XX - La espía

HAY EN ESTA HISTORIA un personaje a quien hemos entrevisto apenas, y que ya es tiempo de conocer más a fondo. Queremos hablar de Alicia de Lux, que acompañaba a la reina de Navarra. Ya se ha visto, cómo Juana de Albret y Alicia de Lux, salvadas por el caballero de Pardaillán, fueron a casa del judío Isaac Rubén, y cómo al salir subieron en el coche que estaba parado no lejos de la puerta de Saint-Martin.

La carroza, arrastrada por cuatro caballos de Tarbes, dio la vuelta a París, pasó por el cerro de Montmartre, franqueó el riachuelo que cerca de la Grange-Bateliére se transforma en lagunas, y luego tomó la dirección de Saint-Germain, en donde se firmó la paz entre los católicos y hugonotes, paz que no era más que un armisticio amenazador, pues cada uno de los dos partidos preparaba nuevas fuerzas para la lucha que se aproximaba.

* * * * *

Los sacerdotes predicaban abiertamente en las iglesias el asesinato de los protestantes. El rey Carlos IX tuvo que publicar un edicto mandando que solamente llevaran espada los hombres de armas y los nobles. Una casa fue incendiada por suponerse que en ella se reunían secretamente los partidarios de la Reforma. Es necesario recordar aquí que el crimen de los hugonotes era orar en francés al mismo Dios que los católicos oraban en latín. El día de la batalla de Moncontour, un emisario avisó a Catalina de Médicis que los hugonotes llevaban la mejor parte.

—¡Diremos la misa en francés! —se limitó a contestar la reina.

Y cuando supo que los hugonotes habían sido destrozados, dijo:

—¡Loado sea Dios! ¡Continuaremos diciendo la misa en latín!

Ocho días después de haberse firmado la paz, un hombre tropezó inadvertidamente en una iglesia con una vieja. Ésta buscó un insulto que dirigirle, y no hallando nada más a mano, le dijo:

—¡Luterano!

Al oírlo, la multitud cayó sobre el desgraciado, que en pocos momentos fue destrozado. Dos buenos burgueses que, indignados, quisieron defenderlo, sufrieron la misma suerte. En las esquinas de las calles había estatuas de la Virgen, al pie de las cuales se hallaban una veintena de bandidos armados hasta los dientes. En el espacio de dos meses unos cincuenta desgraciados fueron degollados por haber dejado de saludar o de arrodillarse ante la imagen.

Al poco tiempo ya se exigió que cada transeúnte depositara una ofrenda en un cesto que custodiaba uno de aquellos bandidos, y ¡desgraciado del que rehusara pagar aquella contribución forzosa!

* * * * *

Volviendo, pues, a nuestro relato, la reina de Navarra y Alicia de Lux llegaron a Saint-Germain. Juana de Albret descendió de la carroza ante una casa situada en una callejuela que desembocaba en el lado derecho del castillo. Allí halló a tres gentilhombres que la esperaban en una sala de la planta baja.

—Venid, conde de Marillac —dijo a uno de ellos.

El que acababan de llamar por este título era un hombre de unos veinticinco años, vigorosamente constituido y cuya fisonomía ofrecía singular expresión de tristeza. Al entrar la reina y su acompañante, su semblante se animó repentinamente. Alicia de Lux dirigió una mirada al joven, e inefable emoción hizo palpitar su seno. Pero aquella emoción, que nadie observó, no había durado más que un segundo.

El conde de Marillac estaba ya inclinado ante la reina y la seguía al gabinete retirado en que ésta acababa de penetrar.

—¿Por qué me llama así Vuestra Majestad? —preguntó el joven, que sin duda era familiar de la soberana, pues se atrevía a interrogarla.

Juana de Albret dirigió una mirada melancólica sobre el conde.

—¿No es éste vuestro nombre? —dijo—. ¿No os he nombrado conde de Marillac?

El joven movió la cabeza.

—Lo debo todo a Vuestra Majestad —dijo—, vida, fortuna y título. Mi agradecimiento cesará tan sólo con el último latido de mi corazón…, pero me llamo simplemente Diosdado. Todos los títulos que mi reina pueda conferirme no me darán un nombre. Todos los velos que podáis echar sobre mí, no llegarán a cubrir la tristeza y tal vez la infamia de mi nacimiento. ¡Oh, reina mía! ¿No veis que sois la única en darme este título de conde de Marillac y que todo el mundo me llama Diosdado el expósito?

—Hijo mío —dijo la reina con tierna severidad—, debéis rechazar estas ideas, porque de lo contrario os matarán. Sois valiente, leal y os espera un hermoso porvenir si no os obstináis en persistir en estas ideas que paralizarán en vos todos vuestros sentimientos honrados y generosos.

—¡Ah! —dijo el conde de Marillac con sorda voz—. ¿Por qué habré sorprendido aquella conversación? ¿Por qué la fatalidad ha querido que supiera el nombre de mi madre? ¿Y por qué no he muerto al conocer el nombre de mi madre y al saber que era la reina funesta, la tigresa sedienta de sangre, la implacable Médicis?

En ese instante se oyó un grito ahogado en la pieza vecina. Era un grito de asombro infinito o tal vez de terror. Pero ni la reina ni el conde de Marillac lo oyeron, absortos como estaban en sus pensamientos.

—¡Ah, niño! ¡Niño! —díjole Juana de Albret—. ¡Tened cuidado! ¡No corráis tras fantasmas quiméricos…! ¡Guardaos de las desilusiones!

—La desilusión está en mi corazón, Majestad.

—Sea lo que fuere —repuso la reina con firmeza—, guardad este secreto para vos solo. Ya sabéis cuánto os amo. Os he educado como a mi propio hijo, habéis corrido por las montañas con mi Enrique, habéis tenido los mismos maestros. Continuad siendo mi hijo adoptivo…, pues en mi corazón de madre hay sitio también para vos.

