HORRIBLE REVELACIÓN
XXVIII - Francisco de Montmorency
EL HOMBRE ESPERADO en el hotel de Coligny y que acababa de ser introducido ante el rey de Navarra, parecía tener unos cuarenta años. Era alto, robusto, y sus miembros tenían la ligereza peculiar de las gentes que se entregan a violentos ejercicios corporales.
Sus cabellos eran blancos, y era asombroso ver canas en una cabeza todavía joven, pues el bigote de color castaño oscuro y la ausencia de arrugas daban una impresión de juventud que desvanecía en parte la mirada de sus ojos apagados, que, sin embargo, expresaba lealtad y valentía. Una lasitud indefinible parecía destruir la armonía de vigor que se advertía en el conjunto de su persona.
Con los años, lentamente, había mitigado el dolor, pero la tristeza era todavía profunda y pesaba sobre aquel hombre del mismo modo que antaño, y he aquí causa de su lasitud. Francisco de Montmorency, parecía un hombre que viviese sin hallar en la vida el menor atractivo. Parecía, en realidad, que su vida se detuvo el día funesto en que, volviendo tan feliz y apasionado de la guerra y de la cautividad, fue herido por la gran desgracia cuyo peso arrastraba todavía, sin poder desprenderse del dulce recuerdo de su amor de juventud.
Era semejante a los viajeros que al desembarcar de una larga travesía hallan su casa incendiada, su familia destruida y la ruina la desgracia por todas partes, y se quedan estupefactos por el exceso de injusticia que los hiere.
Francisco de Montmorency era una de esas personas que no recobran su corazón una vez que lo han dado. Existía aún en su corazón el amor puro que sintiera por Juana de Piennes, pero había tomado otra forma, y puede decirse que, después de la catástrofe, no pasó hora sin pensar en Juana y sin maldecirla.
Muchas veces experimentó tentación de verla de nuevo, más siempre había refrenado sus deseos y se entregaba a una nueva campaña, o a una empresa política en las que desplegaba su actividad febril, sin conseguir desprenderse del recuerdo que lo obsesionaba. El fantasma de Juana montaba en la grupa de su caballo y entraba con él en los consejos. A veces, en medio de una discusión, se le veía abstraerse, mirar fijamente en el vacío, y entonces ya no oía nada; y aún murmuraba palabras sin sentido. En cambio pensaba poco en Enrique de Montmorency, no porque lo hubiera perdonado, sino porque se había impuesto la obligación de olvidarlo y lo conseguía con bastante facilidad, cosa que no podía lograr al tratarse de Juana. Con tal carácter, con un amor tan arraigado en el corazón, es casi inútil decir que Francisco de Montmorency no pensó en reconstituir su felicidad con otra familia.
No obstante, consintió casarse con Diana de Francia, pero lo hizo para escapar a las tiránicas órdenes de su padre, el anciano condestable. Tal lo hizo también esperando que el amor lo esclavizara de nuevo, pero, de todas suertes estaba convencido que la muerte no tardaría en libertarlo. No se contentó esperar la muerte, sino que la buscó; desgraciadamente para él, la muerte no lo quiso. Su existencia con Diana de Francia fue de convivencia con ella, es decir, una simple asociación. Ella tenía un espíritu cultivado, era ambiciosa y jamás buscó en Francisco al esposo, sino su compañía. Sus ambiciones políticas fracasaron, y observando que Francisco no era muy conspirador, pronto cesó toda clase de relaciones con él. Se veían tras de largos intervalos; en ocho años Francisco de Montmorency trató poco a la princesa, que llevaba su nombre con gran dignidad; es decir, que, si bien tenía numerosos amantes, como confirman las crónicas, se estimó lo bastante y respetó a su marido suficientemente para salvar las apariencias, cosa, que en aquella época, era mucho. Probablemente, Francisco ignoraba la conducta de su mujer porque no tenía ningún interés en conocerla. Diana de Francia no era su esposa más que de nombre.
Debemos añadir que, por dos o tres veces, Francisco de Montmorency tuvo la idea de volver a su castillo señorial. Un día se puso en marcha con la intención decidida de reconstituir la historia del crimen que había destrozado su vida, a fin de conocerlo en todos sus detalles. En realidad, no conocía más que el hecho escueto, referido por su propio hermano y confirmado por Juana. Quería saberlo todo, interrogar a las gentes y adquirir toda clase de detalles sobre la espantosa desventura. Llegó decidido hasta una altura, de la que, al salir de un bosque, se veía Montmorency y a alguna distancia la aldea de Margency. Más allí sus fuerzas se desvanecieron y detuvo nerviosamente su caballo. Para no mostrar la emoción que lo trastornaba, mandó su escolta que regresara a París.
Cada mirada que dirigía lo lejos despertaba en él un recuerdo, evocando un fantasma dulce y terrible. La contemplación de los lugares en que se ha amado o sufrido, precisa, cuando han transcurrido muchos años, con incomparable nitidez, los sentimientos que empezaban ya a ser confusos en la memoria. Francisco no pudo soportar la idea de que iba a atravesar aquel bosque de castaños en que escuchó las palabras amorosas de Juana, y de que iba a entrar en la vieja casa en que se presentó al señor de Piennes y en la antigua capilla cuya campana en aquel instante resonaba tristemente. Dos lágrimas corrieron por sus mejillas, y por mucho tiempo permaneció allí contemplando el teatro de su felicidad y de su desgracia. Luego se marchó y no le volvió el pensamiento de volver a Margency, pues el verla solamente de lejos le había hecho sufrir mucho.
El destino de los hombres depende a menudo de muy poca cosa; si Francisco hubiera tenido valor para llegar a Margency y recoger allí el testimonio de la vieja nodriza, se habría convencido muy pronto de la perfecta inocencia de Juana de Piennes. Ocurrió, no obstante, una circunstancia en que la verdad del drama que había destrozado el corazón de Francisco hubiera podido aparecer a sus ojos por casualidad. En 1567 se dio batalla de Saint-Denis: entre hugonotes y católicos. Los primeros llevaban la ventaja y habían avanzado hacia París. El condestable Anne hizo una salida, cargó frente de su caballería e hizo gran mortandad entre los herejes. Pero en el combate, el condestable fue herido.
Fue al hotel de Mesmes, que pertenecía su hijo Enrique, duque de Damville. Entonces Enrique estaba en Guiena, donde se distinguía por su celo en imponer la misa a los herejes. Francisco se hallaba en París, y no había visto a su padre desde hacía tres años. En cuanto tuvo la noticia de que estaba gravemente herido, acudió al hotel de Mesmes seguro de no hallar en él a su hermano. Halló condestable en cama con la cabeza vendada y dictando su última voluntad a un escribano.
En cuanto el viejo Montmorency hubo terminado divisó su hijo mayor que acababa de entrar e intensa impresión de alegría iluminó su rostro. Un canónigo de Nuestra Señora llegó y le administró la extremaunción y los criados, de rodillas, lloraban en la estancia, el condestable les dijo sonriendo que sus lamentos molestarían al canónigo. Casi enseguida recibió al enviado del rey y de Catalina de Médicis, que expresó el vivo dolor de sus reales amos y que conmoviera tambien a aquel embajador que trataba de consolarlo, y le dijo:
—¿Creé que en ochenta años de vida no habré de aprender a morir en diez minutos? Luego hizo salir a todo el mundo, expresando el deseo de quedarse solo con su hijo Francisco. La agonía estaba cercana. La respiración del condestable era ya sibilante y tuvo que hacer un gran esfuerzo para pronunciar algunas palabras que Francisco pudo recoger inclinándose sobre su padre.
