LA ESPIA DE LA MEDICIS
XVII - La reina madre
EN EL EPISODIO ANTERIOR (En las garras del monstruo) asistimos a los comienzos de la dolorosa tragedia de Juana de Piennes, la ingenua joven que, debido a la criminal conducta de Enrique de Montmorency y a la calumnia de que la hizo objeto, perdió a la vez el amor de su esposo y su reputación. Ya hemos visto también que resistió tan dura prueba amparándose en el amor de su hija, confiando siempre en que sonaría para ella la hora de la justicia y de la rehabilitación.
Su hija Luisa, en cambio, ignorante de su verdadera condición, sentíase atraída hacia el hijo de Pardaillán, es decir, el hijo del aventurero que la raptara en su niñez y que coadyuvó a la traición de Enrique de Montmorency.
El joven caballero de Pardaillán, por su parte, desoyendo, gracias a su generoso carácter, los egoístas consejos que le diera su padre, se ha lanzado a una serie de peligrosas aventuras que a cada paso pueden acarrear su ruina. En este episodio, pues, vamos a asistir al desarrollo de todas estas situaciones dramáticas llenas de vida y palpitantes de interés, rodeadas de un medio ambiente que tan bien se prestaba al desarrollo de trágicos acontecimientos que, aparte de las costumbres de la época, se debían muchas veces al genio infernal de la reina Catalina de Médicis.
* * * * *
Ésta, durante los dos minutos en que estuvo sola, mientras Ruggieri iba a abrir la puerta al caballero de Pardaillán que acudía a la cita que le diera el día anterior, trazó rápidamente su plan y compuso su semblante de tal modo, que cuando apareció el caballero de Pardaillán vio ante él a una mujer de melancólica sonrisa, pero no siniestra; de digno porte, pero no altanera. Se inclinó profundamente, pues, y a la primera mirada reconoció a Catalina de Médicis.
—Caballero —dijo ésta con voz que sabía hacer dulce, o por lo menos exenta de la aspereza que la hacía tan antipática—, caballero, ¿sabéis quién soy?
«¡Firmes!» —se dijo Pardaillán—. «Va a mentir y será preciso mentir como ella».
Y en alta voz contestó:
—Espero que me hagáis el honor de decírmelo, señora.
—Estáis ante la madre del rey —dijo Catalina con majestuosa simplicidad.
Ruggieri admiró el golpe. Pardaillán se inclinó más profundamente que antes y luego tomó aquel aspecto cándido que tan bien le sentaba. Catalina lo examinó con sostenida atención. El caballero vestía su elegante traje nuevo que realzaba su bien formado talle. Su semblante inmóvil no expresaba ni inquietud ni curiosidad y su mirada de extraña firmeza produjo gran impresión sobre Catalina.
—Caballero —dijo entonces—, vuestra conducta de ayer fue hermosa. Arriesgar la vida ante un pueblo enfurecido por salvar a dos desconocidas es admirable…
Catalina esperaba la respuesta de cajón y mentirosa:
«He cumplido con mi deber, otro hubiera hecho lo mismo…».
De manera que se asombró al oír decir al caballero, sencillamente y sin fanfarronería:
—Lo sé, Majestad.
—Es tanto más hermoso cuanto que aquellas dos mujeres eran desconocidas para vos.
—Es cierto, Majestad. Aquellas dos damas me eran desconocidas en absoluto.
—¿Pero ahora ya sabéis sus nombres? —Al hacer esta pregunta Catalina se dijo:
«Va a mentir».
—Sé —contestó Pardaillán— que tuve el honor de defender con todas mis fuerzas a Su Majestad la reina de Navarra y a una de sus damas de honor.
—También lo sé yo —dijo Catalina asombrada—, y ésta es la razón de que os haya llamado. Habéis salvado a una reina, caballero, y las reinas son solidarias entre sí. Lo que mi prima no ha podido hacer tal vez, quiero hacerlo yo. Comprendedme, caballero. La reina de Navarra es pobre y sus apuros son muy grandes. No obstante, es justo que seáis recompensado.
