XLV - Un episodio homérico
COMO SE HA VISTO, el viejo Pardaillán había llegado a la posada de «Los dos Muertos» y allí fue acogido con los brazos abiertos por la digna Catho. El aventurero, con rápida mirada, inspeccionó la taberna, que estaba adornada con botes de estaño y platos de cobre colgados en los huecos de la pared. Los muebles eran mesas relucientes de macizas patas, escabeles y respaldos tallados, cántaros de arcilla y vasos de todas medidas. Por una puerta abierta se veían brillar los utensilios de cobre de la cocina y el fuego que ardía en el hogar. En una palabra, la posada tenía próspero aspecto, cosa que hizo sonreír de satisfacción a Pardaillán.
—Catho —dijo una vez hubo terminado su inspección—, debo felicitarte, tu posada es admirable. Ojalá que siempre las hubiera encontrado iguales.
—Gracias a vos —dijo Catho— y a vuestros buenos escudos. Espero que ésta no arderá como la otra.
—¿Acaso te arrepientes de tu sacrificio?
—De ningún modo, señor, y aun cuando, después del incendio, no me hubiera quedado un solo sueldo, estaría tan contenta por haberos ayudado a defenderos. ¿Y vuestro hijo no vendrá?
—Sí, mi buena Catho, pero no te forjes ilusiones respecto a él, porque ha hecho la tontería de dar su corazón.
¡Oh, señor! ¿Creéis acaso que una muchacha romo yo?… ¡Si todavía fuera hermosa, pero ahora!…
Y la pobre Catho, sacando un espejo de su bolsillo, examinó, dando un suspiro de tristeza, su rostro horrorosamente desfigurado por la viruela.
Pardaillán se instaló ante una mesa, y como le era imposible permanecer inactivo, pidió a Catho que le sirviera una tortilla de cinco o seis huevos para esperar, según dijo. El aventurero se comió la tortilla con todos los respetos debidos a la ciencia culinaria de Catho, pero hecho esto se dio cuenta de que todavía le quedaba algún tiempo y, para emplearlo dignamente, pidió un pollo que desapareció completamente. Luego, y siempre con objeto de matar el tiempo, atacó un bote de confitura. Todo ello fue acompañado por dos o tres botellas de buen vino, de modo que después de haber esperado dos horas del modo que se ha dicho, Pardaillán se sintió fuerte como Sansón, joven como su hijo y en extremo belicoso.
Oyendo entonces resonar a lo lejos algunas trompetas, aseguró su espada al cinto, echóse el birrete de pluma negra sobre su oreja izquierda y atusando el bigote dirigióse a la calle de Montmartre, de donde procedía el ruido de trompetas, no sin haber avisado a Catho que volvería al poco rato para reunirse con su hijo.
—¿Vais a ver al rey? —preguntó Catho.
—¡Ah! ¿Estas trompetas guerreras anuncian su llegada?
—Sí, señor. Se dice que el rey viene acompañado por la reina de Navarra y su hijo, así como de muchos señores hugonotes, que se han abrazado con los gentilhombres católicos.
—Bueno, ¡y yo que pensaba en guerra! En fin, vamos a ver los hermosos vestidos y las bonitas armas de los guardias. Esto me consolará un poco.
Y Pardaillán remontó la calle de Tiquetonne y no tardó en desembocar en la de Montmartre, pero allí fue cogido en un remolino de gente y llevado al lado de la puerta de una casa.
—¡A un sueldo las sillas! ¿Quién quiere verlo y oírlo todo? ¡Podrá verse a nuestro señor, el rey, a la reina Catalina en su carroza de oro, a los señores de Guisa montados a caballo! ¡A un sueldo la silla!
Así gritaba un muchacho. Pardaillán diole algunas monedas de cobre y se encaramó sobre la silla que había apoyado contra la puerta antes citada.
Aquella puerta estaba herméticamente cerrada y al levantar los ojos Pardaillán observó que las ventanas del único piso de la casa estaban igualmente cerradas, al contrario de las de las casas vecinas, que estaban llenas de cabezas curiosas, cuyos ojos se abrían desmesuradamente, mientras las bocas se preparaban a gritar:
—¡Viva el rey!
