Capítulo 2
Nuestra barca estaba lista para zarpar hacia Tebas tres días después de la visita de mi tía a Akhmim. El sol se elevó al este, por encima de los templos de nuestra ciudad. Estaba en mi pequeño huerto de hierbas medicinales. Arranqué una hoja de mirra, la llevé a mi nariz y cerré los ojos. Iba a echar tanto de menos Akhmim.
—No estés tan triste —oí la voz de mi hermana a mis espaldas—. En Malkata habrá muchos jardines para ti.
—¿Cómo lo sabes?
Miré mis plantas, cultivadas con cariño. Acianos, mandrágoras, amapolas, un pequeño árbol de granadas que había plantado con Ranofer.
—Bueno, serás la hermana de la esposa principal del rey. Si no hay jardines, ¡haré que los planten! —Me reí y ella hizo lo mismo. Tomó mi mano entre las suyas—. ¿Quién sabe? Quizá construyamos un templo entero para ti. Te haremos diosa de los jardines.
—Nefertiti, no digas esas cosas.
—Dentro de tres días estaré casada con un dios, y eso me convertiré en diosa. Tú serás la hermana de una diosa. Serás divina por parentesco. —Al oírlo, me pareció una broma horrible.
Nuestra familia era tan cercana a los faraones de Egipto que no creía en su divinidad de la misma manera en que lo hacía la gente común. Yo sabía que éramos como todos, quizás elegidos por los dioses, tal vez de alguna manera divinos, pero muy humanos. Mi padre habló de ello una noche y temí que a continuación dijera que Amón-Ra no era real, pero nunca lo hizo. Había cosas en las que creías porque te convenía y cosas demasiado sagradas para hablar de ellas con desdén.
A pesar de las promesas de Nefertiti, me entristecía dejar mi querido jardín. Llevé conmigo todas las hierbas que pude. Las puse en pequeñas macetas y les dije a los sirvientes que cuidaran del resto en mi ausencia. Me prometieron que lo harían, pero no estaba segura de que realmente le prestaran atención a la hierbabuena o de que le dieran a las mandrágoras toda el agua que necesitaban.
El viaje desde la ciudad de Akhmim a Tebas no era largo. Nuestra barca avanzaba entre los juncos y las espadañas y salpicaba las aguas fangosas del sur del Nilo, en su camino a la Ciudad de los Faraones. Colocado en la proa, mi padre le sonreía a mi hermana y ella le devolvía la sonrisa desde su silla ubicada debajo de una marquesina. Luego, mi padre me llamó haciendo una seña con el dedo.
—Bajo la luz del sol, tienes ojos de gato —dijo—. Verdes como la esmeralda.
—Como los de mi madre —respondí.
—Sí. —Pero no me había llamado para hablar de mis ojos—. Mut-Najmat, tu hermana va a necesitarte en los próximos días. Vivimos una época peligrosa. Cada vez que un nuevo faraón ocupa el trono hay incertidumbre. Ahora más que nunca. Serás la dama principal de tu hermana, pero debes ser muy cuidadosa con lo que haces y dices. Sé que eres sincera —sonrió—, a veces eres tan sincera que eso se vuelve en tu contra. La corte no es lugar para la sinceridad. Debes estar atenta a Amenhotep. —Miró hacia fuera, al agua. Las redes de los pescadores colgaban, flojas, al sol. A esa hora del día, se abandonaban todos los trabajos—. También debes contener a Nefertiti.
Lo miré, sorprendida.
—¿Cómo?
—Aconsejándola. Tienes paciencia y eres hábil con las personas.
Me sonrojé. Nunca había dicho eso antes.
—Nefertiti es muy temperamental. Y me temo que… —Negó con la cabeza, pero no dijo qué era lo que temía.
—Le dijiste a la tía Tiy que Nefertiti podía controlar al príncipe. ¿Por qué hay que controlar a un príncipe?
—Porque él también es muy temperamental. Y ambicioso.
—¿No es buena la ambición?
—No en esa medida y de esa forma. —Cubrió mi mano con la suya—. Ya verás. Mantén los ojos abiertos y los sentidos alerta, pequeña gata. Si hay problemas, acude a mí antes que a nadie. —Mi padre advirtió el rumbo que tomaban mis pensamientos y sonrió—. No te aflijas tanto. No será tan malo. Después de todo, es un pequeño sacrificio por la corona de Egipto. —Señaló la orilla con sus ojos—. Ya casi hemos llegado.
