XXVI - Un encuentro

COMO YA HEMOS EXPLICADO al empezar uno de los capítulos precedentes, las escenas que acabamos de relatar tuvieron lugar al día siguiente del en que el caballero de Pardaillán salió de la Bastilla, con la complicidad involuntaria del gobernador señor de Guitalens. Hemos visto a consecuencia de qué razonamientos el joven tomó la resolución de no ocuparse en adelante más que de sí mismo y cómo, teniendo en su poder la carta de Juana de Piennes a Francisco de Montmorency, decidió no hacerla llegar a su destino. Seguro, no solamente de no ser amado de Luisa, sino también de que la joven lo detestaba, y convencido, por otra parte, de que aun sin el odio de Luisa era imposible casarse con ella, pues su hermosa y joven vecina era la hija de un alto y poderoso señor.

«Tonto sería ocupándome en asuntos que no me conciernen. ¿Por qué voy a llevar esta carta? ¿Qué me importan a mí los Montmorency?» —se dijo Pardaillán:

A pesar de esta resolución, el caballero guardóse la carta en el jubón y salió de «La Adivinadora» para tomar el aire. En realidad, tras muchas vueltas y revueltas, y también alguna que otra parada en ciertas tabernas en que era conocido, se dirigió hacia el hotel de Montmorency, y cuando se decía a sí mismo que no entraría allí, dio con el aldabón un golpe en la puerta. El pobre caballero de Pardaillán parecía obligado por algún genio maléfico, a hacer siempre lo contrario de lo que se proponía. Habiendo llamado, con cierta cólera contra sí mismo, el caballero esperó algunos instantes, y como no abrían con toda la celeridad que él hubiera deseado, se puso a golpear la puerta de tal modo, que el vecindario se alarmó y alguna que otra cabeza asomose a las ventanas para observar la causa de aquel estrépito. Por fin se abrió, no la puerta principal, sino la de servicio, y de ella salió un gigantesco portero armado de un garrote.

—¿Qué queréis? —dijo el coloso agitando su bastón con aire nada pacífico.

Tal acogida era realmente inoportuna, porque el caballero de Pardaillán, furioso contra los Montmorency y contra sí mismo, estaba en excelentes disposiciones para armar camorra. El tono rudo, el traje lujoso, y sobre todo el garrote del portero, cambiaron en desesperación su mal humor. Inmediatamente su fisonomía tomó aquel aspecto de impasibilidad que le era peculiar. Tan sólo la sonrisa sardónica que se dibujaba en sus labios hubiera indicado, a quien le conociera, aquel estado especial del hombre que experimenta la necesidad de romper algo y que halla de pronto a su alcance unas espaldas en que satisfacer su deseo.

—¿Qué queréis? —repitió el gigante con rudeza.

El caballero examinó al suizo desde sus grandes pies al birrete guarnecido de plumas que llevaba, más para examinar este último fue preciso levantar la cabeza. Y en aquella posición de pigmeo contemplando a un coloso, contestó con su voz más dulce y más irónica, más fría y más cortés:

—Quisiera hablar con tu amo, «pequeño».

Es imposible describir el estupor y el aire de majestad ofendida del suizo al oírse llamar pequeño por aquel jovenzuelo de fría mirada y provocativa espada, que tomaba aire de valentón.

—¿Cómo? —preguntó.

—He dicho, «pequeño», que quisiera hablar con tu amo, el mariscal.

El portero miró a su alrededor como para asegurarse de que, en efecto, a él le dirigían aquellas palabras.

—¿Habláis conmigo? —preguntó.

—Sí, «pequeño», contigo.

Entonces el portero soltó una carcajada tan sonora, que las vidrieras del hotel empezaron a retemblar en sus marcos de plomo dorado. Pero apenas hubo empezado aquella sonora sinfonía, le pareció que un eco contestaba a su risa con otra carcajada estridente, capaz de romper los oídos más fuertes. Se detuvo de pronto, e inclinando la cabeza hacia el jovenzuelo, vio que era éste el que reía, aun cuando sus ojos no participaban de la hilaridad de su boca. El suizo se puso entonces a reflexionar, y de pronto, tras de haberse rascado la cabeza, tuvo una inspiración. Se puso rojo de ira y doblando sus rodillas hasta poner su cara al nivel de la de Pardaillán y le dijo:

—¿Os burláis de mí, acaso?