Desde su observatorio, Pardaillán dominaba a la multitud y veía aproximarse lentamente el cortejo real, mientras las campanas de todas las iglesias de París tocaban al vuelo y se disparaban las culebrinas del Louvre. Primero pasó una compañía de burgueses del barrio, todos armados, y que avanzaban repitiendo:
—¡El rey! ¡El rey! ¡Paso para nuestro rey!
Ante ellos la multitud refluía a derecha y a izquierda, abriéndose como el mar ante el espolón de un navío. Detrás iba una compañía de arcabuceros marcialmente formados. Luego partesaneros y, por fin, los guardias del rey al mando de Cossins y precedidos de doble fila de trompeteros a caballo. Inmediatamente detrás, en una suntuosa carroza enteramente dorada, rematada por una enorme corona y arrastrada por cuatro caballos engualdrapados de oro y llevados cada uno por un gigantesco suizo, aparecía el pálido rostro de Carlos IX.
Los cristales de la carroza estaban dispuestos de tal modo que todo el mundo podía ver al rey. Iba vestido de negro, según costumbre, y miraba con cierta inquietud a aquel inmenso pueblo que se enronquecía a fuerza de gritar.
En la misma carroza y sentado a la izquierda de Carlos IX, iba Enrique de Bearn, el cual prodigaba los saludos, haciendo amistosas señas a los hombres, sonriendo a las mujeres y, en fin, ocultando a los ojos de todos la envidia que le mordía las entrañas.
—¡Viva el rey, viva el rey!
Tales clamores se oían por todas partes. Los brazos se agitaban y las gorras se balanceaban en el aire.
Detrás de la carroza real seguía un pesado vehículo no menos dorado, en el cual iba Catalina de Médicis y a su lado Juana de Albret. Catalina tenía un semblante sumamente alegre. No cesaba de saludar al pueblo más que para sonreír a Juana de Albret.
Ésta, muda e impasible, pensaba en su hijo. Cualesquiera que fueran los sucesos que el destino reservaba, creía afirmar para su hijo el trono y la felicidad aceptando el casamiento con Margarita de Francia. Presentía vagamente que la amenazaban terribles peligros, pero, fuerte e inquebrantable en sus resoluciones, conservaba una máscara de serenidad un tanto fría y altanera. A su alrededor la multitud aclamaba furiosamente a la reina Catalina de Médicis.
—¡Viva la reina de la misa! —gritaba el pueblo.
Tal viva fue enseguida adoptada y resonó por todas partes con acento de terrible amenaza.
Entre tanto el cortejo avanzaba. Detrás de los dos coches reales iba el duque de Anjou a caballo. A su derecha, Coligny, tranquilo y frío acariciaba su larga barba blanca y a la izquierda iba el duque de Alenzón; más atrás venía el duque de Guisa haciendo caracolear a su corcel y recibiendo con sonrisas su parte en las aclamaciones populares. Seguían las carrozas destinadas a las damas de honor; luego una multitud de señores y príncipes, los duques de Nevers, de Aumale, de Damville, los señores de Gondi, de Mayenne, de Montpensier, de Rohan, y el de la Rochefoucauld, señores católicos y hugonotes confundidos, entremezclados, cada uno con su pequeña escolta de gentilhombres, sacerdotes, obispos a caballo, frailes, soldados, infantes, caballeros; era un espectáculo extraño, fantástico, suntuoso, realzado además por los acordes de las trompetas.
Encaramado en su silla, Pardaillán contemplaba la cabalgata con burlona sonrisa.
«He aquí a los hugonotes en París» —decía—, «pero lo difícil no es entrar, sino salir».
El viejo aventurero adivinaba instintivamente que Catalina tenía proyectos ocultos, pero el espectáculo le divertía extraordinariamente. Como hijo de París que era y excitado por el buen vino de Catho, olvidábase que para él era de interés vital el no ser visto. De pronto, sus ojos, que vagaban de una parte a otra, solicitados por mil detalles del espectáculo, se cruzaron con una dura mirada, con la que chocaron, por decirlo así.
«¡El mariscal de Damville!», murmuró el aventurero echando un voto.
