VI - El regreso del prisionero

¿HABREMOS REPETIDO hasta bastante cuál era el amor apasionado, exclusivo y avasallador de la madre por su hija? ¿Se ha comprendido bien que para Juana, su hija era el universo, la existencia, la fe imperecedera y la única razón de la vida? Esta adoración que se había desarrollado en los tiempos en que Luisa no era más que una esperanza, creció, nutriéndose en sí misma, llegando a ser una ternura inmensa, el inefable sexto sentido que invade a una mujer y se apodera de ella por entero. Aquello no fue dolor; no fue tampoco desesperación. Juana buscó a su hija con el furor y la rabia irresistible con que un ser busca su vida.

Durante cuatro horas, alocada, con el cabello suelto y rugiendo, espantosa de ver, buscó por los setos y los arbustos, desgarrándose a cada paso la carne, sin verter una lágrima. De pronto se imaginó que la niña estaría en la casa y de un salto se llegó a ella. En el centro de la habitación estaba en pie un hombre: ¡Enrique de Montmorency!

—¡Vos! —exclamó Juana—. ¡No comparecéis ante mí más que en las horas siniestras de mi vida!

Con rápido ademán Montmorency cogió las dos manos de Juana y con voz baja y ronca le dijo:

—¿Buscáis a vuestra hija? ¡Decid!… ¡Sí, la buscáis!… ¡Vuestra hija se halla en mi poder! ¡Os la he robado! ¡Yo la tengo! ¡Y desgraciada de ella si no me escucháis!

—¡Tú! —aulló la madre—. ¡Tú, miserable traidor! ¿Eres tú el que me ha robado mi hija? ¡Pues bien, vas a saber de lo que es capaz una madre!

Y con furiosa sacudida quiso desprenderse para morder, para arañar, para matar, pero él la retuvo con rudeza.

—¡Cállate! —gritó furioso, apretándole las muñecas—. ¡Escúchame bien, si quieres volverla a ver!

La madre no oyó más que las palabras «volverla a ver», y su furor desapareció como por encanto. Entonces se puso a suplicar:

—¿Volverla a ver? ¡Oh!, ¿qué habéis dicho? ¡Volverla a ver! ¡Decid! ¡Oh, repetid, por piedad, repetid estas palabras! ¡Abrazaré vuestras rodillas y besaré la huella de vuestros pasos! ¡Seré vuestra esclava! ¡Volverla a ver! ¿Lo habéis dicho, no es cierto? ¡Mi hija! ¡Mi hija! ¡Devolvedme mi hija!

—¡Escucha, te digo!… Tu hija, en estos momentos, está en manos de un hombre que me pertenece. ¿Un hombre…? Un tigre y, si lo quiero, un esclavo. Hemos convenido lo siguiente. Escucha ¡no te muevas! He aquí lo que hemos convenido: Si yo me acerco a esta ventana y levanto al aire mi birrete, ese hombre, ¿me oyes bien?, ese hombre cogerá su daga y la hundirá en el cuello de la niña. ¡Muévete ahora!

La soltó y se cruzó de brazos, Ella cayó de rodillas y golpeó el suelo con la frente. Quiso pedir perdón, pero no tuvo fuerzas para ello, de manera que solamente sus brazos levantados eran los que pedían gracia.

—¡Levántate! —gruñó él autoritariamente.

Ella obedeció con presteza y siempre con las manos tendidas y suplicantes, balbuceando, si es permitido usar esta expresión, porque en ciertos momentos trágicos los ademanes hablan con elocuencia.

—¿Estás decidida a obedecer? —preguntó el miserable.

Juana asintió con un movimiento de cabeza, enloquecida, jadeante, espantosa y sublime.

—Escucha ahora…, Francisco, mi hermano… está a punto de llegar. ¿Oyes? Aquí ante ti voy a hablarle… Si tú nada le dices, si te callas, volverás esta noche a tener a tu hija en tus brazos. Si dices una sola palabra, levanto el birrete… y tu hija muere… ¡Mira, mira! He aquí a Francisco que viene…

Por el camino de Montmorency, corría un torbellino de polvo, como empujado por una ráfaga… y de aquel torbellino salía una voz frenética:

—¡Juana, Juana!… ¡Soy yo! ¡Heme aquí!

