Capítulo 14
El hijo de Nefertiti nacería en el mes de Pashons. Se negaba a dar a luz al heredero de Egipto en el mismo pabellón en que Kiya había alumbrado al príncipe, así que Amenhotep ordenó a los albañiles del templo que comenzaran a construir una sala de partos cerca del estanque de lotos.
—Tiene que haber ventanas que den a los cuatro puntos cardinales. —Mi hermana abrió las manos para que los albañiles pudiesen ver lo que se imaginaba: un lugar de aire y luz—. Ventanas que vayan del suelo al techo.
Los soldados se inclinaron en señal de obediencia y los albañiles empezaron a trabajar. También los escultores, que tallaban hojas en los capiteles de la cama y pintaban peces en las baldosas que se extendían, azules y verdes, por todo el suelo.
Mientras seguía la construcción de su sala de partos, Nefertiti iba en carro con Amenhotep al templo, para ver cómo progresaba la obra, aunque ese progreso era entonces más lento porque la mano de obra estaba dividida.
—Mutni, busca tu capa —me decía constantemente—. Mutni, nos vamos al templo.
Vi al general Nakhtmin en la obra del templo dando instrucciones a los albañiles, y me pregunté, una vez más, qué hacía en Menfis, cuando antes se había mostrado tan convencido de quedarse en Tebas. Cuando pasábamos cerca, me sonreía. Yo apartaba la vista para que Nefertiti no pensara que había algo entre nosotros, pero Ipu, que iba conmigo en el carro, susurraba suavemente:
—El faraón ha hecho una oferta que los soldados no pueden rehusar. Veinte deben de plata al mes por construir en Menfis.
La miré, impresionada.
—¿El general Nakhtmin está aquí por la plata?
Miró al general y sonrió hasta que se le formaron hoyuelos.
—O por alguien…
Una mañana, mi hermana se sentía mal, sin ánimos para ir en el carro, y quería que yo fuese en su lugar.
—No quiero que Amenhotep vaya con Kiya —dijo, malévolamente—. Me la imagino yendo en carro hasta la obra y escribiendo un poema al resplandeciente edificio nuevo del faraón. Es seguro que él lo haría inscribir para ella en la pared del templo.
Debí haberme reído, pero era incapaz, porque lo que me pedía me asustaba.
—¿Quieres que vaya a la obra sola?
—Sola no, claro, te llevarás a Ipu.
—Pero ¿qué haré allí?
Se llevó la mano al abdomen, harta de mi ignorancia.
—Harás lo que yo he hecho siempre —dijo, displicente—. Procurarás que se note tu presencia en el templo para garantizar que los albañiles no holgazaneen. Te asegurarás de que los constructores no roben oro, alabastro o piedra caliza.
—¿Y si roban de todas maneras?
—No lo harán. No se atreverían, contigo allí, vigilándolos.
Mientras el jefe de la caballeriza preparaba mi carro, Ipu me preguntó:
—¿Dónde está el faraón? ¿No viene?
—Mi hermana no se siente bien y quiere que él se quede con ella.
—¿Así que tenemos que ir solas? ¿Sin guardias?
—Sin guardias.
Cuando el jefe de la caballeriza terminó, fuimos con el carro, por detrás del palacio, hasta la obra de construcción del templo. Los soldados picaban piedras y esculpían en bloques de rocas. Ninguno parecía estar hurtando nada. Algunos hombres saludaron con la mano a Ipu a nuestro paso. Puse cara de sorpresa. Mi ayudante sonrió.
—Tengo amigos en lugares extraños, mi señora. Como tú no puedes hacerte amiga de los trabajadores y los soldados, yo lo hago en tu nombre.
Seguí su mirada, que apuntaba a un hombre que detuvo nuestro carro extendiendo la mano. Los caballos se pararon de inmediato, obedeciendo dócilmente, y Nakhtmin nos sonrió.
—General —lo saludé, formal.
—Señora Mut-Najmat.
Ipu se rió.
—¿Cómo va el trabajo en el templo? —pregunté.
Hice como que supervisaba a algunos de sus hombres. Se quejaban por el calor, mientras levantaban una pesada columna de piedra para emplazarla en su sitio.
En la comisura de los labios del general apareció una sonrisa.
—Como verás, trabajan duro para satisfacer las grandes ambiciones de su alteza. ¿No vas a preguntarme por qué estoy aquí?