Y al mismo tiempo saludaba graciosamente al mariscal. Este dio un salto sobre la silla de su caballo y petrificado, mudo de sorpresa, miró a Pardaillán, a quien creía muerto y pudriéndose en la bodega de su palacio.
«¡Caramba!». —Pensaba en aquel momento el aventurero—. «La fiesta está completa, todos mis asesinos me miran. ¡Cuidado, Pardaillán!».
Y redobló las sonrisas y los saludos. Cerca de Damville se detuvieron entonces tres o cuatro caballeros más.
—¡El hombre a quien asamos en la taberna! —dijo uno.
—¡El que murió con el caballero de Pardaillán! —exclamó otro.
—Pero, a pesar de todo —dijo un tercero—, se conserva perfectamente.
Aquellos caballeros que formaban parte del séquito del duque de Anjou eran Quelus, Maugiron, Saint-Megrin y Maurevert, y miraban con estupefacción a aquel hombre que tan buenos motivos tenían para creer muerto.
Entre tanto, Pardaillán, que no se turbaba por todas las miradas que le dirigían, empezó a pensar que el encuentro podía tener malas consecuencias para él, y por lo tanto, trató de bajar de la silla, para perderse entre la multitud.
—Señores —dijo—, es demasiado mirarme y acabaríais por avergonzarme de tanto honor como me hacéis.
Desgraciadamente, la multitud era tan compacta a su alrededor, que fuerza le fue quedarse quieto sobre su pedestal.
En el momento en que Pardaillán trataba inútilmente de bajar de la silla, el duque de Anjou se volvió y pudo observar que muchos de sus gentilhombres se habían detenido. Llamó a Quelus, su favorito, y en cuanto se hubo acercado le habló con gran viveza. Luego el duque de Anjou hizo una seña al capitán de sus guardias y, por fin, todo el mundo, arrastrado por la marcha del cortejo, continuó avanzando. Pero por de prisa que se hubieran realizado estos movimientos, no escaparon a la viva mirada del aventurero.
—Me parece que el asunto se pone feo —dijo en voz alta y con gran sorpresa de sus vecinos.
Es necesario tener en cuenta que Pardaillán no era el único encaramado en la silla, porque cerca de él, a su izquierda, había una mesa que soportaba a siete u ocho curiosos. A su derecha, una especie de tablado estaba ocupado por una quincena de personas y había, además, otras encaramadas en sillas. Pardaillán, entonces, tomó el único camino que le quedaba. Hizo caer su silla y un instante después se halló en la calzada, en medio de gentes que gritaban furiosamente, pero el marcial aspecto de Pardaillán les impuso silencio.
Pero era necesario salir y desaparecer de allí a toda costa, porque Pardaillán no dudaba de que las palabras pronunciadas por el duque de Anjou al oído de su capitán de guardias se relacionaban con su modesta persona y no hay que decir que de buena gana se habría pasado sin este honor.
Entonces empezó a abrirse paso a codazos, pero en aquel momento, en vez de franquearle el paso, la multitud refluyó violentamente sobre él, y para no ser arrastrado, Pardaillán se cogió al picaporte de la puerta ante la cual había estado colocada su silla.
¿Qué sucedía?
Se hubiera dicho que una parte del cortejo real daba media vuelta volviendo sobre sus pasos. Una veintena de caballeros acudían precipitadamente, sin preocuparse de los gritos de terror de las mujeres, ni por las blasfemias de los burgueses. Hubo algunas carreras, mientras Pardaillán, cogido al picaporte, observaba tales movimientos sin comprender su causa. Por fin se vio solo ante aquella puerta y entonces, asiéndose del picaporte, dio violentamente sobre la puerta y el golpe resonó en el interior de la casa.
Pardaillán se volvió y quedó asombrado. Hallábase solo en un gran semicírculo, cuya cuerda estaba formada por las casas de la calle, mientras el arco lo constituía una gran fila de caballeros. El que se hallaba en medio de esta línea era alto, soberbio, tenía la barba negra y la mirada dura; llevaba un traje de severa magnificencia. Era Enrique de Montmorency, duque de Damville y mariscal de los ejércitos del rey. A su lado, un hombre de maligna sonrisa miraba a Pardaillán con odio mortal. Era Orthés, vizconde de Aspremont, que fue a unirse al cortejo de que su amo formaba parte. En el ala derecha de la curva se encontraban Maurevert y Saint-Magrin, y a la izquierda, Quelus y Maugiron. Los espacios estaban ocupados por jinetes que habían seguido a los favoritos por orden del duque de Anjou.