Miré hacia proa. Nos acercábamos al palacio y había más barcos, naves largas con velas triangulares como las nuestras. Las mujeres corrían a las bordas de sus embarcaciones para echarle una mirada a nuestra barca y ver quién estaba allí. Los banderines dorados que flameaban en el mástil identificaban a mi padre como el señor visir el Grande, y todo el mundo sabía que transportaba a la futura reina de Egipto. Nefertiti se había escabullido en el camarote, y al rato reapareció con ropas nuevas. Nuestra tía había dejado joyas exóticas para ella, que en ese momento colgaban de su cuello y recibían el regalo del sol. Subió y se quedó a mi lado en la proa, dejando que la espuma del río, proyectada por los remos y la brisa, le enfriara la piel.
—¡Por Osiris! —Señalé—. ¡Mira!
En la orilla había cincuenta soldados y al menos doscientos sirvientes. Todos aguardaban nuestra llegada.
El primero en desembarcar fue nuestro padre, seguido por mi madre. Luego íbamos Nefertiti y yo. Ese era el orden de importancia en nuestra familia. Me pregunté cómo cambiaría esa jerarquía después de la coronación de mi hermana.
—Mira las literas. —Me sentía llena de admiración por sus adornos de oro y lapislázuli y los postes de ébano que servían para cargarlas.
—Deben de ser del Grande —dijo Nefertiti, impresionada.
Nos cargaron en nuestra propia caja con cortinas. Abrí las telas para ver Tebas por segunda vez. La ciudad brillaba bajo el sol de la tarde. Me pregunté cómo hacía Nefertiti para mantenerse impasible, sentada en su litera, cuando nunca había visto Tebas. Pero podía ver su sombra, orgullosa y enhiesta en medio de su caja, conteniéndose a medida que avanzábamos por la ciudad a la que nunca nos había llevado mi padre. A nuestro paso tocaba una docena de flautistas. Dejábamos atrás las casas de arenisca con sus cientos de curiosos. Yo quería estar en la misma litera que mi madre, para compartir su dicha ante el espectáculo de los acróbatas y los músicos, que divertían a las crecientes multitudes. Pasamos junto al templo de Amenhotep el Magnífico y el par de estatuas que lo representaban como a un dios. Entonces brilló un lago en el horizonte, en pleno desierto. Mi ansia por verlo fue tal que estuve a punto de caer de la litera. Era un estanque hecho por el hombre, excavado en forma de media luna. Rodeaba el palacio. Algunos botes con velas pequeñas se deslizaban por el agua allí donde tenía que haber arena y palmeras. Recordé que mi padre había dicho que Amenhotep el Magnífico había construido un lago como símbolo de su amor por la reina Tiy, y que no había otro igual en todo Egipto. Brillaba como el lapislázuli y la plata, líquidos, a la luz del sol. La multitud se apartaba a medida que nos acercábamos a las puertas del palacio.
Me senté, deprisa, en los almohadones, y dejé que las cortinas volvieran a su lugar. No quería parecer una granjera que nunca había salido de Akhmim. Sin embargo, aun con las cortinas cerradas supe cuándo habíamos entrado a los terrenos del palacio. El camino se sombreó por el influjo de los árboles y pude distinguir la hilera de capillas pequeñas, las villas de los oficiales públicos, un taller real, y las casas diminutas y endebles de los sirvientes. Los que cargaban las literas subieron un tramo de escaleras y nos bajaron al llegar a la cumbre. Cuando abrimos las cortinas, todo Tebas se desplegaba ante nosotros: el lago con forma de media luna, las casas de ladrillos de adobe, los mercados y granjas y, más allá, el Nilo.
Mi padre se sacudió el polvo de la falda y enseguida comunicó sus intenciones a los sirvientes:
—Cuando nos hayamos bañado y cambiado, nos reuniremos con el Grande.
Los sirvientes se inclinaron en señal de aceptación sumisa. Me di cuenta de que mi madre estaba impresionada por el poder que tenía su marido en Tebas. En Akhmim era sólo nuestro padre, un hombre al que le gustaba leer junto al estanque de lotos y visitar el templo de Amón para ver la puesta del sol en las colinas. Pero en el palacio era el visir Ay, uno de los hombres más respetados del reino.
Se presentó un sirviente que ostentaba, a un lado de la cabeza, el mechón de la juventud. Era delgado. Llevaba una falda ribeteada en oro. Sólo los sirvientes del faraón llevaban oro en sus ropas.
—Yo seré quien los lleve a sus habitaciones. —Comenzó a caminar—. El estimado visir Ay y su esposa se alojarán en el patio, a la izquierda del faraón. Más a la izquierda está el príncipe, cerca de quien se ubicarán las señoras Nefertiti y Mut-Najmat.
Detrás de nosotros, los sirvientes se reunían para juntar nuestras docenas de cestas. El palacio era un recinto soberbio, en cuyo centro estaba el faraón. En varios patios esparcidos a su alrededor estaban los visires. A medida que pasábamos por esos patios abiertos, las mujeres y los niños se detenían a mirar nuestra procesión. «Así es como será nuestra vida de ahora en adelante», pensé. Un mundo de lujo y reverencia, bajo permanente observación.