—Hijo mío —dijo él—, cuando la muerte está cerca, se ven las cosas de muy distinto modo. También en algunas circunstancias no me he preocupado bastante de vuestra felicidad. Contestadme francamente, ¿sois feliz?
—Tranquilizaos, padre mío. Soy tan feliz como es posible que yo lo sea.
—Vuestro hermano… —Francisco palideció.
—¿No os reconciliaréis con él?
—¡Jamás! —contestó con sorda voz.
El condestable hizo un nuevo esfuerzo para luchar contra la agonía.
—Escuchad… Tal vez es menos culpable… de lo que os figuráis.
Francisco movió la cabeza.
—¿Qué sido de aquella joven? —continuó condestable.
—¿De quién habláis, padre?
—De la hija del señor de Piennes… ¡Ah!… me muero… Francisco…
—Padre, calmaos, todo eso ha muerto para mí.
—Francisco, te digo… que es necesario… hallar a ella y a su…
El condestable no tuvo tiempo de pronunciar la palabra que estaba ya en sus labios. Entró la agonía, balbuceó frases y expiró. De esta manera el secreto de Juana de Piennes no llegó a Francisco de Montmorency, el cual tampoco trató averiguar porque padre quería que buscase a Juana.
«Capricho de moribundo» —pensó.
Se enterró al condestable con pompa casi real, y desde los Guisas, que temían su poder, hasta Catalina de Médicis, que con impaciencia había soportado su grandeza, todo el mundo sintió alivio por aquella muerte. Únicamente Francisco lloró con sinceridad a aquel hombre con el que desaparecía toda una época.
Después de la batalla de Saint-Denis, Francisco vivió de los campos de batalla. Un día que la reina madre le ofreció ejércitos para ir a combatir a los hugonotes, rehusó diciendo que consideraba a los partidarios de la religión reformada como hermanos de armas y no como enemigos que fuera necesario combatir. Tal actitud le valió las sospechas y el odio de Catalina de Médicis, que en vano trató penetrar sus secretos enviándole a Alicia de Lux, pues ella fracasó en su propósito.
Por otra parte, Francisco no tenía secretos; no hacía más que retirarse de las luchas en que había tomado parte por obedecer al condestable. Esta actitud fue causa de que también lo vigilara un numeroso partido que se formaba entonces y que veía en él a un posible jefe. Dicho partido, indignado de ver correr tanta sangre en nombre de la religión, tendía restablecer la armonía entre todos los franceses, tanto hugonotes como católicos. Se llamó partido de los Políticos. Francisco fue su jefe, algo a pesar suyo, pero seducido por la idea de una paz duradera y sincera.
A la sazón recibió un día la visita del conde de Marillac, que iba comisionado por Juana de Albret y obtuvo del mariscal la promesa de celebrar una entrevista con el rey de Navarra. Éste, que había ido a París secretamente en compañía del conde Coligny, se preparó recibir la visita de Francisco de Montmorency. En el día y hora convenidos, el mariscal se presentó el hotel de la calle de Bethís. Ya se ha visto el efecto que produjo el anuncio de su llegada al caballero de Pardaillán. Dejaremos a él que explique a su amigo Marillac las causas de su emoción y seguiremos al mariscal en su entrevista con Enrique de Bearn, entrevista que tiene en nuestro relato considerable influencia.
El Bearnés recibió al mariscal con aire grave. Sobresalía, en efecto, en el arte de acomodarse al modo de ser de las gentes: entusiasta donde pudiera seducir al pueblo, o triste según el carácter del hombre a quien hablaba.
—¡Salud! —dijo— ¡al ilustre defensor de Thé!
El saludo era anroní. Entre los hechos de armas del mariscal no había ninguno que le mereciera tanto aprecio como la defensa de Thé, ya sea por ser obra de su juventud o porque con ése se relacionaban sus más queridos recuerdos.
Francisco se inclinó el rey.
—Señor —le dijo—, me habéis hecho el honor de citarme para hablar conmigo sobre la situación general de los partidarios religiosos. Espero que Vuestra Majestad se dignará decir sus intenciones y yo le contestaré con franqueza.
A pesar de su astucia, el Bearnés se sintió asombrado por aquella precisión un poco seca. Esperaba palabras de doble sentido y en cambio se hallaba ante un hombre que pretendía hablar sin ambages.
—Sentaos —dijo para darse el tiempo de reflexionar—; no permitiré que el mariscal de Montmorency permanezca en pie, mientras estoy sentado yo, que no soy sino aprendiz en la carrera de las armas.
—¡Señor! El respeto…
—Lo quiero —dijo Enrique, sonriendo.
Entonces Montmorency obedeció.
—Señor mariscal —continuó el rey después de unos momentos de silencio, durante los cuales estudió la viril fisonomía de su interlocutor— no os hablaré de la confianza que tengo en vos. Aunque hayamos combatido en campos opuestos, siempre os he tenido singular estimación, y la mejor prueba es que sois la única persona en París que conoce mi estancia en el asilo que he elegido.
—Esta confianza me honra —dijo el mariscal— pero me permitiré decir a Vuestra Majestad que no hay un solo noble capaz de traicionar este secreto.
—¿Lo creéis así? —dijo el rey con escueta sonrisa—. No soy de vuestra opinión y os repito que sois la única persona a quien he podido hacer venir con la certeza de dormir tranquilo esta noche.
El mariscal se inclinó sin contestar.
—El resultado de esta confianza es que voy a hablaros con el corazón en la mano y que, desde el primer momento, os revelaré motivo de mi viaje a París.
Coligny y Condé dirigieron al rey una mirada llena de asombro, pero el Bearnés no la vio o fingió no verla y con voz muy tranquila continuó:
—Señor mariscal, tenemos la intención de apoderarnos de Carlos IX, rey de Francia. ¿Qué os parece?
Coligny palideció, y Condé se puso a jugar muy nervioso con las agujetas de su jubón. La entrevista había sido llevada repentinamente a una altura en extremo peligrosa. Sin embargo, el mariscal ni siquiera pestañeó, y su voz continuó tan tranquila como la del Bearnés.
—Señor —dijo—. ¿Vuestra Majestad me interroga sobre la posibilidad de la aventura, o sobre las consecuencias que podría acarrear el fracaso?
—Ya hablaremos más adelante de ello, señor mariscal. Por el momento deseo saber vuestra opinión sobre la justicia de este acto que ha llegado a ser necesario. Veamos, ¿qué os parece? ¿Os decidiréis en favor nuestro, o contra nosotros, o guardaréis, por el contrario, neutralidad?
—Todo depende, señor, de lo que queráis hacer del rey de Francia. No he recibido ni agravios ni ofensas de Carlos IX, pero es mi rey y le debo ayuda y fidelidad. Todo noble es felón si no corre a socorrer a su rey cuando está peligro. Así, pues, señor, si tenéis la intención de hacer violencia al rey de Francia y poner en el trono a alguno de sus parientes, estoy contra vos. Si, en cambio, tratáis de obtener justas garantías para el libre ejercicio de vuestra religión, permaneceré neutral, pero en ningún caso os ayudaré en vuestra empresa.