El conde de Marillac se inclinó, lleno de emoción, cogió la mano de la reina y la llevó a sus labios.

—Ahora —continuó la reina de Navarra—, oídme, conde. Tengo necesidad de que en París haya un hombre del que pueda estar segura como si fuera verdaderamente mi hijo.

—¡Yo seré este hombre! —exclamó Diosdado con viveza.

—Esperaba vuestro ofrecimiento, hijo mío —dijo la reina conteniendo su emoción—. Pero fijaos bien, ¡tal vez tendréis necesidad de exponer vuestra vida!

—Mi vida os pertenece. La he expuesto cien veces por el que me llama su «hermano menor»…, por vuestro hijo, señora. Con mayor motivo, pues, la expondré por vos.

—Tal vez tengáis que exponer también algo más que la vida… Tal vez os halléis en circunstancias en que debáis luchar contra vuestro corazón… Entonces, hijo mío, es preciso que empleéis no solamente vuestro valor, sino vuestra magnanimidad.

—Sean las que fueren las circunstancias, Majestad, me será imposible olvidar que si vivo lo debo a vos y que si no soy un miserable, víctima del dolor y la miseria, es gracias a que tendisteis sobre mí vuestra mano caritativa. De modo que espero vuestras órdenes para cumplimentarlas.

—Sí —murmuró la reina, pensativa—, ¡es necesario! Escuchadme, mi querido hijo.

Entonces Juana de Albret, a pesar de estar segura de que nadie iba a sorprender sus palabras, se puso a hablar en voz tan baja, que el conde de Marillac tuvo necesidad de concentrar su atención y aproximarse mucho a ella para oírla.

La conversación, o, por decir mejor, el monólogo, duró una hora. Al cabo de este tiempo el conde repitió, resumiéndolas, las instrucciones que le acababan de dar. Entonces quiso inclinarse para saludar a la reina. Pero Juana de Albret lo cogió, lo atrajo hacia ella y besándole la frente dijo:

—Ve, hijo mío, parte con mi bendición.

Diosdado se alejó y atravesó la estancia en que se hallaban los dos gentilhombres. Echó a su alrededor una rápida mirada, pero sin duda no halló lo que esperaba ver, porque salió a la calle, desató un caballo que estaba sujeto a una anilla empotrada en la pared, montó y emprendió el camino hacia París. Tal vez experimentaba un pesar al alejarse así, porque dejaba a su caballo andar al paso; sin ocuparse de él más que para levantarlo de un brusco tirón de la brida cuando tropezaba con alguna piedra. En efecto, el camino que seguía no era más que un sendero mal cuidado y la pendiente era rápida.

Al cabo de veinte minutos, el conde de Marillac. —Diosdado, como quiera llamársele— llegó a un grupo de cabañas reunidas alrededor de una pobre iglesia. Aquel caserío se llamaba Mareil. En la oscuridad, el conde distinguió una rama de pino sobre una puerta. Era una posada. Se detuvo para mirar tras sí las alturas de que acababa de descender, pero la oscuridad era profunda.

Saint-Germain aparecía como una prominencia negra que se destacaba sobre el azul oscuro del cielo. Suspiró y echó pie a tierra, dándose como excusa que las puertas de París estaban cerradas en aquella hora y que era mejor esperar la mañana allí que ir a dormir a Rueil o Saint-Cloud, Llamó a la puerta de la casucha con el pomo de su espada. Al cabo de algunos minutos un campesino abrió y al ver la espada del caballero, y más aún al ver brillar un escudo de plata, consintió en servir al conde una cena cerca del hogar.

Diosdado se echó de codos sobre la mesa, con los pies tendidos en dirección al fuego, mientras conducía su caballo a la cuadra. Hacía ya algún tiempo que le habían servido una tortilla, pero ni se había dado cuenta de ello, tan absorto estaba en sus pensamientos.

Después de la marcha del conde, la reina de Navarra permaneció pensativa. Al cabo de algunos minutos hizo un esfuerzo para volver a la realidad de las cosas. Esperó unos momentos y llamó con un martillito sobre un timbre, y luego, viendo que nadie acudía, llamó de nuevo. Entonces se abrió la puerta y apareció Alicia de Lux.

—Pido perdón a Vuestra Majestad —dijo con volubilidad—, creo que me ha llamado dos veces, pero estaba algo distante de esta habitación.

La reina de Navarra se había sentado en un sillón y fijaba su límpida mirada sobre la joven. Al sentirla, Alicia de Lux se turbó.

—Alicia —dijo entonces Juana de Albret—, os dije hace poco, después de estar en salvo, que habíais sido muy imprudente queriendo pasar por el puente, más imprudente aún al levantar la cortinilla de la litera y, por fin, más imprudente todavía al pronunciar en voz alta mi nombre ante el populacho hostil…

—Es cierto…, pero ya he explicado a Vuestra Majestad…

—Alicia —interrumpió la reina—, al tacharos de imprudente me equivoqué… o fingí equivocarme, porque si en aquel momento os hubiera comunicado mi pensamiento real, tal vez hubierais cometido otra «nueva imprudencia» que me hubiera podido ser fatal.

—No comprendo, señora —balbució Alicia de Lux poniéndose muy pálida.

—Vais a comprenderme enseguida. Cuando vinisteis a la corte de Navarra me dijisteis, Alicia, que os habíais visto obligada a huir de Catalina porque queríais adoptar la religión reformada. Hace de esto ocho meses. Os acogí como lo hago con todos los perseguidos, y como erais noble de cuna os hice una de mis damas de honor. En el tiempo que habéis permanecido a mi servicio, ¿tenéis alguna queja de mí? Hablad con franqueza, os lo mando.

