XXXI - La casa de la calle de la Hache
DOS ACONTECIMIENTOS IMPREVISTOS impidieron al mariscal de Damville ejecutar aquella noche su proyecto. Al dejar a Juana de Piennes, observó con extrañeza que se sentía casi feliz y además, su invención al decir que las había substraído a un gran peligro, le parecía magnífica.
—Ha empezado por maldecirme, pero otra vez me escuchará sin cólera.
Y con esta idea se dispuso a guardar a sus prisioneras en sitio seguro. Separarse de ellas le era, muy penoso, pero la seguridad de que Francisco estaba en París y sus presentimientos vagos de que pudiera ir al palacio de Mesmes, lo decidieron a aquella separación, que, por otra parte, según creía, no iba a ser muy larga.
Enrique esperó que la noche empezara a caer, y hacia las siete y media, en pleno crepúsculo, se envolvió en una amplia capa, cubrióse la cabeza con un birrete sin pluma y se armó con un sólido puñal.
Salió del hotel y media hora más tarde estaba en la calle de la Hache y se detenía en la esquina de la Traversine, ante la casita de la puerta verde que habitaba Alicia de Lux.
Echó el mariscal una rápida mirada a su alrededor para convencerse de que nadie le espiaba y luego introdujo una llave en la cerradura, pero la puerta no se abrió.
—¡Ah! —exclamó—, ha hecho cambiar la cerradura. Es una mujer muy inteligente.
Entonces se decidió a llamar. Pero en el interior de la casa reinaba el mayor silencio. No obstante, el mariscal observó que se apagaba instantáneamente la débil luz que salía por la rendija.
—Desconfia —dijo el mariscal—. Pero, esto me prueba que está aquí. Y, por el diablo, que no tendrán más remedio que abrirme.
Y llamó con más fuerza. Sin duda desde el interior temieron que el ruido atrajera la curiosidad de las gentes sobre aquella casa, que tenía absoluta necesidad de que nadie se fijara en ella.
Enrique oyó pasos por la arena del jardincillo y muy pronto se oyó una voz agria, diciendo:
—Continuad vuestro camino, si no queréis que llame a la ronda.
—Laura —exclamó Enrique.
Le contestó una exclamación ahogada.
—Abre, Laura —continuó el mariscal— por todos los diablos, o entraré saltando la pared.
La puerta se abrió enseguida.
—¿Vos, monseñor? —dijo la vieja Laura.
—SI, yo, ¿te extraña mi visita?
—¡Oh! Como hace casi un año…
—Razón de más para acogerme con alegría cuando vuelvo, quiero hablar con Alicia.
—No está en París, monseñor.
—Vamos —continuó Enrique—. Hace pocos días en el Louvre no se hablaba más que de su regreso.
—Se ha marchado otra vez —dijo Laura con energía.
—Bueno, me instalaré aquí aun cuando deba esperarla un mes.
—Entrad, señor —dijo una voz al mismo tiempo que una figura blanca se dibujaba en el umbral de la casa.
Era Alicia. El mariscal la reconoció enseguida y la saludo con una gracia no exenta de la insolencia que aquel caballero de alta cuna se creía con derecho a dejar traslucir.
Alicia volvió a entrar en la casa y Laura encendió las luces. El mariscal se volvió hacia la joven, mientras que ésta, en pie, un poco pálida y con los ojos bajos, esperó que Laura hubiera salido.
—Os escucho… señor —dijo entonces—. Forzáis mi puerta; habláis a gritos y me saludáis con toda la ironía de que sois capaz; todo porque he sido vuestra querida. Veamos qué tenéis que decirme.
El mariscal se quedó asombrado, al oír aquellas palabras, pues en la actitud y la ironía de Alicia habla una especie de dignidad dolorosa. Entonces se descubrió y se inclinó ceremoniosamente.
—¡Lo que tengo que deciros! —exclamó—. Por lo pronto os pido perdón de haberme presentado así y temo haberme atraído vuestra cólera en el momento en que quiero pediros un favor.
—Nunca me encolerizo, señor.
Efectivamente, en cuanto hubo comprendido que el mariscal de Damville no iba a su casa como amante que tiene derechos adquiridos, sino a pedirle un favor que ella podría hacerle, su presencia le era indiferente. Entre tanto éste había recorrido con la mirada aquella habitación que conocía tan bien.
—Nada ha cambiado —dijo—, exceptuando dos cosas.