Nuestro guía avanzó cruzando algunos patios de azulejos con pinturas de campos de papiro, hasta una cámara en donde todos se detuvieron.
—Las habitaciones del visir Ay —anunció, ceremonioso.
Abrió las puertas de par en par. Se vieron las estatuas de granito ubicadas en todos los nichos de la habitación. Era una estancia colmada de luz y de lujo, con canastas rojas y mesas de madera con pies de marfil labrado.
—Lleva a mis hijas a sus habitaciones —ordenó mi padre—. Luego acompáñalas al gran salón a la hora de la cena.
—Mutni, vístete bien esta noche. —Al decir eso, mi madre estaba avergonzándome delante de los sirvientes—. Nefertiti, el príncipe estará allí.
—¿Con Kiya? —preguntó ella.
—Sí —respondió mi padre—. Hemos dispuesto que lleven joyas y ropa a tu habitación. Tienes hasta el ocaso para descansar y prepararte. Mutni te ayudará con todo lo que necesites. —Mi padre me miró y yo asentí—. También he dispuesto todo lo necesario para que envíen doncellas para tu arreglo. Son las mujeres más entrenadas del palacio.
—¿Entrenadas en qué? —No me importaba que se notase mi ignorancia. En Akhmim no teníamos doncellas. Nefertiti se sonrojó, mortificada.
Mi padre respondió:
—En cosmética y belleza.
En nuestra habitación había una cama de verdad. No una estera de juncos o un jergón relleno como los que teníamos en casa, en la villa, sino una gran plataforma de ébano tallado, con lienzos que colgaban a los costados. Nefertiti y yo íbamos a compartirla. Había un brasero, hundido en el suelo de baldosas, para las noches frías en las que beberíamos cerveza caliente y nos envolveríamos en gruesas mantas junto al fuego. En una habitación aparte, utilizada sólo para cambiarse de ropa, había un retrete de arenisca. Subí la tapa y Nefertiti miró, horrorizada, por encima de su hombro. Nuestro guía me observaba, divertido. Debajo había un pote de cerámica lleno de agua de romero. Nunca habíamos tenido nada semejante. Era una habitación apropiada para una princesa de Egipto. Nuestro guía nos interrumpió para explicarnos que yo sería la compañera de cama de Nefertiti hasta que se casara, momento en que ella podría optar por tener su propia cama.
En todas partes había representaciones de vida en crecimiento, de vida sin fin. Habían tallado las columnas de madera con motivos florales, las habían pintado de azul y verde, de amarillo oscuro, de diversos tonos rojos. Había garzas blancas e ibis que volaban en las paredes, dibujados por un artista célebre. Hasta el suelo de baldosas rebosaba de vida. Había un mosaico con un lago de lotos tan real que parecía que podíamos caminar sobre el agua, como los dioses. Nuestro guía desapareció y Nefertiti me llamó:
—Ven, ¡mira esto!
Tocó la superficie de un espejo que era más grande que nosotras dos juntas. Miramos nuestro reflejo. La pequeña y liviana Nefertiti y yo. Nefertiti sonrió en el bronce pulido.
—Así nos veremos en la eternidad —susurró—. Jóvenes y bellas.
«Bueno, en todo caso jóvenes», pensé.
—Esta noche tengo que estar magnífica. —Nefertiti se dio la vuelta de pronto, girando sobre sus talones—. Tengo que eclipsar a Kiya de todas las maneras posibles. Eso de esposa principal es sólo un título, Mut-Najmat. Amenhotep podría enviarme al fondo de un harén si no logro cautivarlo.
—Nuestro padre nunca dejaría que eso sucediera —protesté—. Siempre tendrás una habitación en el palacio.
—Palacio o harén —replicó, mientras regresaba hacia el espejo—, ¿qué importa? Si no lo impresiono, sólo seré una figura decorativa. Pasaré los días en mi habitación y nunca sabré lo que es gobernar un reino.
Me asustó oír hablar a Nefertiti de esa manera. Me daba escalofríos su seguridad férrea en lo que sucedería en realidad si fracasaba en el intento de convertirse en la favorita. Luego vi que algo se movía detrás de nosotras, en el espejo, y me quedé helada. Un par de mujeres había entrado en nuestra habitación. Nefertiti se dio la vuelta bruscamente y una de las mujeres dio un paso hacia delante. Iba vestida a la última moda de la corte, con sandalias de abalorios y pendientes de oro. Cuando sonrió, se dibujaron dos hoyuelos en sus mejillas.