Pardaillán se irguió y su largo y delgado cuerpo pareció crecer. Cerró a medias los ojos y miró detenidamente a la asamblea. Entonces, adoptando marcial continente, se descubrió ceremoniosamente y con voz tonante dijo:
—Buenos días, señores asesinos.
Un murmullo de cólera se oyó entre los caballeros. Únicamente Damville permaneció frío e impasible. Pero entonces uno de los caballeros hizo un gesto y todos se callaron. Era el capitán de guardias del duque de Anjou.
—Señor de Pardaillán, entregadme vuestra espada —dijo.
—¡Vaya! —Contestó el aventurero—. Hablas como si fueras Jerjes en persona. Yo te contestaré como si me llamara Leónidas, ni más ni menos. ¿Quieres mi espada? Ven a tomarla.
Y, al mismo tiempo, la desenvainó, la mantuvo un instante verticalmente y luego apoyó la punta sobre el extremo de su bota. Entonces inclinose ligeramente y se echó a reír, pensando:
«Antes que ir a parar al fondo de un calabozo, de donde no saldría más que para subir al cadalso, prefiero morir aquí y enseñar a estos gallinas cómo se cae con elegancia».
—Este caballero es duro de asar —dijo Maugiron—. Tiene una piel que resiste al achicharramiento, porque de lo contrario se habría quedado entre las cenizas del tugurio que incendiamos, ¿no es cierto, señores?
Todos soltaron la carcajada; antes de matar al enemigo querían divertirse a su costa.
—Si mi piel es dura de cocer —contestó Pardaillán—, tu cara fue fácil de escaldar si no me engaño, porque en poco estuvo que no te friera en el aceite hirviendo como una hermosa merluza y hasta, si no recuerdo mal, perdiste algunas escamas.
Maugiron hizo un gesto de rabia y se dirigió contra el aventurero, pero Damville lo detuvo, deseoso de echar su cuarto a espadas.
—¡Eh, señores! ¿No veis que se trata de un asno cubierto con la piel del león? Por mi palabra, os aseguro que el truhan ha desvalijado algún armario de mi palacio para vestirse con decencia.
—¡Ah, monseñor! —Gritó Pardaillán—. Te equivocas; según creo, el asno eres tú y el león yo. Y la prueba, que no podrás contradecir, es que busqué en tu casa guantes para mis garras y no hallé ninguno que me viniera bien, y te aseguro que me probé todos los de la casa, incluso el que está clavado en la puerta.
—¡Miserable perro! —gritó Damville.
—Entendámonos, ¿soy león, perro o asno?
—¡Te voy a romper las costillas a garrotazos!
—¡Caramba! Me figuraba que tu arma era la espada; dispensa, pues, según veo, es el garrote, como la de los lacayos.
—¡Caballero! ¡Vuestra espada! —Repitió el capitán del duque de Anjou—. Entregadme vuestra espada en nombre del rey.
—En tu corazón o en tu vientre, ¡elige! —contestó Pardaillán.
—Vaya, acabemos —dijo Damville.
Tal escena había durado mucho menos tiempo que el necesario para describirla, pues a cada uno de los insultos que se cruzaban paulatinamente, el círculo iba estrechándose alrededor de Pardaillán, que permanecía junto a la puerta. En el momento en que el mariscal mandó acabar, los caballeros avanzaron un poco más, llevando todos la espada desenvainada.
Detrás del semicírculo, la calle estaba atestada de gente; una multitud ruidosa, agitada, nerviosa, y además en las ventanas centenares de curiosos se inclinaban hacia la calle.
—Lo cogerán —decía uno.
—Vivo o muerto —contestó una mujer que se interesaba por los caballeros.
—¡Viva el bigote gris! —gritó un muchacho.
Pardaillán lo saludó con un gesto y una sonrisa.
—¡Adelante! —dijo Enrique de Montmorency.