—Vuestra Majestad me ha colmado de bondades —dijo Alicia recobrando en parte la serenidad—, pero ya que os dignáis interrogarme, permitidme que a mi vez os dirija una pregunta. ¿He perdido vuestro favor? ¿No he cumplido siempre y en todas las ocasiones mis deberes con toda exactitud? ¿He dado pie a la maledicencia? Se me llamaba la Bella Bearnesa, señora, y no obstante, a pesar de esta belleza que se me atribuye, ¿he tratado nunca de substraer a ningún caballero al cumplimiento de sus deberes? Y por fin, desde mi conversión, ¿no he dado a mi religión todas las pruebas de fe de la mejor neófita?

—Lo reconozco… —dijo la reina con una gravedad que nubló la frente de la joven—, reconozco que habéis mostrado un celo que ha sorprendido a muchos. ¿Cómo os lo diré…? Os hubiera preferido católica, mejor que protestante de un modo tan exagerado. En cuanto a vuestra conducta con relación a mis gentilhombres, es y ha sido irreprochable. Y aquí también he de confesar que os hubiera querido ver… un poco menos severa; en fin, vuestra conducta ha sido siempre admirable, hasta el punto de que cuando no estabais de servicio y cuando no tenía necesidad de vos, estabais siempre lo bastante cerca para verlo y oírlo todo.

Esta vez la acusación era tan directa, que Alicia de Lux se estremeció.

—¡Oh! ¡Majestad! —exclamó—. ¡Tengo miedo de comprender!

Juana de Albret la miró con lástima.

—Es necesario, no obstante —dijo—, que comprendáis. Mis sospechas nacieron hace quince días. Quisiera ahorraros la pena de la vergüenza, Alicia, porque os he amado. Sin embargo, es necesario que me separe de vos, porque he adquirido la convicción de que me hacéis traición.

—¡Vuestra Majestad me echa! —exclamó aterrada la joven.

—Sí —dijo simplemente la reina de Navarra—. Hubo unos minutos de silencio aplastante.

Alicia de Lux, apoyada en el respaldo de un sillón, dirigía a su alrededor extraviadas miradas y unió las dos manos para suplicar a su señora. Por fin, un largo suspiro hinchó su pecho escultural y consiguió pronunciar algunas palabras.

—Vuestra Majestad se engaña… Soy víctima de infames calumnias…

La reina de Navarra sufría tal vez más que la joven. En efecto, para un alma generosa no hay espectáculo más doloroso que la traición de un ser en que se ha depositado la confianza más absoluta. Y cuando este ser, colocado ante una irremediable vergüenza, se debate bajo el peso de la acusación, cuando se le ve agitarse haciendo inútiles protestas de su inocencia y lealtad, el espectáculo es, ciertamente, más imponente que el de un enemigo vencido.

—Escuchad, Alicia —dijo Juana de Albret con voz triste que hizo estremecer a la joven—, hubiera podido y debido entregaros a mis jueces, dándoles la prueba de vuestra traición, pero no he tenido valor para ello. Me contento con mandaros de nuevo con vuestra ama, Catalina de Médicis.

—¡Vuestra Majestad se engaña! —murmuró Alicia dando un gemido.

La reina de Navarra movió negativamente la cabeza.

—El día en que entré en vuestra habitación y os sorprendí escribiendo, ¿por qué, Alicia, echasteis vuestra carta al fuego, arriesgándoos así a provocar preguntas que por otra parte no os hice?

—Señora —exclamó la interpelada con el ardor del náufrago que siente bajo sus envarados dedos un trozo de madera—, voy a deciros la verdad: ¡escribía a mi amante!

—Esto es lo que supuse, y me callé. Aquel mismo día uno de mis oficiales os vio hablando con un correo que partió para París. El correo se alejó precipitadamente después de haberos hablado, y no ha vuelto más. ¿Por qué?

—Le hice algunos encargos para mis amigos de París, señora. ¿Tengo yo la culpa de que aquel hombre no haya vuelto? ¿Quién sabe si lo han matado?

—Cuando se reunieron los jefes de mi ejército para deliberar, ¿por qué, Alicia, os hallaron en el gabinete que comunicaba con la sala de las deliberaciones?

—Fui sorprendida por la llegada de los soldados, señora, y no me atreví a salir.

—Sí, ésta es la explicación que disteis, y la creí. No obstante, hace quince días, como ya os he dicho, empecé a sospechar de vos.

—¿Por qué señora?

—¿Por qué? Vuestra insistencia en acompañarme a París me hizo recordar los hechos que acabo de exponeros, y otros muchos más. Me decidí a acceder a vuestros ruegos para poneros a prueba. Ya veis hasta qué punto me resistía a creer en todas las apariencias que muchos de mis consejeros y yo misma habíamos notado, cuando arriesgué mi vida para demostrar vuestra inocencia.

Temblorosa, llena de sudor, Alicia de Lux hizo la última tentativa para demostrar su inocencia.

—Pues bien, Majestad, ya veis que no soy culpable, puesto que vivís…

—¡No por vos! —dijo sordamente la reina—. Alicia de Lux, estabais en connivencia con los que querían matarme.

—¡No es cierto!

—Vos sois la que quiso que la litera pasara por el puente; vos la que alzasteis la cortinilla y vos la que, con vuestro grito, me entregasteis a los asesinos. Es a vos a quien uno de ellos quiso entregar este billete… En el momento en que cayó la litera. Parece que yo estaba menos turbada que vos, puesto que vi cómo el billete caía sobre vuestras rodillas, lo recogí del suelo, y lo guardé. ¡Helo aquí!

Y diciendo estas palabras, la reina de Navarra tendió a Alicia un papel de minúsculo tamaño, plegado triangularmente. La joven cayó de rodillas, o, mejor, se desplomó, aplastada por la vergüenza, y pareciéndole que nunca más se atrevería a levantarse.