—Nos han ordenado que os llevemos a los baños. —Mientras lo anunciaba, nos daba toallas de lino y suaves batas de baño. Era mayor que Nefertiti, pero no mucho—. Yo soy Ipu. —Sus ojos negros nos examinaron, se detuvieron en mi pelo despeinado y en la delgadez de Nefertiti. Señaló a la mujer que estaba a su lado y sonrió—. Ella es Merit.
Los labios de Merit se curvaron, casi imperceptiblemente, hacia arriba. Pensé que su rostro tenía un aire más altivo que el de Ipu. Sin embargo, hizo una reverencia profunda, y al incorporarse estiró su muñeca llena de brazaletes en dirección a la puerta, enseñándonos el patio.
—Los baños están por allí.
Pensé en las frías bañeras de cobre de Akhmim y mi entusiasmo menguó. De todas maneras, Ipu conversaba, alegremente, mientras andábamos.
—Seremos vuestras doncellas —nos informó—. Antes de que os vistáis o dejéis la habitación, nos aseguraremos de que todo esté en orden. La princesa Kiya tiene sus propias doncellas. Doncellas y acolitas. Todas las mujeres de la corte la imitan. Se pintan los ojos como ella se pinta los ojos. Las mujeres de Tebas copian la manera en que se peina. Hasta ahora —agregó, con una sonrisa.
Un par de guardias abrió ceremoniosamente la puerta de doble hoja que daba a la sala de baño. Cuando el vapor se disipó, di un grito sofocado. Hermosas fuentes vertían agua en una gran piscina de azulejos, rodeada por bancos y por piedras calentadas al sol. Los zarcillos de unas grandes plantas escapaban de las fuentes con formas de vasija, trepaban por las columnas y buscaban la luz.
Nefertiti miró, complacida, la estancia rodeada de columnas.
—¿No es increíble que, a pesar de conocer todo esto, nuestro padre haya preferido criarnos en Akhmim? —Dejó a un lado la toalla de lino.
Nos sentamos en los bancos de piedra. Nuestras nuevas damas nos dijeron que nos recostásemos.
—Tus hombros están muy tensos, señora. —Ipu hizo fuerza hacia abajo para aliviar la tensión de mi espalda—. ¡Las ancianas tienen los hombros más suaves que tú! —se rió. Su familiaridad me sorprendió. Sin embargo, mientras me daba masaje, sentí que la tensión de mis hombros se aflojaba.
Los abalorios de la peluca de Ipu tintinearon, suavemente, al mismo tiempo. Pude oler el aroma de su capa de lino, el perfume de la flor de loto, del nenúfar. Cerré los ojos, y cuando los abrí nuevamente, había otra mujer en la piscina. Luego, casi al mismo tiempo, vi que Merit caminaba, mientras envolvía a mi hermana en una bata.
Me senté.
—¿Dónde…?
—Silencio, mi señora. —Ipu apretó mi espalda con suavidad.
Asombrada, las vi retirarse.
—¿Adónde van?
—De regreso a su habitación.
—¿Pero por qué?
—Porque Kiya está aquí.
Miré hacia la piscina, a la mujer que remojaba su cabello lleno de abalorios en el agua. Su rostro era pequeño y estrecho, su nariz un poco torcida, pero había algo llamativo en su semblante.
Ipu chasqueó la lengua.
—Me quedé sin lavanda. Quédese aquí. No diga nada. Regreso enseguida.
Ipu se retiró. Kiya se acercó. Se anudó la toalla en la cintura. Me senté, de inmediato, e hice lo mismo.
—Así que tú eres la que llaman Ojos de Gato. —Se sentó frente a mí y me miró—. ¿Es la primera vez que vienes a los baños? —Miró detrás de mi banco y seguí sus ojos hasta que me di cuenta de lo que había hecho. Había doblado mi toalla en el suelo y el agua había llegado y se habían mojado los bordes—. En el palacio tenemos armarios para estas cosas. —Se rió. Miré su bata, que estaba colgada, y me sonrojé.
—No lo sabía.
Arqueó las cejas.
—Pensé que tu doncella te lo había dicho. Ipu es famosa en Tebas. Todas las mujeres de la corte la admiran por su pericia con el maquillaje y la reina te la ha dado a ti. —Hizo una pausa, a la espera de mi respuesta. Cuando se dio cuenta de que no iba a sacarme una palabra, se inclinó hacia delante—. Cuéntame, ¿esa era tu hermana?
Asentí.
—Es muy bella. Ha debido de ser la flor de todos los jardines de Akhmim. —Me miró desde debajo de sus largas pestañas—. Seguro que tenía muchos admiradores. Debió de resultar difícil dejarlo —ahora hablaba en voz baja, íntima—, sobre todo si estaba enamorada.
—Nefertiti no se enamora —respondí, tomada por sorpresa—. Los hombres se enamoran de ella.
