XXII - Pipeau
ESTE CAPÍTULO SERÁ CORTO, pero aunque por título lleve solamente el nombre de un animal, no es por esto menos importante en nuestro relato. ¿Acaso un perro no tiene derecho a un capítulo como otro personaje cualquiera? Sea lo que fuere, lo cierto es que en los actos del perro de que se trata hubo uno que debía influir notablemente sobre el destino de su amo, y de rechazo sobre muchos de los personajes que figuran en este drama. Es, pues, el acto de Pipeau lo que vamos a relatar a nuestros lectores.
En la mañana del día en que Pardaillán fue detenido, Pipeau, por un sentimiento de amistad fraternal, hizo cuanto pudo para defender a su amo y amigo. Si en aquella lucha memorable hubo pantorrillas destrozadas y pantalones puestos en lamentable estado y hasta un soldado estrangulado, además de los que cayeron a los golpes del amo, fue porque Pipeau empleó sus mandíbulas de hierro en tan diversos quehaceres, y la verdad es que trabajó bien y a conciencia, no sin muchos gruñidos y ladridos.
Pardaillán fue vencido y Pipeau también. Sorprendidos y aplastados por el número, Pardaillán y su perro sufrieron la derrota que hemos relatado. Pipeau bajó, pues, la escalera siguiendo a los soldados que se llevaban a su amo, cosa que no dejó de costarle algunos puntapiés y hasta una estocada que la partió una oreja. Una vez en la calle, el perro se puso a seguir la carroza en que metieron al caballero. Con la cabeza y la cola bajas, nuestro héroe —hablamos del perro— llegó a la Bastilla y con toda naturalidad quiso entrar, sin ocurrírsele, naturalmente, que fueran a impedírselo.
Pipeau ignoraba la consigna, lo que es un defecto hasta para un perro. Pero, en cambio, los centinelas de la prisión la seguían al pie de la letra. Resultó de esta ignorancia de uno y de la ciencia de los otros que el pobre animal dio con el hocico contra la punta de una alabarda y que habiendo emprendido la retirada fue acompañado en ella por una lluvia de, Piedras y proyectiles diversos. Y cuando quiso volver a la carga se halló ante la puerta cerrada.
Ante ella Pipeau soltó un aullido lúgubre y prolongado y luego empezó a ladrar furiosamente. El aullido era una lamentación dirigida a su amo y los ladridos una amenaza a los centinelas. Viendo que ni el primero ni los segundos contestaban a su queja ni a sus provocaciones, Pipeau empezó a dar la vuelta en torno de la fortaleza con aquella velocidad desordenada que en él era habitual. Pero volvió a su punto de partida sin haber hallado lo que en su imaginación confusa y primitiva esperara hallar, es decir, la salida por la que su amo se hubiera marchado.
En efecto, ¿cómo ha de entrar en el entendimiento de un perro que un hombre es llevado al interior de espesas murallas para no salir más? Ésta es una idea humana. Transcurrieron algunas horas de sombría inquietud para el pobre animal, el que acabó por instalarse a una veintena de pasos de la puerta y del puente levadizo, y con el hocico al aire inspeccionó aquella cosa negra y enorme que se había tragado a su amo. Algunos pilluelos le arrojaron piedras, diversión que probó inmediatamente a Pipeau que aquellos desconocidos pertenecían a una raza superior. Pero se contentó con instalarse un poco más lejos.
Entre tanto el día tocaba a su fin. Llegó el apetito. Pipeau resistió heroicamente los gritos de su estómago y permaneció firme en su sitio. Solamente, de vez en cuando, bostezaba para engañar el hambre. Llegó la noche. No queremos insinuar que el perro razonara. Si se le concediera el razonamiento al perro, ¿qué sería del respeto humano? Somos demasiado respetuosos con la humanidad para dar por sentado que el animal tenía corazón e inteligencia. La teoría de la superioridad e inferioridad de razas es una buena teoría, pero si se la combatiera ordenada y lógicamente se llegaría a monstruosidades. Sería necesario admitir que un negro vale tanto como un blanco y que un judío es tanto como un cristiano, cosas abominables. Mantengamos, pues, la buena teoría.
Pipeau, ser de raza inferior, no razonaba. Entre tanto algunas personas que se interesaron por él se aproximaron. Uno quiso llevárselo y él le enseñó los clientes. Se le vio inspeccionar con sostenida atención los diferentes pisos del sombrío edificio. A veces levantaba su nariz y el extremo de sus orejas. Luego daba un sonoro ladrido. Y como nadie ni nada le contestaba, soltaba entonces un gemido.
Pipeau no razonaba. Pero cuando hubo llegado la noche, si no fue en virtud de un claro silogismo, se debió por lo menos a alguna asociación de ideas y se decidió a marcharse. Quién sabe si no pensó en aquel momento:
«Tal vez ha regresado a la posada. Ésta es la hora en que se sienta ante una mesa y caen los huesos que yo pesco al vuelo».