—¡Un momento! —Dijo una voz—. Este caballero que aquí está es padre de un cierto caballero de Pardaillán que ha osado insultar a Su Majestad el rey, en una de las habitaciones reales. Cojamos vivo al padre y la tortura le obligará a decir dónde está el hijo.
Era Maurevert el que así hablaba. El consejo era terrible, y los ojos de Damville expresaron su aprobación. El caballero, juntamente con su padre, conocía el secreto de su conspiración. ¡Oh, si pudiera aniquilarlos a la vez! En el momento en que los jinetes, clavando sus espuelas en los caballos, se precipitaban sobre Pardaillán, el mariscal gritó:
—¡Sí, sí, vivo, y que diga dónde está su hijo!
—¡Aquí está! —dijo una voz vibrante.
En aquel momento entre los cortesanos se originó extraordinario desorden. Viose a uno de los caballeros caer y rodar en el polvo de la calle, y en su lugar, sobre el mismo caballo que montaba, apareció un joven cuyo semblante expresaba ardimiento sin igual. Aquel recién llegado, con una audaz maniobra, hizo encabritar el caballo de que acababa de apoderarse, dándole furiosos golpes con la espuela y destrozándole la boca con furiosas sacudidas del bocado. El pobre animal púsose a relinchar de dolor y enseguida empezó a cocear, a encabritarse, todo lo cual hizo huir más que aprisa a las gentes que estaban a su alrededor. Entre tanto el viejo Pardaillán, lleno de alegría, exclamó:
—¡Hijo mío!
—¡Tened ánimo, caballero! —le contestó el joven.
He aquí lo que había sucedido.
Al salir de la casa de la calle de la Hacha, el caballero, detenido por un momento en la calle de Beauvais por la multitud que esperaba el paso del rey, pudo por fin continuar su camino hacia la posada de «Los dos Muertos», una vez aquella multitud se precipitó hacia la calle de Montmartre, por donde debía pasar el cortejo real. El caballero llegó, pues, a la última de dichas calles y entró en el momento en que los últimos caballeros del cortejo se alejaban en dirección al Sena.
Allí un grupo enorme de curiosos rodeaba alguna cosa que el caballero no pudo ver. Pero lo que vio perfectamente fue la alta estatura del mariscal de Damville. Iba a pasar adelante, cuando al reconocer a los caballeros que formaban semicírculo, vio a Maurevert y a los demás favoritos, que parecían avanzar hacia una puerta, todo ello cambiando palabras acompañadas de gestos amenazadores que se dirigían evidentemente a un peatón que rodeaban.
La primera idea del caballero fue la de pasar adelante para no ser reconocido y tratar de ganar la calle de Tiquetonne. Y ya empezaba a operar el movimiento de retirada cuando reconoció la voz de su padre. Inmediatamente se precipitó con la cabeza baja contra la multitud y empezó a repartir puntapiés y codazos que originaron indignadas vociferaciones.
Por fin pasó y en algunos segundos llegó al lado de los caballeros que rodeaban a Pardaillán. Vio a su padre adosado a la puerta, poniéndose en guardia en el momento en que los guardias avanzaban.
El caballero miró a su alrededor como para pedir consejo a las circunstancias, y sonrió. En las ocasiones supremas tenía grandes inspiraciones. Con rápido gesto aseguró su espada y sacó la daga. Entonces saltó.
Cogerse al estribo del primer caballo que halló a mano, izarse sobre la silla y dirigir la punta de su daga al jinete, fue para él asunto de un momento.
—¡Bajad enseguida, caballero! —dijo Pardaillán frío y sonriente.
—¡Estáis loco, señor!
—¡No, pero estoy cansado y tengo necesidad de un caballo! ¡Bajad u os mato!
El jinete levantó el pomo de su espada para dar un golpe a su extraño adversario, pero no tuvo tiempo de acabar su movimiento, porque su enemigo le clavó la daga en el pecho y lo derribó al suelo. Pardaillán montó entonces cómodamente en el caballo y desenvainó su espada. Entonces fue cuando encabritó al pobre animal. Toda esta escena tuvo lugar en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Hijo mío! —dijo el viejo Pardaillán.
El caballero le dirigió una sonrisa.