—¿Los hombres? ¿Así que hay más de uno?
—No, sólo nuestro tutor —respondí sin pensarlo.
—¿El tutor?
—Bueno, no era su tutor, sino el mío.
Los pasos de Ipu resonaron en el patio y Kiya se puso de pie de inmediato, sonriendo abiertamente.
—Pequeña hermana, estoy segura de que hablaremos nuevamente.
Ipu nos vio. Su rostro reflejó alarma. Luego Kiya se escabulló entre las puertas. Sólo llevaba puesta su toalla mojada de lino.
—¿Qué sucedió? —Ipu me interrogaba mientras cruzaba la sala de baño—. ¿Qué es lo que acaba de decirte la princesa Kiya?
Dudé.
—Sólo que Nefertiti es bella.
Ipu entornó los ojos.
—¿Sólo eso? ¿Nada más?
Negué, preocupada, con la cabeza.
—No.
Cuando regresé a nuestra habitación, Nefertiti ya estaba allí, vestida con un traje con el talle bajo los pechos. El mío era idéntico, pero cuando me lo puse quedó claro que no podía haber dos hermanas más distintas. A mí el lino me quedaba holgado, pero el traje de Nefertiti abrazaba su talle delgado, empujando los pechos hacia arriba.
—¡Esperad! —Nefertiti dio el grito mientras Merit apoyaba el cepillo sobre su cabeza—. ¿Dónde está el aceite de cártamo?
—¿Cómo dices, señora?
—El aceite de cártamo —repitió Nefertiti, mirándome—. Mi hermana dice que hay que utilizarlo para evitar que se caiga el cabello.
—Aquí no utilizamos aceite de cártamo, señora. ¿Debo ir a buscar un poco?
—Sí. —Nefertiti se sentó y miró a Merit, que se retiraba. Asintió, complacida, al mirar mi traje—. ¿Ves? Puedes estar bonita si lo intentas.
—Gracias. —Incrédula, no quise añadir nada más.
La tarea de arreglarnos duró hasta el ocaso. Ipu y Merit eran tan hábiles y expertas como había dicho mi padre. Con manos seguras, colorearon, meticulosas, nuestros labios y nos aplicaron kohol en los ojos. Nos pusieron henna en los pechos y, por último, nos colocaron pelucas nubias en la cabeza.
—¿Sobre mi propio pelo? —Nefertiti me miró sorprendida cuando me oyó quejarme, pero no podía reprimirme, la peluca parecía calurosa y pesada, repleta de trenzas y pequeñas cuentas—. ¿Es obligatorio ponerse esto?
Ipu ahogó una risa.
—Sí, señora Mut-Najmat. Hasta la reina se la pone.
—¿Pero cómo va a quedarse fija en su sitio?
—Con cera de abejas y resina.
Recogió mi largo cabello en un gran moño y me colocó la peluca con cuidado y destreza. El efecto era sorprendentemente favorecedor. Las trenzas enmarcaban mi rostro y las cuentas verdes hacían resaltar el color de mis ojos. Ipu debía de haber elegido el color para mí, porque las cuentas de Nefertiti eran plateadas. Permanecí sentada, sin moverme, mientras la doncella me ponía crema en los pechos. Luego, con toda delicadeza, quitó la tapa de una jarra. Echó un manojo de fragmentos resplandecientes en la palma de su mano y luego sopló suavemente en dirección a mí. Quedé cubierta de polvo de oro. Me vi de reojo en el espejo y di un grito sofocado. Estaba hermosa.
Entonces, Nefertiti se puso de pie.
No había en ella signos del viaje en barco que habíamos hecho desde Akhmim. Los nervios de esa noche la mantenían muy despierta y resplandecía con los reflejos del sol poniente. La peluca, que le llegaba por debajo de los hombros y detrás de las orejas, acentuaba sus pómulos y su cuello esbelto. Los mechones de pelo tocaban música cuando las cuentas se unían y pensé que no había ningún hombre, en ningún reino, que pudiese rechazarla. Todo su cuerpo brillaba como el oro, y hasta las yemas de sus dedos resplandecían.
Las doncellas dieron un paso atrás.
—Es magnífica.
Intercambiaron sus lugares para ver el trabajo de cada cual. Merit susurró, aprobadora, al mirar mi rostro.
—Ojos verdes —dijo—. Nunca antes había visto unos ojos tan verdes.
—Los delineé con malaquita. —Ipu estaba orgullosa de su trabajo.
—Es hermosa.
Me enderecé en el asiento. Mi hermana se aclaró la garganta, interrumpiendo mi gran momento.
—Mis sandalias —exigió.
Merit buscó unas sandalias con incrustaciones de oro. Nefertiti me habló.