—¡Francisco! ¡Francisco! ¡Socorro! ¡Socorro!

Con tranquilidad feroz, Enrique dio un paso hacia la ventana y murmuró:

—¡Tú habrás matado a tu hija!

—¡Perdón! ¡Perdón! ¡Obedezco!

En aquel instante Francisco empujó violentamente la puerta y, temblando de emoción, ebrio de alegría y amor, se detuvo vacilante y tendió los brazos, murmurando:

—¡Juana! ¡Amada mía!

Sí, era Francisco de Montmorency que muchas gentes, entre las que se contaba el Condestable, habían creído muerto, y a la sazón reaparecía después de un cautiverio de muchos meses. Francisco, que había partido con dos mil jinetes, llegó a Thérouanne con novecientos hombres solamente: el resto había caído en el camino. ¡Ya era tiempo! La misma tarde de su llegada, un cuerpo de ejército alemán y español ponía cerco a la plaza y empezaba la construcción de minas. Al cabo de dos días se dio el primer asalto; allí fue donde pereció d’Essé, uno de los antiguos compañeros de armas y de placeres de Francisco I.

Electrizados por el hijo mayor del Condestable, la guarnición y los habitantes se defendieron dos meses, con la energía de la desesperación. Aquel puñado de hombres, en una ciudad destruida por el bombardeo, y entre ruinas humeantes, rechazó catorce asaltos sucesivos. Al empezar el tercer mes de la resistencia, se presentaron los parlamentarios enemigos para proponer una capitulación honrosa. Encontraron a Francisco sobre la muralla comiendo su ración de pan, compuesto de un poco de harina y mucha paja picada. Estaba rodeado de algunos de sus tenientes, todos adelgazados por el hambre, con los ojos brillantes, los vestidos destrozados y con semblantes de león enfurecido: Los parlamentarios empezaron a exponer las condiciones de su emperador. En el momento en que Francisco iba a contestar, se elevó en el aire un clamor terrible.

—¡A las armas! ¡A las armas! —gritaron los franceses.

—¡Muerte! ¡Muerte! —exclamaron los invasores.

Era el cuerpo español que, sin haber recibido la orden —según se cuenta— se precipitaba al asalto de una brecha que acababan de practicar.

Entonces, en las calles de Thérouanne incendiada, empezó un espantoso combate cuerpo a cuerpo entre el rugido de las llamas, las detonaciones de las minas, el estampido de los arcabuzazos, las imprecaciones y los ayes aterradores de los heridos. Por la tarde, amparados en una barricada improvisada, sólo quedaba una treintena de combatientes, al frente de los cuales un hombre levantaba a cada instante su tizona, roja de sangre, que manejaba con las dos manos y que cada vez caía sobre un cráneo. Un tiro de arcabuz acabó por hacerla caer…

¡Entonces se acabó la batalla! Aquel hombre era Francisco de Montmorency, quien, de acuerdo con la palabra dada, había luchado hasta la muerte. En cuanto hubo cerrado la noche, los merodeadores lo hallaron en el mismo lugar en que había caído. Uno de ellos lo reconoció y notando que aún vivía, lo transportó al campo enemigo, donde lo entregó mediante una suma de dinero. Así fue tomada la plaza de Thérouanne.

Sabido es que esta desgraciada ciudad, ciudadela avanzada del Artois, ya destruida en 1513, fue esta vez completamente arrasada, y que los reyes de Francia no se ocuparon de su re-edificación: ejemplo único, dice un historiador, de una población que haya perecido completamente. Sabido es también que el Artois fue desde entonces invadido y que el ejército real experimentó una serie de reveses, especialmente en Hesdin, hasta que, por último, a consecuencia de algunas victorias obtenidas en Cambrésis, se firmó una paz efímera. Aquella paz, por lo menos, tuvo el efecto de devolver la libertad a los prisioneros de guerra.

