II - Medianoche

EL SILENCIO Y LAS TINIEBLAS de una noche sin luna pesaban sobre el valle de Montmorency. A lo lejos, el perro de una granja aullaba lastimeramente. Las once dieron con lentitud en el campanario de Margency. Juana de Piennes, que se había incorporado para contar las campanadas, cesando de mover su rueca murmuró:

—¡Querido hijo de mi amor, pobre angelito mío, quién sabe los dolores que te reserva la vida!

Permaneció silenciosa durante largo rato. Luego, mientras una arruga surcaba su frente pura, continuó:

—¿Por qué esta noche, cuando entré, mi padre parecía anonadado por algún dolor desconocido para mí? ¿Por qué me habrá abrazado convulsivamente? ¡Qué pálido estaba! En vano he tratado de arrancarle su secreto. ¡Pobre padre! ¡Qué no daría yo para tomar parte en tus penas! Pero no has querido decirme nada… Tan sólo llorabas al mirarme…

Sus ojos se posaron entonces sobre un cuadro colgado en la pared.

—Madre mía, Virgen pura, ya que sois la madre de todas las madres y que lo podéis todo, haced que mi señor y amante no rechace al hijo que quiere vivir… Virgen, buena Virgen, haced que el fruto de mis entrañas no sea maldito… y que solamente yo llore mi falta.

Dieron las once y media. Esperó todavía con el corazón lleno de angustia. Por fin apagó la luz, se cubrió con un manto, abrió la puerta y se encaminó a una casa de labor situada a cincuenta pasos. Mientras bordeaba un seto perfumado de rosas silvestres, creyó que una sombra, una figura humana, surgía al otro lado del seto.

—¡Francisco! —llamó palpitante… Nadie le contestó.

La joven meneó tristemente la cabeza y prosiguió su camino. Entonces aquella sombra se puso en movimiento, se deslizó hacia la vivienda del señor de Piennes, se acercó a una ventana alumbrada y llamó a ella con fuerza.

El señor de Piennes no se había acostado todavía. Con la espalda encorvada y a pasos lentos se paseaba por la sala, preocupado por un enigma doloroso. ¿Qué iba a ser de su Juana? ¿A quién confiarla? ¿A quién pedir o mendigar la hospitalidad, para ella, para ella sola?

El golpe dado en la ventana detuvo su triste paseo y lo inmovilizó en la espera angustiosa de alguna nueva desgracia. Llamaron con más fuerza, más imperiosamente. El señor de Piennes abrió la ventana, miró hacia fuera, y un rugido de odio, dolor y desesperación desgarró su garganta… el que llamaba era un hijo del enemigo implacable. ¡Era Enrique de Montmorency!

El anciano se volvió, de un salto llegó hasta una panoplia, descolgó dos espadas y las echó sobre la mesa. Enrique había franqueado la ventana, azorado, descompuesto. Los dos hombres se encontraron cara a cara, lívidos los dos, e incapaces de pronunciar una sola palabra. Con violento ademán el señor de Piennes señaló las dos espadas. Enrique meneó la cabeza, se encogió de hombros y tomó la mano del anciano.

—No he venido a batirme con vos —dijo, delirante— ¿para qué? Os mataría. Además no os odio ni vos podéis odiarme. ¿Tengo acaso la culpa de que mi padre os haya hecho desgraciado? Ya sé que por él habéis perdido vuestro señorío y que vuestras tierras de Piennes os han sido confiscadas. ¡Erais rico y poderoso y sois ahora pobre y desvalido!

—¿Qué has venido, pues, a hacer aquí? ¡Habla! —rugió el viejo capitán, dando un formidable puñetazo sobre la mesa—. ¡Tu presencia en esta casa es para mí el mayor ultraje! ¿Y no quieres batirte? ¡Veamos! ¿Vienes a burlarte de mí? ¿Te envía acaso tu padre, no osando venir él? ¿Has venido a ver si vuestra infamia me ha matado ya? ¡Habla o, de lo contrario, juro por mi odio que vas a morir ahora mismo!

Enrique se secó el sudor de la frente con el revés de su mano.

—¿Quieres saber por qué he venido? Pues te lo diré: porque sé que los Montmorency son los causantes de la miseria que te anonada; porque conozco tu odio, porque lo sé todo, viejo insensato, vengo a decirte: ¿No es abominable sacrilegio que Juana de Piennes sea la querida de Francisco de Montmorency?

