XVI - Catalina de Médicis
ERAN LAS NUEVE DE LA NOCHE. En la casa del Puente de Madera, en la que ya hemos introducido a nuestros lectores, Catalina de Médicis y Ruggieri esperaban al caballero de Pardaillán, al cual, según recordarán los lectores, el florentino había dado cita.
La reina escribía sentada ante una mesa, mientras el astrólogo se paseaba lentamente, yendo de vez en cuando a echar una mirada a lo que escribía Catalina, sin tratar de disimular esta indiscreción, sino obrando como hombre que tiene el derecho de ser indiscreto o que, por lo menos, se lo toma.
Un montón de cartas ya selladas estaban en un cestito. Y Catalina continuaba escribiendo. Apenas había terminado una carta, empezaba otra. Era prodigiosa la actividad de la reina. Su espíritu no tenía un momento de tranquilidad.
Con una facilidad realmente asombrosa, pasaba de un asunto a otro, casi sin reflexión preliminar. Así, después de haber escrito una carta de ocho páginas de menuda letra, en que exponía a su hija, la reina de España, la situación de los partidos religiosos en Francia, y le pedía la ayuda de su augusto esposo, escribía luego a su arquitecto, Filiberto Delorme, para darle indicaciones, de una lucidez y precisión extraordinarias, sobre el palacio de las Tullerías, Luego escribió a Coligny en cariñosos términos, asegurándole que la paz de Saint-Germain sería duradera; luego mandaba un billete a micer Juan Dorat, Escribió también al Papa, y al maestro de ceremonias, para que organizara una fiesta. De vez en cuando, sin interrumpir su trabajo, preguntaba:
—¿Crees que vendrá ese joven?
—Con seguridad. Es pobre, está sin apoyo y no perderá la ocasión de hacer fortuna.
—Es una buena espada, Renato.
—Sí. ¿Y qué queréis hacer de ese espadachín?
Catalina de Médicis dejó la pluma, miró atentamente al astrólogo y dijo:
—Tengo necesidad de hombres valientes. Se preparan grandes acontecimientos. Necesito hombres: pero sobre todo un buen espadachín, como dices.
—Ya tenemos a Maurevert.
—Es verdad. Pero Maurevert me preocupa. Sabe ya demasiadas cosas. Y luego, Maurevert ha sido herido en su último duelo.
Su brazo tembló. Imagínate que llega una circunstancia trágica, uno de aquellos segundos terribles, en que la suerte de un imperio depende de una espada… y que esta espada tiembla una milésima de segundo… el golpe se da en falso y tal vez ello sea causa de que el imperio se derrumbe. Renato, ¡el brazo de este hombre no tiembla!
—Será nuestro. Tranquilizaos, Catalina.
La reina selló las últimas cartas que acababa de escribir, y dijo:
—A propósito, Renato, ya está terminada la casa que he hecho construir para ti. Esta mañana me han entregado las llaves.
—Ya la he visto, reina mía, ya la he visto. Hacéis magníficamente las cosas.
—¿Qué me dices de la torre que he mandado hacer? —dijo Catalina sonriendo.
—Digo que París no vio nunca semejante maravilla de elegante atrevimiento. Es un sueño para un hombre como yo, poder acercarme a las estrellas y dominar los tejados y las brumas para leer más cerca el gran libro que el Destino ha escrito sobre nuestras cabezas y entrar de este modo a pie llano, por decirlo así, en las Doce Casas celestes, y poder casi tocar el Zodiaco solamente extendiendo la mano.
Pero la imaginación de Catalina iba ya por otro camino.
—Sí —dijo lentamente—, este joven me será útil. ¿Has tratado, Renato, de leer su destino por medio del sublime conocimiento que tienes de los astros?
—Me faltan aún algunos elementos, pero ya lo conseguiré. Por lo demás, reina mía; no veo la necesidad de que os ocupéis de este pobre paria. ¿No tenéis vuestros gentilhombres, vuestras damas…?
