IX - El sacrificio
EL CONDESTABLE DE MONTMORENCY deambulaba con agitado paso por la vasta sala de honor en su palacio de París. Sus gentilhombres, diseminados sobre los banquillos que se hallaban a lo largo de las paredes, o en pie, reunidos en grupos, hablaban en voz baja y temerosa de muy extrañas cosas.
Primero, de que el Condestable se había asomado hacía unos momentos a una ventana, desde donde pudo ver a una mujer muy pálida que se hallaba ante la puerta principal, y que llevaba una criatura en sus brazos. Y el Condestable había dado orden de que se hiciera entrar a aquella mujer que, a la sazón, esperaba en una habitación contigua.
Segundo, de que el hijo del Condestable, al que se creía muerto, había llegado súbitamente la noche anterior, que tuvo una larga y tempestuosa entrevista con su padre y partió luego para destino desconocido.
Tercero, de que acababa de llegar de Montmorency la noticia de que el segundo hijo del Condestable, Enrique, había sido atacado en el bosque y herido gravemente.
Y, por fin, que Su Majestad Enrique II debía hacer una visita aquel mismo día, a las cuatro, a su gran amigo, el jefe de sus ejércitos. Por esta razón se sospechaba que se preparaba nueva campaña. Los innumerables criados del palacio se afanaban en ponerlo todo en buen orden para honrar al real visitante, porque eran ya las dos dadas y el rey era muy puntual.
Aquel palacio de Montmorency era la vivienda señorial; estaba situada casi enfrente del Louvre y reinaba en ella el lujo grandioso de la época en que Richelieu no había domeñado todavía a la nobleza y en que los señores feudales, casi reyes por la fuerza, eran muy a menudo más que los reyes por la riqueza. Había, pues, en la sala de honor, más de sesenta gentilhombres de la casa del Condestable: una verdadera corte que el viejo político tenía sumo placer en exhibir ante el rey Enrique II, quien, con toda seguridad, no llevaría con él tanto séquito, por muy rey de Francia que fuera. Pero no era en esto en lo que pensaba el Condestable en aquellos momentos.
Más de una vez se había acercado a la puerta de aquel gabinete en que habían hecho entrar a la mujer. Y siempre había retrocedido, golpeando, colérico, el suelo con el pie, y volviendo a su paseo entre el silencio que guardaban los circunstantes en la sala de honor.
Por fin, pareció decidirse, empujó bruscamente la puerta y entró. En el centro de la pieza, la mujer esperaba en pie. Había colocado a su hija dormida en un sillón y, apoyada en el respaldo, la contemplaba.
El Condestable dio dos pasos; se detuvo ante ella, fruncidas las espesas cejas canosas, y con tono seco preguntó:
—¿Qué queréis, señora?
—¡Monseñor…! —murmuró la interpelada con expresión de indecible angustia.
—¡Ah! —dijo el Condestable, todavía con voz más ruda—. ¿No me esperabais a mí, verdad? En lugar del hijo, al que se espera seducir con melosas palabras, aparece el padre inexorable. Y esto os desconcierta, ¿eh?
Juana de Piennes, pues era ella, levantó la cabeza.
—Monseñor —dijo con temblorosa voz—, es cierto que esperaba ver a Francisco, pero una mujer de mi linaje no puede desconcertarse al hallarse ante el padre de su esposo.
—¡Vuestro esposo! —gruñó el Condestable, cerrando los puños—. Creedme, vale más que no invoquéis este título ante mí. Francisco me lo ha relatado todo esta noche. ¡Todo! ¿Lo oís? Sé que vos y vuestro padre fuisteis bastante hábiles para arrancar a la debilidad de mi hijo un casamiento. ¡Y qué casamiento!, nocturno y vergonzoso como un robo…
Un grito de Juana detuvo al viejo soldado. Roja de indignación, tendió el brazo con indecible gesto de dignidad, encantador en aquel ser gracioso y bello.
—¡Mentís! —dijo luego con calma.
—¡Por el cielo! ¿Qué dice esta mujer?
—¡Digo, señor que solamente sois caballero por vuestro traje! ¡Digo que vuestros cabellos blancos no os pondrían al abrigo de un bofetón vengador, si mi padre, lentamente asesinado por vos, se encontrara a mi lado! ¡Digo que habláis a una mujer que lleva vuestro nombre!
El acento de estas palabras se había elevado, por decirlo así, desde la simple dignidad de la mujer ofendida hasta la majestad de una reina. Montmorency, asombrado, se puso rojo como la escarlata; luego palideció y por un instante pareció decidido a dar una orden. Por fin, el anciano jefe de los ejércitos del rey, se inclinó profundamente. Estaba domado.