El sol había tostado la piel del general hasta volverla de un tono bronce oscuro, mucho más oscuro que su largo cabello y, por supuesto, que sus ojos claros.
—Ya sé por qué estás aquí —respondí—. El faraón ha hecho una irresistible oferta a los soldados. Veinte deben al mes.
El general Nakhtmin parpadeó ante la luz cegadora del sol.
—¿Eso es lo que crees? ¿Que me vendí por un puñado de plata?
Me limité a mirarlo.
—¿Y por qué otra cosa vendrías?
Dio un paso atrás y su rostro asumió un gesto reflexivo.
—Cuando era mucho más joven, ahorré el oro que ganaba en el ejército para comprarme una granja en Tebas. Cuando mi padre murió, heredé sus tierras. No necesito dinero. Así que no, no he venido por eso.
Sentí que lo había ofendido de alguna manera y me siguió mirando hasta que me vi forzada a responder:
—Entonces, ¿por qué has venido?
Miró a Ipu.
—Quizá tú se lo puedas explicar. En cuanto a mí, debo volver junto a mis soldados para asegurarme de que empiecen a robar piedra. —Me sonrió—. O alabastro.
Lo vi alejarse y entonces me dirigí a Ipu.
—¿Por qué le divierte jugar conmigo?
—Porque le interesas. Está interesado en ti y no está seguro de que a ti te pase lo mismo.
Me quedé en silencio.
—Procura, señora, que tu hermana no te vea de esa manera —me advirtió Ipu— o en el palacio habrá otras preocupaciones, además de saber si la reina le dará, o no, un príncipe al faraón.
El templo de Atón fue terminado pronto, a tiempo para que el fin de las obras coincidiese con el parto de Nefertiti. El niño le pesaba mucho. Se sentaba en un pabellón especial, decorado con imágenes de Hathor y Bes, con los pies apoyados sobre almohadones de plumas, mientras los arpistas tocaban música en la antecámara. Los portadores de abanicos estaban de pie en todos los rincones de la sala. Mi hermana reinaba como monarca absoluta desde la cama, reprendiendo a quien anduviera cerca, aun a nuestro padre.
—¿Por qué nadie me contó que Kiya iba con él a ver la obra? ¿Es que ahora ella ha ocupado mi lugar? —Su voz se alzaba llena de indignación—. ¿Lo ha hecho?
—Cierra la puerta, Mut-Najmat —ordenó mi padre, que luego miró a mi hermana—. Tendrás que soportarlo por unos pocos días más. No puedes hacer nada.
—¡Soy la reina de Egipto! —Luchó para sentarse y sus doncellas se apresuraron a ir junto a ella—. ¡Buscad a Amenhotep! —Las jóvenes, dubitativas, miraron a nuestro padre—. ¡He dicho que busquéis al faraón! —La voz de Nefertiti se volvió más cortante.
Mi padre miró a la mujer que estaba más cerca y asintió. La joven salió corriendo.
—Es mejor que te preocupes más por el estado de los asuntos del reino —dijo—. ¿Te has molestado, siquiera, en averiguar qué es lo que sucede en Tebas?
Nefertiti pareció sorprendida.
—¿Por qué tendría que hacerlo?
El rostro de mi padre se ensombreció.
—Porque el Grande está enfermo.
Los sirvientes hicieron un esfuerzo para no mirarse entre sí. Ya se dedicarían a los chismes a la noche. Nefertiti se incorporó en los almohadones.
—¿Muy enfermo?
—Se rumorea que Anubis se lo llevará pronto.
Nefertiti se esforzó para sentarse erguida, con la dignidad de una reina.
—¿Por qué no me he enterado?
—Porque no te enteras de nada que no esté relacionado con el templo de Atón —le reprochó mi padre—. ¿Cuándo fue la última vez que Amenhotep visitó la Sala de Audiencias? ¿Cuándo atendió por última vez a los príncipes de las naciones extranjeras? Me siento todos los días al pie del trono de Horus y ejerzo el poder de un rey.
—¿No era eso lo que querías, el reino de Egipto a tus pies?
—Si tu marido se dedica a juegos extraños y le envía estatuas bañadas en oro en vez de estatuas de oro verdadero a sus aliados, no. Porque el que entonces tiene que enmendar sus errores soy yo. Quien tiene que explicarle al gobernador de Qiltu por qué el ejército no estaba listo para defenderlo cuando los hititas atacaron su reino soy yo.