—¿Cuáles, señor?
—Ante todo vos, que estáis más hermosa que nunca… ¡Oh, tranquilizaos! Esto no es más que una sencilla observación.
—¿Y además? —dijo Alicia.
—Además —contestó el mariscal sonriendo—, observo que ha desaparecido mi retrato.
—En dos palabras os voy a explicar, monseñor, por qué no está aquí vuestro retrato, porque han tardado en abriros y por qué, en fin, os ruego que olvidéis que yo existo… Tengo un amante…
Esto fue dicho con una franqueza Que habría parecido muy dolorosa o muy sublime a Enrique si éste hubiera podido leer en el corazón de su antigua amante. Alicia de Lux hizo esta confesión no como un desafío sino como una advertencia que honraba al mariscal, pues se le suponía capaz de guardar discreción absoluta.
—He sido reemplazado —dijo Enrique sin sospechar que decía una grosería—. Ello me satisface. No por vos, señora, aun cuando os deseo toda clase de felicidades, sino por mí mismo.
Alicia dirigió al mariscal una mirada llena de asombro.
—Sí —continuó éste— el favor que vengo a pediros exige que me hayáis olvidado lo bastante para comprender lo que voy a deciros y no totalmente pues entonces no contaría con vuestra buena voluntad.
—Contad con ella.
—Voy a explicarme con claridad —dijo Enrique sentándose en un sillón a instancias de Alicia.
En aquel momento la joven palideció intensamente y ahogó un grito. Cogió al mariscal por un brazo, y con fuerza centuplicada por el peligro, lo arrastró hacia un gabinetito, cuya puerta cerró. Casi inmediatamente apareció la vieja Laura muy asustada.
—Silencio —dijo Alicia con ronca voz—. Ya lo sé; lo he oído.
Lo que sabía y lo que había oído era que alguien acababa de abrir la puerta exterior de la casa y la única persona que podía hacerlo era el conde de Marillac.
El conde franqueó el jardín en dos saltos y se presentó a Alicia, la cual, lívida y trastornada estaba en el centro de la estancia, apoyada en un sillón.
—¿Vos, amado mío? —dijo.
El conde avanzaba sonriendo con las dos manos tendidas hacia ella, y al ver su turbación y palidez le preguntó:
—¿Estáis enferma, Alicia?
—No —contestó la joven—, tan sólo la emoción de veros. Y haciendo un gran esfuerzo consiguió dar tranquilo aspecto a su semblante.
El conde de Marillac estaba asombrado Hasta entonces había observado escrupulosamente los días y horas señalados para sus visitas y no comprendía porqué el hecho de haberse adelantado un día podía turbar de tal modo a su joven amiga. Ésta, comprendiendo lo que pasaba en el ánimo del joven, dijo risueña:
—Soy una niña; he estado a punto de ponerme mala, porque os veo el jueves en vez del viernes, pero esto es la dulce sorpresa, amigo mío, pues no tengo a nadie más que a vos y no pienso en otro que en vos y siempre que os veo late apresuradamente mi corazón.
—¡Querida Alicia! —exclamó el joven cogiéndola entre sus brazos y besando los perfumados cabellos de la joven—. Yo tampoco tengo en el mundo a nadie más que a vos y también, cuando me acerco a esta bendita casa, siento que mi corazón se dilata de alegría. Alicia íbase tranquilizando y pensaba:
«El mariscal va a oírlo todo. Pero ¿qué me importa? No verá a Diosdado ni lo reconocerá».
—Perdonadme por haber venido sin avisaros —dijo el conde.
—¿Perdonaros, cuando me hacéis tan feliz?
—He venido a advertiros que mañana no podré ser dichoso a vuestro lado.
—¿No vendréis? —preguntó Alicia con voz en que se traslucía el pesar.
—No. Escuchad, amiga mía. Asisto esta noche, dentro de una hora, a una reunión de grandes personajes, pero como no quiero tener nada oculto para vos…
Alicia, al oír estas palabras, sintió gran terror, pues comprendió claramente que el conde iba a revelarle secretos políticos.
«¿Cómo impedir que hable? ¿Cómo lo haré para que Damville no oiga nada?».
—¿No sois mi bien amada? —continuó el conde.
—¿Para qué queréis explicarme nada de todo esto? —dijo Alicia—. De vos sólo quiero oír palabras amorosas.
—Alicia —continuó el conde sonriendo— sois la compañera de mi vida y por lo tanto no debo tener secretos para vos.