—Esta noche conoceré al príncipe de Egipto. —Abrió los brazos. Los ricos brazaletes tintinearon en sus muñecas—. ¿Cómo estoy?
—Como Isis —respondí, con franqueza.
Al atardecer nos condujeron al Gran Salón. Podíamos oír el sonido de la fiesta, que provenía de patios distantes. Las visitas eran anunciadas a medida que llegaban. Esperamos en la cola. Nefertiti me pellizcó el brazo.
—¿Nuestro padre ya está allí? —Estaba convencida de que, como yo era alta, podía ver por encima de las cabezas de una docena de personas.
—No lo sé.
—Ponte de puntillas —me ordenó.
De todas maneras, no podía ver nada.
—No te preocupes. Todos verán tu entrada —le prometí.
Avanzamos unos cuantos lugares en la cola. Pude ver que el Grande y la reina Tiy estaban adentro. El príncipe también se encontraba allí. Los hombres se daban la vuelta en la fila para mirar a mi hermana, y me di cuenta de que nuestro padre había tenido razón cuando nos dijo que llegáramos las últimas.
La cola siguió avanzando. De pronto, la sala entera se desplegó frente a nosotras. Era la estancia más grande y hermosa de todas las que había visto en Malkata. El heraldo se aclaró la garganta y extendió el brazo.
—La señora Nefertiti —anunció, con solemnidad—. Hija de Ay, visir de Egipto y supervisor de las grandes obras del rey.
Nefertiti dio un paso adelante y las voces de la gran sala cesaron.
—La señora Mut-Najmat, hermana de Nefertiti, hija de Ay, visir de Egipto y supervisor de las grandes obras del rey —prosiguió el heraldo.
Entonces di un paso adelante y vi que los invitados se giraban para mirar a las dos hijas de Ay, recién llegadas de la ciudad de Akhmim.
Caminamos hacia el estrado. Las mujeres nos observaban. Nuestro padre se puso de pie para recibirnos. Estaba detrás de una gran mesa y fuimos llevadas frente a los tres tronos de Horus, de Egipto. Nos inclinamos con los brazos extendidos. El Grande estaba sentado delante, en su trono. Vi que sus sandalias estaban talladas en madera y que los botones estaban pintados con imágenes de sus enemigos. Miró inmediatamente los pechos redondos de Nefertiti, untados en herma, aunque en la gran sala había pares de pechos como para mantenerlo ocupado mirando durante toda la noche.
—De pie —ordenó la reina.
Obedecimos. La mirada del príncipe Amenhotep se encontró con la de mi hermana. Nefertiti le devolvió la sonrisa. Vi que Kiya, sentada junto al príncipe, nos observaba de cerca. Luego, como Nefertiti aún no era reina, fuimos conducidas a una mesa que estaba justo debajo del estrado, donde se sentaban los visires y mi padre.
Nefertiti susurró, con su perfecta sonrisa:
—Tener que sentarnos por debajo de ella es un insulto.
Mi padre acarició el brazo dorado de mi hermana.
—Dentro de unos días, ella se sentará aquí y tú te sentarás allá. Serás la reina de Egipto.
Los hombres de la mesa hablaban a la vez. Todos le hacían preguntas a Nefertiti sobre nuestro viaje a Tebas. Querían saber si habíamos tenido buen clima, si el barco se había detenido en algunas ciudades a lo largo del camino. Miré a Amenhotep, que no apartaba sus ojos del rostro de mi hermana. Ella debía de darse cuenta, porque se reía y coqueteaba. Estiraba su cuello largo hacia atrás cuando el apuesto hijo de un visir se le acercaba para preguntarle por sus días en Akhmim. Vi que Kiya intentaba hablar con el príncipe, con tal de apartar la mirada de su marido de mi hermana; pero Amenhotep no se dejaba distraer. Me pregunté qué pensaría de su futura esposa. Observé el modo en que Nefertiti mantenía a los hombres bajo su poder. Hablaba suavemente, de manera que tenían que inclinarse. Reía a cada rato y, cuando lo hacía, los hombres se sentían bañados por su luz.
Sirvieron la comida y empezamos a tomarla. No sabía hacia dónde mirar primero, si al estrado, donde el Grande miraba de reojo a las mujeres desnudas que danzaban arqueando el cuerpo fibroso hacia atrás. No sabía si mirar, en cambio, al príncipe, que parecía serio y contenido, un hombre absolutamente distinto al que recordaba del día que lo vi en las tumbas. Miré a Panahesi, que estaba al otro lado de la mesa. Tenía la cabeza rasurada, como casi todos los hombres de la corte, y era alto, como mi padre. Pero en todo lo demás eran opuestos. Mi padre tenía los ojos azules. Los de Panahesi eran negros. Mi padre tenía pómulos prominentes, que Nefertiti había heredado, y el rostro de Panahesi era más largo y relleno. Las sortijas de oro brillaban siempre en todos sus dedos, mientras que mi padre llevaba joyas en raras ocasiones. Estudié al rival de mi familia hasta que los músicos comenzaron a tocar una melodía y todos dejaron las mesas para bailar: las mujeres en una ronda y los hombres en otra. Mi padre tomó la mano de mi madre y la llevó a través de la sala. Kiya miró con ojos críticos a Nefertiti cuando esta se puso de pie para unirse a las mujeres.