—¡Tomad! —dijo Juana de Albret—. Este billete os estaba destinado y os pertenece.

La espía permaneció inmóvil, petrificada, inconsciente.

—¡Tomad! —repitió la reina de Navarra.

Entonces la espía obedeció. Sin levantar la cabeza tendió la mano.

—¡Leed! —ordenó Juana de Albret—. Leed, porque este papel contiene una orden de vuestra ama.

La espía, subyugada, desplegó el billete y leyó:

Si el asunto sale bien, id al Louvre mañana por la mañana. Si no tiene éxito, dejad vuestro cargo lo antes posible pidiendo un permiso en regla y venid dentro de ocho días. La reina quiere hablaros.

No había firma ninguna.

Un débil grito se escapó de los descoloridos labios de la espía. Luego de nuevo se dejó caer. La reina de Navarra dirigió una mirada de compasión hacia la desgraciada y le dijo:

—¡Idos!

La espía se levantó lentamente y vio a la reina que con el brazo tendido le mostraba la puerta, y retrocedió despacio. Con sus temblorosas manos la abrió y, una vez que la hubo traspuesto, echó a correr velozmente.

Juana de Albret salió a su vez y entró en la salita en donde aguardaban los dos gentilhombres.

—Nos marchamos, caballeros —les dijo y se dirigió hacia la carroza.

En el momento de subir miró a derecha e izquierda, como para ver si descubría a Alicia de Lux.

—¡Desgraciada! —murmuró suspirando.

Algunos instantes más tarde, la carroza, escoltada por los gentilhombres a caballo, se alejó rápidamente.

Alicia de Lux, al salir de la casa, echó a correr, como hemos dicho. Su primera idea fue la de alejarse lo antes posible del lugar en que sufriera tanta vergüenza. Atravesó la explanada que había ante el castillo, sin saber adónde iba. De pronto se detuvo estremecida y miró a su alrededor.

«¿Dónde ir?» —se preguntó—. «¿Dónde ocultarme? ¿Qué será de mí cuando él lo sepa? ¡Estoy perdida! ¿Qué hacer? ¿Ir a París? ¿Ponerme de nuevo a las órdenes de la implacable Catalina? ¡Oh, no!… ¿Qué he hecho? ¡He querido asesinar a la reina de Navarra! ¿No soy una criminal? ¡Oh, qué vergüenza! Felizmente es de noche y no me verán. ¡Pero en breve será otra vez de día! ¿Y quién no adivinará al ver mi vergüenza lo criminal que soy?».

Aquella mujer era joven, hermosa, con aquella belleza morena y provocativa de las bearnesas, de frente mate, labios rojos y sensuales y mirada de fuego, velada por espesas y largas pestañas. Allí, en las montañas en que el hijo de Juana de Albret perseguía la caza y las mujeres, le llamaban la hermosa bearnesa, y tal apodo le sentaba a las mil maravillas. Pero a la sazón nadie hubiera reconocido la belleza de que hablamos en las facciones convulsas y en la mirada extraviada de la joven.

—«¿Qué hacer?» —se repetía—. «¿Huir de la reina Catalina? ¡Insensata! Para huir de ella no hay más que un refugio… ¡la tumba! Y yo no quiero morir. ¡No, soy demasiado joven para morir! ¡Prosigue, miserable! ¡Es necesario que continúes tu vida de infame! ¡Vamos, espía! ¡La reina te aguarda!».

Así se torturaba aquella desgraciada criatura. Para condenarla o compadecerla, no ha llegado todavía la hora. Los sucesos que van a desarrollarse nos mostrarán qué mujer, o qué monstruo era Alicia de Lux. Maquinalmente se levantó y siguió de nuevo el camino que acababa de recorrer, y por instinto se dirigió hacia París, porque no conocía la comarca.

Una tristeza abrumadora se había apoderado de ella. Sus pies se destrozaban contra las piedras del camino, pero no sentía ni fatiga ni sufrimiento. Iba hacia París como atraída por una fuerza magnética, Al cabo de una hora de camino entrevió algunas casas humildes y juzgó que se hallaba cerca de Saint-Germain.

Su única idea en aquellos momentos era interponer entre ella y Juana de Albret el mayor espacio posible, como si de esta suerte se alejara de la vergüenza que la oprimía y que le parecía intolerable sufrimiento. Al mismo tiempo se sintió quebrantada de fatiga, no del corto camino que acababa de hacer, sino por sentir la necesidad de estar sola en una habitación, de ocultar su cabeza en una almohada, de no ver ni oír nada. Temía a los árboles, que agitados por el aire se balanceaban como fantasmas; sentía miedo de las estrellas, que parecían mirarla curiosamente, y se figuraba que estando a cubierto podría huir de los invisibles testigos de su vergüenza que la imaginación suscitaba a cada uno de sus pasos. A poca distancia le pareció que una de las casas bajas ante las que se había detenido dejaba filtrar un rayo de luz por la puerta. Con la inconsciente resolución que presidía todos sus movimientos, se dirigió a aquella puerta y llamó.

—Una habitación para esta noche —dijo, castañeteándole los dientes.

—Perfectamente —repuso un hombre—. Pero entrad, señora; estáis aterida de frío.

Ella entró. El hombre abrió otra puerta que daba a una habitación mayor, alumbrada por las llamas del hogar, en que ardían varios troncos. Entró, e instintivamente se aproximó al calor y a la luz, y vio a un caballero que le daba la espalda, apoyado de codos en una mesa. A la primera mirada lo reconoció. Una llamarada subió a sus mejillas y profirió un grito.

Al oír aquel grito, el caballero se volvió con viveza. Era Diosdado, quien, divisando a Alicia inmóvil y como petrificada, palideció y, levantándose precipitadamente, corrió hacia ella y le cogió una mano.