—Hablad más bajo, os lo suplico —balbució Alicia llena de temor.
—¿Por qué? ¿Quién podría oírnos? —dijo el conde mirando a su alrededor.
—Mi tía Laura; recordad que es muy curiosa y habladora como todas las viejas.
—¡Ah, caramba! Tenéis razón, no pensaba en ella —dijo el conde riéndose. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Laura.
—Alicia —dijo— he de salir un momento y aprovechare la presencia del conde de Marillac para no dejarte sola.
Alicia estuvo a punto de dar un grito de desesperación. Ella había procurado no pronunciar una sola vez el nombre del conde y Laura lo profirió a voz en grito.
—Podéis marcharos tranquila —dijo el conde.
—No, no, no salgáis, no os mováis de aquí —gritó Alicia fuera de sí.
—¡Oh, Alicia! —exclamó el joven—. ¿Desconfiáis de mí?
—¿Yo? —dijo ella—. De ningún modo —y esforzándose por parecer tranquila, exclamó—: Id, id, tía, pero volved pronto.
—¡Oh! —dijo la vieja Laura—. Estando aquí el señor conde, no he de llevar prisa. Un instante después el conde de Marillac oyó cómo se cerraba la puerta de la calle.
—Ya estamos solos —dijo sonriendo—. Ahora voy a claros pruebas de mi confianza. Ella, para evitar que hablara, hizo una tentativa desesperada y cogiendo a Marillac por la mano lo arrastró diciendo:
—Venid, os voy a enseñar mi habitación pues nunca la habéis visto.
El joven se estremeció y una oleada de sangre subió a su cabeza, pero enseguida se impuso a sí mismo el respeto que debía guardar a su prometida. Se reprochó el pensamiento que había atravesado su espíritu y para escapar a la tentación, empezó apresuradamente su relato:
—Quedémonos aquí. Por otra parte, sólo me quedan unos minutos. ¿Sabéis quién me espera, Alicia? El rey de Navarra. Sí, el rey en persona. Además forman parte de la reunión el almirante Coligny y el príncipe de Condé. Se han reunido en la calle de Bethisy.
«¡Desgraciados de nosotros!» —se dijo la pobre mujer.
—Sin contar con que esperan al mariscal de Montmorency.
Alicia se echó a temblar, y si el conde, al verlo, no se hubiera asustado, sin duda alguna habría podido percibir un ruido semejante a una exclamación ahogada, muy cerca de él, detrás de una puerta.
—¿Qué tenéis, Alicia? —exclamó el joven—. ¿Por qué os ponéis tan pálida? ¿Os sentís mal?
—Yo, no, no… O más bien… sí, realmente… no estoy muy bien.
Por un momento Alicia se preguntó si un desmayo no sería la mejor solución; pero con la rapidez del cálculo que poseía, pensó enseguida que si lo hacía, Diosdado buscaría agua por toda la casa y abriría la primera puerta que encontrara, en cuyo caso no dejaría de descubrir a Enrique de Montmorency.
—¡Ya pasó! ¡A menudo tengo vahídos!
—¡Pobre ángel mío! ¡No temáis, que os haré la vida tan hermosa y tan dulce que todas estas molestias desaparecerán!
—Sí, hablemos del porvenir, amado mío.
—Es necesario que me marche, Alicia. Ya sabéis que me esperan. Hoy se tomarán grandes resoluciones, y si nuestro plan tiene éxito ya no habrá más guerras y entonces, Alicia, no nos separaremos más; seréis mi mujer y nuestra felicidad será eterna. Alicia, fijaos bien, se trata nada menos que de secuestrar a Carlos IX y de imponer nuestras condiciones.
Esta vez, Alicia dio un grito y, para que el conde no continuara, exclamó:
—¡Silencio! He aquí a mi tía.
Y dio la casualidad de que al abrir la puerta, Laura apareció, efectivamente. Alicia había pronunciado estas palabras únicamente con el intento de hacer callar al conde, y si hubiera estado menos trastornada, sin duda se habría preguntado por qué no habría oído abrir la puerta de la calle y la casualidad de que la aparición de Laura coincidiera con sus palabras. En cuanto al conde, estuvo persuadido de que la vieja acababa de entrar.
—Así, pues —añadió como si continuara una conversación empezada—, mañana no nos veremos. Ya sabéis, querida amiga, el viaje que debo hacer.
