XXVII - Los hugonotes

TELIGNY, yerno del almirante Coligny, era hombre de veintiocho a treinta años. Tenía sólida constitución y se le reputaba muy fuerte en el manejo de las armas, así como muy sabio en el consejo. Tenía exquisitos modales de refinada cortesía, elegante porte, inteligencia muy cultivada, y se comprendía muy bien que la hija del almirante lo hubiera preferido a otros partidos más ricos, y especialmente, según se decía, al mismo duque de Guisa.

Después de haber introducido al caballero en el patio se apresuró a cerrar sólidamente la puerta, llamó a un criado y le entregó su pistola diciendo:

—No esperamos más que a una persona, ya sabes a quién, de modo que no puedes equivocarte, Luego, cogiendo del brazo a Pardaillán, atravesó con él el patio, le hizo subir una hermosa escalera de piedra, y por fin, entraron en una pequeña estancia.

—Estaba yo mismo de guardia —dijo al subir la escalera— porque esta noche tenemos reunión. Aquí están el almirante, el señor de Condé y, además, Su Majestad el rey de Navarra.

Pardaillán no se asombró de la extremada confianza que con él tenía su interlocutor, pero pensó:

«A ver si voy a asistir también a una reunión opuesta a la que se celebró en “La Adivinadora”. Tal vez veré conspirar a los hugonotes después de haber visto cómo lo hacía el duque de Guisa».

Entre tanto, Teligny, después de haber introducido al caballero en el gabinete, le dio un abrazo, con alegría tan evidente y sincera, que el joven se sintió conmovido.

—He aquí al héroe que ha salvado a nuestra grande y noble reina Juana —exclamó Teligny—. ¡Ah, caballero! ¡Cuántas veces, durante estos últimos días, hemos deseado ardientemente veros y daros las gracias! ¡Qué hermosa acción la vuestra! Y es más notable todavía, por cuanto, no siendo partidario de la religión reformada, no teníais ninguna razón para sacrificaros.

—A fe mía, debo confesaros que no sabía en honor de qué ilustre princesa desenvainaba la espada; pero excusadme, un asunto grave me ha obligado a venir en busca de mi amigo Diosdado, que tuvo la bondad de ponerse a mi disposición.

—Aquí está también, caballero, y puedo aseguraras que el conde de Marillac está encantado con vos.

Teligny llamó entonces a un criado y le dio una orden. Éste se alejó, no sin que Pardaillán hubiera observado que, como los demás criados de la casa, iba armado hasta los dientes, cosa que daba al hotel de Coligny la apariencia de una fortaleza que se prepara a sostener un sitio. Transcurrieron algunos instantes. Luego se oyeron pasos precipitados, la puerta se abrió y Marillac corrió hacia Pardaillán con los brazos abiertos.

—¡Vos aquí, querido amigo! —exclamó—. ¿Tendré la fortuna de que me necesitéis? ¿Venís por mi bolsa o por mi espada? Las dos están a vuestra disposición.

El caballero, al observar aquel amistoso recibimiento, sintió que el corazón se le dilataba de placer, y se dio cuenta de cuán agradable era para él aquella amistad, acostumbrado como estaba a vivir solo, sin afectos, y obligado a disfrazar sus sentimientos.

—Realmente —dijo— no sé cómo agradeceros…

—Pero si soy yo el que debe sentir agradecimiento, y todos mis amigos también, puesto que salvasteis a nuestra reina. Además, por mi parte, no olvidaré nunca el agradable rato que pasé a vuestro lado.

Teligny, viendo a los dos amigos en conversación, se retiró discretamente. Pardaillán y Marillac se sentaron.

—Os aseguro —dijo el conde de Marillac— que no parece sino que vuestra amistad me haya traído suerte.

—En efecto —dijo Pardaillán—. Tenéis más alegre semblante. ¿Habéis tenido algún feliz acontecimiento?

—Decid mejor una gran dicha.

—¿Cuál? ¡Oh, perdonad mi manía de curiosear!