—Sí, Renato, tengo mis ciento cincuenta damas, y por ellas, sé lo que ciento cincuenta enemigos pueden confiar al oído de una querida. Sí, tengo mis espías en casa de Guisa, hasta en casa del Bearnés, y por ellas conozco los planes de los que quieren mi muerte, y, en vez de ser yo la muerta, soy la que mato. Tengo, además, mis gentilhombres y por ellos soy la dueña de París y de Francia. Pero desconfío, Renato.
Apoyó entonces su cabeza pálida en la mano, una cabeza tan pálida y exangüe, que se hubiera creído la de un vampiro, y fijó vagamente la mirada en el techo. Pareció evocar cosas pasadas, como espectro que evoca cosas muertas.
—Renato —dijo fríamente—, yo tenía catorce años cuando llegué a Francia. Tengo ahora cincuenta. ¿Cuántos años hace?
—Treinta y seis, Majestad —dijo Ruggieri asombrado.
—Son, pues, treinta y seis años de sufrimientos y torturas; treinta y seis años de humillaciones, de rabia tanto más terrible cuanto que me era preciso disimularla con sonrisas; treinta y seis años en los que he sido sucesivamente despreciada, reducida al estado de criada, y, por fin, odiada… ¡pero ser odiada no es nada! ¡Esto empezó el día de mi boda, Renato!
—¡Catalina! ¡Catalina! ¿Para qué recordar? —dijo Ruggieri, frunciendo las cejas.
—Es que los recuerdos avivan el odio —dijo sordamente Catalina de Médicis—. Sí, la larga humillación empezó el mismo día de mi casamiento, y aun cuando debiera vivir cien años, no olvidaría nunca el momento en que el hijo de Francisco I, después de haberme conducido a nuestra alcoba, se inclinó ante mí y salió sin decirme una palabra… y la noche siguiente y las demás sucedió lo mismo… Cuando mi esposo fue rey de Francia, la reina, la reina verdadera no fui yo, fue Diana de Poitiers. Los años transcurrieron para mí en la soledad. Un día supe que Enrique de Francia quería repudiarme. Temblorosa, con la rabia en el corazón, interrogué a un confesor sobre los motivos que podía aducir mi real esposo… ¿Sabes lo que me contestó?
Ruggieri movió negativamente la cabeza. Catalina de Médicis, lívida como un cadáver, continuó:
—Señora —dijo el confesor—, el rey dice que lleváis con vos la muerte.
Ruggieri se estremeció, palideciendo.
—¡Qué llevaba conmigo la muerte! —prosiguió Catalina de Médicis—. ¿Comprendes? ¡Yo mataba cuanto tocaba! ¡Y cosa espantosa, Renato! Parecía que Enrique tuviera razón al decirlo. Cuando, instado por sus consejeros y por la misma Diana de Poitiers, cuya generosidad fue para mí las heces de la hiel que me veía obligada a beber, el rey se resolvió a conservarme a su lado; cuando por instancias de los sacerdotes se resolvió a hacer de mí su verdadera esposa; entonces tuve hijos. ¿Qué ha sido de ellos, Renato?… Francisco murió a la edad de veinte años, después de un año de reinado de una espantosa enfermedad en los oídos cuyo origen ha quedado ignorado, solamente Ambrosio Paré me dijo que murió de podredumbre.
Catalina se detuvo un instante, con los labios apretados y la frente surcada por una arruga.
—¡Observad a Carlos! —añadió con voz más sorda—. Lo abaten crisis terribles, y a veces me pregunto si no va a morir de la podredumbre de la inteligencia como Francisco murió de la del cuerpo… Mira al duque de Alenzon, mi hijo menor; al ver su semblante, ¿no parece también amenazado de un mal fatal? (Aquí la voz de la reina tomó sorprendente expresión de ternura). Pues yo que lo conozco bien, que lo cuido, soy la única que he observado en él las debilidades de este muchacho, incapaz de coordinar dos ideas.