—¿No vienes? —preguntó Nefertiti.
—¡Claro que no! —Miré a los grupos de bellas hijas de cortesanos, que habían sido criadas en Tebas y conocían los bailes de la corte—. No conozco ninguno de los pasos. ¿Cómo vas a lograrlo?
Se encogió de hombros.
—Voy a mirar y aprender.
Quizás Merit le había dado lecciones de baile cuando estaban a solas, porque me sorprendió ver saltar y girar a mi hermana siguiendo el paso del resto. Era como una aparición, una criatura danzante hecha de oro y lapislázuli. Había pocas mujeres sentadas, yo entre ellas. No estaba sola en la mesa. Panahesi también se había quedado. Lo miré. Vi sus dedos largos, que acariciaban su barba negra recogida. Era el único visir de la corte que se dejaba crecer el cabello. Me sorprendió mirándolo y dijo:
—Esto debe de ser muy excitante para ti. Una jovencita de Akhmim que viene al palacio, con toda esta fiesta y este oro. ¿Por qué no bailas?
Moví mi silla.
—No conozco los bailes —admití.
Puso cara de sorpresa.
—Tu hermana parece tan espontánea. —Con un implícito acuerdo, los dos miramos a Nefertiti, que bailaba como si hubiésemos asistido a las celebraciones de la corte toda la vida. Panahesi me miró y sonrió.
—Debéis de ser medio hermanas. No parecéis hermanas del todo.
Deseé que el colorete que me había aplicado Ipu ocultara el rubor que empezaba a mortificarme. Me mordí la lengua para no responder de manera brusca a semejante comentario.
—Dime —prosiguió Panahesi—, ¿con quién te casarás, una vez que tengas una hermana en el harén real?
Mi ira arreció.
—Sólo tengo trece años.
—Claro, aún eres una niña pequeña. —Sus ojos descendieron hasta mi pecho. De pronto, Nefertiti estaba junto a mí. La música había cesado. Mi hermana no se mordía la lengua:
—Sí, pero es mucho mejor una joven que florece que un anciano ajado. —Sus ojos inspeccionaron, expresivos, la falda de Panahesi. Nuestro padre reapareció y se sentó a la mesa.
Panahesi empezó a levantarse.
—Tus hijas son encantadoras —dijo, al ver a mi padre—. Estoy seguro de que el príncipe llegará a quererlas mucho.
Se alejó, con la túnica blanca rozando sus talones, y mi padre preguntó:
—¿Qué ha ocurrido?
—El visir… —comencé a decir, pero Nefertiti me interrumpió.
—Nada.
Mi padre miró a Nefertiti.
—Os dije que tuvieseis cuidado. El visir Panahesi cuenta con el favor de Amenhotep.
Nefertiti hizo una mueca y me di cuenta de que quería responder: «No contará con él cuando yo sea reina», pero guardó silencio. Luego le echó un vistazo a la sala y se agitó de manera evidente.
—¿Dónde está el príncipe?
—Se retiró de la sala mientras atendías al visir.
Nefertiti balbuceó.
—¿No lo conoceré esta noche?
—No, a menos que regrese. —Mi padre estaba serio. Nunca había oído su voz tan grave. Estaba claro que aquello no era Akhmim. Era la corte de Egipto, donde no se toleraban los errores.
—Quizá vuelva —dije, esperanzada.
Mi padre y Nefertiti me ignoraron. El aroma perfumado del vino colmaba la sala. Kiya permanecía rodeada por sus mujeres, damas de la corte que, tal como nos había dicho Ipu, se vestían de acuerdo con la moda dictada por ella: cabello largo, túnicas sin mangas y pies con henna. Revoloteaban a su alrededor como polillas. La incipiente barriga de Kiya dejaba claro que ella, y no mi hermana, era el futuro de Egipto.
—Aquí hace demasiado calor —dijo Nefertiti, tomándome del brazo—. Ven conmigo.
Nuestro padre nos advirtió, bruscamente:
—No os alejéis.
Fui tras los pasos airados de Nefertiti a través de la sala.
—¿Adonde vamos?
—A cualquier sitio que no sea este. —Caminaba por el palacio visiblemente ofendida—. Se fue, Mut-Najmat. En realidad se fue sin conocerme. Su futura reina. ¡El futuro de Egipto!