—Querido amigo —dijo el conde—, siento por vos tal amistad, que aun cuando mi dicha fuera un secreto, y realmente lo es en parte, os daría cuenta de ella, pues no quisiera tener nada oculto para vos. Pero, en una palabra, mi dicha solamente es un secreto, porque no quiero confiarla a los que me rodean, no porque desconfíe de ellos, sino por temor de que no me comprendieran.

—¿Y creéis que yo tengo más probabilidades para ello? —preguntó Pardaillán sonriendo.

—Tengo la seguridad absoluta. En una palabra. Estoy Enamorado.

Pardaillán dio un suspiro.

—Estoy enamorado desde hace un año, pero hasta el punto de que he dado mi corazón entero para siempre, es decir tal vez como sin duda alguna os enamoraríais ya.

—¡Yo! —dijo el caballero.

—Es decir, que, para mí, nada existe además de la mujer que amo. Si me fuera preciso renunciar a ella, me volvería loco, y si me traicionara…

—¿Qué haríais?

—Nada; me moriría —dijo el conde con grave sencillez—. Ahora voy a explicaros por qué creo que me habéis traído suerte. Vine a París con la convicción de que me había separado de ella para mucho tiempo o tal vez para siempre. De acuerdo con las órdenes que recibí, tuve que ir a Saint-Germain, en donde la reina Juana me confió varios encargos, entre ellos el de daros las gracias. Al dirigirme a París para veros, dio la feliz casualidad que en una cabaña cercana a la ciudad encontré a mi adorada. Sería muy largo contaros los motivos de su estancia en aquel lugar y por esta razón lo dejaremos para otro rato. Sabed tan sólo que puedo verla dos veces por semana, esperando el día feliz de poderla llevar a Bearn y casarme con ella. Mi novia está sola en el mundo y actualmente soy su hermano, hasta el día en que me convierta en su esposo.

—Ahora comprendo vuestra felicidad —dijo Pardaillán suspirando.

—¡Cuán egoístas somos los enamorados! —dijo el conde—. Os estoy fastidiando con mis historias que vos tenéis la cortesía de oír con paciencia, y todavía no os he preguntado…

—He aquí lo que sucede —dijo Pardaillán—. Estoy enamorado como vos.

—¡Qué casualidad! Nos casaremos el mismo día.

—Esperad… Amo, como vos, amigo mío, del modo que habéis expresado. Y también siento que me volvería loco si me separara de ella para siempre, y que moriría al enterarme de su traición. Únicamente hay la diferencia de que vos podéis ver a vuestra novia dos veces por semana, y yo no le he dirigido nunca la palabra. Vos estáis seguro de ser amado, y yo, en cambio, temo ser odiado por ella. Vos sabéis dónde encontrar a vuestra adorada, pero la mía ha desaparecido. No obstante, quiero hallarla cueste lo que cueste, aun cuando debiera decirme que me detesta. Y por esta razón he venido a solicitar vuestro auxilio.

—Contad conmigo —dijo calurosamente el conde—. Huronearemos los dos juntos en París. ¿Y no podríais prefijar en qué circunstancias ha desaparecido?

Pardaillán refirió brevemente la historia de su amor, su arresto en el momento en que Luisa le llamaba, su prisión en la Bastilla, su salida de ella, y la carta que le habían encargado entregar al mariscal, y, en una palabra, todo lo que ya saben nuestros lectores. Únicamente se calló el nombre de Montmorency, reservándose pronunciarlo en momento oportuno, es decir, cuando dieran principio las pesquisas.

—Tengo una vaga sospecha —añadió terminando— del lugar en que pueda hallarse y del hombre que ha podido tener interés en raptar a Luisa y a su madre. Y si queréis empezaremos nuestras pesquisas por los alrededores del Temple.

—Perfectamente, amigo mío. ¿Cuándo queréis empezar?

—Mañana mismo.

—Bueno, pues desde mañana os pertenezco. Ahora venid, que os presentaré a algunas personas que desean conoceros.

—¿Quiénes son?

—El rey de Navarra, el príncipe de Condé, el almirante… Venid, venid, sin cumplidos, amigo mío. Aquí sois conocido y vuestra salida de la Bastilla habrá de granjearos la admiración de estos grandes señores.