Y, con rabia contenida, añadió:
—Francisco murió. Carlos está condenado y Enrique, antes de poco tiempo, subirá al trono para ceñir su débil cabeza con una corona cuyo peso lo aplastará… ¡Ya ves, pues, que es necesario que yo sea fuerte para soportar el peso de esta corona y reinar sobre Francia mientras Enrique se divierte!
Se levantó entonces y, dando algunos pasos por la estancia, dijo, volviéndose a Ruggieri:
—¡Reinar! ¡Reinar! ¡Esto es lo que deseo, sea como sea! ¡No estar a la merced de los Coligny, Montmorency y Guisa, que se disputan el poder! ¡Piensa, Renato, que un día Guisa tuvo la audacia de llevarse a su casa las llaves del palacio del rey! ¡Piensa en que estuve casi prisionera en la corte! ¡Piensa que el maldito Coligny trabaja para sentar a los Borbones en el trono de los Valois! ¡Piensa en todos los enemigos que me llenaron de ultrajes cuando era débil y sola, y ten la certeza de que defenderé los bienes de mi hijo con los dientes y las uñas!
—¿Qué hijo? —preguntó fríamente Renato.
—¡Enrique, futuro rey de Francia! ¡Enrique, el único que me ama y compadece! ¡Enrique de Anjou, de quien Carlos tiene celos, pobre hijo mío! Enrique, al que se acaba de rehusar la espada de Condestable. ¡Enrique, mi hijo! ¡Oh, ya comprendo lo que me quieres decir! Carlos también es mi hijo, ¿verdad? Francisco también, ¿no es eso? ¿Qué quieres que te diga? Una madre es siempre más madre para aquél de sus hijos que tiene su corazón y su espíritu, es decir, ¡qué es más hijo suyo!
Ruggieri movió la cabeza, y a media voz, como si temiera ser oído, aun cuando no había nadie en la casa dijo:
—Y del otro, señora, no habláis nunca…
Catalina se estremeció. Sus ojos se dilataron y dirigieron una aguda mirada a los ojos del astrólogo.
—¿Cuál? —preguntó con glacial frialdad—. ¿Qué quieres decir?
Bajo aquella mirada, y al oír aquella palabra, que parecían la palabra y la mirada de un espectro. Ruggieri inclinó la cabeza. Verdaderamente, en aquel instante Catalina estaba terrible.
—Creo —añadió— que no estás en tu sano juicio. Ten cuidado de que en lo venidero no se te escape más esta pregunta.
—¡No obstante, es necesario que hable!
Ruggieri, al decir estas palabras continuaba con la cabeza inclinada, y en la misma actitud continuó:
—¡Oh, no tengáis miedo, señora! Nadie va a oímos. He tomado mis precauciones. Estamos solos, y si me decido deciros cosas que en mis noches de insomnio me asustaba decirme a mí mismo, es porque van a sonar tal vez las horas graves y solemnes en el reloj de la justicia eterna… ¡Si me atrevo a hablar, reina mía, es porque los astros me han contestado!
Catalina se estremeció. El espanto heló un corazón como el suyo que tanta firmeza tenía.
Catalina de Médicis, que no temblaba ante un crimen, tembló ante la amenaza de los astros.
Seguro de ser escuchado en adelante, Ruggieri continuó, levantando ya la cabeza:
—¿Así, señora, vos podéis dormir tranquila? ¿No pensáis nunca en el otro? Yo sí, Hace mucho tiempo que no duermo más que con sueño febril. Y cada vez que me adormezco, Catalina, se levanta en mi conciencia el mismo sueño siniestro, los mismos fantasmas van a sentarse a la cabecera de mi cama. Veo a un hombre que sale de un palacio, durante una noche oscura, mientras una mujer, la amante, la puérpera, le da una orden implacable… aquel hombre ha llorado y suplicado en vano… la mujer ha pronunciado una condena inapelable. El hombre sale, pues, del palacio, y bajo la capa lleva algo, algo que vive, pues se oye un vagido que parece pedir gracia… y el hombre es inexorable, cobarde una vez en su vida, ¡porque tiene miedo de la mujer! Sigue andando, pone al recién nacido sobre los escalones de una iglesia… ¡Y luego huye!