Francisco de Montmorency no murió de su herida, pero estuvo largo tiempo entre la vida y la muerte. Por fin, se restableció y un día le anunciaron que estaba libre. En seguida se puso en camino con una quincena de sus antiguos compañeros, restos de la gran batalla librada en Thérouanne.

Desde la etapa siguiente, mandó adelantarse a uno de sus jinetes, encargándole que previniera a su hermano de su llegada. Luego, esperanzado y feliz, respirando a plenos pulmones, sonriendo al amor y repitiendo por lo bajo el nombre de la mujer adorada, continuó su camino. Cuando, por fin, divisó las torres del castillo de Montmorency, el corazón le latió con fuerza, los ojos se le llenaron de lágrimas y se lanzó al galope. Las campanas de Montmorency fueron echadas al vuelo. La artillería del castillo disparó salvas. Las gentes de las aldeas vecinas prorrumpieron en vítores, reunidas en la explanada en donde Francisco, el año anterior, se pusiera a la cabeza de los dos mil jinetes. La guarnición presentó armas y el baile se adelantó para leerle un discurso de bienvenida.

—¿Dónde está mi hermano? —preguntó Francisco.

—Monseñor —empezó a decir el baile—, es un hermoso día el que…

—Señor mío —exclamó Francisco, frunciendo el entrecejo—, luego escucharé vuestra arenga. ¿Dónde está mi hermano?

—En Margency, monseñor.

Francisco clavó las espuelas a su caballo, mientras sorda inquietud le mordía el corazón. Le pareció que en todos los semblantes que fingían estar alegres por su vuelta, había algo semejante al temor, si no era más bien piedad.

«¿Por qué no está Enrique en el castillo para recibirme?» —pensó y luego exclamó:

—¡Más aprisa! ¡Más aprisa!

Diez minutos después saltaba a tierra, ante la casa del señor de Piennes. Estaba cerrada. Los postigos también. ¿Qué pasaría?

—¡Hola, anciano! Decidme… —exclamó Francisco.

El viejo campesino extendió el brazo en dirección a una casita próxima.

—¡Allí hallaréis lo que buscáis, monseñor mi amo!

—¡Amo, amo! ¿Por qué…?

—¿No os pertenece Margency, monseñor?

Francisco ya no le escuchaba. Echó a correr hacia la casita de la anciana nodriza, tembloroso y sospechando alguna desgracia. ¡Tal vez Juana ha muerto!

Llegó y al empujar violentamente la puerta, un suspiro de alegría infinita se escapó de su pecho. Juana estaba allí. Tendió los brazos y balbuceó el nombre de la amada de su corazón. Pero sus brazos cayeron pronto. Francisco, que estaba pálido de felicidad, se puso lívido de espanto. ¿Qué sucedía? Él llegaba, hallaba nuevamente a su querida esposa y ella estaba allí, inmóvil como la estatua del pavor… Del remordimiento tal vez. Francisco dio tres pasos rápidos.

—¡Juana! —repitió. Un suspiro de agonía salió de la garganta de la madre. Sintió una sacudida que la empujaba hacia los brazos del hombre adorado. Su mirada demente se posó sobre Enrique. Éste tenía el birrete en la mano y levantaba el brazo.

—¡No! ¡No! —exclamó la pobre madre.

—¡Juana! —repitió Francisco en tono terrible, que contenía ya una acusación formidable y su mirada se posó sobre Enrique—. ¡Hermano mío!