Y, casi por fuerza, Pardaillán fue arrastrado por el conde de Marillac. Éste atravesó rápidamente dos o tres habitaciones y llegó por fin al gran salón de honor del almirante. Allí alrededor de la mesa, estaban sentados cinco personajes, y Pardaillán reconoció enseguida a dos de ellos. Éstos eran Teligny, al que acababa de ver, y el almirante, a quien divisara antes dos o tres veces desde cierta distancia. En cuanto a los tres restantes le eran desconocidos. El conde de Marillac, llevando cogido del brazo a Pardaillán, avanzó hasta la mesa y dijo:

—Señor, monseñor, señor almirante y señor coronel, he aquí al salvador de la reina, el señor caballero Juan de Pardaillán.

Al oír estas palabras, aquellos personajes que, no sin inquietud, vieron entrar a un desconocido, aunque éste fuera acompañado de uno de los suyos, aquellos personajes, repetimos, dirigieron al caballero miradas llenas de benevolencia cordial y admiración.

—Dadme la mano, joven —exclamó Teligny—. Habéis sido fuerte como Sansón y como David al evitar a la religión reformada una irreparable desgracia. El caballero cogió la mano que se le tendía, con respeto y emoción visibles.

—Yo también quiero estrechar esta mano que salvó a mi madre —dijo entonces con marcado y desagradable acento gascón un joven de diecisiete a dieciocho años, que no era otro que el rey de Navarra, y futuro rey de Francia, con el nombre de Enrique IV.

Pardaillán dobló la rodilla, según costumbre de la época, tomó la mano del rey con el extremo de sus dedos y se inclinó sobre ella con altiva gracia. El personaje sentado al lado del rey era también un joven que no contaba tal vez más de diecinueve años, más en su rostro y en sus modales había algo caballeresco e imponente que faltaba al Bearnés. Era Enrique I de Borbón, príncipe de Condé, primo de Enrique de Navarra. El príncipe de Condé tendió también la mano a Pardaillán, pero en el momento en que éste se inclinaba, lo atrajo hacia él y lo abrazó cordialmente diciendo:

—Caballero, Su Majestad la reina nos dijo que erais un paladín de los antiguos tiempos; hagamos, pues, como ellos cuando se encontraban y abracémonos. Mi primo, el rey de Navarra, lo permite.

—Monseñor —dijo Pardaillán, que en estas palabras reconoció al joven príncipe de Condé—, hoy ya puedo aceptar el calificativo de paladín, pues me lo da el digno hijo de Luis de Borbón, es decir, del más valiente caballero que ha caído en el campo de batalla.

—¡Bien dicho! —exclamó el Bearnés.

El joven príncipe, agradablemente conmovido por aquel elogio que con tacto y oportunidad encantadora dirigió el caballero a su padre muerto, en vez de tratar de adularlo a él, contestó:

—Sois tan espiritual como valiente, caballero, y tendré gran placer en cultivar vuestra amistad. El último personaje, que nada había dicho todavía, felicitó a su vez al caballero diciendo:

—Si la amistad del viejo d’Andelot os es agradable, la habéis adquirido, joven.

—El coronel d’Andelot —contestó Pardaillán— se equivoca, sin duda, al ofrecerme su amistad; ha querido decir su ejemplo y sus lecciones, y jamás un ejemplo de lealtad, modestia y valentía habrá sido ofrecido a un joven aventurero como yo, que todo ha de aprenderlo aún.

—Exceptuando la cortesanía —dijo el príncipe de Condé.

—Y el valor —añadió el rey—. Caballero, sois muy atrevido y me gustáis. En cuanto a mi viejo d’Andelot, si sus ejemplos son buenos para vos, antes lo han sido para nosotros, ¿no es así, primo? Yo sé lo que digo y no tengo la culpa de que no sea mariscal, pero en cambio le daré la espada dorada de condestable.

—¡Oh, señor, me confundís! —dijo d’Andelot horrorizado. Y como Pardaillán era la causa directa de las halagadoras palabras que acababa de pronunciar el rey, el viejo soldado, muy conmovido, estrechó la mano del caballero y le dijo al oído:

—Joven, sabed que soy vuestro amigo en vida y muerte.