—He aquí lo que se llama hablar claro. ¡Cuánto me place conversar con vos, señor mariscal! Ahora voy a deciros por qué hemos resuelto apoderarnos de mi primo Carlos. Sé, y conmigo lo saben muchos, que la reina madre prepara nuevas guerras. Nuestros recursos están agotados, tanto en hombres como en dinero, y ya no podemos hacer frente al rey de Francia. Sin embargo, ahora estamos más amenazados que nunca. Si Carlos marchara al frente de sus ejércitos ¿no trataría yo de hacerlo prisionero?… Estamos de acuerdo en este punto, me figuro.
—Sí, señor, y si yo tuviera el honor de ser vuestro vasallo en vez de serlo del rey de Francia, con gusto os ayudaría en vuestro proyecto.
—Muy bien. Queda, pues, la cuestión de saber lo que haremos del rey una vez sea nuestro prisionero.
—En efecto, señor, ése es un punto muy delicado.
El Bearnés, muy pensativo, le dirigió una mirada. ¿Qué había en el porvenir cuyas sombras trataba entonces de penetrar? ¿Acaso la corona de Francia? ¿Tal vez trataba de aparecer leal ante aquel hombre que era la lealtad personificada? Sea lo que fuere, su rostro perdió aquella astuta expresión no exenta de melancolía y grandeza, y dijo:
—Señor mariscal, por mi padre Antonio de Borbón, soy descendiente en línea directa de Roberto, sexto hijo de Luis IX (San Luis), soy el primer príncipe de la sangre de la casa de Francia. Tengo, pues, algún derecho para inmiscuirme en los asuntos del reino, y si se me ocurriera pensar que tal vez un día la corona de Francia debería ceñir mis sienes, tal pensamiento no sería ilegítimo. Pero los Valois reinan por la gracia de Dios, y así, pues, esperaré la gracia de Dios para saber si los Borbones, a su vez, deben ocupar este trono, el más hermoso del mundo. Y mi intención es de no ayudar en nada a la voluntad divina… En este punto por lo menos. Ya veis que he penetrado vuestro pensamiento, querido duque.
—Señor, lejos de sospechar de las intenciones de Vuestra Majestad, no quiero permitirme el tratar de descubrirlas; decía solamente, y lo repito, que no quiero emprender nada contra mi rey.
—Creo haberos dado una satisfacción. No envidio la corona de Carlos. Que reine mi querido primo tanto como pueda reinarse cuando se tiene por madre a una Catalina de Médicis; pero, por Dios, si no tenemos animosidad contra Carlos, ¿por qué la tiene él contra nosotros? ¿Por qué estas persecuciones a pesar de la paz de Saint-Germain? ¿Por qué hace una diferencia entre los que van a misa y los que no van? Es preciso acabar con todo esto, y como no tenemos bastante fuerza para sostener una campaña, es necesario obtener por la persuasión lo que la guerra no puede darnos. Para ello, es necesario que yo pueda hablar con Carlos tranquilamente y como hablo con vos en este momento. Así, ¿no es un acto legítimo el que vamos a emprender para tratar de apoderarnos de Carlos? No le hacemos ningún mal y le concederemos, además, la libertad de aprobar o rechazar mis proyectos. Quiero, sencillamente, hablarle a solas para que no sufra influencias extrañas.
El Bearnés acababa de efectuar un cambio de frente que el mismo Coligny no pudo por menos que admirar. En efecto, ya no se trataba de una captura, de un acto de guerra, sino de una conversación en que los dos partidarios contrarios serían libres de firmar o rechazar el convenio propuesto.
—En estas condiciones —acabó el rey de Navarra— ¿puedo contar con vos?
—¿Para apoderaras del rey?, señor, Franqueza por franqueza: estoy aquí y los vuestros son numerosos. ¿Puedo hablaras con tanta franqueza como exige mi conciencia sin temor que la muerte…?
Coligny avanzó un paso y dijo:
—Duque, sois mi huésped. Decid lo que queráis y os aseguro que saldréis de aquí sin que os hayan tocado un pelo de la ropa. Hablad ahora.
—Quería decir lo siguiente: Olvidaré la entrevista a la que he tenido el honor de ser invitado, pues vuestro proposición no entra de lleno en mi modo de ser… Pero os doy mi palabra, señor, de que, sin prevenirle, haré todo lo que pueda para proteger al rey Carlos.
—Envidio a mi primo Carlos el tener amigos como vos —dijo el Bearnés dando un suspiro—, y me consideraría feliz si todos mis enemigos se os parecieran.
—Vuestra Majestad se engaña en estos dos puntos, no soy de Carlos, soy un servidor de Francia. En cuanto a ser vuestro enemigo, señor, os juro que nadie ha hecho votos más ardientes que yo para que lo hugonotes sean tratados con justicia.
—Gracias, mariscal —dijo el rey algo despechado—. Así que no podemos contar ni con vos ni con vuestros amigos.
—No, señor —dijo Francisco con firmeza—, pero permitidme que añada que si un día me llamaran a una entrevista que se celebrara entre vos y el rey de Francia…
—¿Qué? —dijo Coligny con ansiedad.
—Si esa entrevista tuviera efecto —continuó— y si Su Majestad Carlos IX me llamara, no trataría de averiguar cómo se había preparado y apoyaría con todas mis fuerzas las decisiones del rey, sin miedo de proclamar que yo, católico, estoy disgustado por la actitud de los católicos.
—¿Esto haría, duque? —exclamó rey de Navarra, cuyos ojos brillaron de alegría.
—Os doy mi palabra, señor —contestó—, y, además, os aseguro que una vez haya salido de esta casa, voy a tomar mis medidas para que se consienta libremente en celebrar la entrevista a que antes he aludido.
—Sois valiente, leal y fiel —dijo Coligny tendiendo su mano al mariscal.
—Duque —dijo el Bearnés—, tomo nota de vuestras promesas y espero que la entrevista se celebrará. Id duque; siento gran satisfacción al saber que no sois nuestro enemigo.
—Yo, señor, puedo aseguraros que os guardaré el secreto, exceptuando siempre los casos en que se trate de ciertas empresas —dijo Francisco sonriendo ligeramente.
Dichas estas palabras, el mariscal se retiró con el almirante. Mientras atravesaban el patio, precedidos por dos lacayos, pero sin luces, pues el hotel debía pasar por deshabitado a las miradas de los vecinos, dos hombres se acercaron vivamente a Francisco de Montmorency. Éste, confiando en la palabra del almirante, no hizo un gesto de detención, a pesar de figurarse que le iban a dar una puñalada. Pero su sospecha se disipó al instante, oyendo que uno de los hombres le decía:
—Señor mariscal, ¿queréis permitirme presentaros a uno de mis amigos al mismo tiempo que os ruego me perdonéis lo intempestivo de la presentación?
—Vuestros amigos lo son míos, conde de Marillac. —Dijo Francisco reconociendo al que le dirigía la palabra.
—He aquí caballero de Pardaillán, quien desea comunicaros algo urgente.
—Caballero —dijo el mariscal a Pardaillán— durante todo el día de mañana permaneceré en mi palacio y tendré satisfacción en recibiros.
—No, mañana, no —dijo Pardaillán con alterada voz—. Sino ahora mismo es que solicito el honor de hablar con el mariscal de Montmorency.
