Prólogo

Si has de creer lo que dicen los visires, Amenhotep mató a su hermano por la corona de Egipto.

En el tercer mes de Aket, Tutmosis, príncipe coronado, yacía en su habitación del palacio de Malkata. Una cálida brisa mecía las cortinas de su alcoba, portando los aromas de la mirra y las zarzas del desierto. Los largos lienzos danzaban con la brisa, envolvían las columnas del palacio, acariciaban los azulejos del suelo, moteados por el sol. El príncipe de Egipto, de veinte años, tenía que estar a la cabeza de los carros del faraón camino a la victoria, pero yacía en su habitación, con la pierna izquierda hinchada y rota, sobre los almohadones. Habían quemado, de inmediato, el carro que le había fallado, pero el daño estaba hecho. Tenía mucha fiebre. Sus hombros estaban hundidos. Mientras el dios de la muerte, con cabeza de chacal, se acercaba reptando, Amenhotep estaba sentado en una silla dorada, al otro lado de la habitación, sin siquiera parpadear en el momento en que su hermano escupió la flema del color del vino que, según los visires, podía ser una señal de muerte.

Amenhotep no podía soportar más la enfermedad de su hermano. Salió abruptamente de la alcoba al balcón, que daba a Tebas. Con los brazos cruzados sobre el adorno pectoral de oro, vio a los agricultores afanados con su trigo, cosechando bajo el terrible calor del día. Sus siluetas se movían entre los templos de Amón, que eran la mayor contribución de su padre a esa tierra. Se quedó allí, por encima de la ciudad, mientras pensaba en el recado que había llegado desde Menfis hasta el lecho de su hermano. El sol descendía y se sintió acosado por las visiones de lo que podría suceder en adelante. Amenhotep el Grande. Amenhotep el Constructor. Amenhotep el Magnífico. Podía imaginarlo todo. Cuando la luna se había alzado en el horizonte, se volvió al oír el sonido de unas sandalias que golpeaban contra los azulejos.

—Tu hermano quiere que vayas a su habitación.

—¿Ahora?

—Sí, ahora. —La reina Tiy le dio la espalda a su hijo, que siguió sus pasos firmes hasta la habitación de Tutmosis.

Allí se habían reunido los visires de Egipto. Amenhotep barrió la habitación con una mirada. Aquellos eran dignatarios mayores, leales a su padre, hombres que siempre habían querido más a su hermano que a él.

—Pueden retirarse —anunció.

Los visires miraron, asombrados, a la reina.

—Pueden retirarse —repitió ella. Pero cuando los ancianos se fueron, le advirtió, tajante, a su hijo—: No tratarás a los sabios de Egipto como si fuesen esclavos.

—¡Son esclavos! Son esclavos de los sacerdotes de Amón, y controlan más tierra y oro que nosotros. Si Tutmosis hubiera vivido para ser coronado, se habría inclinado ante los sacerdotes, como cada faraón que…

La bofetada que le propinó la reina Tiy resonó en la alcoba.

—¡No hablarás de esa manera mientras tu hermano siga vivo!

Amenhotep respiró profundamente y miró a su madre, que se acercó al lecho de Tutmosis.

La reina acarició suavemente la mejilla del príncipe. Era su hijo favorito, tan valiente en la batalla como en la vida. Madre e hijo se parecían mucho. Tenían hasta el mismo pelo de color caoba y los mismos ojos claros. «Amenhotep está aquí para verte», susurró. Las trenzas de su peluca le acariciaron el rostro. Tutmosis luchó para incorporarse. La reina quiso ayudarlo, pero él la alejó con la mano.

—Déjanos. Vamos a conversar a solas.

Tiy dudó.

—Todo va bien, no debes preocuparte —dijo Tutmosis.

Los dos príncipes de Egipto miraron a su madre mientras salía. Sólo Anubis, que sopesa el corazón del muerto con la pluma de la verdad, sabe con seguridad qué sucedió cuando la reina salió de la habitación. Pero hay muchos visires que creen que el día del juicio el corazón de Amenhotep pesará más que la pluma. Piensan que se ha vuelto más pesado que la pluma por sus hechos maléficos, y que Ammut, el dios cocodrilo, lo devorará y condenará al olvido por toda la eternidad. Sea cual sea la verdad, esa noche murió Tutmosis y un nuevo príncipe coronado ascendió en su lugar.