—Como lo digo —continuó el Bearnés—. Tú serás condestable como mi primo de Condé teniente general; al almirante lo haremos gran mariscal de mi Consejo; Teligny, ayudante general de mi caballería, y Marillac será el primero de mis gentilhombres en palacio. Quiero que tanta adhesión reciba un día u otro la recompensa. Quiero ver a mi alrededor ojos risueños y caras satisfechas. Entre tanto, tengamos paciencia. Después de la lluvia viene el buen tiempo. Dejadme crecer y ya veréis. Ahora contentaos con estas promesas.

En efecto, las promesas que el Bearnés acababa de distribuir con tan magnífica liberalidad, y sobre todo con tan buen humor y marcado acento gascón, exagerado para aumentar el efecto de sus festivas palabras, produjeron tan buen efecto, que todo el mundo se echó a reír alegremente.

—Esto me gusta —exclamó Enrique de Navarra—. He aquí los semblantes que quiero vez a mi lado. Señor caballero, ¿qué diríais de un reino en que todo el mundo se riera de este modo?

—Diría, señor, que tal reino tendría la dicha de ser regido por un rey de talento.

—¡Bravo! —dijo Enrique—. Pero quizá no se necesita tanta inteligencia para hacer a las gentes felices. Un día, en las montañas de Bearn, volvía a mi casa con las calzas destrozadas y el jubón hecho jirones; de tal modo me encaramé por entre los espinos. Me había extraviado y temía que al volver a casa me dieran una paliza. Tenía hambre y sed y, en una palabra, era tan desgraciado cómo es posible serlo, cuando de pronto descubrí una cabaña de leñador de la que salía una canción tan alegre, que enseguida me dije: allí debe estar un hombre feliz. En efecto, el leñador me hizo beber un vino excelente y me invitó a comer algunas manzanas y peras secas que conservaba para el invierno, y una vez qué me hube saciado, me indicó el camino que debía seguir:

«Señor» —me dijo—. «He aquí vuestro camino, y hasta la vista».

Viendo que me había reconocido, le pregunté:

«Buen hombre, veo que eres perfectamente feliz, más que yo: es verdad que no te obligan a aprender el griego como a mí y que no tienes miedo de que te den una paliza cuando has ido a coger nidos. ¿Cómo haces para ser tan feliz en tu cabaña?».

«¡Oh, señor!» —me contestó—, «no sabía que yo fuera tan feliz. Pero, en fin, ya que, según vos, lo soy, creo que mi dicha procede de que nadie se ocupa de querer hacerme dichoso. Estoy perdido en el fondo de estos bosques. Pocos saben que yo exista. Ignoro, pues, qué cosa son los impuestos y todo lo que sirve para hacer felices a gentes contra su voluntad- Procurad recordar estas palabras cuando reinéis, señor».

—He aquí —dijo terminando el rey de Navarra— lo que me contó el buen leñador. Ya veis, por consiguiente, que no se necesita mucha inteligencia y que basta dejar en paz a las gentes para que se proporcionen a sí mismas la felicidad.

—Vuestra anécdota es encantadora, señor —dijo el príncipe de Condé—, pero permitidme completarla.

—Te escuchamos, primo.

—Hace casi tres años, en la batalla de Jarnac, yo peleaba al lado de mi padre. Ya sabéis la espantosa desgracia que sobre mí cayó aquel día. Mi padre fue hecho prisionero y a mí me arrastraron los míos a bastante distancia de aquel lugar; me ataron sobre la silla del caballo porque yo quería arremeter solo contra el enemigo a fin de rescatar a mi padre. En los movimientos desordenados que yo hice, mi caballo se volvió y he aquí el horroroso espectáculo que entonces pude contemplar: bajo una alta encina distinguí perfectamente a mi padre: sin duda lo habían herido en el brazo, porque un cirujano estaba ocupado en curarlo. Estaba en pie y algunos caballeros del duque de Anjou lo rodeaban desmontados y de pronto, uno de aquellos miserables avanzó, brilló un relámpago y oí la detonación de una pistola. Inmediatamente cayó mi padre con la cabeza rota y asesinado miserablemente, cuando, en calidad de prisionero, se hallaba bajo la salvaguardia de sus enemigos.