Sea lo que fuere, Pipeau se marchó directamente a «La Adivinadora», siguiendo en sentido inverso el mismo camino que recorriera por la mañana. Entró decididamente, franqueó la sala, que inspeccionó de una mirada, y subió a la habitación de Pardaillán. Allí su desolación no tuvo límites. La habitación estaba cerrada y su amo no se hallaba en el interior. De esto último se aseguró olfateando por la rendija. Triste a más no poder, bajó la escalera, sintiendo, no obstante, que su apetito aumentaba en razón directa de su dolor.
Por lo menos suponemos que debió de pensarlo, porque sin vacilar y con la cínica resolución de un ser que no teme a maese Landry, penetró en la cocina y se detuvo allí husmeando los aromas que se escapaban de los hornillos y vigilando al mismo tiempo los movimientos de los criados. Es necesario decir que todos los encuentros anteriores de Landry con Pipeau habían acabado con un puntapié dado por el primero al segundo. Júzguese, pues, por ello, cuál debió ser el asombro de maese Landry al ver al perro plantado en la cocina, como si tuviera el derecho de permanecer en ella. Precisamente en aquel instante maese Landry estaba ocupado en la tarea de trinchar un ave. Se detuvo, y temblándole las mejillas de indignación exclamó:
—¡Largo de ahí, perro de borracho!
Pipeau se quedó impasible al oír tal injuria. Se limitó a sentarse sobre sus patas traseras y a mirar atentamente a maese Landry.
—SÍ —continuó éste—, no me comprendes. Eres demasiado bestia para ello. No eres uno de esos perros honrados que guardan la casa y respetan la cocina, y que a una seña de su amo protegen lo que es bueno para comer y para lomar. Tú no tienes estas delicadezas. Además, tal amo tal perro. ¿Quién es tu amo? Un ladrón, un truhan, un Don Nadie salido de no se sabe dónde y que ha estado a punto de perderme. Eres ladrón como él, pues le he sorprendido muchas veces en el acto de robarme algo.
De majestuosa que era, la voz de maese Landry se tornó furiosa. Pipeau permanecía impasible. Pero las comisuras de sus labios se contrajeron ligeramente, dejando al descubierto unos colmillos muy blancos muy delgados, mientras su bigote temblaba. Evitaba mirar a maese Landry. Evidentemente estaba atento a su discurso, pero otros pensamientos solicitaban su atención.
—Así, pues —acabó diciendo el posadero—, mientras tu amo, que el diablo se lleve, estuvo aquí, me vi obligado a fingir por ti una amistad que no sentía. ¡Pipeau por aquí! ¡Pipeau por allá! ¡Qué hermoso e inteligente perro! Catalina, dale estos huesos de pichón. ¡Pero en mi interior te maldecía! Pero al fin estoy libre, pues tu amo se halla en la Bastilla. Y ahora me aprovecho para echarte. ¡Fuera de aquí! ¡Lubin, dame un asador!… O si no…, ¡espera!, mejor será un puntapié en el vientre.
Y diciendo estas palabras maese Landry tomó impulso. Con la gracia especial que pueden tener los hipopótamos, balanceó un instante su pierna y por fin dirigió un puntapié al perro. Se oyó un aullido sonoro, seguido inmediatamente de un gemido. En el mismo instante se pudo ver a Pipeau huir a toda prisa hacia la calle, mientras el posadero, tendido en el suelo de la cocina tan largo como era, hacía vanos esfuerzos para levantarse.
Maese Landry había equivocado el golpe. El perro dio un salto de lado y el hombre perdió el equilibrio y cayó arrastrado por su masa. Cuando los criados lo hubieron levantado, no sin esfuerzo y no sin gemidos del posadero, éste dijo:
—El enemigo ha huido. Será necesario que demos una buena comida para celebrar la desaparición del amo y del perro.
Pero en el mismo instante dio un grito de desesperación y con temblorosa mano señaló el plato sobre el cual había estado el ave a medio trinchar cuando llegó Pipeau.
¡El ave había desaparecido!
¡Pipeau se la había llevado! Éste era el acto de bandolerismo que el perro meditaba durante el discurso de maese Landry. El perro huyó, pues, llevándose un hermoso pollo, destinado sin duda a un rico cliente, y aquella noche pudo cenar como un rey. Pasó la noche como pudo, y como cayó durante la misma una lluvia fría, maese Landry estuvo vengado, sin duda alguna, por las amargas reflexiones que debió hacer el pobre animal.