—En Tebas hay un ejército. Que se queje ante el Grande.
La ira de mi padre aumentó.
—¿Por cuánto tiempo va a usar los soldados como trabajadores? ¿Qué vendrá después? ¿Un palacio? ¿Una ciudad? —Miré fugazmente a Nefertiti—. En Egipto hay división —advirtió—. Los sacerdotes de Amón se preparan para sublevarse.
—¡Nunca se rebelarán! —La mandíbula de Nefertiti se puso tensa. Ahora era una reina de diecisiete años.
—¿Por qué no iban a hacerlo —la desafió mi padre—, con Horemheb de su lado?
—En ese caso, Horemheb sería un traidor y Amenhotep lo mandaría matar.
—¿Y si se le une el ejército? ¿Entonces, qué?
Nefertiti se echó hacia atrás, con las manos en el estómago, como para proteger a su niño de semejantes noticias. La puerta de la sala de partos de Nefertiti se abrió y entró Amenhotep.
—¡La reina más bella de Egipto! —proclamó.
—¡La única reina de Egipto! —dijo Nefertiti, bruscamente—. ¿Dónde estabas?
—En el templo. —Amenhotep sonrió—. El altar está listo.
—¿Y lo consagraste con Kiya? —susurró. Amenhotep se quedó callado.
—¿Hiciste eso? —gritó mi hermana—. ¿Ahora no soy interesante porque soy la vaca reproductora del faraón y estoy a punto de dar a luz a un príncipe?
Amenhotep miró a un lado y otro de la habitación, dudando. Luego se acercó rápidamente a ella y le cogió la mano.
—Nefertiti…
—Quien mira al pueblo de Egipto en todas partes es mi efigie. La que vela por este reino soy yo. ¡No Kiya!
Amenhotep se arrodilló de inmediato.
—Lo siento.
—No irás con ella otra vez. Promete que no irás con ella.
—Lo prometo.
—Una promesa no es suficiente. Júralo. Por Atón.
Amenhotep advirtió la seriedad de su rostro y lo dijo:
—Te lo juro por Atón.
Mi padre y yo nos miramos. Mi hermana le hizo levantarse.
—¿Sabías que tu padre está enfermo? —Al hacer la pregunta se reclinó de nuevo en los almohadones. Una vez más demostraba su habilidad a la hora de manejar a Amenhotep. Amenhotep se irguió de inmediato.
—¿El Grande está enfermo? —Miró a mi padre—. ¿Es cierto?
Mi padre se inclinó.
—Sí, alteza. Esas son las noticias que llegan de Tebas.
Amenhotep paseó la mirada por la habitación. Pareció darse cuenta, por primera vez, de la presencia de las mujeres.
—¡Fuera! —gritó. Ipu y Merit echaron a las mujeres. Amenhotep se dirigió a mi padre—. ¿Cuánto falta para que se muera?
Mi padre se puso rígido.
—El faraón de Egipto puede vivir otro año.
—Dijiste que estaba enfermo. Dijiste que se rumorea eso.
—Que los dioses lo preserven por más tiempo.
—¡Los dioses lo han abandonado! —gritó Amenhotep—. A quien cuidan es a mí y no a ese viejo decrépito.
Amenhotep atravesó la sala en dos zancadas, abrió la puerta y habló a los guardias.
—Buscad a Maya, el constructor —ordenó.
Luego se dirigió a mi padre.
—Regresarás a la Sala de Audiencias y escribirás una carta para los príncipes de todas las naciones. Avísales de que en una estación seré el faraón del Alto Egipto.
A mi padre se le notó el disgusto por el color de las mejillas.
—Puede que no muera para entonces, majestad.
Amenhotep se acercó tanto a mi padre que por un momento pensé que iba a besarlo. Le habló al oído:
—Te equivocas, el reinado del Grande ha terminado.
Se encaminó hacia la puerta y llamó de nuevo a los guardias.
—¡Buscad a Panahesi! —Se dirigió otra vez a mi padre—. El sumo sacerdote de Atón viajará hacia Tebas. Ve y escribe una carta para los reyes de las naciones extranjeras.
Señaló la puerta y mi padre y yo fuimos llevados al pasillo. Entonces la cerró a nuestras espaldas. Oímos, de inmediato, las voces altas y entusiasmadas que provenían del interior de la habitación. Seguí el golpeteo enojado de las sandalias de mi padre camino al Per Medjat.