—Idos, señor conde —balbució Alicia—, y que el Cielo os guíe.
Como de costumbre, Marillac, cuando se hallaba en presencia de Laura, estrechó las manos de su prometida. Y ésta, también como solía, lo acompañó hasta la puerta de la calle, mientras la tía se quedaba en casa. Allí se despidieron dándose un apasionado beso.
—Amigo mío —murmuró Alicia entonces—, estos vahídos que me dan a veces no son sin motivo. Hace algunos días que estoy muy inquieta, sueño cosas terribles y me asaltan siniestros presentimientos.
—¡Niña! —exclamó Marillac.
—¿Me amáis? —preguntó ella poniendo toda su alma en esta pregunta.
—¿Cómo puedes dudarlo?
—Pues bien —dijo Alicia con una vehemencia que alarmó al joven—. Si realmente tu corazón y tu vida son míos, te ruego encarecidamente que veles por ti mismo sin distraerte un momento. Desconfía de todo el mundo. Si tu padre estuviera aquí te diría que desconfiaras de él, y aun te digo más: desconfía de mí misma. —Y como él tratara de cerrarle la boca con un beso, añadió—: ¿Quién sabe? Tal vez entre sueños se me habrá escapado una palabra Imprudente. ¡Oh, Diosdado! Júrame que antes de aventurarte por una calle, examinarás el pavimento. Júrame que te alejarás de los inofensivos transeúntes y que mirarás detrás de las paredes antes de hablar, así como que te asegurarás no están envenenadas ni el agua que bebas ni las frutas que comas. ¡Júralo!
—Bueno, te lo juro —dijo él casi asustado—. Acabarás por darme miedo. ¿Has oído algo alarmante?
—No, nada, te lo juro. Son únicamente presentimientos, pero no me engañan nunca, pues siempre se han convertido en realidades. Diosdado, tengo tu promesa y juramento de que desconfiarás constantemente y velarás sobre ti mismo como si estuvieras rodeado de enemigos.
—Sí, querida mía, te lo vuelvo a jurar. Vamos, tranquilízate y muy pronto cesarán tus lágrimas.
Ella lo estrechó convulsivamente entre sus brazos, se dieron otro abrazo y el conde de Marillac se alejó rápidamente. Alicia se quedó un momento en el jardín para poner en orden sus ideas y afrontar el peligro con aquella fría intrepidez de que tantas pruebas había dado.
La situación era espantosa en las visiones que atravesaron su cerebro con la rapidez incalculable de los sueños, vio claramente a Diosdado reducido a prisión, torturado y decapitado.
Montmorency lo había oído todo. De esto estaba segura. Tal vez trataría de negarlo, pero ella sabía perfectamente que al hacerlo mentiría, porque el mariscal no había podido por menos que enterarse de todo. Primero del nombre del conde, pronunciado por Laura, y luego de las confidencias del joven. A la sazón, Enrique de Montmorency sabía que el conde de Marillac conspiraba contra el rey de Francia en unión del príncipe de Condé, el rey de Navarra Colígny y Francisco de Montmorency.
Por una parte, el mariscal de Damville, adicto a los Guisas, tendría interés en denunciar a los hugonotes y, además, su odio contra Francisco lo decidiría a llevar a cabo la delación, aun cuando no hubiera tenido deseo de perjudicar a sus enemigos de religión. Alicia conocía muy bien estas circunstancias y, por lo tanto, no dudó un momento de que al salir de su casa, el mariscal se marcharía al Louvre para denunciar a su hermano, a Coligny, a Condé y a Enrique de Bearn. Igualmente estaba segura de que en la declaración iría comprendido el conde de Marillac y esto representaba la muerte.
¿Permanecería Alicia impasible ante la pérdida de su prometido? De ningún modo. Tal situación no tenía más que una salida, y era suprimir la posibilidad de la denuncia, suprimiendo al posible denunciador.
Muy pronto estuvo decidida y el asesinato fue aceptado y resuelto. Entonces recobró enteramente la calma después de haber luchado contra la necesidad de derramar sangre. Volvió a la casa después de haber permanecido indecisa solamente durante un minuto. Entró en el edificio, y de la pieza de que había salido Diosdado, tomó un puñal corto y muy acerado; un arma mortal con la punta casi triangular, la hoja sólida y el mango robusto. Ocultó el arma en su mano con la punta en alto, de modo que levantando el brazo, quedaba instantáneamente armada y preparada para herir. Entonces, sin vacilar ni palidecer, fue al gabinete en que estaba oculto Enrique y abrió la puerta con la mano izquierda. El mariscal era de alta estatura y por esta razón la joven había resuelto herirlo cuando los dos estuvieran sentados uno frente a otro. Entonces, levantándose repentinamente, lo heriría con mayor facilidad.