Durante algunos días Pipeau no se dejó ver en «La Adivinadora». ¿Qué fue de él? Se le vio dos o tres veces a veinte pasos de la posada mirándola como a un paraíso perdido. ¿Qué comió entre tanto? Tuvo, como es natural, sus altos y sus bajos: Probablemente algún carnicero fue puesto a contribución. Porque Pipeau, perro ladrón y embustero, como ya hemos dicho, conocía admirablemente la maniobra, que consiste en acercarse despacio a un aparador, fingiendo no verlo tan siquiera, y atrapar, cuando el amo está distraído, algún hermoso bocado.
Sea lo que fuere, en la Bastilla estableció su cuartel general. Pasaba ante la prisión días enteros, sentado ante la puerta por la que desapareciera su amo, con la nariz al aire y con la vista atenta fija en la prisión. Al décimo día de la desaparición de su amo lo hallamos en aquel mismo sitio. El pobre Pipeau había enflaquecido. Pero queremos creer que tal vez en ello tuvo más influencia su disgusto que el hambre. Ya no era el mismo perro a quien su amo se complacía en peinar cuidadosamente. A la sazón era tan sólo un perro vagabundo, con el pelaje sucio, y erizado.
Pipeau; con el rabillo del ojo, miraba melancólicamente la gran torre que se elevaba en un ángulo de la Bastilla. Sin duda se decía entre tanto:
«¿Por qué diablos no saldrá? ¿Qué hará tanto tiempo allí dentro?».
De pronto se irguió sobre sus cuatro patas y empezó a mover suavemente la cola. Acababa de divisar alguna cosa. Allí, en lo alto, en una de las estrechas ventanas de la Bastilla, apareció una cara a través de los barrotes. Pero Pipeau no tenía la seguridad completa de que fuera su amo. Miraba atentamente aquel semblante sin atreverse a dar un paso. Solamente el movimiento de su cola demostraba la esperanza que nacía en él. Pero, de pronto, la cara del hombre se acercó hasta casi pegarse a los barrotes de la reja.
Pipeau dio cuatro pasos, husmeó el aire, abrió los ojos y quedó, por fin, convencido.
—¡Es él! —exclamó.
Nuestros lectores nos perdonarán que empleemos para un perro las mismas expresiones que para un hombre pero realmente el ladrido, sonoro, delirante de alegría, tenía significación humana.
—¡Es él! ¡Es él!
Pipeau demostró su alegría corriendo de aquí para allá, como un insensato, dando vueltas sobre sí mismo para cogerse la cola con los dientes, revolcándose en el barro, saltando y haciendo, en fin, todas las extravagancias de los perros cuando quieren demostrar su alegría. Por fin, se acercó al foso tanto como le fue posible, levantó la cabeza hacia su amo y dio tres ladridos vibrantes y claros.
—¡Yo soy! ¡Mírame!
—¡Pipeau! —gritó una voz tras la ventana.
El perro respondió con un ladrido breve.
—¡Atención! —dijo la voz que parecía no preocuparse de ser oída por los centinelas. Se oyó otro ladrido que parecía significar:
—¡Estoy pronto! ¿Qué quieres?
Entonces los centinelas que hacían guardia ante la puerta se acercaron al perro. Aquella extraña conversación de un preso con un perro les pareció cosa grave, o, por lo menos, prohibida por la consigna. En aquel mismo instante salió de la ventana un objeto blanco que, vigorosamente lanzado, fue a caer a veinte pasos del perro.
Aquel objeto blanco era un papel en forma de bola que envolvía un guijarro. Los guardias se lanzaron a cogerlo. Pero más rápido que el rayo, Pipeau lo cogió con la boca. Muchas veces su amo le hacía practicar este juego y cuando se disponía a acercarse al foso para llevarlo de nuevo a su amo, lo acometieron los guardias y el perro dio media vuelta. Entonces, con toda la velocidad de que fue capaz, emprendió la fuga.
—¡A él! ¡A él! —gritaban los soldados corriendo en su persecución.
Pipeau corría como el viento. Las gentes formaban grupos preguntándose cuál era el hugonote así perseguido. Entre tanto el perro desapareció en breve. Entonces los guardias, sin aliento, volvieron a la Bastilla para dar cuenta al gobernador de este hecho inaudito. El prisionero mantenía correspondencia con el exterior y mandaba cartas por medio de un perro.
Aquel prisionero era Pardaillán. En cuanto a Pipeau, así que ya no se vio perseguido, se detuvo jadeante y soltó la bola de papel que hasta allí llevara en la boca, sin dar importancia ninguna a aquella cosa blanca que no era buena para comer, y se marchó tranquilamente. Luego, dando algún rodeo, volvió a la Bastilla. Un transeúnte que vio al perro soltar el papel lo desplegó cuidadosamente y lo examinó por los dos lados. El papel no estaba escrito por ninguna de sus caras. El transeúnte lo tiró al suelo y el papel cayó en un arroyo. El agua se llevó el papel, que pronto se confundió con otras basuras…