Muy pronto alrededor del aventurero quedó un gran espacio libre y durante algunos segundos, todos estudiaron rápidamente su respectiva situación. El caballero, en el centro del espacio vacío, había detenido su caballo tembloroso y lo sujetaba con mano de hierro. El animal, inmóvil y con la cabeza alta, parecía una estatua de bronce manchada de espuma. El caballero permanecía silencioso y con los labios apretados, en tanto que el aventurero, con voz ronca llenaba de injurias a sus adversarios, que le contestaban desde lejos.
Entonces, y sin dejar de insultar a sus enemigos, el viejo Pardaillán aprovechó el tiempo, pues reunió las mesas, las sillas y las escaleras que habían servido a los curiosos para encaramarse y las apilaba en forma de barricada con la prodigiosa habilidad que tenía para esta suerte de trabajo, y a tal trinchera sólo dejó un estrecho paso.
«Esto para el caballero cuando esté desarzonado», pensó.
En cuanto al mariscal de Damville se había apartado un poco del grupo, un tanto avergonzado de haber intervenido en el arresto de un hombre; sobre el final de la aventura no tenía la menor duda posible. Como ya se ha visto, los favoritos del duque de Anjou se preparaban para trabar la pelea y en cuanto a los guardias no esperaban más que una orden de su jefe para empezar el ataque. La tregua originada por la llegada del caballero no duró más que unos diez segundos. El capitán impuso silencio con un gesto a los favoritos y, dirigiéndose a los dos Pardaillán, les dijo:
—Señores, oídme bien. ¿Os rendís?
—No —dijo fríamente el caballero.
—¿Os rebeláis, pues?
—Sí.
—¡Pues adelante! ¡Guardias, apoderaos de esos dos hombres!
Los guardias por un lado y los favoritos por el otro, se precipitaron, espada en mano, sobre el caballero, al cual era preciso coger o matar antes de poder llegar al viejo. El joven comprendía que había llegado la lucha final y dirigió su ultimo pensamiento a Luisa. En el momento en que el ataque era más furioso, quiso repetir la maniobra que llevó a cabo con feliz éxito. Reunió, pues, las riendas y dio un golpe terrible en los flancos del animal, pero el caballo, en vez de encabritarse, dejó escapar un doloroso quejido y cayó arrodillado.
—¡Maldición! —rugió el caballero, y saltando ágilmente, se encontró a pie y espada en mano, pero cercado por una quincena de caballos.
¿Qué había sucedido? Desde la primera intervención del caballero, uno de los asaltantes echó pie a tierra empuñando una de aquellas dagas cortas de hoja ancha, que tan mortíferas eran. Aquel hombre era Maurevert.
Siguió con mirada atenta los movimientos del caballero y en el momento en que el capitán gritaba: «Adelante», se precipitó hacia el caballo y le hundió la daga en el pecho. Herido en el corazón, el pobre animal cayó agonizante. El caballero se preparó a morir matando y ya comenzaba a hundir su espada entre la masa de los que lo atacaban.
—¡Por aquí! —gritó el viejo Pardaillán.
El caballero volvió la cabeza y vio la barricada que había formado su padre; una mirada de esperanza brilló en sus ojos y se precipitó hacia la abertura que estaba libre. Apenas estuvo en seguridad relativa detrás de aquel precario abrigo, cuando la abertura fue cerrada por un caballete que el anciano tenía preparado.
Padre e hijo se hallaron entonces encerrados en aquella ciudadela improvisada que en rigor podía constituir una defensa durante dos o tres minutos. Cambiaron una mirada que fue una suprema despedida, porque no tenían tiempo de abrazarse, ni tampoco de estrecharse la mano.
En aquel momento el mariscal de Damville, que estaba un tanto apartado, se acercó atraído por la curiosidad, por el temor de que se escaparan los Pardaillán, por el odio que le inspiraban y por la admiración a que no podía substraerse.
Los caballos avanzaban agrupados sobre el obstáculo, pero inmediatamente retrocedieron relinchando de dolor y encabritándose, mientras los jinetes blasfemaban como paganos. El viejo Pardaillán a la izquierda y el caballero a la derecha, esgrimían sus espadas y de vez en cuando, con seguridad perfecta y con la rapidez del rayo a través de los barrotes de las sillas amontonadas y por entre las patas de las sillas, los aceros herían a los caballos en las narices y en el pecho.