Pardaillán, que se había empinado sobre sus pies, contestó sencillamente:

—Sí, «pequeño».

El portero se quedó atónito al oír tal respuesta y no sabía si reír o enfadarse. Como con la risa no había alcanzado ninguna ventaja, trató de enfadarse e irguiéndose cruzó sus brazos sobre el amplio pecho y vociferó:

—¿Y os atrevéis a decírmelo en la cara?

—Claro —contestó Pardaillán.

—¿Y para esto habéis tratado de derribar la puerta a fuerza de llamar?

—No para esto, sino para ver a tu amo, «pequeño».

—¡Pequeño, pequeño! —rugió el coloso exasperado por aquel tratamiento obstinado—. ¡Largo de aquí o de lo contrario mi garrote os dará un disgusto!

—Ten cuidado, «pequeño» —dijo el caballero con gran cortesía—, porque te harás daño con este juguete. Créeme, guárdalo para tu mujer cuando estés en edad de contraer matrimonio, pues gracias a este bastón tendrás paz en tu casa. No conseguirás evitar los cuernos que tanto adornarían tu frente, pero por lo menos tendrás la sopa caliente y el vino fresco. Así, pues, «pequeño», conserva preciosamente tu garrote para tu cara mitad cuando suene para ti la hora de unirte a la inmensa cantidad de cornudos que existen.

Durante este discurso, metódicamente pronunciado, el portero daba grandes gritos de furor.

—¡Insulta a mi mujer! —aullaba—. ¡Maldito seas! Vas a probar…

—… ¿A tu mujer? —preguntó el caballero con feroz ingenuidad.

—… ¡Mi tranca! —rugió el gigante y levantándola, la dejó caer con furia sobre Pardaillán.

Más éste, ágil como un resorte de acero, dio un salto de costado y el portero administró al aire un formidable garrotazo. Apenas había ejecutado este movimiento cuando sintió que la arrancaban la tranca de las manos con irresistible vigor; al mismo tiempo Pardaillán se la echó entre las piernas; el gigante tropezó y finalmente cayó tan largo como era sobre el santo suelo.

—¡Me sale sangre de la nariz! —vociferó.

En el mismo instante oyó un sonoro gruñido y dos sólidas quijadas mordieron un poco más abajo de su espalda.

—¿Estás seguro de que te sale sangre de la nariz? —preguntó Pardaillán irónicamente.

—¡Socorro! —exclamó el portero, sobre el cual acababa de lanzarse Pipeau.

—¡Aquí, Pipeau! —mandó severamente el caballero—. Suéltalo, es un bocado indigno de ti.

El perro obedeció. Y Pardaillán, sosteniendo el garrote con la mano izquierda, ofreció la derecha al gigante para ayudarlo a levantarse. El suizo vaciló un segundo y reflexionó sin duda que no tenía fuerza bastante para luchar con tal adversario. Gimiendo aceptó la ayuda de Pardaillán, y perdiendo sangre por la nariz y por el extremo inferior de la espalda, se levantó.

—En seguida comprendí que este asunto terminaría mal para los dos —dijo Pardaillán.

El gigante, entre tanto, andaba apoyándose en el hombro de Pardaillán y no sin asombro se dio cuenta de que éste resistía admirablemente su enorme peso. Una vez en la portería, exclamó gimiendo:

—Heme aquí condenado a no sentarme en ocho días.

—Esto no es nada —le contestó Pardaillán.

—Yo quisiera veros en mi lugar. ¡Pardiez!

—Quiero decir que os curaréis muy pronto si seguís mis consejos.

—¿Acaso un remedio?

—Es muy justo que os lo dé, después de haberos causado el mal.

—No habéis sido vos, sino vuestro perro —dijo el portero.