—¡Oh, en cuanto a eso, no debe apurarse Vuestra Majestad! He sido ya recompensado de acuerdo con mi mérito.
—¿Cómo?
—Con una palabra que la reina de Navarra ha tenido a bien decirme.
Catalina permaneció pensativa. Todo lo que decía aquel joven tenía tal sello de noble sencillez que la desorientó completamente. Tomó entonces una actitud más melancólica, Su voz se hizo más acariciadora.
—¿Acaso la reina de Navarra os ha ofrecido algún empleo en su ejército?
—Sí, señora, pero me he visto obligado a rehusar.
—¿Por qué? —preguntó Catalina con viveza.
—Porque me es imposible abandonar París.
—Y si yo os ofreciera entrar a mi servicio, ¿qué diríais? Esperad antes de contestarme. ¿No queréis salir de París? Pues esto es precisamente lo que yo quería pediros Caballero, vos que os lanzasteis a defender a dos desconocidas, ¿estaríais dispuesto a defender a vuestra reina?
—¡Cómo! ¿Vuestra Majestad tiene necesidad de ser defendida? —exclamó Pardaillán.
Una sonrisa fugitiva pasó por los labios de la reina. Había hallado el flaco de la coraza.
—¡Sí! Esto os sorprende, ¿no es cierto? —dijo con su voz más seductora—. Y sin embargo es así, caballero. Rodeada de enemigos, obligada a velar de día y de noche por la seguridad del rey, paso la vida en continuo sobresalto. Tal vez no sabéis cuán sordas ambiciones y cuántos complots hay siempre alrededor de un trono.
Pardaillán recordó el que había descubierto en «La Adivinadora».
—Y para defenderme —continuó la reina—, para defender al rey, para tranquilizar mi pobre corazón de madre, estoy casi sola. ¡Ah! Si solamente se tratara de mí, ¡cuánto tiempo haría que me hubiera abandonado a mis enemigos que acechan! Pero soy madre y quiero vivir para mis hijos.
—Señora —dijo el caballero sin emoción aparente—, no hay ni un solo caballero digno de este nombre que vacilara en daros el apoyo de su espada. Una madre es sagrada, Majestad. Y cuando esta madre es una reina, lo que ya era obligación de humanidad se convierte en un deber al que nadie puede substraerse.
—¿De manera que no vacilaríais en formar parte de los escasos gentilhombres que, apiadándose a la vez de la reina y de la madre, se sacrificarían por mí?
—Os pertenezco, señora —contestó Pardaillán—. Y si Vuestra Majestad quiere indicarme de qué manera un pobre diablo como yo puede serle útil.
La reina se sintió invadir de alegría. Ruggieri ahogó un suspiro.
—Antes de deciros lo que podéis hacer por mí —repuso Catalina de Médicis—, os voy a decir lo que haré por vos. Sois pobre y os enriqueceré; tenéis un nombre oscuro y os daré los honores que un hombre como vos puede pretender. Y para empezar, ¿qué me decís de un empleo en el Louvre, con una renta de veinte mil libras?
—Digo que estoy deslumbrado, señora, y que me parece estar soñando.
—No soñáis, caballero. El deber de los reyes es hallar ocupación para espadas como la vuestra.
—Veamos ahora la ocupación —dijo Pardaillán preparándose a prestar mayor atención.
Catalina de Médicis guardó silencio un instante. Ruggieri enjugó el sudor que inundaba su semblante. Él ya sabía lo que la reina iba a proponer al joven.
—Caballero —dijo Catalina acentuando el tono doloroso de sus palabras— os he dicho ya que mis enemigos son los del rey. Su audacia aumenta de día en día. Y exceptuando los pocos gentilhombres adictos de que os hablaba, hace ya mucho tiempo que habría sido víctima de ellos. Ahora voy a deciros cuál es mi conducta cuando veo que uno de mis enemigos se acerca, Por de pronto trato de desarmarlo, con mis ruegos, con mis promesas, con mis lágrimas, y he de confesar que a menudo salgo victoriosa… porque los hombres son menos malos de lo que se cree.
—¿Y cuándo Vuestra Majestad no lo logra? —dijo Pardaillán sin poder dominar su emoción.