Los dos, la esposa y el hermano, guardaron un silencio espantoso. Entonces Francisco cruzó lentamente sus brazos sobre el pecho. Con furioso esfuerzo contuvo el sollozo que iba a estallar, y, grave, solemne como un juez y triste como un condenado, habló:

—Desde hace un año, todos los latidos de mi corazón han sido dedicados a la mujer que libremente me dio el suyo; a la esposa que lleva mi nombre. En los momentos de desesperación, la imagen adorada de esta mujer se presentaba a mí. En las batallas, a ella iba mi pensamiento. Cuando caí herido, creyendo que iba a morir, pronuncié su nombre, y al despertar prisionero, presa de la fiebre, cada uno de mis segundos fueron actos de fe y amor. Y cuando sentía alguna inquietud, cuando me reprochaba haberla dejado sola, enseguida sentía gran consuelo recordando que mi bueno y leal hermano me juró velar por ella… He llegado… Corro con el corazón lleno de amor, con la cabeza llena de ensueños de felicidad… y la esposa baja la frente… el hermano no se atreve a mirarme…

Lo que sufrió Juana en aquel momento es inconcebible. El espantoso suplicio sobrepujaba lo que la mente humana puede imaginar. ¡Ella lo amaba! ¡Ella lo adoraba! Y mientras que su corazón la empujaba a los brazos del esposo, del amante, sus ojos se posaban involuntariamente en la mano del infernal autor del suplicio que, con una seña, podía matar a su hija. Oía las palabras pronunciadas por la voz amada, sin poder, no obstante, comprender lo que decía, en tanto que en su cerebro rodaban las terribles palabras:

«¡Una palabra y tu hija muere!».

¡Su hija! ¡Su Luisa! ¡Aquel pobre y pequeño ángel de inocencia! ¡Aquella radiante maravilla de gracia y belleza! ¡Aquel monstruo infame que la tenía en sus brazos iba a ser capaz de hundir en aquella garganta, tantas veces comida a besos, el puñal que debía darle la muerte! ¡Oh, madre! ¡Cuán sublime fue tu silencio!

Juana se retorcía las manos. Una espuma sanguinolenta se veía en las comisuras de sus labios; la desgraciada, para ahogar un grito de su amor, se los mordía y destrozaba. Apenas Francisco hubo acabado de hablar, Enrique se volvió hacia él. Sin apartarse de la ventana abierta, y con la mano amenazadora presta a hacer la señal funesta, con voz cuya tranquilidad era siniestra en semejantes momentos, empezó a hablar:

—Hermano —profirió—, la verdad es triste. Pero vas a saberla por entero.

—¡Habla! —dijo Francisco, que con la mano dentro de su jubón se laceraba el pecho.

—Esta mujer… —dijo Enrique.

—Es mi mujer… mía —interrumpió Francisco.

—Pues bien; la he arrojado de su casa, yo, tu hermano…

Francisco estuvo a punto de caer. Juana dejó oír un gemido mortal sin expresión humana. Su situación era única en los anales de los dramas humanos.

Y fríamente, Enrique añadió:

—Hermano, esta mujer que lleva tu nombre, es indigna de ello. Esta mujer te ha hecho traición. Y por esta razón, hermano mío, obrando como tú lo hubieras hecho, la he arrojado de tu casa como se arroja a una ramera.

La acusación era tremenda: la mujer adúltera era azotada en la plaza pública y luego ahorcada. Y todo ello sin juicio ni apelación, puesto que Francisco de Montmorency, en ausencia del Condestable, tenía derecho de alta y baja justicia. No era solamente el marido, sino también el amo, el señor feudal.

El minuto que siguió a la acusación fue trágico. Enrique, preparado a todo lo que pudiera ocurrir, con la mano derecha crispada en la empuñadura de su daga, estrechaba el birrete con la izquierda, para dar, en caso necesario, el aviso fatal. Enrique tenía bajo su mirada a Juana y a Francisco; estaba tranquilo en apariencia y combinaba ya en su mente la idea de un doble asesinato, si la verdad llegaba a descubrirse.

