buenas cualidades en miserables aventuras de camino, podríais emplearlas en una obra grandiosa. Hay peligro, pero eso no os arredra. ¿Qué diríais si en lugar de este rey maniático, despiadado y enfermo, qué diríais de un rey que fuera la generosidad en persona y que fuera grande por su corazón y por su raza, joven, entusiasta y capaz de hacer la felicidad de sus súbditos de todos los que lo rodearan?
—Monseñor, me proponéis sencillamente conspirar contra el rey.
—Sí —dijo Montmorency.
Pardaillán inclinó la cabeza y dio un largo silbido.
—Ya veis, pues —continuó el mariscal—, la confianza que en vos me han inspirado vuestras traiciones; los hombres de vuestro temple son raros y cuando se halla uno de ellos es agradable hablar con él abiertamente.
—No os digo lo contrario, monseñor, pero tal cosa pudiera conduciros al cadalso.
—¿Tendríais miedo, acaso?
—¿De quién voy a tenerlo, si vos no me lo inspiráis?
—¿Entonces, qué os detiene? —dijo Montmorency sonriendo—. Además he de preveniros de que no os pido una acción directa, sino de segundo orden.
—Explicaos, monseñor, explicaos.
—Bien; estoy comprometido en esta aventura y cualquiera que sea el resultado que pueda tener, y quiero seguirla hasta el fin. Puede, surgir tal acontecimiento en que yo tenga necesidad de algunos hombres adictos a mi alrededor. En caso de derrota me defendería mal solo o en compañía de gente indiferente. En una palabra, tengo necesidad de alguien que vele por mí, mientras yo conservo mi entera libertad de acción. Si voy a la guerra, para que esté a mi lado y pare los golpes que me dirijan, y si me prenden para que busque el modo de libertarme. Nadie como vos posee las cualidades de astucia y ligereza necesarias para, tal vez, una guerra de éstas, pues en caso necesario podría servirme de embajador y hablar en mi nombre.
—Empiezo a comprender, monseñor. Seré el brazo que obra sin que se pueda saber cuál es el cerebro que lo dirige.
—Exactamente; ¿os conviene?
—Sí, si la recompensa es buena.
—¿Qué pedís? Hablad francamente.
—Nada para mí, exceptuando lo necesario para llevar una vida cómoda.
—Cobraréis quinientos escudos mensuales durante todo el tiempo que permanezcáis a mi servicio en esta campaña, ¿es bastante?
—Demasiado. Pero esto, monseñor, es un sueldo y no la recompensa.
—Si no queréis nada más para vos, ¿para quién pedís, pues?
—Para mi hijo.
—¿Y qué pedís para él?
—Si el proyecto fracasa, una suma de cien mil libras, que le serán aseguradas de antemano.
—¿Y si se obtiene éxito?
—Es decir, en el caso de que consigamos sentar en el trono un rey de nuestra elección, entonces monseñor, ya no pido dinero, pero me parece que un empleo de teniente con promesa de ascenso a capitán sería digna recompensa para el hijo del hombre que os hubiera servido. Además, este hijo, si no me engaño, nos traerá una espada que no es de desdeñar, os lo aseguro.
—En cuanto a las cien mil libras —dijo el mariscal—, me comprometo a entregarlas desde ahora; y por lo que respecta al empleo de teniente, me comprometo a hacerlo figurar en la lista de condiciones que pienso imponer a cambio de mi aceptación definitiva.
—Muy bien, monseñor. Me basta vuestra palabra… por ahora. ¿Y cuándo empezaremos la campaña? ¿Cuándo queréis que vaya a París? El mariscal reflexionó algunos instantes.
—Dentro de dos meses —dijo—; hasta entonces no habrá nada preparado. Bastará que os presentéis en mi palacio en los primeros días de abril.
—Allí estaré, monseñor, y antes si lo deseáis.
—No, preferiría que no os vieran en París antes de la fecha indicada. Además, cuando lleguéis sería conveniente que os encaminarais enseguida al palacio de Mesmes y que no toparais con ningún conocido.
—Llegaré de noche durante la primera semana de abril.
—Eso es. Entre tanto ¿qué vais a hacer?
—Iré acercándome a París muy despacio.
Enrique de Montmorency llamó al escudero y le dijo algunas palabras en voz baja. Éste volvió a los pocos momentos con un talego repleto que dejó sobre la mesa.
«He aquí» —se dijo el aventurero— «unos postres que hace tiempo no he comido». —Y apoderándose del talego lo hizo desaparecer en uno de sus bolsillos.
Una hora después de esta escena, todo dormía en la posada. Únicamente Montmorency y Pardaillán reflexionaban todavía antes de dormirse, el uno en su cama y el otro sobre el heno del granero, donde se había echado.
«Acabo de hacer» —se decía uno— «una gran adquisición, que el mismo duque de Guisa habría pagado a peso de oro».
Y el otro se decía:
«Arriesgo mi cabeza, pero aseguro la fortuna de mí hijo».