—Monseñor —repuso entonces Juana oprimiendo la violenta agitación de su seno—, ¡acabáis de decirme que lo sabéis todo! ¡He comprendido, por lo tanto, la acusación violenta que encerraban vuestras palabras! Pues bien, señor, ¡ya que la fatalidad me ha traído ante vos, debo hablar! ¡No, monseñor, no lo sabéis todo! ¡Ignoráis la espantosa verdad como lo ignora mi esposo y dueño, a quien he dado mi vida y a quien quisiera evitar una lágrima aún a costa de mi sangre! Debéis, pues, oír esta verdad, no solamente por mi honor, sino por la felicidad de Francisco, por la vida de la inocente criatura que vuestro techo cobija en este instante… el fruto de nuestro amor.
Asombrado por la nobleza del gesto y por el doloroso acento de sus palabras, fascinado por tanta belleza e ingenuidad, subyugado por la autoridad y la gracia que emanaban de Juana, el anciano Montmorency se inclinó por segunda vez.
—¡Hablad, señora! —dijo. Y al mismo tiempo, sus ojos se fijaron en la pequeña Luisa dormida. Juana sorprendió aquella mirada. Una esperanza súbita iluminó su alma. Con el orgullo de todas las madres tomó a la criatura en sus brazos, le dio un beso y con dolorosa timidez, con sonrisa anegada en lágrimas, la presentó al formidable abuelo.
Tal vez en aquel instante fugaz, el corazón de Montmorency se enterneció. Hizo con sus brazos un gesto vago como para coger a la niña, y preguntó:
—¿Cómo se llama este niño?
—¡Se llama «Luisa»! —contestó Juana palpitante de ternura y esperanza.
Una mueca de desdén desplegó los labios del Condestable. ¡Una niña! Este sexo no importaba nada al señor feudal. Sus brazos cayeron, mientras Juana sentía un escalofrío correr por sus espaldas. Retrocedió palideciendo, mientras él decía:
—Os prometo, señora, oíros pacientemente. Hablad, pues, sin temor y exponedme esa verdad que me habéis indicado.
Juana comprendió que acababa de romperse el lazo que había empezado a formarse entre ella y Montmorency. Pero una mujer que ama, guarda en su corazón fuerzas que son el asombro de cualquier hombre. Reunió, pues, toda su energía y emprendió la tarea de justificarse ante el padre de Francisco.
Con su voz, que era melodía de un encanto a la vez delicado y poderoso, con la poesía natural que le daba su amor, relató sus primeros encuentros con Francisco y la irresistible ternura que los había empujado el uno hacia el otro, sus coloquios, la falta y luego la escena de su casamiento nocturno; las amenazas de Enrique, el nacimiento de Luisa y, por fin, el espantoso suplicio en que su corazón de madre había sido destrozado. Lo dijo todo, no omitió ningún detalle.
El anciano Montmorency la escuchó sin pronunciar una palabra, con el semblante impasible, rígido, en actitud glacial. Juana se calló jadeante; su ardiente mirada buscó en vano los ojos del Condestable para leer una emoción. Con movimiento desesperado se dejó caer de hinojos y unió las manos, mientras trataba de contener los sollozos.
—¡Monseñor!, ¡ya veo que no os he convencido! ¡Desgraciada de mí! ¡No he sabido hallar acentos de verdad! Y, no obstante, juro que sólo os he dicho la verdad… lo juro por la salvación de mi alma… lo juraría por el Evangelio… o mejor, lo juro sobre la cabeza de mi hija. Ya comprendéis, monseñor, que no voy a acarrear una maldición a mi hija, ¿verdad? Pues bien, ¿por qué no me creéis? ¿Por qué os calláis? ¡Oh, monseñor! Sois el padre de Francisco… Luisa es vuestra nieta… ¡Un poco de piedad para la madre! ¡Os aseguro que ya no puedo más!
Mientras hablaba de esta suerte, con voz triste, se podía observar que, en efecto, aquella mujer joven había agotado enteramente sus fuerzas y necesitaba un poco de piedad. Montmorency, entretanto, reflexionaba. Su espíritu, indiferente a aquel drama, buscaba un subterfugio.
—Levantaos, señora —dijo, por fin—. Estoy convencido de que habéis dicho la verdad…
—¡Oh! —exclamó Juana con júbilo—. ¡Luisa está salvada!
Este grito de madre turbó un momento el alma obscura del guerrero. Pero, reponiéndose enseguida, añadió:
—Ignoraba todo lo que acabáis de contarme relacionado con mi hijo Enrique. Francisco no me ha hablado de ello (al decirlo mentía) y cuando os dije que lo sabía todo, aludía solamente a vuestro casamiento secreto, que me ha ofendido gravemente, no sólo en mi autoridad paterna, sino también en los intereses de la familia. ¡Ese casamiento es imposible, señora!
—Este casamiento —murmuró Juana herida en el corazón— no es ni posible ni imposible. Es un hecho consumado.