—¡Olvidas una cosa, Renato! ¡Olvidas lo mejor! ¡Ya que estamos evocando el pasado, evoquémoslo completamente!
—¡No!, ¡no lo olvido! ¡No, Catalina! ¡Sería feliz si lo hubiera podido olvidar! ¡Antes de llevarme al recién nacido para abandonarlo, dejé caer en sus labios una gota…!, ¡una sola!, ¡de un licor blanquecino! Es esto lo que queréis decir, ¿verdad?
—¡Sin duda! Ya que, gracias a este veneno, el niño no podía vivir dos meses. Fuiste valiente, Renato, fuiste estoico, y no puedo arrepentirme de haberte amado, ya que anonadabas la prueba del adulterio de la reina. Pero ¿para qué recordar estos dolorosos acontecimientos? ¡Es cierto, te he amado! Viniste cuando el rey, mi esposo, me obligaba a saludar a su manceba, en una época en que los nobles de la corte me volvían la espalda o se encogían de hombros cuando hablaba; en que los lacayos esperaban para cumplir mis órdenes a que Diana de Poitiers las hubiera confirmado.
»Sola, despreciada, humillada, devorada por la rabia y la desesperación, vi un día un resplandor de piedad en tus ojos, Fuimos el uno del otro. Pasábamos los días hablando de Florencia y las noches hablando de los astros.
»Me enseñaste tu arte sublime. Hiciste más, me revelaste los secretos de Borgia, y, gracias a ti, conocí el acqua toffana. Gracias a ti, aprendí la ciencia que iguala al hombre a Dios, que le da el derecho de vida o la muerte. Aprendí a encerrar la muerte en el engarce de una sortija, en el perfume de una flor, en las hojas de un libro, en el beso de una querida.
»Y desde entonces soy más temible que los Borgia, porque al poder de un César añadí la fuerza de alma de Alejandro y la mortal sonrisa de Lucrecia. Desde entonces data mi buena fortuna, Renato, y a ti la debo. ¡Recibiste la recompensa que te convenía, pues compartiste el lecho de una reina!
Ésta confesión espantosa, que tenía algo de ensueño en alta voz, la hizo Catalina como si se hablara a sí misma.
—Y ahora —añadió— que soy en realidad la reina, ahora que he herido, uno después de otro, a mis enemigos, ahora que sobre el montón de ruinas de lo que he destruido, voy a fundar un poderío soberano que asombrará al mundo, tú me hablas del pasado. Renato, el día de ayer ha muerto, Mañana es lo que me interesa. ¿El niño? ¿Por qué he de fijar mi pensamiento en él? El niño, sin duda alguna, fue recogido por una mujer que se lo llevó. Y, además, como habías vertido en sus labios el germen de la muerte, a los dos meses entró nuevamente en la nada, de donde no debió salir.
Ruggieri tornó la mano de Catalina y la estrechó con fuerza.
—¿Y si me hubiera engañado? —dijo sordamente.
Catalina, al oír estas palabras, se quedó estupefacta, pronta a dar un grito que se ahogó en su garganta.
—¿Y si la dosis hubiera sido insuficiente?, o, mejor, ¿si se hubiera cumplido un milagro? ¿Y si el niño viviera aún?
—¡Maldición! —exclamó la reina.
—Oíd, Catalina, oíd. ¡Cuántas veces, desde aquella noche terrible, he interrogado a los astros! ¡Y los astros me han contestado siempre que vivía!
En vano esperaba engañarme. ¡En vano recomenzaba mis cálculos de declinación y de conjunción! ¡Siempre me daban la misma respuesta implacable! ¡Vive!
—¡Maldición! —repitió la reina con un tono de voz que heló la sangre en las venas de Ruggieri.