—¿Qué hace?
—Se prepara —respondió mi padre, furioso.
—¿Para qué?
—Para acelerar el viaje del Grande al Más Allá.
Contuve la respiración.
—Entonces, ¿por qué permitiste que Nefertiti se lo contara?
Mi padre no dejó de caminar.
—Porque si no, otros se lo habrían contado.
—¡La reina está dando a luz!
La sirvienta me encontró en los jardines del palacio. Sus palabras salieron entrecortadas, estaba sin aliento. Yo me incorporé de inmediato. Empujé a la multitud que se agolpaba fuera de la habitación de Nefertiti. Los mensajeros y las damas de la corte se apiñaban en el exterior del pabellón, cubiertos con sombrillas, haciendo conjeturas sobre lo que iba a suceder si Nefertiti daba a luz a un varón. ¿Sería enviado Nebnefer a vivir a otra parte? ¿Qué pasaría si era una niña? ¿Cuánto tardaría en quedarse embarazada de nuevo la reina? Entré en la sala de partos, cerrando a mis espaldas la puerta y dejando atrás el murmullo general.
—¿Dónde estabas? —Nefertiti parecía muy alterada.
—En los jardines. No sabía que había comenzado el parto.
Mi madre me miró como si hubiese tenido que saberlo.
—Quiero beber, dadme zumo —gimió Nefertiti.
Fui en busca de la sirvienta que estaba más cerca y le dije que se lo trajera.
—¡Pronto!
Regresé junto a mi hermana.
—¿Dónde están las comadronas?
Hizo rechinar los dientes.
—Preparan la silla para el parto.
La silla de Nefertiti había sido pintada con las figuras de las tres diosas de la natalidad. Hathor, Nekhbet y Tawaret abrían sus brazos en el trono de ébano. Su cuerpo quería liberarse de la pesada carga que llevaba en las entrañas. Su respiración se hacía trabajosa.
Entraron dos comadronas.
—Está lista, alteza.
La ayudaron a sentarse en la silla con almohadones, que tenía un agujero en el medio para que el niño descendiera fácilmente en su llegada al mundo. Mi madre le puso un almohadón detrás de la espalda y Nefertiti me ofreció una mano para que se la apretara, y dio un grito tan fuerte que podía haber despertado a Anubis. El parloteo cesó en el exterior del pabellón. Los gritos de Nefertiti eran lo único que podía oírse. Mi madre se dirigió a mí en vez de a las comadronas:
—¿No podemos darle algo para ayudarla?
—No —dije sinceramente, y las comadronas asintieron.
La mayor de todas agitó sus rizos grises.
—Ya le hemos dado kheper-wer.
Las había visto darle la mezcla de planta de kheper-wer, miel y leche a mi hermana para inducir el nacimiento. La anciana enseñó las palmas de sus manos.
—Es todo lo que podemos hacer.
Nefertiti rugió. Sus sienes estaban empapadas. El sudor bajaba desde el cuello y le pegaba el cabello al rostro. Ordené a una de las mujeres que se lo echara hacia atrás. Ipu y Merit llevaron un plato con agua caliente hasta la silla de parto y lo pusieron entre las piernas de mi hermana, para que el vapor ayudara a la hora del nacimiento. Nefertiti echó la cabeza hacia atrás y se agarró con desesperación a la silla.
—¡Ya llega! —gritó mi madre—. ¡El príncipe de Egipto!
—Empuja más fuerte —la alentó la comadrona mayor.
Merit puso una compresa fría en la frente de Nefertiti. La comadrona ya estaba debajo de la silla, con sus manos alzadas hacia la cabeza coronada del bebé. Mi hermana se arqueó, se echó hacia atrás con un grito de agonía. Entonces su cuerpo se sacudió y la criatura salió en medio de un torrente de líquidos.
—¡Una princesa! —gritó la comadrona mientras la revisaba para ver si tenía alguna deformidad—. ¡Una princesa entera y sana!
Nefertiti la miró, aturdida y congestionada, desde su silla.
—¿Una niña? —Hablaba en un susurro, agarrándose a los brazos de la silla—. ¿Una niña? —Su voz se volvió aguda.
—¡Sí! —La comadrona levantó el pequeño bulto en el aire y mi madre y yo nos miramos.