—Entonces apelo al juicio de Dios.
—Que Vuestra Majestad me perdone, pero no comprendo.
—Pues bien. Uno de mis gentilhombres se sacrificara en busca del enemigo, lo provoca en leal combate y lo mata o muere… Si muere tiene la seguridad de ser llorado y vengado; y si sale victorioso ha salvado a su rey y a la reina, los cuales no son ingratos. ¿Qué decís del medio, caballero?
—¡Digo que tengo deseos de desenvainar mi espada, señora! ¡Batirse por su dama o por su reina es cosa muy natural!
—De manera… que si os designo uno de esos enemigos…
—¡Iría a provocarlo! —dijo irguiéndose Pardaillán, cuyos ojos despidieron llamas—. Lo provocaría aunque se llamase…
Se detuvo a tiempo cuando iba a decir:
«Se llamase Guisa o Montmorency».
En efecto, en aquel momento toda la escena de la conspiración pasó ante sus ojos y estaba convencido de que la reina aludía al duque de Guisa. ¡Un duelo con Enrique de Guisa! Al pensarlo, Pardaillán se sintió crecer. Ya no era el caballero de la reina. Era el salvador de la monarquía.
—¿Aunque se llamara…? —interrogó Catalina, cuyas sospechas se despertaron enseguida Os habéis detenido en el momento en que ibais a pronunciar un nombre.
—Es cierto, Majestad. Lo estaba buscando —dijo Pardaillán, que había recobrado su sangre fría—. Quise decir que no vacilaría por terrible o encumbrado que estuviera el adversario.
—¡Ah! ¡Ya veo que sois el que me imaginaba! —exclamó la reina—. Caballero, me encargo de vuestra fortuna. ¿Lo oís? Pero no vayáis a comprometer vuestra vida… A partir de hoy me pertenecéis y no tenéis el derecho de ser imprudente.
—No comprendo, señora.
—Oíd —dijo lentamente la reina, sondeando a cada palabra, por decirlo así, el espíritu del caballero—. Escuchadme bien… Un duelo es cosa muy buena, pero hay muchos modos de batirse. No creáis que voy a aconsejaros emboscar al enemigo por la noche en alguna esquina ¡herirlo entonces de muerte de alguna puñalada!… ¡No, no —dijo vivamente—, no os aconsejaré eso!
—En efecto, señora —dijo Pardaillán—, tal cosa sería un asesinato. Yo me bato de día o de noche, pero cara a cara, espada contra espada. Es mi sistema, Majestad. Perdonadme si no es bueno.
—Así lo entiendo yo también —se apresuró a decir Catalina—. Pero la prudencia puede combinarse con el valor. Si no he de pediros que seáis valiente, pues sois la personificación de la valentía, por lo menos os rogaré que seáis prudente… He aquí lo que os quería decir.
Ruggieri, con un gesto, hizo una suprema tentativa. Sus manos se unieron hacia Catalina, mientras su mirada pedía perdón para el hijo. La reina le dirigió una mirada feroz y Ruggieri retrocedió con la cabeza baja.
«¡Firmes!» —se dijo Pardaillán—. «Sin duda alguna se trata del duque de Guisa. Detener a Guisa es imposible, y sin embargo conspira. La reina lo sabe seguramente. ¡Un duelo con Enrique de Guisa! ¡Qué honor para Granizo!».
—Caballero —dijo de pronto la reina—, ayer recibisteis una visita…
—Recibí varias, señora…
—Me refiero a la del joven que fue a veros de parte de la reina de Navarra. Éste, caballero, es uno de mis enemigos implacables de los que os hablaba, y tal vez es el más encarnizado y terrible de todos, porque obra en la sombra y no hiere más que a golpe seguro… Éste me da miedo, caballero…, no por mí, ciertamente, que ya he hecho el sacrificio de mi vida, sino por mi pobre hijo Carlos, por Carlos, ¡vuestro rey!