Juana, bajo el latigazo de la doble acusación se levantó. Durante un pequeño instante, la esposa fue más fuerte que la madre; una sacudida la galvanizó como si hubiera sufrido una descarga eléctrica y se acercó a su marido. En aquel momento el brazo de Enrique empezó a levantarse. La desgraciada vio el movimiento, retrocedió y murmuró algunas palabras confusas. Luego permaneció inmóvil, como una estatua del Dolor viviente. ¿Viviente? Sí, en el supuesto de que esta palabra pueda aplicarse al paroxismo del horror y desesperación del que siente que cae en un abismo espantoso:

En cuanto a Francisco se tambaleó como se había tambaleado en Thérouanne al recibir el arcabuzazo, Aquel noble corazón no recordó que el derecho feudal le concedía derecho de alta y baja justicia, pero el hombre sufrió horrorosa tortura: la de domar en un segundo la furia de matar que en él se desencadenaba y contener a sus puños, que podían aplastar a la infame. Ser, en fin, más grande que el desastre. En aquel momento espantoso, hubo algo horrorosamente trágico entre aquellos tres seres agitados por pasiones tan diversas.

Cuando Francisco hubo conseguido dominarse, cuando estuvo seguro de no matar con sus poderosas manos a la adúltera, entonces avanzó hacia Juana. Y de sus pálidos labios salieron solamente dos palabras:

—¿Es verdad? —le preguntó a ella.

Juana, con los ojos fijos en Enrique, guardó mortal silencio, porque esperaba que su esposo la iba a matar.

De nuevo la pregunta salió de los labios de Francisco:

—¿Es verdad?

El suplicio era ya superior a las fuerzas de la desgraciada mujer, y Juana cayó. No de rodillas, sino al suelo, en donde pudo incorporarse, en parte, sosteniéndose sobre una mano, para fijar con ansiedad su mirada sobre Enrique, vigilando que no hiciera la señal asesina, y entonces solamente fue cuando murmuró, o creyó murmurar, porque nadie oyó sus palabras:

—Acabadme, por Dios. ¿No veis que muero para salvar a nuestra hija?

Y, a partir de entonces, no fue más que un cuerpo inerte, en el cual solamente indicaba la existencia de la vida la violenta palpitación de las sienes. Francisco la miró un instante, del mismo modo como el primer hombre bíblico debió mirar: el paraíso perdido. Creyó que iba a caer sobre aquel cuerpo que tanto había amado. Pero la vida, muchas veces cruel en su fuerza, fue victoriosa contra la muerte consoladora.

Francisco se volvió hacia la puerta, y sin dar un grito, sin que se le escapara un gemido, se fue a pasos lentos, encorvado como si estuviera fatigado por una de esas carreras inmensas que se dan en las pesadillas. Enrique lo siguió a distancia, sin preocuparse por Juana, pues le tenía sin cuidado su vida o su muerte. Si vivía, le pertenecería por completo, y si moría, habría arrancado de su espíritu el atroz sufrimiento de los celos, el horror de las largas noches pasadas en contar sus besos, en imaginar sus abrazos y en llorar de rabia, y en aquellos instantes solemnes, fue cuando Enrique comprendió la extensión del odio que sentía hacia su hermano. Lo veía aplastado moralmente… y aún no se sentía satisfecho. Quería algo más. ¿Qué? Que Francisco sintiera exactamente los mismos sufrimientos que él había soportado, y lo seguía con la paciencia del cazador que espera el momento propicio.

* * * * *

Francisco, con el mismo paso tranquilo, iba en línea recta, sin seguir camino determinado, sin prisa, no para dominar el dolor por la fatiga, ni tampoco porque reflexionara, puesto que en su mente sólo había pensamientos informes que él no trataba de coordinar. Esto duró algunas horas.

Por fin, Francisco se percató de que era de noche. Entonces se detuvo y, observando que estaba en pleno bosque, se sentó al pie de un castaño. Entonces, también, con la cabeza entre las manos, lloró… lloró mucho rato. Por fin, como si las lágrimas se hubieran llevado con ellas la locura de la desesperación, comprendió que del mundo lejano en que viviera por algunas horas, volvía al mundo de los vivos. Con la conciencia de sí mismo, recordó exactamente lo que había sucedido… su amor, sus citas en casa de la nodriza, la escena con el padre de Juana, el casamiento a medianoche, la partida, la defensa de Thérouanne, la cautividad y, en fin, la horrible catástrofe. ¡Volvió a vivir todo esto!, y entonces una pregunta se asomó a su alma ulcerada.