—¡Cómo! ¡Alicia! —dijo—. ¿No sueño? ¿Sois vos? ¡Vos en el momento en que mi alma estaba llena de tristeza, ante la idea de una larga separación! ¡Oh, qué feliz soy de veras!

Hablaba febrilmente, influido por una especie de alegría loca, sin atreverse a indagar por qué su amada estaba allí. La llevó cariñosamente cerca de la llama del hogar y la hizo sentar, teniéndole cogidas las manos.

—¡Pero estáis helada! ¡Tembláis, Alicia!… ¡Acercaos más al fuego, más! Pero ¿sois vos?… ¡Oh, decidme! ¿Por qué tembláis de esta manera? ¡Qué pálida estáis! ¡Parecéis fatigada!

«¿Qué voy a decirle?», pensaba ella entre tanto.

—¡Querida mía! Cuando os vi en la casa de Saint-Germain, al entrar vos en ella, pensé: ¡Se acabó! ¡Ya no la veré más! ¡Y ahora hela aquí!

«¡Oh!» —pensó ella—. «¿Qué voy a decirle? ¿Qué inventaré?».

Su silencio empezaba ya a asombrar al joven.

«Ella callaba. ¿Porqué? ¡Pardiez! ¿No era natural que estuviera asustada de su audacia? La joven había dejado a la reina de Navarra para unirse a él, realizando un acto que la comprometía para siempre, que la perdía, y aún era él lo bastante tonto para preguntarse las razones de su palidez, de su angustia y de su silencio».

Es verdad que ellos se habían confesado su amor, que se juraron fidelidad y que se habían prometido uno a otro. Pero, a pesar de todo, una mujer casta y pura como Alicia no va a reunirse a un hombre, aun cuando sea su prometido, sin experimentar emoción profunda. ¡Ah! ¡Cómo sentía entonces no haber confiado este amor a la reina de Navarra! ¡La buena y maternal reina habría consolado a su dulce prometida! ¡Le habría infundido valor durante su ausencia!, y el joven no sabía, a la sazón, cómo probar a la enamorada de su corazón todo el respeto y la gratitud que desbordaban de su alma.

—¡Alicia! —murmuró estrechando sus manos con timidez.

Ella cerró los ojos.

«¡Ha llegado el momento horrible!» —pensó—. «¡Oh, moriré antes de que se abran mis labios para decir la verdad!».

—Alicia —dijo él, con voz que tomaba inflexiones de infinita caricia—, os voy a llevar a Saint-Germain con la reina de Navarra. Tal vez no se habrá marchado todavía.

Ella sintió un temblor que la invadía por entero y miró extraviada a su prometido.

—Alicia, querida Alicia, ángel de mi triste vida, en vano buscaría palabras con que agradeceros lo que acabáis de hacer… Si hubiera sido lo bastante miserable para dudar de vuestro amor, ¡qué prueba más magnífica y adorable hubierais podido ofrecerme que la de la confianza sublime que os ha obligado a partir tras de mí! ¡Oh, Alicia! ¿Cómo podré olvidar esta noche de felicidad inefable?

Los ojos de la joven expresaron profundo asombro, y entonces empezó a entrever una esperanza. Prudente, no obstante, continuó guardando silencio.

—Pero lo que habéis hecho, Alicia —continuó diciendo él con dulzura—, es preciso que nadie lo sepa. Vámonos, es tiempo todavía. Vamos, dulce adorada mía. Dentro de una hora estaremos en Saint-Germain… se lo diremos todo a la reina, y luego yo emprenderé de nuevo mi camino y me esperaréis vos tranquila y confiada.

Alicia habló entonces, pues acababa de hallar un pretexto, y con voz temblorosa dijo:

—La reina se ha marchado.

—¿Se ha marchado? —exclamó el joven.

—¡Y a la sazón ya está lejos!

Hubo un silencio. Marillac, profundamente turbado, contemplaba con inefable ternura a Alicia de Lux, que ya estaba más tranquila. En efecto, el peligro había sido momentáneamente conjurado. Durante algunas horas, o algunos días, la terrible explicación no tendría lugar, pues el conde creía que la presencia de la joven obedecía a una locura que, sin embargo, no podía condenar, pues se debía a la fuerza de su amor. Entonces la joven repuso:

—He aprovechado el momento en que Su Majestad iba a subir a su carroza para alejarme. He oído cómo me llamaban y cómo me buscaban, y luego la carroza se alejó.

—Ésta es una gran desgracia —dijo el conde—. ¡Oh, comprendedme, Alicia! Para mí continuáis siendo la casta y pura Alicia de siempre, la elegida de mi corazón, y os querría más, si tal cosa fuera posible, por vuestra locura generosa. ¿Pero qué van a decir los que lo sepan? ¿Qué diría la reina?

Alicia dirigió al joven la aterciopelada llama de su mirada. Luego sus párpados de largas pestañas se bajaron y murmuró:

—¡Qué me importa lo que puedan decir y pensar, ya que os he visto! No podía soportar la idea de una larga separación, y cuando os vi tomar el camino de París, una fuerza irresistible me obligó a seguiros. ¡Oh, amigo mío! ¡No me echéis! —Y al decir estas palabras, Alicia parecía trastornada. Realmente lo estaba. Solamente que su trastorno no obedecía al amor ni al pudor. Era la mentira lo que la trastornaba y también las consecuencias que pudiera tener aquella mentira. Pero Diosdado no vio más que la explosión de su amor. Su corazón se llenó de apasionada admiración y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se postró de hinojos ante la joven, tomó sus dos manos y las cubrió de besos.