Pardaillán vio desmoronarse los castillos que había formado en el aire. Su ilusión de un combate heroico contra un poderoso y valiente señor, de un duelo en que hubiera sido el campeón de una reina y de una madre, se desvaneció para dejar lugar a siniestras realidades. Su entrecejo se arrugó. Luego, de pronto, su semblante adquirió de nuevo aquella calma que le era peculiar y en sus labios se dibujó una sonrisa de desdeñosa ironía.
—¿Vaciláis, mi querido caballero? —dijo la reina, asombrada al observar su silencio.
—No, Majestad.
—¡Ya me lo figuraba! —exclamó la reina, cuya voz adquirió de nuevo su dulzura acariciadora—. No esperaba menos de un caballero andante como vos, de un caballero esforzado que va por el mundo poniendo su fuerte brazo al servicio de las pobres princesas oprimidas.
«¡Ah!» —pensó Pardaillán—. «Te burlas ahora de un pobre diablo que tiene la desgracia de no poder ahogar los impulsos de su corazón, de acuerdo con los sensatos consejos de su padre. ¡Espera un poco!».
Y en alta voz dijo:
—No vacilo, señora; me niego a hacer lo que me pedís.
Acostumbrada a ver a las gentes inclinadas ante ella, y a escuchar palabras lisonjeras, Catalina se quedó estupefacta al oír las palabras del joven. Podía esperar alguna vacilación, pero no una respuesta tan categórica. Miró a su alrededor como buscando a su capitán de guardias para darle una orden, pero se vio sola, impotente. Una ligera rubicundez se pintó en su semblante, lo que indicaba a Ruggieri el furor que en ella se desencadenaba. Pero Catalina estaba muy acostumbrada a disimular sus impresiones, pues lo había hecho toda su vida.
—¿No daréis por lo menos razones poderosas? —dijo con la misma dulzura.
—Os las daré excelentes, señora; razones que comprenderá muy bien un gran corazón como el vuestro. El hombre de que habla Vuestra Majestad vino a mi casa, se sentó a mi mesa y me llamó su amigo. En tanto, pues, que esta amistad no se altere por algún acto vil, este hombre es sagrado para mí.
—He aquí, en efecto, razones que me convencen, caballero. ¿Y cómo se llama vuestro amigo?
—Lo ignoro, señora.
—¡Cómo! ¿No sabéis el nombre de uno de vuestros amigos?
—No me hizo el honor de decírmelo. Por otra parte, es más corriente ignorar el nombre de un amigo que el de un enemigo implacable.
Catalina bajó la cabeza pensativa.
«¡He aquí!» —pensó— «¡un hombre de cuerpo entero! Es, por lo tanto, más peligroso. Y ya que no quiere servirme…».
—Caballero —añadió en voz alta—, os pregunté el nombre para saber si era, en efecto, la misma persona. Pero ya veo que no os falta ninguna cualidad. En los tiempos que corremos, la discreción es más que una cualidad. Es una virtud. No hablemos más de este hombre. Comprendo y respeto el sentimiento que os guía.
—¡Ah, señora, cuán feliz me hacéis! ¡Temí tanto haber desagradado a Vuestra Majestad!
—¿Por qué? Fiel a la amistad significa «fuerza contra el enemigo común». Idos, caballero, y recordad que me encargo de vuestra fortuna. Mañana por la mañana os espero en el Louvre.
Catalina de Médicis se levantó y Pardaillán se inclinó ante la reina, que le sonrió amablemente.
Algunos instantes más tarde se halló en la calle. Allí halló a su fiel Pipeau y regresó en su compañía a «La Adivinadora», tratando de descifrar el enigma viviente que era la reina.
—Ha dicho: Mañana os espero en el Louvre. Iremos. El Louvre es la antecámara de la fortuna. Decididamente creo que mi padre, el señor de Pardaillán, se engañaba.
Una hora más tarde de esta escena, Catalina de Médicis entraba en el Louvre, y después de haber hecho llamar a su capitán de guardias, le decía:
—Señor de Nancey, mañana por la mañana, a primera hora, tomaréis doce hombres y una carroza e iréis a la hostería de «La Adivinadora», calle de San Dionisio. Detendréis a un conspirador que en ella vive, que se hace llamar el caballero de Pardaillán, y lo encerraréis en la Bastilla.