La emoción de la voz y la entonación de la frase a la vez imperativa y cortés, causaron profunda impresión al mariscal. Colígny, asombrado de aquella escena, pero seguro de que Pardaillán no tenía Intenciones sospechosas, intervino entonces para decir:
—Mariscal, os presento al caballero como a uno de los hidalgos más valientes y leales que he conocido.
—He aquí un elogio que, al salir de tal boca os hace mi amigo, joven —dijo Francisco—. Venid, pues, conmigo, ya que el asunto de que queréis hablarme no permite demora.
Al oír la palabra amigo, Pardaillán se estremeció. Se despidió de Marillac mientras el duque hacía mismo con Colígny, y los dos hombres salieron Juntos. Tal era la confianza de Montmorency, y su temor de comprometer el secreto del rey de Navarra que no había llevado con él ninguna escolta. Pero entonces, acompañado de Pardaillán llevaba una que un rey le habría envidiado. Sin embargo no tuvieron ningún encuentro desagradable.
El trayecto de la calle de Thuisy al palacio de Montmorency fue recorrido rápida y silenciosamente, pues, con gran asombro por parte del mariscal, su joven compañero no dijo una palabra durante el camino y él, por su parte, tenía bastante cortesía para no interrogar a las personas cuando les placía callarse. Hizo entrar al caballero en un gabinete del hotel que daba a la gran sala de honor. En aquel mismo gabinete, Juana de Piennes fue, en otra ocasión, obligada por el anciano condestable, a firmar la renuncia al matrimonio secreto, cosa que Francisco había ignorado siempre.
—Os dejo un instante —dijo el mariscal—. El tiempo necesario para quitarme la coraza de cuero y la cota de malla y al decir estas palabras, observaba al joven, pero ése contentó con inclinarse respetuosamente.
«Ciertamente» —dijo Francisco retirándose—, «no tiene aires de perdonavidas».
Una vez solo, Pardaillán se secó sudor que corría por su frente. Por fin llegaba el instante tan deseado y temido. Iba a revelar a Francisco de Montmorency que tenía una hija. El mariscal iba a saber que si hasta entonces había ignorado la existencia de aquella hija, que si había repudiado a Juana de Piennes; que si había sufrido tal vez y que si se había cometido una tremenda injusticia, lo debía todo a un Pardaillán y uno de este mismo nombre era el encargado de repararlo. Había llegado el momento en que iba a constituirse en el acusador de su padre y a perder también para siempre a Luisa.
«Es preciso» —decía mirando a su alrededor.
De pronto, su mirada se fijó un retrato colgado en el lado obscuro del gabinete, y Pardaillán, al verlo, sintió un estremecimiento. Contemplando aquel retrato con avidez le tendió manos.
—¡Luisa! ¡Luisa! —murmuró y enseguida pensó:
«¿Cómo es posible que el mariscal posea un retrato de la hija cuya existencia ignora?».
Pero pronto, a fuerza de examinar las facciones delicadas de la joven maravillosamente hermosa que representaba la tela, comprendió la verdad.
«No es Luisa, sino su madre cuando era joven».
En aquel momento, Francisco de Montmorency entró el gabinete y vio al joven extasiado ante el retrato de Juana de Piennes. Avanzó hacia Pardaillán y le puso una mano sobre el hombro. El caballero dio salto como si le hubieran arrancado violentamente de un sueño.
—Excusadme, señor mariscal —dijo.
—¿Mirabais a esta mujer?
—En efecto.
—Y sin duda la hallabais bella, adorable…
—Así es, señor. Esta noble dama es de una belleza tal que me ha impresionado.
—¿Y tal vez en vuestra alma, todavía llena de ilusiones, os decís que seríais feliz de hallar en vuestro camino una mujer semejante a ésta, con estos mismos ojos llenos de franqueza, con sonrisa igualmente dulce y tal expresión de pureza?
El mariscal parecía presa de extraordinaria emoción. Ya no miraba a Pardaillán y sus ardientes ojos estaban fijos en el retrato, mientras un profundo suspiro salía de su pecho.
—Habéis leído mi pensamiento, monseñor —dijo Pardaillán con triste acento—. En efecto, soñé que si hallara a una mujer cual ésta, la adoraría le dedicaría mi vida entera, seguro de que una mujer capaz de sonreír de este modo y de mirar con esos ojos, es incapaz de abrigar un mal pensamiento. Además, pensaba que el hallazgo de tal mujer, sería para mí una desgracia, porque tan alta señora no podría fijarse en un pobre aventurero como yo.
Amarga sonrisa se dibujó los labios del mariscal.
—Joven —dijo—, me gustáis no sólo por el elogio que de vos ha hecho el almirante esta noche, sino porque vuestro aspecto y la franqueza que advierto en vuestra mirada, me inspiran por vos verdadera simpatía.
—Me confundís, monseñor —dijo Pardaillán con emoción que sorprendió mariscal—. No puedo creer que vuestras palabras sean otra cosa que una cortesía digna de vos.
—Esta simpatía es tan real —contestó mariscal— que voy a referiros una historia muy antigua que hace mucho tiempo no he contado a nadie. Esto tal vez me aliviará. Me sois desconocido; no obstante, si tuviera un hijo desearía que se os pareciera.
—¡Oh, monseñor! —exclamó con extraña exaltación.
—Sentaos en esta silla, frente al retrato, ya que os ha impresionado.
Pardaillán obedeció mientras que el mariscal al sentarse lo hizo dando la espalda al cuadro.
—Esta mujer —dijo entonces Francisco de Montmorency— fue esposa de uno de mis amigos. Ella era pobre, su padre enemigo de la familia de mi amigo. Él la vio, la amó se casó ella. Más, para hacerlo, tuvo que desafiar la maldición paterna, rebelarse contra su padre, que era un alto y poderoso señor. El mismo día de su casamiento, mi amigo tuvo que marchar a la guerra y al volver ¿sabéis lo que supo?
Pardaillán guardó silencio.
—La joven de la frente pura, —continuó con voz tranquila— era una ramera, pues desde antes de la boda hacia traición a mi amigo. Joven, desconfiad de las mujeres.
Pardaillán recordó los consejos que su padre le había dado antes de marcharse.
El mariscal frunció el ceño y continuó sin emoción aparente:
—Mi amigo había puesto en aquella mujer todo su amor, su esperanza, su felicidad, su vida, y se vio llevado a sentir odio, desesperación y a ser desgraciado; en una palabra, puede decirse que murió. ¿Cuál fue causa de todo ello? Sencillamente al darse cuenta de que la mujer adorada era una cualquiera.
Pardaillán, al oír estas palabras, se levantó y encarándose al mariscal le dijo con firme acento:
—Vuestro amigo se engaña, monseñor.
Francisco le dirigió caballero una mirada de sorpresa, no comprendiendo lo que le quería decir.
—… O, mejor dicho —continuó— os engañáis.
El mariscal se imaginó que el joven, todavía lleno de fe en el amor, protestaba de un modo general contra las acusaciones que los hombres dirigen a las mujeres, de manera que haciendo un gesto de indiferencia, dijo:
—Bueno, dejemos esto y vamos al motivo de vuestra visita. ¿En qué puedo seros útil?
Pardaillán dirigió una mirada al retrato de Juana de Piennes, como para tomarla por testigo del sacrificio que, llevaba a cabo. Luego su rostro adquirió tal expresión de gravedad, que el mariscal empezó comprender que realmente se trataba de un asunto serio.