—¡Perdón, Alicia, perdón! —exclamó—. Sois más grande, mejor y más generosa que yo y ciertamente no merezco vuestro amor. ¡Oh, en el momento en que me dais tan sublime prueba de confianza y amor os hablo de puerilidades! Sí, Alicia, sois mía y os pertenezco por entero desde el día en que os vi. Recordad, Alicia. Veníais de París, ibais sola y vuestro coche se rompió en la montaña. Vuestros conductores os abandonaron, pero valientemente proseguisteis vuestro camino a pie. Yo os encontré ante aquel riachuelo que no podíais vadear y entonces me relatasteis vuestra historia. Y mientras vos hablabais yo os admiraba. Permanecimos solos mucho rato, solos bajo aquel gran nogal, y cuando llegó el crepúsculo os tomé en mis brazos, os pasé al otro lado del riachuelo y os conduje a presencia de la reina de Navarra.

Dichas estas palabras se levantó y ella, sentada, con la cabeza alta, lo contemplaba con una especie de admiración sublime. Los dos habían olvidado que se hallaban en una pobre cabaña de campesinos. No se inquietaban de si les podían escuchar y si los miraban. Eran aquellos minutos de los que en la vida son inolvidables, terribles y deliciosos, en que el amor estalla con toda su fuerza en dos almas que, instintivamente, adivinan los abismos que las separan. Entonces parece que el cielo se entreabre para dejar ver el eterno y sublime espectáculo de la felicidad absoluta, y en aquel momento los ojos no se atreven a mirar al cielo, por miedo de hallar en él tempestades y rayos. La espía era bella, bella como uno de los ángeles del mal, pero bella también de amor puro, sincero, que abrasaba su corazón. Para odiarla o para compadecerla, esperemos a conocerla por entero.

El hijo de Catalina de Médicis, en pie ante la espía, como hemos dicho, continuó:

—Desde entonces os amo, Alicia, y aunque viviera cien existencias no podría olvidar el momento en que os llevé entre mis brazos. ¡Ah, es que entrabais en mi vida como un rayo de sol entra en un calabozo! Es que en mí había espantosos pensamientos, negros como las nubes tempestuosas, y entonces aquellos pensamientos tomaron un tinte rosado. Yo era la desgracia viviente y sobre ella echasteis el manto azul de los ensueños de felicidad. Yo era la desesperación, la vergüenza misma, y al veros tan hermosa, dignándoos mostrar vuestra hermosura a mi miseria, triunfé del dolor y de la vergüenza para albergar tan sólo un orgullo inmenso al sentirme amado por vos. ¡Oh, Alicia, Alicia mía! ¡Una vez más venís a alumbrar mis tristes pensamientos! ¡Seamos el uno para el otro un mundo de felicidad y olvidemos el resto del universo! ¡Qué importa lo que digan de nosotros! ¡Mi amor está aquí para ampararos y mi espada para apagar la mirada burlona que se atreviera a fijarse en vos!

Alicia de Lux se levantó entonces. Enlazó el cuello del joven con sus dos brazos delicadamente modelados y no obstante de sorprendente vigor. Apoyó su pálida cabeza sobre el corazón de su amado, y murmuró:

—¡Oh, sí dijeras la verdad! ¡Si pudiéramos olvidar al mundo! ¡Escucha, querido mío! Yo también vivía rodeada de tinieblas y sufría espantosas torturas. Al verte también se iluminó el triste horizonte que contemplaba mi alma y al que me empujaba la fatalidad. ¿Seremos acaso dos malditos que un ángel misericordioso ha llevado uno hacia otro para salvarlos de la desesperación? ¡Sí, debe ser así, sin duda alguna! Pues ya que tú lo eres todo para mí, y que yo soy todo para ti, ¡huyamos, amado mío, huyamos! ¡Salgamos de Francia! ¡Franqueemos los montes y, si es necesario, los mares! ¡Vamos a ocultar a lo lejos las tristezas de nuestro pasado y la felicidad de nuestro amor! Di. ¿quieres? Llévame contigo a donde quieras con tal de que sea lejos de París, lejos de Francia. Te haré llevar una vida de delicias, te serviré, seré tu mujer, tu querida, tu sierva… porque me habrás salvado de mí misma.

Ella temblaba. Sus dientes chocaban unos contra otros. Un terror vertiginoso se apoderaba de ella.

—¡Alicia, Alicia! ¡Vuelve en ti! —exclamó Diosdado espantado.

La joven miró trastornada a su alrededor y balbució:

—Huiremos, ¿verdad? ¡Oh, no esperemos el día! ¡Vámonos!

—¡Alicia, Alicia! —repitió el joven—. ¿Por qué profieres estas extrañas palabras? ¿Por qué quieres que te salve de ti misma?

Alicia, en vista de los requerimientos del joven, trató de dominarse. Se sentía llegada a una de aquellas espantosas situaciones en que una palabra o un gesto condenan a muerte, y tembló de horror al pensar que tal vez una de aquellas palabras se hubiera escapado de sus labios.

—¿Qué he dicho? —murmuró, mientras su seno se agitaba bajo el impulso de las precipitadas palpitaciones de su corazón—. ¿Qué he dicho?

—Nada que deba asustarte, amor mío y trató de reír.

—Compréndeme. Te propongo huir. ¿He dicho huir? No es ésta la expresión justa. ¿De qué deberíamos huir? No es huir, sino marcharme contigo lo que quisiera, poseerte por entero, no separamos jamás y vivir siempre para nuestro amor. ¡Así se evitaría mi tristeza!

—Sí, adorada mía, pero te has exaltado de un modo extraño.

—Pues mira, ¿ves?, ya estoy tranquila y completamente calmada, te digo nuevamente: ¡Marchémonos! Vamos a España, a Italia, más lejos si es necesario. Atrevido y fuerte como eres, en todas partes podrás hallar digna ocupación para tu espada. ¿Y qué príncipe no será feliz de contarte entre sus gentilhombres?

El conde de Marillac movió lentamente la cabeza. Se desprendió de los brazos de su amada que rodeaban su cuello, la hizo sentar junto al hogar, echó un haz de leña al fuego, que se avivó y cuya llama clara y brillante iluminó de nuevo la estancia.