—Que alguien avise al visir Ay —ordenó mi madre con tono feliz—. Y que envíen un mensaje al rey.
Ipu se apresuró a salir para anunciar al palacio que la reina había sobrevivido. Las campanas sonarían dos veces, para encargarse de proclamar el nacimiento de una princesa. Las comadronas acomodaron de nuevo a Nefertiti en su cama. Envolvieron su bajo vientre con lienzos para detener la hemorragia. «Una princesa», repetía, como trastornada. Estaba tan segura de que sería un príncipe. Había estado tan segura…
—Pero está sana. Y es tuya. Tu pequeño y maravilloso vínculo con la eternidad —le dije.
—Pero Mutni… —Su mirada era distante—. Es una niña.
La comadrona se acercó y presentó a mi hermana a la primera princesa de Egipto. Nefertiti acunó a la criatura en sus brazos. Los ojos de mi madre se humedecieron. Ya era abuela.
—Se parece a ti —le dijo a Nefertiti—. Los mismos labios y la misma nariz.
—Y, como ella, tiene mucho pelo —agregué.
Mi madre acarició la cabeza suave y peluda de la recién nacida. La niña emitió un gemido estridente y la comadrona canosa se acercó corriendo.
—Hay que alimentarla —anunció la anciana—. ¿Dónde está el ama de cría?
Una mujer rolliza y alta fue admitida en la sala de partos. La comadrona entornó los ojos para mirar el rostro redondo de la joven recién llegada. No era mucho mayor que Nefertiti. Diecisiete o dieciocho años, y parecía campechana y fuerte.
—¿Eres la elegida por el visir Ay?
—Sí. —Por sus senos hinchados, era evidente que ella también había sido madre hacía poco.
—Entonces ven y siéntate junto a la reina —le ordenó la comadrona.
Colocaron una silla. El ama de cría se sacó uno de los pechos. La pequeña princesa succionaba con fuerza. Nefertiti observaba su propia imagen en miniatura, en brazos de la nodriza.
La comadrona sonrió.
—Hermosa como su majestad. El faraón estará complacido.
—Pero no es un hijo.
Nefertiti bajó la vista y miró a la criatura que había dado a luz. La princesa que tendría que haber sido un príncipe.
—¿Cómo vas a llamarla? —le pregunté.
—Meritatón —dijo Nefertiti, enseguida.
Mi madre terció.
—¿Amada por Atón?
—Sí. —Nefertiti se incorporó un poco. Su rostro ganó determinación—. Le recordará a Amenhotep qué es lo importante. —Mi madre frunció el entrecejo y Nefertiti, acalorada, aclaró—: La lealtad.
En la distancia, sonaron las campanas dos veces, para que Menfis supiera que había nacido una niña. Nefertiti se agarró al borde de las sábanas.
—¿Qué es eso?
—Son las campanas —comenzó a decir mi madre, pero Nefertiti la interrumpió.
—¿Por qué tocan sólo dos veces?
—Porque las campanas tocan tres veces para un príncipe —dije, y Nefertiti se enfureció.
—¿Por qué? ¿Porque una hija es menos importante que un príncipe? Las campanas sonaron tres veces por Nebnefer y las campanas sonarán tres veces por la princesa Meritatón.
Mi madre y yo nos miramos. La princesa Meritatón comenzó a gemir.
Merit rompió el silencio.
—¿La llevamos a los baños, alteza?
—¡No! Alguien debe arreglar lo de las campanas —clamó Nefertiti—. ¡Traed a Amenhotep!
—Primero te das un baño. Después podrás ver al faraón y decirle lo que quieras —le dijo mi madre.
—Nefertiti, así no puedes ver a nadie. —La hablé con tono suplicante. Su túnica estaba manchada, y aunque le habían enjuagado las piernas y le habían cepillado el cabello hacia atrás, no era la reina de Egipto, sino una mujer que acababa de dar a luz y su hedor a sudor y sangre era intenso—. Báñate deprisa, después llamaremos al faraón y le hablarás.
Hizo lo que le sugerí. Mientras la envolvían en una túnica limpia y se la llevaban, la sala de partos permaneció en silencio.
—Ha dado a luz a una niña hermosa —dijo, finalmente, mi madre.
La nodriza seguía alimentando a la princesa mientras la comadrona se llevaba la silla de parto. Pasaría al menos un año hasta que llegara un príncipe. Quizá más.