—Monseñor —empezó Pardaillán— vivo en la calle de San Dionisio, en la posada de «La Adivinadora». Frente a él se alza una casa modesta, como puede serlo la que habitan las pobres gentes que se ven obligadas a trabajar para asegurar su subsistencia; las dos mujeres de las cuales he venido a hablaros, monseñor, forman parte de estas pobres gentes a que me refiero.
—¡Dos mujeres! —dijo el mariscal extrañado.
—Sí, madre e hija.
—Madre e hija; ¿y cómo se llaman?
—Lo ignoro, monseñor…, mejor dicho, no quiero decirlo todavía. Antes quiero que os intereséis por estas dos nobles criaturas tan injustamente desgraciadas, y para ello es preciso que os relate su historia.
—Os escucho —dijo con más benevolencia hacia su interlocutor que para las dos desconocidas.
—Estas dos mujeres —continuó el caballero— son consideradas en el barrio como dignas de todo respeto. La madre sobre todo. Hace unos catorce años que habita aquella pobre casa y nunca la maledicencia ha podido cebarse en ella. Todo lo que se sabe es que se mata trabajando haciendo tapicerías para dar a su hija una educación de princesa, porque la joven sabe leer, escribir, bordar e iluminar misales. Además es un ángel de dulzura y…
—Caballero —dijo Montmorency—, defendéis la causa de vuestras humildes protegidas con tal ardor, que, desde luego, estoy dispuesto a hacer en su obsequio cuanto me pidáis. ¿Qué es? Hablad.
—Un poco de paciencia, señor mariscal. He olvidado decir que no se la conoce más que por el nombre de la Dama Enlutada. En efecto, siempre se la ve vestida de luto. Sin duda hay en aquella existencia tan noble y tan pura una espantosa desgracia —continuó con alterada voz—. Yo quisiera remediar esta desgracia a todo trance, porque uno de los míos fue la causa de ella.
—¿Uno de los vuestros, caballero?
—Sí, mi padre, mi propio padre, el señor caballero de Pardaillán.
—¿Y qué hizo vuestro padre…?
—Voy a decíroslo, monseñor, y os relataré al propio tiempo la catástrofe que hirió a aquella noble dama. Sabed, pues, que se casó, y que su marido tuvo que ausentarse por mucho tiempo. Ya lo veis, es casi como la historia que referisteis…
—Continuad, caballero.
—Después de la partida de su marido, cinco o seis meses más tarde, la dama de que hablo dio luz a una niña. Inesperadamente llegó su marido… y entonces mi padre cometió crimen.
—¿El crimen?
—Sí, monseñor —dijo Pardaillán con voz ahogada—. El crimen; y la palabra que digo ahora, le costaría la vida a quien la repitiera. Mi padre raptó la niña, y la madre, que la adoraba, y que hubiera muerto para ahorrar una lágrima a su adorada hijita…, la madre, monseñor, se vio en esta horrorosa alternativa: O consentiría en pasar a los ojos de su marido por perjura y adúltera, o su hija moriría.
Francisco de Montmorency se puso horriblemente pálido y le faltaba el aire. Se arrancó cuello de su jubón.
—¡El nombre! —gritó voz ronca.
—Aun no puede decíroslo, monseñor.
—¿Cómo lo habéis sabido? ¡Decid! —exclamó poniéndose en pie y en extremo trastornado.
—He aquí el fin… Estas dos mujeres, la madre y la hija, acaban de ser raptadas y han hecho llegar a mis manos una carta dirigida a un gran señor.
Pardaillán dobló la rodilla, buscó en su jubón y, uniendo la acción a las palabras dijo:
—He aquí carta, monseñor.
Montmorency no observó el homenaje real que le rendía el caballero. Sólo vio la carta que le tendía abierta. No la tomó enseguida, sino que cayó en un sillón, anonadado por las noticias que acababan de darle.
—Leed, monseñor —dijo Pardaillán—. Leed y cuando lo hayáis hecho, interrogadme, porque, si bien no fui testigo del crimen, soy, por lo menos, el hijo del hombre que la carta denuncia a vuestra cólera y este hombre, mi padre, me ha hablado: y si me dijo cosas que antes no comprendí, no por eso están menos grabadas en mi memoria. Leed, monseñor.
Entonces el mariscal tomó carta con temblorosas manos.
«Veamos» —se dijo Francisco—. «Todo esto es un sueño, cuando despierte, la realidad me parecerá más horrible. Seamos hombres. Todo ello no es más que un sueño, y esta carta una ilusión. Vamos a ver lo que dice».
En seguida reconoció letra de Juana. Resistió la tentación de llevar a sus labios aquel papel que ella había tocado, aquellos caracteres trazados por la mujer amada que aún tenían el privilegio de conmover al hombre a quien iban dirigidos. Leyó la carta y en cuanto hubo terminado se volvió al retrato, sacudido por terribles sollozos, y arrodillado, levantó los brazos hacia la adorada imagen y exclamó:
—¡Perdón! ¡Perdón!
Luego quedó, sin conocimiento. El caballero corrió seguida a socorrerlo y no juzgando oportuno llamar a nadie se las ingenió para lograr reanimar al mariscal le echó agua sobre la frente y le aflojó el jubón. Al cabo de algunos minutos el desvanecimiento cesó, Francisco abrió ojos. Se levantó enseguida. Pardaillán quiso hablar.
—Callaos —murmuró—. Callaos. Ya hablarémos más tarde. Entre tanto esperadme aquí. Prometedlo.
—Os lo prometo —dijo Pardaillán.
Montmorency se guardó la carta en el jubón y salió del gabinete. Corrió a la cuadra y el caballero oyó el galope de un caballo que se alejaba. Francisco atravesó París al galope, guiando por inercia el caballo y tratando de restablecer el orden de sus ideas. El caballo se detuvo ante la puerta de Montmartre, cerrada como todas las de París.
—¡Abrid, por orden del rey! —gritó.
El jefe de guardia salió y reconociendo al mariscal, se apresuró hacer abrir la puerta y bajar el puente levadizo que en aquellos revueltos tiempos se levantaba todas las tardes. El mariscal desapareció de la vista en un instante y los soldados de la guardia se dijeron que algún acontecimiento grave debía de haber sobrevenido. Tal vez se había sorprendido un alijo de armas de los hugonotes.
En el campo silencioso y negro se oía gritar a Francisco algunas palabras que cubrían las sonoridades del galope de su caballo. Poco a poco la furia de la carrera apaciguó su sentimientos.
—¡Viva!… ¡Inocente!… ¡Juana! ¡Una hija mía!…
Cuando Francisco llegó a Montmorency, cerca de Margency, se sentía más tranquilo, porque el júbilo ocupaba, a la sazón, el lugar en que sólo había reinado el dolor. Se dirigió sin vacilar hacia la casita en que apareciera ante Juana y Enrique.
—Dios quiera que viva la anciana nodriza —se decía.
Aun cuando muy vieja, la pobre mujer y su marido vivían aún, y al oír los fuertes golpes que dio en la puerta, el marido se despertó, se vistió, y armado de un viejo arcabuz, fue hacia la puerta y preguntó través de la rendija:
—¿Quién va?
—¡Abrid, por Dios vivo!