—Escucha, Alicia —dijo a su vez—. Te juro por mi alma que si fuera libre te contestaría: Partamos a donde quieras. Tanto me importa España como Italia.

—¿Y no eres libre? —preguntó amargamente Alicia.

—¿No lo sabes? Un día te comunicaré el secreto de mi nacimiento y el nombre de mi madre.

Alicia se estremeció al recordar que había sorprendido aquel secreto en la casa de Saint-Germain; fue ella la que profirió aquel grito ahogado cuando el conde de Marillac habló de su madre con la reina de Navarra.

—Sí —continuó el joven—. Un día, muy pronto sin duda, te lo diré todo. Pero sabe desde ahora que existe en el mundo una mujer que venero y por la que daría mi vida sin vacilar. Es, como ya sabes, la reina de Navarra, a la que llamamos nuestra buena reina. Ella me ha salvado. Ha sido para mí una madre. Me adoptó cuando estaba desnudo y miserable, para hacer de mí un hombre. Se lo debo todo, la vida, el honor y los honores. Pues bien, la reina Juana me necesita y he jurado cumplir sus mandatos. Si en este momento me marchara no sería solamente una fuga, sería una indignidad, una traición. Sería más vil que los espías de la reina Catalina de Médicis. ¿Comprendes, Alicia?

—Sí —·contestó ésta poniéndose lívida al oír las últimas palabras de su amante y en voz más baja, añadió:

—¿De modo que no nos marchamos?

—Piensa qué grandes calamidades y desgracias caerían sobre nuestra reina si yo no fuera a París —dijo el joven, profundamente asombrado al ver la insistencia de Alicia.

—Sí… es verdad… la reina está amenazada, no puedes marcharte…

—¡Veo que eres la de siempre, generosa criatura! Pero no creas que mi deber hacia la reina me hará olvidar mi amor. Los ángeles se han inclinado hacia mí. Juana de Albret es uno de ellos, tú el otro. Actualmente, ya que la reina de Navarra se ha marchado y no puedes intentar reunirte con ella, irás a París conmigo. Sé de una casa en donde serás recibida como hija querida, porque allí me reciben también a mí como si fuera un hijo. Allí esperarás al abrigo de toda sospecha y de toda desgracia, también, la feliz época en que estemos unidos para siempre.

—¿Cuál es esa casa? —preguntó la joven.

—La de nuestro ilustre jefe el almirante de Coligny.

El mismo temblor profundo que había agitado varias veces a la espía durante aquella peligrosa conversación la sacudió también entonces, y un tinte cadavérico se esparció por su semblante. A su vez movió la cabeza.

—¿No quieres refugiarte en casa del almirante? —preguntó el joven.

Ella cerró los ojos como fatigada. Lo estaba realmente. A la sazón no tenía más que un deseo: estar sola, concentrarse en sí misma, medir su desgracia e inventar una nueva mentira.

—Estoy cansada —murmuró—, me duele la cabeza de un modo horrible.

—Estas emociones te hacen mucho daño… ¡Oh, Alicia, pobre ángel mío! ¡Cuánta felicidad no te debo por estas inquietudes que te agitan!

—No es nada. Si pudiera dormir del lado del fuego, sintiéndome mirada por ti, me parece que desaparecería toda mi fatiga.

Y como si hubiera sucumbido al sueño, echó hacia atrás su cabeza. El conde de Marillac, andando de puntillas, fue a pedir al posadero un par de almohadas y un cobertor. Colocó las almohadas de manera que sostuvieran la cabeza de la joven, echó el cobertor sobre sus rodillas, y comprendiendo, por la regularidad de su respiración, que ya dormía apaciblemente, se sentó y apoyándose de codos en la mesa, con los ojos fijos en la joven, esperó pacientemente que despertara.

El posadero, después de haber preguntado al gentilhombre si necesitaba algo más, cerró la puerta de la salita y se fue a acostar. El silencio era profundo dentro de la casa y también fuera de ella. Solamente el crepitar de los sarmientos que se retorcían entre las llamas alteraba un poco aquel silencio. Diosdado, profundamente enternecido, velaba por su adorada, que, entre tanto, meditaba.

Vamos a tratar ahora de dar cuenta de cuáles eran sus pensamientos, pues si no los explicáramos no nos sería posible comprender luego las razones de su conducta. La situación de aquella mujer era comprometida en extremo. Pocas palabras bastan para explicada. La espía adoraba al conde de Marillac. Antes que presentarse a él en su verdadero carácter hubiera arrostrado mil muertes.

Diosdado, hijo de Catalina de Médicis, pertenecía en cuerpo y alma a Juana de Albret. Alicia de Lux ejercía su espionaje en favor y por cuenta de Catalina de Médicis, a fin de perder a Juana de Albret, en estos terribles hechos se desprendía una implacable conclusión: Alicia y Diosdado eran enemigos como se podía serio en aquellos tiempos, es decir, teniendo cada uno de ellos la precisión ineludible de matar al otro.

Ahora bien, si Diosdado no sabía nada sobre Alicia, la espía sabía perfectamente todo lo que concernía al conde. Esto que hemos expuesto lo pensó la espía claramente, planteándolo con la precisión de un teorema, y habiendo considerado los puntos citados, creyó posibles dos soluciones: Primera: se suicidaría. Segunda: viviría.

Continuemos, pues, en la dramática simplicidad geométrica del razonamiento de aquella mujer y siguiendo las deducciones que representaban a su imaginación.