—No os había hablado nunca de ello —prosiguió el astrólogo—. Guardaba para mí el terror, el remordimiento y el dolor. ¡Pero ahora, reina mía, el silencio sería un crimen… un crimen hacia vos, que sois aún el ídolo de mi vida!
Entretanto, Catalina de Médicis, con aquella fuerza de carácter que la hacía más temible que sus mismos venenos, impuso calma a su espíritu. Colocada de pronto ante una realidad que podía convertirse en temible amenaza, resolvió afrontarla audazmente. Contuvo los sobresaltos, no de su corazón, que estaba petrificado, sino de su imaginación.
—Sea —dijo—, admitamos que el hijo vive aún. ¿Qué puede importarme? ¡Si vive no sabrá jamás quién es! Vivirá en algún barrio ignorado, hijo sin nombre, y pobre según toda lógica. Vive, pero ignoraremos siempre dónde está, como él ignorará siempre el nombre de su madre.
—Catalina —dijo Ruggieri—, preparaos a saber una noticia fatal. Nuestro hijo está en París y lo he visto.
—¿Lo has visto? —rugió la reina—. ¿Dónde? ¿Cuándo?
—En París os digo.
—¿Cuándo? ¡Habla!
—¡Ayer! Y antes que nada, sabed el nombre de la mujer que lo ha recogido, salvado y educado.
—¿Y es?
—¡Juana de Albret!
—¡Fatalidad!
Catalina de Médicis, después de haberse levantado de su sillón, retrocedió como si de pronto se hubiera abierto un abismo u sus pies. Si le hubiera caído un rayo a un paso de distancia, no hubiera sentido mayor sobresalto.
—¡Fatalidad! —repitió sacudida por un temblor convulsivo—. ¡Mi hijo, vivo! ¡La prueba de mi adulterio en manos de mi enemiga implacable!
—Sin duda alguna ella lo ignora —balbuceó Ruggieri.
—¡Cállate! ¡Cállate! —exclamó ella—. Ya que es Juana de Albret la que ha criado al muchacho es prueba de que lo sabe. ¿De qué manera? ¡Lo ignoro! ¡Pero te repito que lo sabe! ¡Ya lo ves, es necesario que esa mujer muera! ¡Ya ves que mi doble vista no me engañaba mostrándome en ella el obstáculo contra el cual he de chocar! ¡Ah, Juana de Albret! ¡Ya no se trata de una lucha ambiciosa entre las dos! Ya no se trata de saber si será tu linaje o el mío el que reinará. ¡Entre tú y yo hay un asunto de muerte! ¡Y tú eres la que morirás!
Después de estas palabras que salieron de sus labios, roncas y silbantes, Catalina de Médicis se apaciguó por grados. Su palpitante seno adquirió de nuevo la inmovilidad del mármol. Sus ojos fulgurantes se apagaron. Volvió a ser una fría estatua, un cadáver cuya apariencia tenía cuando estaba tranquila o se esforzaba por aparecerlo.
—¡Habla! —dijo entonces—. ¿Cómo lo has sabido?
Ruggieri, humildemente, asustado por el furor que había visto desencadenarse, repuso:
—Ayer, señora, al salir de casa de aquel joven.
—¿El que la salvó?
—SÍ, este Pardaillán. En el momento en que salía de la posada, quedé petrificado por una visión. Un hombre venía hacia mí, y —cosa espantosa que erizó mis cabellos— aquel hombre me pareció que era yo mismo. ¡Yo mismo! ¡Yo que iba al encuentro de mí mismo! ¡Yo, tal como era hace veinticuatro años! ¡Yo, joven, como si mi espejo hubiera, de pronto, reflejado mi imagen rejuveneciéndome en un cuarto de siglo!
Ruggieri se pasó la mano por los ojos como para ahuyentar una penosa visión.
—¡Continúa! —dijo fríamente la reina.