La anciana nodriza se acercó cubierta con una capa, y cogiendo la mano de su marido le dijo:
—Es él.
—¿Quién?
—El señor de Montmorency y de Margency. Abre. Seguramente lo sabe todo cuando viene. —Y desatrancando la puerta, dijo—: Entrad, monseñor. Os esperaba. Entrad. No quería morirme sin veros, pues sabía que vendríais.
El hombre, entre tanto, había encendido una tea que humeaba dando triste luz al cuadro. Montmorency entró. Iba con la cabeza desnuda y el jubón destrozado. Sus espuelas estaban teñidas en sangre y se oía al pobre caballo que, con las piernas temblorosas, respiraba afanosamente.
Francisco se dejó caer jadeante sobre un escabel. A la luz roja de la antorcha vio la anciana en pie ante él, tratando de enderezar su cuerpo encorvado por la edad y el trabajo. Y, cosa extraña, como si ella hubiera comprendido que en aquel momento las distancias se borraban, la humilde campesina interrogó al alto y poderoso señor.
—¿Deseáis saberlo todo?
—Sí —contestó mariscal tembloroso, en tanto que la anciana parecía muy tranquila, tal vez porque las emociones no tenían ya influencia sobre ella.
—Os habéis enterado de lo sucedido ¿verdad?
—Sí.
—Venid, pues, hijo mío —dijo la anciana.
El señor de Montmorency no se asombró que aquella pobre mujer, personaje infinitamente pequeño en su ducado, lo llamara su hijo, y la anciana, por su parte, tampoco se asombró haber proferido aquella expresión, pues a Juana muchas veces la había llamado hija en gracia del cariño que por ella sentía. Francisco se levantó siguió la anciana, que andaba despacio encorvada y apoyada en un bastón.
—Alú —dijo a su marido.
Abrió una puerta en el fondo y el mariscal entró. Se halló en una pequeña estancia cuyo mobiliario casi elegante contrastaba con el resto de la miserable vivienda. Había allí sillones de, lujo asombroso en aquella cabaña, y una gran cama de columnas. En la pared había dos o tres imágenes, una Virgen toscamente iluminada, un Judío Errante, un crucifijo y, precisamente encima de la cabecera, una miniatura en la que el mariscal se reconoció; sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Aquí vino la señorita Juana al día siguiente de vuestra partida, señor, y en esta cama permaneció meses como muerta, porque le dijeron que la habíais abandonado. Aquí, rezó, y suplicó a vuestro nombre en su delirio.
El mariscal cayó de rodillas y un sollozo se escapó de su pecho. La anciana se calló ante el dolor y la meditación de su señor, en tanto que a la entrada de la habitación estaba el campesino alumbrando la escena con su antorcha resinosa. Cuando el mariscal se levantó, la nodriza de Juana prosiguió:
—Aquí volvió a la vida y desde entonces se vistió luto.
«La Dama Enlutada» —se dijo Francisco.
—En esta cama, monseñor, nació Luisa; vuestra hija. El nacimiento de la niña salvó la madre, pues ella, que se debilitaba cada día más, halló en sí fuerza para vivir por la pequeña. A medida que Luisa crecía, la madre adquirió nueva vida, y cuando la niña sonrió la primera vez, su madre, por vez primera desde vuestra partida, sonrió también.
Francisco, con el dorso de la mano, se limpió sudor que inundaba su frente.
—¿Queréis saber el resto? —preguntó la nodriza.
—Todo, todo lo que sepa.
—Venid, pues —dijo la anciana.
Salió de la casa seguida paso a paso por Montmorency. El campesino los acompañó, pero sin la antorcha. La noche era clara y el valle estaba iluminado por la luz de la luna, con sus masas de sombra claramente recortadas sobre la tierra. Al lado de un seto la vieja se detuvo y señaló la casita con su brazo.
—Mirad, monseñor —dijo—, desde aquí se ve la ventana que en este momento alumbra la luna. Desde este sitio y en pleno día se divisaría muy bien a uno que estuviera de pie en el interior de la casa y al lado de la ventana y se podrían ver todos los gestos que hiciera.
«Mi hermano estaba allí, cerca de la ventana, cuando entré» —se dijo Francisco.
Y Montmorency vio nuevo a Enrique cerca de la ventana, con el birrete en la mano, y a la sazón lo veía mejor que en la realidad, pues comprendía el valor de algunos gestos de su hermano, La vieja, entonces, se volvió su marido y le dijo:
—Cuenta lo que viste.
El hombre se acercó, e inclinándose ante su señor, dijo:
—Recuerdo perfectamente los hechos de aquel día, como si hubieran sucedido ayer. Durante toda la mañana trabajé en el campo que se ve detrás de este seto, y habiéndome tendido a la sombra para dormir, al despertar vi lo siguiente: Un hombre estaba a dos pasos de mí, llevando algo envuelto en su capa. Parecía un oficial del castillo y yo me estuve quieto a causa del miedo que siempre me han inspirado los oficiales y gentes de armas. Estuvo allí tal vez media hora y yo no me moví. De pronto se puso en pie y se marchó con gran rapidez y el cuerpo encorvado a lo largo de los setos. En el momento de marcharse vi lo que llevaba debajo de la capa: era una criatura, pero no pude suponer que era la hija de nuestra señora. Esto es lo que vi monseñor, tan cierto como que vos estáis a mi lado. Al regresar a casa supe que habíais llegado y que nuestra señora acababa de marcharse.
Entonces la nodriza añadió:
—Lo que pasó entre ella, y vos, y monseñor Enrique, no lo supe enseguida, sino que lo adiviné por las palabras desesperadas que se le escaparon de la pobre madre. Luego llegó un hombre trayendo la niña y la madre estuvo a punto de perder la razón a impulsos de la alegría. Inmediatamente salió con el propósito de ir a vuestro encuentro y prohibió que la siguiéramos. ¿Qué sido de ella? No lo sé… Desde entonces la lloro como si estuviera muerta. He aquí lo que sabemos, monseñor. Durante los primeros años, cuando yo era todavía bastante fuerte, el día del aniversario de la desgracia iba cada año a París, pero nunca pude ver a Juana. Ahora ya no la lloro, pues mis ojos ya no tienen lágrimas, pero bendeciré al que nos diga: «Vive y será feliz una vez que se hayan reparado tan grandes injusticias». ¿Es esto, lo que monseñor venía a decir a la anciana nodriza de Juana?
El duque de Montmorency se arrodilló ante la pobre mujer.
—Bendecidme —dijo sollozando— porque yo puedo deciros: «Vive y será feliz, pues repararé grandes injusticias».
La humilde mujer hizo lo que su señor le mandaba y luego los tres, silenciosamente, entraron de nuevo en la casa. Francisco se encerró una hora en la estancia en la que habla nacido Luisa. No quiso que encendieran ninguna luz. Los dos ancianos le oyeron cómo lloraba y hablaba en alta voz tan pronto encolerizado como con dulce acento.
Luego, cuando la calma volvió reinar en él, salió de la pieza, se despidió los dos viejos y montó caballo.
Una vez en Montmorency, se detuvo ante la casa del baile, a quien hizo despertar, y éste asombrado por el regreso imprevisto de su señor, quería echar las campanas al vuelo. Pero Francisco lo detuvo con un gesto y le pidió papeles en los que escribió algunas líneas. La anciana nodriza los recibió al día siguiente: Eran una donación para ella y sus descendientes de la casa que habitaba, con los campos colindantes y, además, una suma en metálico de veinticinco mil libras de plata.