El señor de Piennes se tambaleó. Una nube roja pasó ante sus ojos, sus pupilas se dilataron y su mano se alzó para castigar tan sangriento insulto. Enrique de Montmorency, con rápido ademán, cogió aquella mano y la apretó como si quisiera triturada.

—¿Dudas? —rugió—. ¡Viejo estúpido! ¡Te digo que tu hija en este instante se halla en brazos de mi hermano! ¡Ven! ¡Ven!

Atontado, en efecto, sin fuerzas, sin voz, el padre de Juana se dejó arrastrar violentamente por el joven que, de un puntapié, abrió la puerta. Un instante después los dos estaban en la habitación de Juana. ¡El aposento estaba vacío!

El señor de Piennes alzó al cielo los brazos en ademán de maldecir y su clamor desesperado, semejante al del hombre que asesinan, resonó lúgubre en el silencio de la noche. Luego, encorvado, jadeando y vacilante, dándose tropezones contra la pared, consiguió salir de la habitación y fue a caer en su gran sillón, semejante a un roble desgajado por la tempestad. Enrique había desaparecido en la obscuridad, como debió desaparecer Caín después de matar a su hermano.

Juana de Piennes se había acercado a la casa de labor, pero no entró en ella. Tenía necesidad de las sombras de la noche para hacer su dulce y terrible confesión… Su vida y la vida del hijo que llevaba en su seno iban a decidirse.

Sonó la primera campanada de las doce: a la vuelta del sendero, a tres pasos del lugar en que se hallaba, apareció Francisco de Montmorency. Ella lo reconoció enseguida y en el mismo instante se echó en sus brazos.

—Amada mía —dijo entonces el joven—, esta noche tengo los minutos contados. Acaba de llegar al castillo un jinete que se ha adelantado a mi padre en una hora; es necesario que el Condestable me halle allí a su llegada… Habla, pues, queridísima Juana. Dime cuál es el secreto que te oprime. Fuere lo que fuere, acuérdate de que es tu esposo quien te escucha.

—¡Mi esposo, Francisco! ¡Oh, me colmas de felicidad…! ¿Lo dices de veras?

—Tu esposo, Juana; ¡te lo juro por mi nombre glorioso y sin mancha hasta hoy!

—Pues bien —dijo ella temblorosa—; oye…

Él se inclinó y Juana apoyó su cabeza sobre el hombro del joven. Iba a hablar… Estaba buscando las palabras para dar principio a su confesión… En aquel momento, un grito terrible, un grito de horrible agonía desgarró el silencio de la noche… Francisco dio un salto.

—¡Es la voz de mi padre! —balbuceó Juana espantada—. ¡Francisco, Francisco! ¡Asesinan a mi padre!

Se desprendió violentamente de los brazos de su amante y echó a correr. En pocos segundos llegó a su casa y vio la puerta y la ventana abiertas… Un instante más tarde se hallaba en la sala. Su padre estaba inanimado sobre el sillón. La joven corrió hacia él, deshecha en llanto y cogió con sus manos la nevada cabeza…

—¡Padre mío! ¡Padre mío! ¡Soy yo, tu Juana!

El anciano abrió los ojos y miró a su hija. ¡Qué mirada! ¡Qué terrible maldición sintió la pobre pesar sobre ella!

Bajo aquella mirada retrocedió medio loca de dolor. No hubo entre los dos necesidad de palabras. Juana comprendió que su padre lo sabía todo y se sintió condenada para siempre. Las piernas le flaquearon y cayó de hinojos. Ardientes lágrimas se desprendieron de sus ojos, e inconscientemente, confesó:

—¡Perdón, padre! ¡Perdón por haberlo amado y por amarle todavía!… ¡No me mires así, padre! ¿Quieres que tu Juanita muera desesperada a tus pies? No tengo culpa alguna si lo amo… una fuerza desconocida me ha echado a sus brazos. ¡Oh, padre mío, si supieras cómo lo amo!…

A medida que hablaba, el señor de Piennes se había ido incorporando hasta hallarse en pie. Parecía un espectro. Cogió a su hija por la mano y la obligó a levantarse.

—¿Me perdonas, no es verdad? ¡Oh, padre mío! ¡Dime que me perdonas!

El anciano, sin contestar, la condujo al umbral de la puerta de la casa, extendió el brazo y dijo:

—Idos… ya no tengo hija.

