XIX - El hotel de Mesmes

DE ACUERDO CON LA PROMESA que hiciera, la señora Magdalena, sin regresar a su casa, cruzó la calle y entró en la posada en cuanto hubieron desaparecido las dos carrozas por la esquina de la calle.

La señora Magdalena era como todas las viejas que no tienen nada que hacer. Pasaba su tiempo en murmuraciones y chismes. Por esta razón se había percatado, tras repetidas observaciones, de que el joven caballero se pasaba las horas muertas en su ventana mirando a la del piso de Juana de Piennes, y como estaba en muy buenos términos con la sirvienta de la hostería, la interrogó hábilmente, y supo de esta manera todo lo que podía averiguar acerca del caballero de Pardaillán, cuando Luisa, que estaba interesada por él, ignoraba hasta su nombre. La vieja devota husmeó, por consiguiente, que se trataba de algún asunto amoroso en el cual iba a encontrarse envuelta. ¿Y qué cosa hay más interesante para una vieja beata que un asunto de amor?

Así, pues, con los ojos bajos, entró en la posada y dijo a su vecina la señora Gregoire:

—Quisiera hablar con el caballero de Pardaillán.

—¡El caballero de Pardaillán! —exclamó maese Landry Gregoire, que oyera su petición—. ¿Pero no habéis visto lo que ha sucedido?

—No, no sé nada. ¿Qué pasa?

—Cosas muy gordas. Toda la calle no habla de otra cosa. Es verdad que vos también debíais estar muy ocupada. ¡Cuántos sucesos en un mismo día!

—Pero ¡en nombre del Cielo! ¿Qué pasa?

—Pues que el terrible Pardaillán…, el espadachín, el matamoros…, pues ¡qué se lo han llevado preso!

—¡Preso! —exclamó la vieja palideciendo, y no porque se interesara por la suerte del caballero, sino por temor de haberse comprometido.

La señora Landry movió tristemente la cabeza para afirmar que su marido decía la verdad, mientras que éste, radiante y alegre, contestaba:

—¡Le ha llegado la vez! Esto le enseñará a no coger a los buenos burgueses por el cuello y a tenerlos suspendidos sobre la calle. ¡Me alegro mucho de lo que ha sucedido!

—¿Pero qué ha hecho?

—Parece que conspiraba con los condenados hugonotes —dijo Landry en voz baja y mirando a su alrededor, como si el hecho de saber semejante secreto pudiera acarrearle innumerables calamidades.

La señora Magdalena se echó a temblar. Se marchó precipitadamente y ocultó la carta que le habían confiado.

«Todo se explica» —pensó—. «Eran, en efecto, hugonotes, y conspiraban con el de enfrente. ¡Y yo sin saberlo iba a convertirme en enemiga de nuestra santa religión! Haré una novena a San Antonio para que me perdone este pecado mortal».

Mientras sucedía todo esto en la calle de San Dionisio, la carroza que llevaba a Juana de Piennes y a su hija llegaba sin tropiezo al hotel de Mesmes y entraba en el patio húmedo y triste en donde crecía la hierba entre las losas de piedra, y la puerta se cerró. El oficial, entonces, hizo bajar a las dos prisioneras.

Juana miró rápidamente a su alrededor. Pero como entonces solamente temía verse separada de su hija, se acercó a ella sin observar que la prisión a la que acababa de llegar no tenía aire de tal. El hotel era muy lúgubre, es cierto, pero la casa más siniestra, comparada con la prisión más alegre, conserva cierto aire de cordialidad y honradez que en vano trataría de adquirir una cárcel a pesar de cuanto se hiciera para ello. Las dos mujeres, estrechamente cogidas por el brazo, siguieron al oficial, que las condujo al primer piso. Se detuvo ante una puerta y dijo inclinándose:

—Servíos entrar aquí. Mi misión ha terminado y tendré una gran satisfacción si ninguno de mis actos o palabras han podido molestaros.

Juana de Piennes le dio las gracias con un movimiento de cabeza, y abrió la puerta. Así que hubo entrado con su hija, aquella puerta se cerró de nuevo, y entonces pudo observar que eran realmente prisioneras. Pero Juana sintió la impresión de que no se hallaban en ninguna cárcel. La sala en que acababan de ser encerradas era de grandes dimensiones y estaba ricamente amueblada. Grandes tapicerías adornaban la estancia. Juana pudo observar también que en la pared habían estado colgados algunos cuadros, y se le ocurrió la idea de que tal vez contenían retratos.