«Ahora va a negar y sostener que nada ha oído» —dijo Alicia—, «pero en cuanto trate de probármelo, le clavaré mi puñal».
Pero, la primera palabra del mariscal al salir fue:
—Debo preveniros, Alicia, de que lo he oído todo. —La joven se quedó estupefacta. Todo lo había previsto menos esto.
Se le escapó un gesto de sorpresa, Y moviendo involuntariamente la mano derecha, dejó el puñal descubierto. El mariscal lo vio y se quedó pensativo.
—Debo preveniros también —dijo luego— de que siempre llevo una cota de malla que vuestro puñal no podrá atravesar. Así, pues, Alicia, es inútil que tratéis de matarme.
Alicia retrocedió con viveza hasta la puerta de salida y la cerró. Luego, apoyándose en ella, dijo:
—Siento que hayáis adivinado mis intenciones, porque esto me obligará a sostener con vos lucha repugnante en la cual seguramente seré vencida, pero me veo obligada, mal de mi grado, a daros muerte. Así, que señor, voy a atacaros, porque prefiero morir a vuestras manos a dejaros salir vivo de aquí.
Y no tratando ya de ocultar el puñal, lo asió fuertemente. Con los brazos cruzados se apoyó de espaldas en la puerta y dirigió al mariscal intrépida mirada. Enrique de Montmorency sintió admiración por ella, no solamente por la bravura de aquella mujer, sino por la extraordinaria belleza que en aquel momento tenía su rostro. Luego, dirigiendo una mirada a su alrededor, se parapetó detrás de la mesa.
—Alicia —dijo—, el resultado de una lucha entre los dos no es dudoso.
—Lo sé —dijo ella con tranquilidad prodigiosa—. Matadme, pues. Es preciso que uno de los dos muera.
—Ni os mataré ni me mataréis; si debo habérmelas con vos para pasar, me contentaré con desarmaros, cosa que no me costará mucho, pero en todo caso no esperéis que os mate.
Ella comprendió con estas palabras que el mariscal se había percatado de su desesperación.
—Pero si me obligáis a usar de la violencia —añadió—, os aseguro que una vez franqueado el umbral de esta casa, me creeré libre de hacer el uso que me plazca de los secretos que he sorprendido.
Un temblor agitó el cuerpo de la joven, pero fue corto. Inmediatamente adquirió de nuevo su actitud de desafío.
Enrique continuó diciendo:
—En cambio, si llegamos a un acuerdo, me creeré obligado a olvidar todo lo que sé y sobre la fe de mi palabra, que nunca fue dada en vano, os aseguro que podréis estar tranquila. Esperad, Alicia, no os mováis de vuestro sitio, como yo tampoco me muevo del mío. Dejadme explicar mi pensamiento y haréis lo que mejor os convenga. ¿Os contentaréis con mi palabra formal de olvidar?
Ella movió negativamente la cabeza, y al hacer este movimiento, sus cabellos se desataron y cayeron sobre sus hombros.
—No creo en vuestra palabra —dijo—. Aunque fuerais Dios no os creería tampoco.
Enrique palideció ligeramente y empezó a sentir terror ante aquella mujer decidida a morir o matar. Respiró penosamente y dijo:
—¿Y si os diera un rehén? Escuchad, hablemos como dos buenos amigos. Yo había venido a pediros un favor y voy a deciros cuál era y es mi pensamiento. Escuchadme atentamente. Adivino que sentís furiosa desesperación de amor. Habéis sido mi amante y siempre vi que erais un poco fría en asuntos amorosos, pero ahora estáis muy cambiada.
»Para que contra mí hayáis tomado tal actitud, es preciso que vuestro amor sea muy grande. Os figuráis que quiero aprovecharme de lo que he oído, y en contestación, os diré que a vos no os importa salvar al rey de Navarra, a Coligny, a Condé o a mi hermano. Sólo os interesa la salvación del conde. ¿Quién es este hombre? Lo ignoro. A mis ojos es tan sólo un hombre al que amáis más que a vuestra vida y por el cual estáis dispuesta a morir.