Dejando al baile, Francisco fue al castillo. Allí se emocionó recordar escenas de antaño. Inmediatamente hizo venir a su presencia al intendente y le dijo que hiciera los preparativos necesarios, pues en breve iría habitar el castillo. Insistió sobre todo en que renovaran un ala del edificio y la amueblaran lujosamente, ya que tendría el honor de albergar a dos princesas de alta calidad.
Luego se alejó al galope y tomó camino de París. Llegó ya abiertas las puertas, y continuando su furiosa carrera, se dirigió a su palacio. Sus pensamientos eran todavía confusos. Tenía la cabeza dolorida por el extraordinario acontecimiento que trastornaba completamente su existencia. No podía apartar de su imaginación el pensamiento de que Juana había sido fiel, de que era su verdadera esposa y que él, en cambio, se había casado con otra.
Más esta última idea no tenía otro efecto que irritarlo, y en cambio concentraba todo su esfuerzo en pensar que Juana corría un grave peligro. Era necesario hallarla, salvarla, devolverle en centuplicada felicidad, todo lo Que había sufrido. ¿Cómo podría conseguirlo? ¿Qué podía hacer? ¿Intentaría una separación de Diana de Francia? Estas ideas predominaban en su cerebro, pero por fin se detenía singularmente en una que le hacía hundir sus espuelas en los ijares del caballo.
«Ante todo es preciso hallarla» —y de esta manera, en la carrera loca de su imaginación sobreexcitada, semejante a los saltos de su caballo, llegó al palacio donde Pardaillán lo esperaba.
* * * * *
El caballero había pasado aquella noche en una inquietud y agitación que le sorprendía de un modo extremado. Trató bromear consigo mismo, pero no consiguió más que exasperarse. Probó dormir en un sillón pero apenas se sentaba cuando sentía la necesidad de dar largos paseos por la habitación.
¿Por qué se habría marchado Montmorency? Tal vez quería tranquilizarse con una carrera desenfrenada. Pero pronto comprendió que la verdadera y la temible cuestión, era la de saber qué opinaría el mariscal del padre de Pardaillán. Es verdad que el viejo Pardaillán había devuelto la niña espontáneamente. El caballero recordaba muy bien que su padre se lo había dicho y que dio a la madre el diamante que recibiera en pago de su criminal acción. Pero todo ello era una excusa mediocre; el hecho brutal y terrible era igualmente odioso, pues gracias al rapto que cometió, el mariscal había repudiado a su mujer y Juana de Piennes sufrió por tal causa dieciséis años de torturas.
Éstos eran los pensamientos que inquietaban al joven caballero mientras esperaba el regreso del mariscal. Hacia el alba se paseaba por el gabinete, cuando se abrió puerta. El portero con quien tratara la víspera, apareció y se quedó sorprendido al divisar a Pardaillán. Es necesario advertir que el mariscal no había dado cuenta a nadie de la presencia del caballero en el palacio, pues al partir, casi alocado por la lectura de la carta, había olvidado completamente que Pardaillán existiera. Por otra parte, el digno portero no vio al caballero y por esta causa su asombro fue natural.
—¡Vos aquí! —exclamó cuanto pudo hablar.
—Yo mismo, amigo —dijo Pardaillán—. ¿Cómo están vuestras posaderas?
—¿Por dónde habéis entrado?
—Por la puerta. —El criado estuvo a punto de enfadarse, pero recordando la fuerza del joven mantuvo su cólera en los justos límites.
—¡Por la puerta! —exclamó—. ¿Y quién os ha abierto?
—Vos, querido amigo. —El portero hizo un gesto como si quisiera arrancarse los cabellos.
—¡Ah! —exclamó—. ¿Queréis explicarme cómo habéis entrado aquí?
—Hace diez minutos que os lo estoy diciendo. He entrado por la puerta y vos me habéis abierto.
—¿Y yo soy también el que os ha hecho entrar en este gabinete? Tal vez queráis hacerme creer que ha sido el señor mariscal.
—Lo habéis acertado. No me figuraba que fuerais tan inteligente.
Entonces el portero exclamó:
—¡Fuera de aquí…! O no, no salgáis. Mejor será que quedéis encerrado en el palacio que tratabais de desvalijar. Voy a haceros detener y entregaros en manos del preboste. Una buena cuerda será vuestra digna recompensa. —El portero no tuvo tiempo de acabar el discurso que tan bien había empezado, porque se sintió cogido por un brazo y volviéndose se halló frente al mariscal.
—Dejadnos —dijo él— y cuidad de que no nos moleste nadie.
El gigante se inclinó, más a causa de la sorpresa que del respeto, y cuando ya Francisco había desaparecido tras la puerta, aún estaba el buen hombre haciendo exageradas reverencias.
—Caballero —dijo Montmorency al entrar—, excusadme por haberos dejado solo. Estaba muy conmovido… casi trastornado, pero ahora ya estoy tranquilo gracias a la carrera que he dado, y vamos a hablar.
Pardaillán comprendió que pasaba en el espíritu del mariscal, y dijo:
—Monseñor, siempre he oído decir que teníais un noble carácter; he oído hablar del orgullo de los Montmorency y de la importancia que dan a la grandeza de su casa; pero esta nobleza de carácter y esta grandeza nunca han sido para mí más patentes que cuando os vi emocionado y llorando ante este retrato.
—Tenéis razón —exclamó el mariscal—. He llorado, es verdad, y confieso que es dulce cosa llorar ante un amigo. Permitidme que os de ese título que bien merecéis, puesto que sois el que me ha proporcionado la mayor alegría de mi vida.
—Señor mariscal —dijo el caballero con temblorosa voz—, ¿olvidáis que soy el hijo del señor de Pardaillán?
—No, no lo olvido, y no solamente os quiero por la alegría que os debo, sino también por el sacrificio que habéis llevado a cabo, porque sin duda alguna amáis a vuestro padre.
—Sí —dijo el joven—. Siento por mi padre profundo cariño. ¿Cómo podría no amarlo? No he conocido a mi madre, y en los más remotos recuerdos de mi infancia, siempre veo a mi padre inclinado sobre mi cuna, sosteniendo mis inseguros pasos, doblegando su rudeza de aventurero a mis exigencias infantiles. Más tarde, tratando de hacer de mí un hombre valiente; llevándome a los combates y protegiéndome con su espada. En las noches frías en que nos acostábamos sobre el duro suelo, ¡cuántas veces le he sorprendido en el acto de quitarse su capa para cubrirme! Y a menudo, cuando me decía. Toma come y bebe, yo guardo mi parte para más tarde, entonces yo buscaba en nuestro ligero equipaje y veía que nada había guardado para sí, el señor de Pardaillán es mi vida, a quien le debo todo y a quien amo de veras, no teniendo otra persona a quien amar.
—Caballero —dijo conmovido— tenéis un gran corazón, pues amando hasta tal punto a vuestro padre, no habéis vacilado en traerme esta carta que lo acusa gravemente.
Pardaillán levantó la cabeza con altanería dijo:
—No os lo he dicho todo, señor mariscal. Si no he vacilado en traeros la carta acusadora para reparar una gran injusticia, es porque me reservaba el derecho de defender a mi padre por todos los medios que estén a mi alcance. Es decir, que me constituiré en mortal enemigo de cualquiera que se atreva a decir ante mí que el señor de Pardaillán ha cometido un crimen.