—Es lo mismo. He aquí el remedio: haced hervir vino, aceite y miel y luego echáis un poquito de jengibre. Frotaos dos veces por día con este bálsamo y ya veréis. Y ahora que estoy aquí, decidme, amigo: ¿Queréis tener la amabilidad de avisar al señor mariscal de que el caballero de Pardaillán desea hablar con él para un asunto grave?

—El señor mariscal no está en el hotel —dijo el portero.

—¡Diablo! ¿Y cuándo estará?

—No lo sé. Tal vez mañana o quizá dentro de ocho días.

—¿No está, pues, en París?

—No, señor. ¡Ay!

—¡Diablo! ¡Diablo! —dijo Pardaillán, que aun cuando parecía contrariado, experimentaba en realidad gran alegría en su interior—. Ya volveré y espero que vuestra próxima entrevista será más cordial.

—Sin duda alguna, señor. Dijisteis vino…

—… Aceite, miel y jengibre. Hacedlo hervir durante dos horas. Adiós, amigo. Decid al mariscal en cuanto llegue que volveré y que se trata de un asunto de la mayor importancia… para él, no para mí.

Y dichas estas palabras, Pardaillán llamó a Pipeau y después de saludar al portero con amabilidad se retiró.

—¡Por Barrabás! —se decía remontando a grandes pasos la orilla del Sena—. ¿En dónde diablos estarán estas pobres mujeres? El mariscal no está en París… Bueno, en cuanto llegue le entregaré la carta, no me cuesta nada hacerlo, pero en cuanto a lo demás me lavo las manos. Que las salve el mariscal ya que son de su familia, pues yo no la tengo.

Llegaba la noche. Enfrente de Pardaillán y al otro lado del río se elevaban en la bruma las construcciones no terminadas del palacio que maese Delorme edificaba para Catalina de Médicis; más lejos se alzaban las amenazadoras torrecillas del antiguo Louvre, y a cierta distancia se destacaba el campanario de Saint-Germain-L’Auxerrois, y una confusión de techos agudos de las casas de la ciudad.

El caballero se detuvo bajo un grupo de altos chopos, que el mes de abril cubría ya de tenues hojas de delicado color verde. Allí se sentó sobre una piedra, y apoyando la cabeza entre sus manos miró deslizarse las aguas del río, ocupación grata a los que no saben qué hacer de la hora que transcurre, y entre la multitud de gente que tal hace se halla siempre la tribu de los enamorados. Un enamorado se siente siempre inclinado a filosofar. Para los felices es la filosofía risueña y les muestra el mundo pintado con los colores más brillantes del prisma, y para los otros, los desgraciados, su filosofía es amarga y no les deja ver más que tristezas y negruras sobre este pobre planeta. De modo que a cada segundo que transcurre, el mundo es bendecido y maldecido por dos categorías de seres, que de la misma fuente sacan sus maldiciones y bendiciones.

Pardaillán se puso, pues, a filosofar mirando al Sena y, como era natural, su filosofía era la más amarga del mundo. Acusó al cielo y a la tierra de conspirar para su desgracia. El caballero, a pesar de haber jurado no pensar más en Luisa, era desgraciado, y sentado sobre la piedra que lo sustentaba, se hacía así mismo una declaración muy grave:

«¡Cuánto acabo de decir no es más que una hipocresía y una mentira! No puedo ocultarme que amo a Luisa más que a mi propia vida y que mi amor es sin esperanza».

En aquel momento, Pipeau, que se había echado sobre la tibia arena, dio un largo bostezo, lo que significaba, no que le fastidiara la filosofía de su amo, sino que tenía hambre. Pardaillán le echó una mirada de soslayo, y Pipeau, comprendiendo que acababa de cometer una inconveniencia, cruzó sus patas delanteras, como para expresar que estaba resignado a tener paciencia.