»Mientras tuve el honor de ser vuestro amante siempre vi en vos un lado tenebroso que a veces me inquietó, pero ahora leo tan claramente en vuestra alma como si vuestros sentimientos fueran los míos. Amáis apasionadamente, de un modo prodigioso, con amor salvaje, si así puede decirse.
Alicia lo miraba con ferocidad y atención para evitar que tratara de sorprenderla con alguna acometida.
Enrique continuó tras un momento de silencio:
—Alicia, es necesario que me contestéis; porque, si me equivocara, lo que voy a deciros no tendría ningún significado. ¿Os he comprendido, Alicia? ¿Os halláis en este estado de desesperación profunda y de amor absoluto que me ha parecido ver en vos?
—Sí, así es como amo al hombre cuya presencia habéis sorprendido y me hallo en tal situación que es necesario matar o morir.
—Bien, pues ya nos entenderemos. Alicia, ¿queréis distraeros un instante de vos misma para sondear con lúcida mirada el alma del hombre que se halla ante vos? —Alicia se encogió de hombros con soberbia indiferencia.
—Es necesario —contestó Enrique—. ¿Queréis preguntaros por qué soy tan paciente, a pesar de no ser esta mi virtud y estar acostumbrado a que todos tiemblen y se dobleguen ante mí? ¿Queréis saber por qué trato de ser elocuente, cuando, siguiendo los impulsos de mi temperamento, os habría forzado a dejarme el paso libre? Es porque os necesito, y también porque he comprendido vuestra desesperación y vuestro amor.
Entonces la mirada de Alicia se humanizó un tanto. El mariscal lo advirtió y dijo:
—Comienzo a despertar vuestro interés, pero mayor será éste dentro de poco. A las preguntas que os he formulado voy a contestarme yo mismo, aun cuando al hacerlo deba destrozarme el corazón. Pero es necesario, Alicia, no para probaros que vuestro amante no ha de temer nada de mí, sino para obtener vuestra ayuda, que me es indispensable. ¿Por qué soy paciente, yo que tengo fama de feroz? ¿Por qué he comprendido vuestro amor cuando siempre lo he despreciado? Es porque también amo, Alicia, y porque mi amor es tan ardiente y furioso como el vuestro, y mi desesperación es, asimismo, terrible. El hombre al que amáis os ama, pero, en cambio, la mujer que yo amo me desprecia y me odia. Vos, con vuestro amor, inspiráis igual pasión, y en cambio yo no inspiro más que espanto y horror.
La emoción del mariscal era tan violenta y tan comunicativa, que Alicia se echó a temblar al ir desarmándola la expresión de Enrique, bajó los brazos y aflojando la mano dejó caer al suelo el puñal.
Si Enrique de Montmorency hubiera tratado de engañar a Alicia, al observar el cambio de ésta, habría sonreído triunfalmente. Pero Enrique era sincero y su sinceridad era precisamente lo que desarmó a Alicia, pues ésta no se habría dejado engañar por una comedía, porque estaba habituada a adivinar el pensamiento de la comedianta más asombrosa de la época: Catalina de Médicis. Pero desde el momento en que pudo medir la profundidad de la voz y de la desesperación de Enrique, comprendió que podría tratar con él sobre una base de igualdad de sentimientos.
Se adelantó con la mano tendida y el mariscal se la estrechó con vehemencia. Asombrado tal vez de haber revelado a sus propios ojos su profundo amor, del que no había hablado nunca con nadie, olvidó casi el motivo de su visita, y en cuanto cogió la mano de Alicia, un sollozo se detuvo en su garganta, mientras dos lágrimas resbalaban por sus mejillas.
Estaban los dos cara a cara como dos condenados del amor.
—Sentaos, señor mariscal, —dijo Alicia con dulzura—, y tened la seguridad de que el secreto de vuestro dolor no saldrá jamás de mi corazón.
—Os doy las gracias —dijo él con voz sorda mientras trataba de recobrar su sangre fría.
Se sentaron uno ante el otro y se miraron con igual expresión de piedad; aquel criminal y aquella espía sintieron esos raros alivios del alma que apaciguaron por un instante el dolor más acerbo.
El mariscal, ya más tranquilo, continuó:
—Si yo no hubiera sorprendido vuestro secreto, si no os hubiera visto decidida a morir o a matar, tampoco habría hablado de este amor que me mata. Sucede ahora que el favor que vine a pediros es para vos una garantía, así como también vuestro secreto lo es para mí. Voy a explicarme. Sois una mujer de superior inteligencia con la que se puede hablar claramente.