—¿Crees que la escuchará? —pregunté.
Mi madre apretó los labios.
—Nunca lo han hecho antes.
—Tampoco antes ha habido una reina viviendo en la habitación del rey.
Nefertiti regresó, aseada y vestida de blanco. Mi madre asintió, orgullosa.
—Mucho mejor —dijo, pero Nefertiti no estaba de humor para elogios.
—Que venga Amenhotep.
Merit abrió la puerta de la sala de partos y llamó al faraón. Este entró de inmediato, y Nefertiti atacó en cuanto apareció.
—Quiero que las campanas toquen tres veces —dijo ella, con tono imperativo.
Él corrió a su lado y puso una mano en su mejilla.
—¿Te encuentras bien?
—¡Hoy tienen que tocar las campanas tres veces!
—Pero el nacimiento…
Él bajó la vista y miró a Meritatón, que dormía.
—Mira qué hermosa…
—¡Estoy hablando de las campanas! —El grito de Nefertiti pareció despertar a la princesa, y Amenhotep dudó.
—Pero las campanas sólo tocan…
—¿Nuestra princesa es menos importante que un príncipe?
Amenhotep miró el rostro de su hija y lágrimas sinceras rodaron por sus mejillas. Había heredado los ojos oscuros y el pelo rizado de él. Miró a Nefertiti, a su rostro convencido, y se dirigió a Merit.
—Ordena a los hombres que toquen las campanas tres veces. Ha nacido… —Miró a Nefertiti.
—La princesa Meritatón —remató mi hermana, y Amenhotep se sentó al lado de ella.
—Meritatón —repitió él, mirando el rostro de su hija—. La amada por Atón.
Nefertiti, orgullosa, levantó la barbilla.
—Sí, amada por un gran dios de Egipto.
—Una princesa. —Amenhotep alzó a la criatura gimiente desde los brazos de la nodriza y la apretó contra su pecho.
Mi padre entró y miró a mi madre con patetismo.
—Una niña —dijo, calmo.
—Pero, aun así, es una heredera —susurró mi madre.
Mi padre se quedó hasta que pudo alzar a su nieta, la primera princesa real de Egipto. Después se retiró para enviar un mensaje a los reyes de las naciones extranjeras.
Observé a Nefertiti en su lecho. Se veía agotada y pálida, esforzándose por aparentar alegría ante Amenhotep, cuando en realidad tendría que estar durmiendo.
—¿Crees que se encuentra bien? —le pregunté a mi madre.
—Por supuesto que no, acaba de dar a luz.
Merit se colocó al lado de Nefertiti. Tenía su gran caja de marfil llena de cosméticos. Dócil, mi hermana se sentó, aunque si yo hubiese sido ella hubiera ordenado que todos saliesen de la habitación. Miré a la princesa Meritatón, a quien mi hermana estrechaba con fuerza, y sentí un dolor en el corazón que fue, probablemente, de envidia. Nefertiti tenía un marido, un reino, una familia. Yo ya había cumplido quince años, ¿y qué tenía?
La Fiesta del Nacimiento tuvo lugar a finales de Pashons. Los reinos extranjeros habían enviado vasijas, bellamente trabajadas, de metales preciosos, que pusieron sobre una mesa que iba de un extremo a otro del Gran Salón. Había estatuas de oro labrado y arcones de ébano. El rey de Mitanni envió una jauría de lebreles. Las familias nobles de Tebas mandaron brazaletes de plata y marfil.
En la habitación de Amenhotep, Nefertiti me preguntaba qué traje debía llevar en la fiesta.
—¿El que está abierto por delante o mejor uno que se cierra en el cuello?
Observé sus pechos pintados con henna. Eran grandes y la favorecían. Su estómago era tan plano que era imposible imaginar que había tenido una hija hacía sólo catorce días.
—El que está abierto por delante —dije.
Miré su cuerpo cuando se metía dentro del traje ajustado y me quedé fascinada por la manera en que hizo pasar dos pendientes de oro por sus lóbulos perforados. Pensé: «Nunca seré tan hermosa». Después nos miramos en el espejo. La gata y la bella.
En el Gran Salón los hombres no podían quitarle los ojos de encima. «Es irresistible», dijo Ipu, cuando mi hermana avanzó entre las columnas y subió al estrado decorado para la ocasión. La maternidad había rellenado sus mejillas y le daba color al rostro. A su paso, cientos de velas temblaban, como rindiéndole homenaje, y cuando se sentó en el trono, hubo un breve silencio.