El capitán, con un gesto, mandó cesar el ataque, porque aquella táctica no daba resultado y era necesario emplear otra.
—¡Por todos los diablos del infierno! —Murmuró el capitán de guardias—, me sabe mal tener que prender a estos dos hombres.
—¿Estás herido? —dijo el viejo Pardaillán.
—Ni un arañazo; ¿y vos, padre?
—Nada todavía. ¡Por Barrabás, muramos como hombres!
—¡Al revés! —Dijo fríamente el caballero—, tratemos de vivir.
—¡Pie a tierra! —mandó el capitán.
Una docena de jinetes desmontaron; entre ellos estaban los favoritos de d’Anjou, furiosos por tan inesperada resistencia e imaginando los más atroces suplicios, mientras se decían:
—Es necesario cogerlos vivos.
Entonces se formó un círculo de espadas alrededor de la barricada; doce o quince puntas de acero convergieron hacia los Pardaillán a través de las maderas. Dos o tres se rompieron de un golpe, cuatro hombres cayeron, corrió la sangre, y la banda entera de los asaltantes, retrocediendo para un nuevo ataque, y sin prestar atención a sus muertos, gritaron a coro:
—¡Están heridos, están heridos!
Era un éxito considerable. Los dos Pardaillán estaban rojos de sangre, heridos los dos en la cabeza, en los brazos y en el pecho.
—Adiós, caballero —dijo el viejo Pardaillán cayendo sobre una rodilla.
—Adiós, padre —contestó el caballero apoyándose en un codo para no caer.
—¡En nombre del rey, rendíos y consideraré vuestra rebelión como nula y no ocurrida! —gritó el capitán con una emoción que no pudo dominar.
—¡Gracias, señor! —dijo el caballero amablemente—. Al morir miraré vuestra cara, pues es la única honrada que podré contemplar.
El capitán hizo una seña y gritó:
—¡Derribad todo esto!
Y de nuevo la formidable fila de espadas avanzó como bestia monstruosa amenazando con sus puntas a los dos heroicos sitiados. En el mismo instante la barricada se desmoronó gracias a los esfuerzos de los asaltantes, y el paso estuvo libre.
—Ha llegado el fin —exclamó el viejo Pardaillán dando una suprema carcajada.
Y al mismo tiempo dio tres o cuatro estocadas.
—¡Adiós, Luisa! —murmuró el caballero cerrando los ojos por un instante.
Y al abrirlos de nuevo se quedó deslumbrado, extasiado, presa de asombro sobrehumano, figurándose que estaba muerto o que en el vértigo de su angustia una consoladora y radiante aparición llegaba para conducirlo a las puertas del Infinito. Y he aquí lo que vio.
Las puntas de las espadas amenazadoras que se hallaban a una pulgada de su pecho, habíanse bajado hacia el suelo. Los asaltantes retrocedían a derecha e izquierda asombrados y fascinados, dejando libre un camino bordeado de acero que llegaba hasta Enrique de Montmorency a caballo, inmóvil, petrificado y cubierto de lívida palidez. Por aquel camino avanzaba una mujer vestida de luto, lenta y majestuosamente.
—¡La Dama Enlutada! —exclamó el caballero.
Y en el umbral de la puerta ante la cual habíase elevado la barricada, aparecía una joven adorable por su actitud a la vez temerosa y atrevida, con sus cabellos dorados que formaban un nimbo glorioso a su pálido rostro, y que desde el lugar en que se hallaba dirigía al caballero una insistente mirada de admiración y espanto.
—Luisa —murmuró el joven poniéndose de rodillas sobre la tierra bañada en sangre.
Dos lágrimas aparecieron en los ojos de la joven y su mirada se veló con infinita ternura.
—¡Dios mío! ¡Ya puedo morir, pues me ama! —exclamó el caballero cayendo desvanecido, mientras el viejo Pardaillán, mordiéndose el bigote, exclamaba:
—¡Ah! ¿Ésta es Luisa? Bueno, pues tengo la mayor satisfacción en morir teniéndola ante mis ojos.