Salimos y llegamos a una fuente. Pusimos las manos bajo el chorro de agua, dejando que pasara de nuestros dedos a nuestros pechos. El fresco líquido tenía el aroma de la madreselva y el jazmín. Nefertiti se quitó la peluca. Una voz familiar sonó en la oscuridad.
—Así que tú eres la que mi madre ha elegido como mi esposa.
Nefertiti alzó la vista. El príncipe estaba allí, de pie, blindado por su coraza pectoral de oro. Ella borró cualquier rastro de sorpresa de su rostro, y de pronto era la Nefertiti de siempre, coqueta y encantadora.
—¿Estás impresionado? —le preguntó con descaro.
—Sí. —La voz de Amenhotep no estaba exenta de preocupación. Se sentó y observó a Nefertiti a la luz de la luna.
—¿Se ha cansado del baile el príncipe de Egipto?
Mi hermana se comportaba de forma admirable, llena de inteligencia. Ocultaba su nerviosismo al mostrarse coqueta.
—Estoy cansado de ver a mi madre inclinándose ante el sumo sacerdote de Amón.
Cuando Nefertiti sonrió, Amenhotep la miró con crudeza.
—¿Te parece gracioso?
—Sí. Pensé que habías venido aquí afuera para cortejar a tu nueva esposa, pero si quieres hablar de política, te escucho.
Amenhotep entornó los ojos.
—¿Quieres escucharme como lo hace mi padre? ¿O de la manera en que escuchabas a ese tutor cuando te profesaba amor en Akhmim?
Aun en medio de la oscuridad, pude ver cómo palidecía mi hermana. Me di cuenta, de inmediato, de que aquello era cosa de Kiya. Pensé que iba a desmayarme, pero Nefertiti fue rápida.
—Dicen que eres un gran creyente en Atón. —Se había repuesto al instante—. Y dicen que planeas erigir templos cuando te conviertas en el faraón.
Amenhotep volvió a sentarse.
—Tu padre te mantiene bien informada.
—Yo me mantengo bien informada —respondió ella.
Era lista y era encantadora, y ni siquiera él pudo resistirse al embrujo de la seriedad de su mirada bajo la luz de las lámparas de aceite. Se acercó a ella.
—Quiero que me conozcan como el faraón del pueblo —admitió—. Quiero construir los templos más grandes de Egipto, para enseñarle a la gente lo que puede hacer un jefe con visión de futuro. Nuca debieron permitir que los sacerdotes de Amón acumularan tanto poder. Ese poder correspondía a los faraones de Egipto.
Oímos el crujido de la grava. Nos giramos para ver quién se acercaba.
—Amenhotep —Kiya dio un paso hacia la luz—, todos se preguntan dónde se ha metido el príncipe de Egipto. —Le sonrió, cariñosa, como si su desaparición fuera al mismo tiempo extraña y maravillosa. Extendió el brazo—. ¿Regresamos?
Nefertiti sonrió, sin inmutarse por la presencia de su rival.
—Hasta mañana, entonces —dijo mi hermana. Su voz era baja y sensual, como si hubiese un gran secreto entre ellos dos.
Kiya se aferró al brazo de Amenhotep.
—Esta noche noté que nuestro hijo se movía. Nuestro hijo —repitió, en voz más alta, para que Nefertiti la oyera mientras se lo llevaba—. Ya puedo sentirlo.
Los vimos caminar hacia la oscuridad. Advertí que Kiya se agarraba con fuerza a Amenhotep, como si temiese que desapareciera en cualquier momento.
Nefertiti estaba furiosa. Sus sandalias golpeaban contra los azulejos del suelo de nuestra habitación. Paseaba con ira, arriba y abajo.
—¿Qué va a hacer él dentro de dos días, cuando nos unan frente a Amón? ¿Va a traer también a Kiya y va a ignorarme?
Mi padre apareció y cerró la puerta.
—Debes bajar la voz. Hay espías por todo el palacio.
Nefertiti se hundió en un almohadón de cuero y apoyó su cabeza contra el hombro de mi madre, que también estaba allí.
—Fui humillada, mawat. Sólo me ve como a otra esposa cualquiera.
Mi madre acarició el cabello oscuro de mi hermana.
—Vendrá.
—¿Cuándo? —Nefertiti se incorporó—. ¿Cuándo?
—Mañana —dijo mi padre, con gran seguridad—. Y si no es mañana, entonces le haremos ver que eres mucho más que la elegida como esposa por su madre.
—Ve a dormir. En dos días estarás casada —le dijo mi madre a Nefertiti—. Y luego serás coronada reina de Egipto… —Dudó—. Si es que aún lo quieres.
—En mi vida he deseado algo tanto.