En el fondo de la habitación había una puerta abierta. Daba a un dormitorio que a su vez comunicaba con otra habitación, propia también para dormir. Éstas eran las tres piezas destinadas a las prisioneras, las cuales, al acercarse a las ventanas, vieron que todas daban al patio del edificio. Las ventanas en cuestión no estaban enrejadas, pero no hacía falta tal precaución, porque el patio, antes desierto, estaba ocupado por dos centinelas que se paseaban lentamente empuñando cada uno de ellos una alabarda.

El terror que sentía Juana aumentaba por instantes y se apoderaba de todo su ser. Cuanto más observaba aquella prisión, más convencida estaba de hallarse en alguna casa señorial, y esto, en vez de tranquilizarla, le ocasionaba mayor espanto. Volvió a la primera de las tres habitaciones y se dejó caer en un sillón.

—¡Una carta! —exclamó Luisa, señalando con el dedo un papel que se hallaba sobre la mesa. Se apoderó de él y leyó:

Las prisioneras no deben temer mal alguno.

Si desean algo, sea lo que fuere, no tienen más que agitar la campanilla que se halla al lado de esta carta. Una camarera está al servicio y acudirá a la primera llamada. Esta mujer es la que servirá las comidas.

Es muy probable que este encierro dure solamente días.

—¿Qué significa todo esto? —murmuró Luisa—. ¡Felizmente, madre mía, parece que no estamos en ninguna cárcel!

—¡Mejor valdría estar realmente en una de las prisiones del rey!

—¿Qué quieres decir, madre mía? No parece que nuestros secuestradores nos quieran mal.

Juana movió la cabeza como para ahuyentar terribles sospechas que la asaltaban.

—Esperemos, hija mía, esperemos. Pronto sabremos a qué atenemos. Pero, entre tanto, tengo que hacerte una grave confidencia.

—Habla, madre mía —contestó Luisa, disponiéndose a escuchar.

—Hija mía, se trata de aquel joven caballero.

Luisa se ruborizó.

—¿Es verdad que lo amas? —exclamó Juana dolorosamente.

Luisa bajó la cabeza.

La madre guardó silencio durante algunos momentos, como si vacilara en seguir hablando.

—Ahora ya sabemos su nombre —dijo lentamente.

—Sí; la señora Magdalena nos lo ha dicho. Se llama el caballero de Pardaillán. Y Luisa pronunció este nombre con tanta ternura, que Juana, al oírlo, se estremeció.

—¡El caballero de Pardaillán! —murmuró tristemente.

—¡Madre, madre! Se diría que este nombre no te es desconocido —exclamó Luisa— y que te causa alguna pena sombría, cuyo motivo no me explico. Recuerdo que al pronunciar la señora Magdalena este nombre has dado un grito, y te desmayaste luego. Al recobrar el sentido en vano te he interrogado. ¡Oh, temo averiguar algo espantoso!

—¡Sí, espantoso! —dijo maquinalmente Juana, como respondiéndose a sí misma.

—¡Oh, habla, madre mía!

—Es preciso, hija, hija mía adorada. Es preciso hablar para salvarte.

—¡Me asustas, madre!

—Escucha, Luisa mía. Cuando naciste, tu pobre madre había sufrido ya muchas desgracias. Terribles catástrofes cayeron sobre ella. De modo, Luisa, que si tú no hubieras existido me habría muerto de dolor y desesperación. Nunca has podido comprender hasta qué punto te he querido siempre.

—Sólo tengo que mirarte para comprenderlo, querida madre mía —dijo Luisa conmovida.

—¡Querida hija! Sí, te amaba como te amo ya ahora. Más que a mí misma, más que a todo el mundo, ya que te amaba más que ¡«a él»!

—¿Él?

—¡Mi esposo! ¡Tu padre!

—¡Ah, madre! ¿Por qué no me has dicho nunca su nombre?

—Pues bien, vas a saberlo. Ha llegado la hora. Tu padre se llama… —Y se detuvo palpitante, como si todo su pasado de amor se hubiera levantado ante ella.

—¡Acaba, madre! —exclamó Luisa.

—¡Francisco de Montmorency! —dijo Juana con débil acento.

Luisa dio un grito. Luego se suspendió, por decirlo así, de los labios de su madre, que continuó:

—Tu padre, Luisa, partió para una gran campaña. Lo creí muerto. Un día, día de infinita alegría y de espantosa desgracia, supe que vivía, que iba a regresar y que pronto estaría a mi lado… Ahora es necesario decir te que el hombre que me dio tales nuevas era el hermano de tu padre, Enrique de Montmorency.

—¿Qué vas a decirme, madre? —exclamó Luisa.