«¿Quién es el que me mata? ¿Quién me ha robado mi felicidad? ¡Miserable loco! ¡Y yo que quería marcharme! ¡Y siempre hubiera guardado en mí esta llaga sangrienta! ¡Oh! ¡Conocer al hombre! MatarIo con mis manos, ¡matarlo!».

Se levantó respiró ruidosamente y hasta una semisonrisa dilató sus labios. En el momento en que se levantaba, Francisco vio a su hermano cerca de él. Tal vez había pronunciado en voz alta las palabras que creía haber pensado y quizá, también, Enrique las había oído.

«¡Saber quién es el infame y matarlo con mis propias manos!».

Francisco no se asombró de ver a su hermano. Y sencillamente, como si hubiera continuado un diálogo no interrumpido, preguntó:

—Cuéntame cómo ha sucedido todo.

—¿Para qué, hermano? ¿Para qué atormentarte así con un mal que no puede curarte ni remediar nada?

—Te engañas, Enrique. Hay algo que puede curarme —dijo sordamente Francisco.

—¿Qué? —preguntó burlonamente Enrique.

—La muerte del miserable.

Enrique se estremeció y palideció un poco. Pero enseguida brilló en sus ojos extraña llama y con la cabeza hizo un movimiento altanero.

—¿Lo quieres?

—Sí —dijo Francisco—. Me habías jurado velar sobre ella. ¡Oh, cállate! No te recrimino. Solamente lo digo para recordarlo. He aquí todo. Pero me debes un relato exacto del crimen y el nombre del criminal… Me debes esto, Enrique, y si es necesario exijo que hables.

—¿Por el cariño de hermano o por tu derecho señorial?

—Por mi derecho.

—Obedezco. Apenas partisteis, monseñor, la señorita de Piennes demostró al otro cuán poco sentía vuestra ausencia.

—¿El otro? ¿Quién era? Esto ante todo. ¡El nombre!

—Paciencia, monseñor. Tal vez antes de vuestra marcha, el otro había compartido vuestra suerte. Tal vez fue más amado que vos, y quizá ella no buscaba en vos más que el nombre, la fortuna y el poder que os corresponden por vuestra calidad de primogénito. Sí, monseñor, esto ha debido ser.

Francisco retiró su mano del pecho para hacer un gesto, y Enrique observó que las uñas de aquella mano estaban teñidas en sangre.

—Ahora que pienso en ello, monseñor —prosiguió Enrique—, ahora que ha llegado la hora de decir toda la verdad, ya no me contento con formar conjeturas; afirmo. Antes que vos, ¿comprendéis bien, monseñor? Antes que vos el otro había poseído a la señorita de Piennes… Vos fuisteis el segundo.

Un rugido se escapó del pecho de Francisco, y fue tan terrible que Enrique sintió temor. Francisco le dirigió una mirada sangrienta y dijo:

—Habla.

—Obedezco —contestó Enrique—. Después de vuestra partida continuaron las relaciones entre el otro y Juana de Piennes. A la sazón estaban libres. Juana tenía un nombre, un título. Con vos ausente, el amante fue más feliz de lo que yo pudiera deciros. Pasó muchas noches en continuas delicias…

—¡Silencio, miserable! —exclamó Francisco agotada ya su paciencia.

—Bien. Me Callo.

—No, no, sigue.

—Obedezco. El otro se os parecía, monseñor. El día en que supo de vuestra llegada, hizo lo que vos hubierais hecho. Su pasión estaba satisfecha y no quiso que una de vuestras casas fuera mancillada por más tiempo y arrojó a la adúltera a la calle.

Francisco fue sobrecogido de un vértigo; el abismo era más profundo, más insondable de lo que él había creído. La mirada que dirigió a Enrique, fue la de un loco. Y Enrique, con la boca crispada y el semblante convulso por el odio, acabó diciendo con palabras silbantes:

—¡Ya sólo os falta el nombre del otro, monseñor, mi hermano! Pues bien, el amante de Juana de Piennes, el que la poseyó antes que vos, monseñor, se llama Enrique de Montmorency.