El príncipe de Condé se detuvo emocionado por aquel horroroso recuerdo.

—Me desvanecí —continuó—. Tenía entonces menos de dieciséis años y mi debilidad hubiera sido excusa hasta en un guerrero de mayor edad. Pero antes de desmayarme pude oír que uno de los nuestros exclamaba:

«Este miserable Montesquieu acaba de matar al príncipe».

Me creeréis fácilmente si os digo que lloré, pues adoraba a mi padre. No obstante, al cabo de seis meses pensé que tenía otra cosa que hacer además de llorar, y entonces pedí permiso y vine a París.

—¡Ah! —dijo el rey de Navarra—. Nunca nos habías esto.

—Como la ocasión es buena, la aprovecho para hacerlo —contestó el príncipe—. Vine, pues, a París, en donde pronto me enteré de que aquel Montesquieu era capitán de guardias de monseñor el duque de Anjou. Me oculté en casa de uno de mis amigos, que quiso aceptar un encargo que le di…

—Nunca se ha sabido lo que fue de Montesquieu —dijo d’Andelot.

—Paciencia —dijo el príncipe—. El encargo consistía en rogar al capitán que, al oscurecer, fuera a la orilla del Sena, cerca de las antiguas Tullerias. Debo confesar que Montesquieu aceptó galantemente el desafío. Acudí solo a la cita, a la hora indicada, y allí me halló y me dijo:

«¿Qué me queréis, joven?».

«¡Mataros!».

«¡Diablo! Sois muy joven, casi me dará vergüenza cruzar el acero con vos».

«Decid más bien que tenéis miedo».

«¿Quién sois?» —preguntó asombrado.

«El hijo de Luis I de Borbón, príncipe de Condé, asesinado por ti en Jarnac».

—Entonces no hizo ya ninguna objeción. Se quitó la capa y desenvainó la espada; yo hice lo mismo y nos pusimos en guardia sin decir nada más. Yo estaba como loco; no sé ni cómo ataqué ni cómo paré los golpes. La única cosa que recuerdo es que al cabo de unos minutos sentí que mi espada se hundía en algo blando, y a través de la niebla roja que cubría mis ojos vi el acero teñido en sangre y al capitán Montesquieu caído al suelo golpeando con el tacón la arena de la playa, en la que se crispaban sus dedos. Comprendí que iba a morir y entonces, inclinándome sobre él, le dije:

«¿Alguien te indujo a cometer el asesinato? Habla. Di la verdad, pues vas a morir».

«Nadie» —dijo con voz ronca.

«¿Nadie? ¿Ni tu amo el hermano del rey?».

«Nadie» —repitió—. «Obré por propia voluntad».

«¿Pero por qué? Di, ¿por qué un crimen en la persona de un prisionero?».

«Me había persuadido de que la muerte de él era necesaria para la tranquilidad del reino y que no habría paz ni felicidad posibles en tanto que hubiera gente que se negara a oír misa… Ahora veo que me equivoqué». —Y dichas estas palabras salió de su herida un chorro de sangre y exhaló su suspiro.

—En cuanto a mí, monté caballo y hui, feliz de haber vengado a mi padre.

—Lo que quiere decir, primo —dijo el rey de Navarra—, que un rey no debe preocuparse por la religión que practiquen sus súbditos. Acepto la moraleja de tu historia, y por lo tanto mis súbditos podrán rezar en francés, griego, o latín.

El Bearnés detuvo de pronto, mientras una arruga cruzaba la frente de Coligny, y añadió para su sayo:

«Y hasta que no recen si quieren, con tal que yo reine en París».

El joven príncipe de Condé guardó silencio, impresionado por el recuerdo que acababa de evocar. Pardaillán lo examinaba con curiosidad y simpatía. Aquel rostro franco y aquella mirada tan pronto impregnada de gran dulzura como de autoridad, aquella cara de encantadora lozanía y de varonil belleza, formaba un violento contraste con la fisonomía del rey. Éste, aun cuando era más joven que su primo, disfrazaba con astucia fanfarrona sus egoístas pensamientos.