Primer caso: se suicidaría. La cosa no era difícil. A todo eventualidad, llevaba siempre consigo un veneno fulminante. De modo que nada era más fácil. De esta manera escaparía a su espantosa vergüenza. Sí, pero también renunciaría a una vida de amor. Ella amaba a su modo, es verdad, pero amaba al amor tal vez más de lo que amaba a Diosdado. Morir era abandonar un espectáculo que tenía avidez de contemplar; era renunciar a las felicidades magníficas que su exaltada imaginación había forjado. Joven, bella y vigorosa criatura, no podía morir. Al pensar tan sólo que tuviera necesidad de recurrir a esta solución, se horrorizaba. No era cobardía ni temor a la muerte, sino ansia de amar. Rechazó, pues, aquella solución.

Segundo caso: viviría. Podría, tal vez, conseguir que Diosdado la llevara lejos de París. No era cosa imposible. Lo esencial era que no supiera nada. Podría intentar substraerse al dominio de Catalina. Presentía las dificultades (ya veremos de qué clase) y tal vez la imposibilidad de conseguirlo.

En aquel instante Diosdado observó que la joven se estremecía, y la cubrió más cuidadosamente, e inquieto tomó una de sus manos, que estaba helada. Ella la retiró dulcemente, como se hace durmiendo.

La conclusión fue ésta: Separarse de Diosdado por un tiempo imposible de fijar. Inventar los motivos de una separación. Volver a presentarse a Catalina y esperar. Así que se hubiera desembarazado de la reina, reunirse con el conde, a quien dejaría al partir.

Sí, pero ¿y si durante este tiempo veía de nuevo a la reina de Navarra? ¿Y si ésta hablaba? ¿Porqué Juana de Albret hablaría si Diosdado no le hablaba de ella? Así, pues, era necesario inventar algo para que el conde de Marillac no hablara nunca de Alicia a la reina de Navarra.

Una vez adoptados estos diferentes medios, no faltaba más que hallar el motivo o pretexto de la separación. Pero ¿era necesario que la separación fuera completa? No, no solamente no era conveniente, sino que podía ser hasta peligroso. Era preciso que la joven pudiera ver al conde de vez en cuando. Y si un día, de pronto, él le decía: «Conozco vuestra infamia…», pues bien, entonces sería la ocasión de escapar de la vergüenza, de la desgracia y el desprecio, de todo… ¡por la muerte!

Tal fue la meditación de aquella mujer, realmente valerosa, durante una noche tan agitada. El alba comenzaba a iluminar los vidrios de la sala de la posada cuando la espía fingió despertarse. Sonrió al conde de Marillac. Y aquella sonrisa contenía una expresión de tan sincero amor, que el joven se estremeció de pies a cabeza.

—Ésta es una noche —dijo— de la que me acordaré toda mi vida.

—Yo también —contestó ella con gravedad.

—Es tiempo de tomar una decisión. Querida amiga, os propuse conduciros a casa del almirante de Coligny.

—¿De veras? —preguntó ella con expresión ingenua—. ¿Me lo propusisteis?

Y al mismo tiempo pensaba:

«¡Qué miserable soy! ¡Oh, maldita mentira! ¡Siempre mentir! ¡Y lo amo tanto!».

—Acordaos, Alicia.

—¡Ah, sí! —dijo ella con viveza—. Pero es una cosa imposible. Recordad que vos vais a vivir también en la misma casa.

El joven se turbó. Y no recordó ni por un momento que antes de dormirse ella parecía dispuesta a arrostrar cualquier peligro.

—Es verdad —dijo.

—Escuchad, querido mío. Tengo en París una anciana pariente, una tía, algo venida a menos, pero que me quiere bien. Su casa es muy modesta, pero podré permanecer en ella admirablemente hasta el día en que pueda ser vuestra. Allí es donde vais a conducirme, amigo mío.

—¡Esta sí que es felicísima circunstancia! —exclamó alegremente Diosdado, porque, no sin ciertos temores, había propuesto a su prometida llevarla al hotel de Coligny, pues tal vez aquella mansión pudiera ser centro de acción violenta—. ¿Pero cuándo podré veros? —añadió.

—¡Muy fácilmente! —contestó la joven—. Mi tía es muy buena y le confiaré parte de mi dulce secreto… e iréis dos veces por semana a verme, los lunes y los viernes si os parece bien.

—Perfectamente. ¿A qué hora?

—Hacia las nueve de la noche.

Él se echó a reír. Estaba contentísimo de que todo se arreglara de aquel modo.

—A propósito —dijo—. ¿Dónde vive vuestra tía?

—Calle de la Hache —contestó ella sin vacilar.

—¿Cerca del hotel de la reina Catalina? —dijo el conde.

—Precisamente. No lejos de la torre del nuevo hotel. En la esquina de la calle de la Hache y de la calle Traversine veréis una casita cuya puerta está pintada de color verde. Es allí.

«¡Tan cerca del Louvre! ¡Tan cerca de la reina!» —murmuró sordamente el conde—. «¿Pero qué me importa? ¿Por qué debo inquietarme por ello?», —y como apareciera entonces el posadero, el conde le ordenó que sirviera el desayuno a la joven.

Los dos se sentaron ante la mesa y ella comió con verdadero apetito, fue aquélla una hora encantadora. Luego Diosdado montó a caballo y tomó a la joven a la grupa, cosa que entonces era muy corriente. La joven, por otra parte, estaba ya acostumbrada a ello. El conde hizo tomar a su cabalgadura un trote bastante rápido y hacia las ocho de la mañana entró a París. Pronto llegó a la calle de la Hache y dejó a su compañera ante la casa de su tía.

Algunas cabezas curiosas aparecieron por la vecindad. El joven saludó gravemente a Alicia, mientras la miraba apasionadamente. Luego se alejó sin volver la cabeza. Alicia lo siguió con la mirada hasta que hubo dado la vuelta a la esquina y entonces dio un profundo suspiro, y toda la energía espiritual que hasta aquel momento la sostuviera desapareció de pronto.

Desfallecida, alzó el picaporte murmurando:

—Adiós, tal vez para siempre, ensueño de amor y felicidad…