—Mi primer pensamiento fue el de que me volvía loco. El segundo fue de ocultar mi cara, porque si aquel hombre me hubiera visto, sin duda alguna habría experimentado la misma impresión que yo. Cuando me recobré de mi estupor, vi que entraba en la posada de que yo acababa de salir. ¡Me turbé tanto, Catalina! ¡Si hubierais visto qué semblante tan triste era el suyo!
Ruggieri calló un instante, esperando tal vez descubrir una huella de emoción en el rostro de la reina, por débil que fuera. Pero Catalina permaneció impasible de fisonomía y de actitud.
—Entonces —continuó el astrólogo, dando un suspiro un pensamiento espantoso atravesó mi espíritu. Recordé que los astros habían afirmado su existencia y mi corazón me gritó: «¡Es él, es tu hijo!». ¡Ah, Catalina, no quiero deciros cuáles fueron los pensamientos que en aquellos instantes cruzaron por mi cerebro! ¡Luego pensé en vos! ¡Pensé en el peligro que podía amenazaros Y todo desapareció, todo! Tan sólo quedó en mí el ardiente deseo de salvaros.
Catalina hizo un gesto semejante a los que se emplean para acariciar a los dogos fieles.
—Tembloroso entré en la posada, subí de nuevo la escalera a paso de lobo, y alcancé al joven… lo vi entrar en la habitación de Pardaillán, de donde yo acababa de salir. Apliqué mi oído a la puerta y pude escuchar toda la conversación, y de ella he sacado la convicción, mejor dicho, la seguridad, la prueba indiscutible e implacable, de que es él, ¡nuestro hijo!, recogido, salvado y educado por Juana de Albret.
Hubo algunos momentos de absoluto silencio. Catalina de Médicis reflexionaba. Después de alguna vacilación, preguntó:
—Y él, ¿sospecha acaso?…
—¡No, no! —exclamó Ruggieri con viveza—. Respondo de ello.
—¿Y qué viene a hacer en París?
—Está al servicio de la reina de Navarra y sin duda va a reunirse con ella.
Catalina volvió a sumirse en su meditación. ¿Qué combinaciones formaba en el momento en que se enteraba de la existencia de aquel hijo? ¿Qué pensamientos agitaban a aquella madre? Nadie hubiera podido adivinarlo. Y si un ángel o un demonio hubieran penetrado en aquella conciencia, tal vez hubieran retrocedido asustados. De pronto Catalina de Médicis se estremeció.
—¡Llaman! —dijo con el acento de terror que deben tener los criminales cuando se ven sorprendidos en su siniestra tarea.
—Es el caballero de Pardaillán. Lo he citado para las diez y ahora están dando en la torre del palacio.
—¡El caballero de Pardaillán! —dijo Catalina de Médicis, pasándose una mano por su frente amarilla, como si fuera de viejo marfil—. ¡Ah, sí! Escucha, Renato. ¿Por qué iba él a casa de Pardaillán? ¿Son amigos?
—No, señora. Iba simplemente a dar las gracias al caballero de parte de la reina de Navarra.
—¿De manera que no son amigos? —insistió Catalina.
—Por lo menos se vieron ayer por primera vez.
Una sonrisa lívida se deslizó por los delgados labios de la reina. Ruggieri al verla se estremeció.
—Ve a abrir, Renato, amigo mío. He encontrado ya ocupación para este joven. Dices que es pobre, ¿no es verdad? ¿Orgulloso? ¿Así me has descrito a Pardaillán?
—Sí, señora. Pobre hasta llegar a la miseria. Orgulloso hasta la demencia.
—Es decir, capaz de comprenderlo y de emprenderlo todo. Ve a abrir.
—¡Señora! ¡Señora! ¿Qué pensamientos atraviesan vuestro espíritu?
—¿Estás loco? ¡He aquí la tercera vez que nuestra visita llama a la puerta!
—¡Catalina! —exclamó Ruggieri casi sin voz—. ¡Perdón para mi hijo!
La reina tendió el brazo y repitió:
—¡Ve a abrir!
Ruggieri, obediente al gesto imperioso, se inclinó y vacilante, fue a abrir la puerta.