El Bearnés con frecuencia y por cualquier causa hablaba en voz alta, sus ojos brillaban, más evitando siempre mirar cara a cara. A menudo hacía chistes con gran facilidad, pero pecaban de groseros. No era antipático ni mucho menos. Era uno de esos egoístas a quienes la multitud perdona muchas cosas porque saben reír. Tuvo la suerte de estar a los servicios de Sally, y es que el pueblo ha conservado cierta amistad por aquellos reyes algo tunantes.

Pero, volviendo a nuestra historia, ¿quién partió con Coligny, el príncipe de Condé rey de Navarra? No tardaremos en saberlo. Lo que de momento nos interesa es la presentación del caballero de Pardaillán a los personajes que acabamos de hacer salir a escena. Por otra parte, la reunión había terminado ya en el momento en que se hizo la presentación, pero, no obstante, se esperaba todavía otra persona importante.

El joven rey de Navarra miraba astutamente al caballero, buscando tal vez, el medio de ganarlo a su causa, cuando se abrió de pronto la puerta y uno de aquellos criados armados, que Pardaillán había observado al entrar, se dirigió al almirante Coligny y le dijo dos palabras al oído.

—Señor —dijo Coligny con alegría, el señor mariscal de Montmorency ha aceptado mi invitación. Está entrando las instalaciones de Vuestra Majestad. Una luz de satisfacción brilló en los ojos del Bearnés, y con su buen humor gascón exclamó:

—¡Mi buen Francisco! Tendré gran placer en verlo. Que entre, que entre. Señor almirante y vos, primo mío, háganme favor de estar a mi lado durante esta entrevista.

Los otros personajes se levantaron para retirarse.

—¿Qué os sucede? —dijo Marillac cogiendo del brazo a Pardaillán—. ¿En qué puedo ayudaros? Pardaillán se estremeció como si despertara de un sueño. Al oír que el mariscal de Montmorency iba a entrar en aquella sala, se sintió en una especie de estupor.

—¡Perdonadme! —dijo. Y se inclinó el rey de Navarra, el cual a su vez le tendió mano, y le dijo:

—El conde de Marillac me ha informado de que nada os gusta tanto como vuestra independencia y que estáis decidido a manteneros apartado de toda suerte de querellas; no obstante, me inclino a creer que nuestro encuentro tendrá consecuencias y por mi parte os aseguro que me gustaría veros formar parte de los nuestros.

—Señor —contestó Pardaillán—, a tanta benevolencia no puedo contestar más que con entera franqueza. Las guerras religiosas me asustan porque tengo la desgracia de no tener casi ninguna religión, pues mi padre se olvidó de enseñármela.

Pardaillán no observó el movimiento que hizo Coligny ni tampoco pareció sospechar que acababa de decir una enormidad. Al oírla, el futuro Enrique IV se contentó con sonreír y esta sonrisa era muy elocuente acerca de los verdaderos sentimientos religiosos del Bearnés.

—No obstante —terminó diciendo el caballero—, confieso a Vuestra Majestad que si la ardiente simpatía de un pobre diablo como yo puede serle de alguna utilidad, esta simpatía no le faltará en cuanto llegue la ocasión.

—Bueno, bueno, ya continuaremos esta conversación —dijo el rey. Pardaillán salió con Marillac. El anciano d’Andelot y Coligny estaban ya fuera.

—¿Qué teníais hace un momento, querido amigo? —preguntó Marillac—. Parecíais conmovido y todavía estáis pálido.

—Oíd —dijo Pardaillán—. ¿Es, en efecto, el mariscal de Montmorency el que ahora ha llegado para hablar con el rey?

—El mismo.

—Francisco de Montmorency, ¿no es verdad?

—En efecto —contestó Marillac asombrado.

—Pues bien, este Montmorency es el padre de la que amo. Es necesario que le entregue la carta que llevo en mi jubón y que me abrasa el pecho. Si no le entrego esta carta seré un felón y arrebataré a Luisa toda esperanza de salvación y la protección de su padre; y si, en cambio, se la entrego, este hombre me odiará y Luisa habrá muerto para mí.