La situación era grave para el caballero porque dentro de un instante iba a ser el amigo o el enemigo declarado del padre de Luisa, según lo que este contestara. Así pues, prosiguió sin vacilar.
—Así, señor mariscal, espero que me hagáis el honor de tratarme de igual a igual. Antes de seguir adelante nuestra conversación, os ruego que me digáis con franqueza qué actitud vais a tomar con respecto a mi padre. Si os constituís en enemigo suyo, yo lo seré vuestro; y si tratáis de vengaros del mal que ha podido haceros, estoy preparado a defenderlo espada en mano.
El caballero se calló entonces temblando de emoción. Noble entusiasmo se pintaba en su franca fisonomía llena de audacia.
Montmorency, pensativo, lo contemplaba con la mirada. ¿Qué hubiera dicho al saber que Pardaillán pronunciaba aquellas atrevidas palabras lleno de desesperación, pues amaba a su hija? Pareció vacilar un momento. Aquella pregunta que el caballero acababa de precisar con tanta firmeza, le sorprendió, pues no había pensado en ella. En suma, se le pedía que borrara con una palabra lo que él podía considerar como un crimen. ¡Y que crimen! Gracias a Pardaillán, cómplice de Enrique, había podido tener lugar el espantoso error que originó la desgracia de dos existencias. Pero en un espíritu tan firme y recto como el del mariscal la vacilación no podía durar largo rato. Paz o guerra. Debía tomar su decisión con la prontitud y generosidad en él habituales.
Tendió la mano a Pardaillán.
—Caballero —dijo con voz grave—, no existe, ni puede existir para mí, más que un solo Pardaillán, y éste es el que acaba de librarme de mi desesperación. Si alguna vez encontrara a vuestro padre, lo felicitaría por tener un hijo como vos.
El caballero tomó gozosamente la mano que le tendía el mariscal.
—¡Ah! Ya puedo deciros ahora que si hubierais pronunciado tan sólo una palabra de odio contra mi padre, habría salido de aquí con la muerte en mi alma. Pero ahora, señor, ya puedo deciros que mi padre trató de reparar el mal que hizo.
—¿Cómo? —preguntó el mariscal con viveza.
—Me lo relató él mismo. Mejor dicho, me relató a medías lo sucedido en una época en que ciertamente, no pensaba en que yo tendría el honor de hablar con vos. Monseñor, sin duda el señor de Pardaillán fue el que robó a la niña, pero también el que la devolvió a pesar de las órdenes recibidas.
—Sí, sí —dijo el mariscal—, ya veo cómo han debido de suceder estas cosas. En el fondo hay un criminal, y éste lleva mi nombre. —Y Francisco, cogiendo la mano del caballero, le dijo con voz sombría—: Hijo mío, ésta es una cosa muy horrible. Es horroroso que tal crimen haya sido concebido por mi propio hermano y que esta traición se deba a aquél a quien yo había confiado mi esposa. Pero dejemos esto. Caballero, voy a tratar de libertar a la desgraciada mujer que tanto ha sufrido. ¿Queréis referirme exacta y precisamente todo lo que sabéis?
Pardaillán relató brevemente de qué modo había sido detenido y cómo al salir de la Bastilla, la propietaria de la casa en que viviera la Dama Enlutada le entregó la carta abierta. Un solo punto quedó obscuro en su relato. ¿Por qué Juana de Piennes y Luisa se habían dirigido a él? Tuvo gran cuidado de deslizarse rápidamente en este pasaje escabroso. En cuanto a poder decir qué peligro amenazaba a las dos mujeres, quién las había raptado y en dónde se hallaban a la sazón, Pardaillán nada podía decir, pero tenía alguna sospecha y la expuso.
—Hay dos pistas posibles —dijo terminando—. Ya os he dicho que vi rondar al duque de Anjou y a sus secuaces por la calle de San Dionisio. Por lo tanto, tal vez tendréis que pedir cuenta de esta desaparición al hermano del rey.
El mariscal movió la cabeza y dijo:
—Ya conozco a Enrique de Anjou. La acción violenta no es su fuerte. No es hombre que se atreva a dar un escándalo.
—Entonces, monseñor, es preciso volver a la suposición que no ha cesado de inquietarme. Supongo que un azar ha podido poner al mariscal de Damville en presencia de la duquesa de Montmorency y que debemos empezar nuestras pesquisas en el palacio de Mesmes. Es lo que decía esta noche al conde de Marillac, a quien fui a rogar que me ayudara en mi empresa.
—Creo que tenéis razón —dijo el mariscal sumamente agitado—. Iré a ver a mi hermano; pero, decidme: si no me hubierais hallado en París, ¿habríais intentado vos solo la liberación de mi mujer y de mi hija? ¿Por qué? ¿Qué interés particular os guiaba?
—Monseñor —dijo Pardaillán que estuvo a punto de hacerse traición—, con el de reparar en parte el mal de que mi padre era responsable.
—Sí, es verdad… Sois un hombre digno, caballero. Perdonad mi pregunta.
—En cuanto a ir a ver al mariscal de Damville —continuó Pardaillán—, imagino que es cosa peligrosa.
—¡Oh! ¡Si yo lo encuentro… —dijo el mariscal con furor concentrado—, ya veremos para quién será el peligro!
—No hablo por vos, monseñor, sino por ellas. Se trata del peligro que puedan correr.
—Tenéis razón —dijo el mariscal.
—Sin duda. ¿Quién sabe a qué recursos podrá apelar el duque de Damville si se hallan en su casa y si vais a provocarlo? ¿Quién sabe las órdenes que habrá dado a sus secuaces? Tal vez ahora, otro cómplice ejecutaría esta vez lo que mi padre rehusó hacer.
—¡Oh, no! —dijo el mariscal.
—Monseñor, os ruego que tengáis un día y una noche de paciencia. Dejadme hacer. Me encargo desde ahora de saber lo que sucede en el palacio de Mesmes. Si están, celebraremos consejo para decidir los medios conducentes a su libertad. Vos seréis libre de emplear la fuerza cuando ya no se trate más que de la venganza.
—En verdad, caballero —dijo Francisco—, cuanto más os oigo más admiro vuestra energía y astucia. Ha sido para mí una gran dicha el conoceros.
—Así, pues, monseñor, me dejaréis obrar…
—Hasta mañana, sí.
—Monseñor —dijo Pardaillán—, os aseguro que durante el día de mañana me habré introducido en el palacio de Mesmes y sabré exactamente lo que allí pasa.
—Haced lo que queráis, hijo mío, y si conseguís vuestro empeño, os deberé más que la vida.
El caballero se levantó para retirarse, pero antes, el mariscal lo abrazó con ternura. Comprendía perfectamente que en el estado de ánimo en que se hallaba, todo lo que pudiera hacer sería contraproducente, y consideraba al caballero como un ser especialmente designado por el destino para salvarlo y para salvar a Juana y a su hija. Pardaillán se alejó a grandes pasos del palacio de Montmorency y se encaminó a «La Adivinadora», en donde se armó con gran cuidado y luego salió diciéndose:
—Y ahora, quizá, a la conquista de la felicidad, ¡al palacio de Mesmes!