—Sabe también que este hombre, antes de darme tales nuevas, te hizo raptar por un miserable…, por un tigre, cómo lo llamó él mismo. Y después de saber que tu padre volvía, después de comunicarme que te había hecho raptar, añadió que si yo desmentía las palabras que él iba a pronunciar en presencia de mi esposo, a una señal que haría, tu ibas a ser degollada.

—¡Qué horror!

—¡Sí, fue horrendo, espantoso! Porque nadie sabrá lo que sufrí cuando, ante mi esposo… Enrique de Montmorency me acusó de adulterio… ¡Quise protestar! Pero a cada uno de mis gestos veía su brazo preparado para dar la señal de muerte al tigre que te tenía en su poder… ¡Y me callé!

—¡Oh, madre! ¡Madre! —exclamó Luisa echándose en los brazos de Juana—. ¡Cómo habrás sufrido! ¡Por mí! ¡Para salvarme!

Una heroica y dolorosa sonrisa de Juana fue su única contestación. Poco a poco, bajo las apasionadas caricias de su hija, consiguió calmar las palpitaciones de su corazón, y entonces continuó:

—Ya comprendes ahora por qué te he dicho siempre que había un hombre en el mundo del que debías huir, como se huye de la desgracia y de la muerte…, y este hombre era Enrique de Montmorency.

—¿El otro, madre? ¿El otro? —dijo Luisa con angustiosa voz.

—El otro, hija mía, fue el que te raptó.

—¡Sí, madre!

—¡El que aceptó la horrible tarea de degollarte…, el tigre!

—¡Sí, madre!

—Luisa, apronta tu valor… ¡porque aquel monstruo se llamaba «el caballero de Pardaillán»!

Luisa no dio un grito ni se movió. Se quedó anonadada, pálida, mientras dos grandes lágrimas caían de sus hermosos ojos. Luego cruzó las manos sobre su seno, bajó la cabeza y murmuró:

—¡El padre del que amo!

Juana la estrechó convulsivamente en sus brazos.

—Sí —dijo temblando y con extravío—. Sí, mi querida Luisa, las dos somos juguetes de la desgracia. Un hombre generoso te salvó y te trajo a mí, y éste fue el que me dijo el nombre del monstruo. Sí, fue el padre del que tú amas, porque supe que el criminal tenía un hijo de cuatro a cinco años… El tigre murió sin duda, pero el niño ha crecido y la misma desgracia que puso al padre en mi camino ha puesto al hijo en el tuyo.

Luisa no decía una palabra. Una angustia horrorosa le oprimía el corazón. ¡Amaba al hijo del hombre execrado a causa del cual su madre había sido condenada a una vida desgraciada! ¿Y quién sabe si el hijo no se dedicaba a los mismos siniestros quehaceres del padre?

«¿Por qué el joven caballero no acudió al pedirle ella socorro? ¿Por qué estaba mirando a su ventana precisamente en la hora en que las detuvieron a las dos? ¿Por qué las observaba desde hacía tanto tiempo? ¡No era posible la duda! ¡El caballero de Pardaillán era el emisario del hombre que había prendido a su madre y a ella! ¿Y quién sería este desconocido?».

Entonces se estremeció al figurárselo. Y al dirigir a su madre una mirada de desolación infinita, la vio pálida y con tal expresión de espanto pintado en los ojos, que comprendió tenía el mismo pensamiento que ella.

—¡Oh, madre! —dijo con angustia—. ¡Tengo el corazón destrozado!

—¡Pobrecita mía! Era necesario decírtelo para evitarte mayores desgracias.

—Mi corazón ha muerto —continuó Luisa—, pero no me preocupo de mí.

—¿De quién, pues, hija mía? —dijo Juana dirigiendo una mirada sobre Luisa—. ¡De él, tal vez! ¡Ah, hija mía, expúlsalo de tu pensamiento!

Luisa movió, negativamente la cabeza.

—Pienso —dijo estremeciéndose— en el hombre que nos tiene prisioneras.

Juana tembló de espanto, porque el pensamiento de su hija era el suyo propio.

—Y, además —añadió Luisa—, al fijarme en todo lo que nos ha sucedido y nos sucede, creo que este hombre es…

—¡Oh, cállate! —dijo Juana como si el nombre que estaba ya en los labios de Luisa fuera una maldición.

Las dos mujeres, cada vez más asustadas, se abrazaron estrechamente. En aquel momento, Juana, cuya cabeza estaba vuelta hacia la puerta, oprimió con más fuerza el busto de su hija. La puerta acababa de abrirse sin ruido.

—¡Él! —dijo Juana lívida de espanto.

En el umbral de la puerta, inmóvil y semejante a un espectro, estaba, con los brazos cruzados, Enrique de Montmorency.