Una oleada de cólera inflamó el semblante del Condestable. Palabras violentas acudieron en tropel a sus labios, pero dominó su ira y contuvo sus palabras, porque su pensamiento era todavía más violento. Con tranquilidad que hizo temblar a la pobre mujer, sacó de su jubón dos pergaminos y desenrolló uno.
—Leed esto —dijo.
Juana recorrió rápidamente el contenido y se puso lívida. Un temblor de espanto la agitó, e incapaz de articular una palabra, de proferir un gemido, se volvió hacia el terrible padre de Francisco, mirándolo como los corderos deben mirar al matarife cuando éste levanta su cuchillo. El papel contenía pocas líneas y decía:
A todos los presentes y futuros, salud.
Damos orden a nuestro preboste, micer Tellier, de apoderarse de la persona de Francisco, conde de Margency, hijo mayor de la casa de Montmorency, coronel de nuestra infantería suiza, y de conducirlo a nuestra prisión del Temple, en donde permanecerá hasta que Dios quiera llamarlo a él. Lo queremos y mandamos así a nuestro preboste y a todos los oficiales de nuestro prebostazgo, porque tal es nuestra voluntad.
—¡Monseñor! ¡Monseñor! —exclamó Juana—. ¿Qué os ha hecho Francisco? ¡Oh, esto lo hacéis para probarme, para asustarme tal vez! ¡Es horrible! ¡La prisión perpetua! ¡Oh, Francisco mío!
—Señora —dijo Montmorency con siniestra calma—, este pergamino no está aún firmado. Soy, señora, Condestable de los ejércitos del rey y gran maestre de Francia. Dentro de algunos instantes Su Majestad estará en esta casa. No tendré, por consiguiente, más que presentarle este pergamino, diciéndole: «Ruego a Vuestra Majestad que se digne firmar esta orden» y mañana mismo tendrá lugar la prisión… la noche eterna para el que amáis.
—¡Oh! ¡Es espantoso! ¡Mi razón —se extravía! ¿Pero qué os ha hecho, señor? ¿Qué os ha hecho?
—Se ha casado con vos. Éste es su crimen.
—¡Su crimen! —balbuceó la cuitada, cuya razón se extraviaba realmente—. ¡Oh, monseñor! ¡Castigadme a mí sola! ¡Perdón para Francisco! ¡Dios mío! ¿No hay, pues, justicia ni piedad en la tierra? ¡Matadme, señor, ya que es un crimen amar!
La mirada de Montmorency se animó con extraño fulgor y dijo:
—Ahora, señora, he aquí otro pergamino. Es un acta de renunciación voluntaria a vuestro casamiento.
—¡No, no!, ¡eso, no! —exclamó Juana con voz desgarradora—. ¡Matadme, pero eso, no!
—Ya sé que la anulación de casamiento es cosa grave y muy difícil de lograr. Pero con la ayuda del rey…
—¡Perdón! ¡Piedad! ¡Justicia! —gritó Juana, cayendo de rodillas.
—… Contamos Con la buena disposición del Santo Padre… de modo que no hace falta más que vuestra firma.
—¡Piedad! ¡Dejadme mi Francisco! ¡Dejadme amarlo!
—Firmad, señora, y el Santo Padre anulará el matrimonio.
—¡Mi hija, monseñor! ¡La hija de Francisco! ¡Le robáis su padre! ¡Le quitáis su nombre!
—Basta, señora. Dentro de pocos instantes presentaré al rey uno u otro de estos dos pergaminos y Francisco será encerrado en el Temple si esta misma noche no puedo expedir a Roma vuestra renuncia al casamiento. Firmad y salvaréis a Francisco.
Diciendo estas palabras, puso una pluma en manos de Juana.
—¡Gracia! —sollozó la esposa mártir— ¡no, no!: ¡Jamás!
Gritos se dieron en el patio de honor del palacio. Las trompetas dejaron oír sus metálicas voces. Resonaron precipitados pasos de los gentilhombres que acudían a recibir al rey Enrique II. La puerta se abrió con violencia y un hombre gritó:
—¡Monseñor! ¡Monseñor! ¡He aquí a Su Majestad!
—¡Adiós, señora! —dijo lentamente Montmorency—. Romped esta renunciación. Voy a hacer firmar al rey la orden de encarcelar a mi hijo.
—¡Esperad! ¡Firmo! —exclamó débilmente la infeliz…, ¡y firmó!… Luego cayó desvanecida, mientras uno de sus brazos, con gesto instintivo y sublime trataba todavía de proteger a Luisa.
El Condestable cogió violentamente el pergamino, lo ocultó en su jubón y con su pesado paso de sacrificador de hombres y de corazones, se presentó ante Enrique II. En el patio se oían grandes gritos de alegría.
—¡Viva el rey! ¡Viva el rey! ¡Viva el Condestable!