»He sido vuestro amante. Pero ya sabéis muy bien que yo no os amaba y vos habéis sido mi querida sin amarme tampoco. No sé cuál era vuestro objeto al entregaros a mí. El mío era distraerme de la horrible pasión que me tortura desde hace dieciséis años. Perdonadme que os hable con esta franqueza brutal, pero es necesario. Ahora, no obstante, me he apoderado de la mujer que amo y con su hija la guardo prisionera en mi palacio. Durante ocho días, o tal vez menos, es necesario que esa mujer habite fuera de mi casa. Además, quiero estar seguro de que no se me escapará y venía a pediros el favor…
—¿De ser su guardiana? —interrumpió Alicia con acento de rebeldía.
—Sí —contestó el mariscal con firmeza.
De nuevo se midieron con la mirada. La piedad que los había unido se desvaneció y la lucha tornaba nueva forma.
—Oídme —dijo el mariscal—. Si no hubiera sorprendido vuestro secreto, os habría pedido esto mismo disfrazando la verdad, pero ahora todo esto es inútil. Yo os propongo que me ayudéis en mi amor y en cambio os ayudaré en el vuestro. Guardad en vuestra casa a la mujer que amo y a cambio me callaré sobre el complot de vuestro amante. Ya veis que os doy una garantía, un rehén. Si os hago traición entregando a vuestro amante, podéis hacerme el hombre más desgraciado del mundo avisando al mariscal de Montmorency de que Juana está en vuestra casa; de que es inocente del crimen de que la acusé y de que no ha dejado de amar a Francisco… mi hermano.
Ésta revelación, hecha con voz terrible, causó a Alicia impresión indecible, pues comprendió el drama espantoso que se había desarrollado entre los dos hermanos. La idea de representar en aquel drama el papel odioso que se le destinaba, la hizo estremecerse de horror.
—Os asombra, ¿no es cierto? —dijo Enrique—. ¿Os sorprende saber que amo a la mujer de mi hermano y que haya conseguido separarlos y de que todavía persiga a esta mujer con el fuego de mi pasión? Esto también me asombra, pero nada puedo hacer para impedirlo. Ahora, he aquí el caso. Guardad a Juana de Piennes, guardádmela fielmente, sed una guardiana prudente, fuerte, insensible e incorruptible, porque, de lo contrario…
—¿Qué? —preguntó Alicia llena de angustia.
—Al salir de aquí denuncio a vuestro amante Marillac y lo mando al cadalso.
Y como ella se quedara alelada, sin saber qué partido adoptar, Enrique añadió:
—Nos tenemos uno a otro. Os entrego un rehén y en garantía tomo a mi cargo la vida de vuestro amante. ¿Lo amáis bastante para salvarlo al precio de una acción vergonzosa? Si no consentís, es que no lo amáis.
—¡Yo! —rugió ella—. ¿Yo no amarlo? ¡Por salvarlo sería capaz de incendiar París!
—Así pues, aceptáis. Dejad tranquilo vuestro puñal. Amáis demasiado para suicidaros, y en cuanto a herirme, mirad.
Y descubrió su pecho. Alicia entrevió la fina cota de malla de acero templado que le cubría hasta el cuello. Entonces Alicia se levantó, y retorciéndose las manos exclamó:
—¡Oh amor mío! Por ti descenderé el último escalón de la infamia. No era más que espía, pero ahora voy a hacerme carcelera.
El mariscal se inclinó profundamente ante ella, con mayor respeto tal vez del que otras veces lo hiciera ante el condestable, el rey o la reina Catalina.
—Mañana —dijo—, al caer de la noche, estaré aquí. Disponedlo todo para recibir a vuestras prisioneras.
Y dichas estas palabras salió de la casa.
—¡Me hallo en el fondo de la ignominia! ¡Oh! ¿Quién vendrá para sacarme de este abismo de vergüenza?
—Yo —dijo una voz grave.
Alicia, de un salto, y llena de sorpresa, se volvió hacia la puerta.
—¡El fraile! —exclamó medio loca.
Y por la misma puerta que había dado paso al mariscal, apareció envuelto en los pliegues blancos y negros de su hábito, inmóvil y con la mirada helada, el fraile Panigarola, el primer amante de Alicia de Lux.