Juana se tambaleó y exhaló un gemido doloroso. Entonces se oyó una voz masculina, cálida y sonora, que decía:

—Os engañáis caballero. Todavía tenéis hija. ¡Es vuestro hijo el que os lo jura!

Y al mismo tiempo Francisco de Montmorency apareció en el círculo de luz mientras Juana daba un grito de esperanza insensata y el señor de Piennes retrocedía, balbuceando:

—¡El amante de mi hija!… ¡Aquí!… ¡Ante mí! ¡Oh, vergüenza suprema de mis últimos momentos!

Francisco se inclinó tranquilamente.

—Monseñor, ¿me aceptáis por hijo vuestro? —repitió casi arrodillado.

—¡Mi hijo! —balbució el anciano—. ¡Vos, mi hijo! ¿Qué oigo? ¿Es acaso una sangrienta burla?

Francisco cogió las manos de Juana.

—Monseñor, ¿os dignáis conceder a Francisco de Montmorency vuestra hija Juana por esposa legítima? —preguntó con mayor firmeza.

—¡Esposa legítima!… ¡Yo sueño!… ¿Ignoráis, pues?… ¡Vos, el hijo del Condestable!

—Lo sé todo, monseñor. Mi casamiento con Juana de Piennes reparará todas las injusticias y borrará todas las desgracias… Espero, padre mío, nuestra sentencia de vida o muerte.

Una Alegría inmensa, terrible, llenó el alma del anciano ya las palabras de bendición subían a sus labios, cuando una idea atravesó su cerebro con la velocidad del rayo:

«¡Este hombre ve que voy a morir! Y una vez muerto yo, se burlará de la hija como lo hace ahora del padre».

—¡Decid, monseñor! —insistió Francisco.

—¡Padre! ¡Mi venerado padre! —suplicó Juana.

—¿Queréis casaros con mi hija? —dijo el anciano—. ¿Lo queréis? ¿Cuándo? ¿Qué día?

—Mañana mismo, padre mío. Mañana mismo.

—¡Mañana! —exclamó sordamente el señor de Piennes—. ¡Mañana habré muerto!

—Mañana viviréis… y muchos años todavía para bendecir a vuestros hijos.

—Mañana… —dijo el anciano con inmensa amargura—. Es demasiado tarde. Yo muero ahora, maldito y desesperado.

Francisco miró alrededor y viendo a los criados que habían acudido sobresaltados por los gritos del anciano, tuvo un pensamiento sublime. Enlazó con su brazo a la joven desolada, hizo una seña a dos de los servidores para que transportaran el sillón en que agonizaba el señor de Piennes, y con solemne voz, vibrante de ternura, exclamó:

—A la capilla. Padre mío, es ya medianoche y vuestro capellán puede decir su primera misa y bendecir la unión de las familias de Piennes y de Montmorency.

—¡Oh! ¡Yo sueño, yo sueño! —repetía el anciano.

—¡Al altar! —dijo Francisco con fuerte voz.

Entonces el anciano capitán se deshizo en lágrimas. Algo así como un gemido salió de su pecho, ya que las grandes alegrías hacen gemir como los grandes dolores. Un suspiro de gratitud infinita, exaltada, sobrehumana, sacudió su cuerpo. Con los ojos velados por el llanto, tendió una mano al noble vástago del linaje maldito.

Diez minutos después, en la capilla de Margency, el presbítero oficiaba en el altar. En primera línea se hallaban Francisco y Juana. Detrás de ellos, en el mismo sillón en que lo habían transportado, estaba el señor de Piennes y más atrás dos mujeres y tres hombres, criados de la casa, testigos de aquella boda trágica. Pronto se cambiaron las sortijas entre los prometidos y las temblorosas manos de los amantes se estrecharon. Luego el celebrante profirió las palabras de ritual:

—Francisco de Montmorency y Juana de Piennes, en nombre de Dios Todopoderoso, os uno en matrimonio.

Entonces los dos esposos se volvieron al señor de Piennes como para pedirle su bendición. Vieron al anciano que trataba de levantarse, mientras que un rayo de alegría transfiguraba su rostro. Él les sonrió un instante, luego sus brazos cayeron pesadamente y aquella sonrisa quedó estereotipada para siempre en sus descoloridos labios.

El señor de Piennes acababa de expirar.