«La amo sin esperanza» —continuó el caballero—, «y me hace desgraciado la situación en que se halla. Sé perfectamente que si consigo libertarla, otro será recompensado con su amor, porque una Montmorency no puede amar a un pobre paria como yo. No obstante, la idea de no socorrerla me es insoportable. Es, por consiguiente, preciso que me ponga en su busca, hasta hallarla y libertarla, aunque tal cosa deba costarme la vida. Y entonces le diré…, o mejor, no le diré nada. Hallémosla primero y luego veremos».

Por este soliloquio ya se verá que el caballero estaba muy indeciso, y a su pesar tropezaba con este dilema que no era muy halagüeño: O libertaría a Luisa y entonces la perdía para siempre, pues no concebía la posibilidad de una unión con la heredera de una familia poderosa y rica, o, por el contrario, no la libertaría, y en tal caso la perdía con mayor motivo.

El resultado de aquella meditación a la orilla del Sena, bajo los grandes chopos que agitaba la brisa de la tarde, fue que el caballero apartó de su espíritu toda esperanza de recompensa amorosa, y resolvió sacrificarse por Luisa, cualquiera que fuese el resultado. Pardaillán, entonces, se sintió aliviado de un gran peso, y anunció a su perro que era llegada la hora de la cena. En seguida se levantó y tomó el camino de «La Adivinadora».

Andaba con tranquilo y ligero paso, que es indicio de robustez, y cuando entraba en la calle de San Dionisio, oyó que alguien corría tras él. Aun cuando la noche era oscura, Pardaillán no se dignó volverse para ver quién era. Al cabo de pocos instantes el desconocido se echó sobre él y los dos chocaron violentamente. El caballero, que no lo esperaba, vaciló, pero reponiéndose enseguida, sacó furiosamente la espada y se disponía a provocar al aturdido que lo había empujado, cuando se sintió clavado en el suelo por estas palabras que pronunció el desconocido:

—¡Por Barrabás! Valía la pena que os echarais a un lado.

Cuando el caballero se repuso de la sorpresa, el desconocido, que no cesó de correr, había desaparecido ya.

«Yo conozco esta voz y este juramento, estoy seguro de que era mi padre».

Y a su vez echó a correr, pero ya era demasiado tarde y no vio a nadie en la calle de San Dionisio. En cuanto entró en «La Adivinadora», la primer pregunta que hizo a la señora Landry sirvió para informarse de si, por azar, habían ido a preguntar por él diez minutos antes. Pero ante la respuesta negativa de la hostelera, se convenció de que se había equivocado y entonces lamentó haber dejado huir al hombre que con él tropezara.

Después de haber comido abundantemente, particularidad que lo coloca en una categoría especial en la tribu de los enamorados, que son gente de poco apetito, el caballero se ciñó el cinturón, completó su armamento con un puñalito de sólida hoja, y por las calles silenciosas, negras y desiertas, se dirigió al hotel del almirante Coligny. Como se lo recomendara Diosdado, dio tres ligeros golpes en la puertecilla de servicio y enseguida se abrió el ventanillo, lo que probaba que alguien estaba de guardia permanente tras de aquella puerta. Pardaillán acercó su rostro y pronunció en voz baja las palabras convenidas.

—«Jamac y Moncontour».

En seguida se abrió la puerta, y apareció un hombre cubierto con coraza de cuero y armado de una pistola.

—¿Qué queréis? —dijo con voz bastante ruda.

—Quisiera ver a mi amigo Diosdado —dijo Pardaillán, pensando que no iba a tener más éxito en su visita al hotel del almirante Coligny del que tuviera en la que quiso hacer al mariscal Montmorency.

—Perdonadme, caballero —dijo el hombre volviendo la pistola al cinto—. ¿Queréis decirme vuestro nombre?

—Soy el caballero de Pardaillán.

El hombre contuvo un grito de alegría y abrió la puerta de par en par, haciendo entrar al joven a un patio.

—Señor de Pardaillán —exclamó entonces—. Sed bienvenido. ¡Cuánto deseaba conoceros!

—Perdonad —dijo el caballero—. ¿A quién tengo el honor…?

—No me conocéis, ¿verdad? Pues bien, pronto seremos amigos. Soy el señor de Teligny.