* * * * *
Juana de Piennes, la Dama Enlutada, avanzó hacia Enrique de Montmorency.
Entre tanto, los asaltantes habían retrocedido y la dama tenía tan imponente aspecto, que su asombro se convirtió en respeto y comprendieron que iba a pasar algo extraño; ninguno de aquellos hombres que momentos antes estaban furiosos se atrevió entonces a inferir ninguna herida a los dos hombres que la dama tomaba bajo su protección.
Juana de Piennes se detuvo a dos pasos del mariscal de Damville. Enrique, hipnotizado, la vio venir como en sueños andan las apariciones.
A la sazón no sentía amor, furor ni celos: sólo extraordinario asombro de verla allí. ¿Cómo podía ser? Y no comprendiéndolo, esperaba.
—Monseñor —dijo Juana de Piennes—, tomo a estos dos hombres bajo mi protección porque me pertenecen. Uno de ellos es el que me trajo mi hija cuando me fue robada y el otro es su hijo. Debo a los dos mi gratitud, y os lo pido, señor, estos dos hombres me pertenecen. Ahora os pregunto: ¿Queréis que explique a todos los aquí presentes qué deuda he contraído con ellos? ¿Queréis que hable?
Con un gesto de su brazo designó a los caballeros inmóviles, a los cortesanos estupefactos y a la multitud que contemplaba asombrada aquella escena. El mariscal se estremeció y estuvo a punto de rebelarse. Su mirada colérica se fijó por fin en Juana de Piennes, y al chocar con los ojos límpidos y firmes de la pobre mujer, cerró los suyos vencido. Y en voz baja y apenas perceptible, contestó:
—Estos dos hombres os pertenecen, señora. Tomadlos.
Entonces Juana de Piennes volviose hacia el capitán de guardias del duque de Anjou.
—Señor —dijo—, estáis aquí en cumplimiento de una misión…
—Por orden del rey, señora —dijo el capitán con firme voz—. Debo detener a estos dos hombres.
—Caballero, me llamo Juana, condesa de Piennes y duquesa de Montmorency.
El capitán, asombrado, se inclinó profundamente.
—Soy una garantía viviente y mi palabra os responde de los dos presos.
—Si es así, señora —contestó el capitán—, no quiera Dios que ponga en duda la garantía de la alta, noble y poderosa señora de Piennes y de Montmorency, y si los dos prisioneros no salen de la casa…
—Os doy mi palabra de que no saldrán.
—Obedezco, señora…, y añado que tengo gran satisfacción en hacerlo, pues son dos valientes.
Juana de Piennes se inclinó y se volvió hacia los dos heridos, que se habían incorporado a medias, haciendo heroicos esfuerzos para tenerse en pie. Al oír las últimas palabras del capitán, los dos a la vez envainaron sus espadas. Juana de Piennes avanzó hada el viejo Pardaillán y le dijo:
—Señor, ¿queréis hacerme el gran honor de reposar en mi humilde casa?
Y le tendió la mano. El aventurero, lleno de emoción, se apoyó sobre aquella mano y los dos entraron así en la casa.
Entonces, con tímido gesto, Luisa presentó su mano al caballero, el cual tembloroso la cogió, irguiéndose al mismo tiempo orgullosamente. Desgarrado, ensangrentado y soberbio, se asemejaba en aquel momento a un león que, después de la victoria, conduce a su hembra fuera del campo de batalla.
La puerta se cerró tras de Luisa y el caballero.
—¡Capitán! —Gritó Enrique—. ¡Veinte guardias ante esta puerta día y noche! ¡Me respondéis con vuestra cabeza de los prisioneros… y de las prisioneras!
—Iba a dar mis órdenes, monseñor —contestó el capitán con cierta altivez.
—¡Hacedlo, pues! ¡Y quiera vuestra buena estrella que la señora de Piennes, que se titula falsamente duquesa de Montmorency, sea para vos buena garantía!
El capitán tomó rápidamente sus disposiciones. Retiráronse los muertos y heridos; se mandó a buscar refuerzos y muy pronto veinte guardias se instalaron ante la casa que debía vigilarse.
A lo lejos tronaban los cañones del Louvre.