Parecía que todos los miembros de la corte real de Egipto habían ido para celebrar el nacimiento de Meritatón. Salí afuera, donde mi padre estaba de pie junto a mi madre, disfrutando de un momento de paz antes de que sirvieran la comida y tuviésemos que sentarnos y hacer frente a los compromisos sociales. Miré, de nuevo, a la gente que se agolpaba en el patio, que entraba y salía, como flotando, del Gran Salón, con copas de vino; gente ataviada con el mejor lino y con el mejor oro. El único ausente era Panahesi.
—¿Cómo puede haber tanta gente? —pregunté.
Hasta la nobleza de Tebas estaba allí para la celebración. Los nobles habían comenzado a viajar por el Nilo hacía catorce días, en cuanto tuvieron noticias del inminente nacimiento de Meritatón.
—Han venido a homenajear al nuevo faraón —dijo mi padre. No entendí lo que decía. Mi padre se explicó—: El Grande se está muriendo.
Lo miré.
—¡Pero se suponía que iba a vivir una estación más! Me dijiste… —Me detuve, pues me di cuenta de lo que quería decir mi padre. Me incliné hacia delante. Mi voz salió en un murmullo—. ¿Lo envenenaron?
Mi padre no dijo nada.
—¿Lo han envenenado? —El rostro de mi padre era una máscara. Recapitulé—. ¿Es allí donde está Panahesi?
Se miraron y mi padre se puso de pie.
—Sea lo que sea lo que sucedió en Tebas, el Grande no verá el próximo mes.
Dentro del Gran Salón sonó la campana para llamar a los invitados para la cena. Mi padre tomó el brazo de mi madre y se perdió en la multitud, mientras yo me quedaba allí. Quería comprender, asimilar sus palabras.
—Si me dejo guiar por su cara, pensaré que estamos a punto de ser invadidos por enemigos o que acaba de probar un alimento amargo.
Me di la vuelta. El general Nakhtmin me ofreció un vaso de vino.
—Gracias, general. Me alegro de verte.
Se rió y me señaló el Gran Salón con la mano.
—¿Vamos?
Pasamos por las puertas abovedadas que daban al Gran Salón, con sus magníficas columnas y sus cientos de invitados. Él se sentaría en la mesa de la élite militar. Yo, con la familia real.
Antes de llegar al estrado, lo detuve:
—General, ¿has oído algo sobre el Grande, allí, en Tebas?
Nakhtmin me miró, pensativo. Luego me alejó de las mesas y me llevó a un gabinete donde podíamos hablar en privado.
—¿Por qué lo preguntas?
Dudé.
—Sólo… pensé que a lo mejor sabías algo.
Nakhtmin me miró con recelo.
—Es probable que se entregue muy pronto a los brazos de Osiris.
—¡Pero sólo tiene cuarenta años! Podría vivir diez años más —susurré—. ¿Fue veneno? —Le miré a la cara para que me dijese la verdad.
Asintió, muy serio.
—Hay rumores. Y si hay rumores dentro de la misma familia del rey…
—No los hay —dije, deprisa—, sólo preguntaba.
Me observó.
—Pero si… el faraón muere…
—¿Qué?, ¿entonces qué?
—Tu hermana se convertirá en reina de Egipto y la reina viuda se inclinará ante su nuera. Quién sabe —agregó Nakhtmin, en tono conspirativo—, puede que hasta sea la faraona antes de que todo termine.
—¿Faraona?
—¿Es tan sorprendente?
—No, es… Sólo un puñado de mujeres han gobernado Egipto.
—¿Y por qué no ella?
Miramos a mi hermana a través del bosque de columnas. Una gruesa diadema de oro le echaba el lustroso pelo hacia atrás y eso le agrandaba los ojos. Desde su trono podía ver toda la sala, pero sólo miraba a Amenhotep.
—Confía en ella para todo —agregó Nakhtmin—. Hasta comparten las habitaciones.
—¿Quién te lo dijo?
—Soy un general. Estar informado es parte de mi trabajo. Estaría enterado de algo tan trivial aun si fuese un sirviente de un palacio menor.
—Pero ella tendría que convertirse en viuda antes de llegar a faraona.
Lo miré. No rebatió mi afirmación, como si no le sorprendiera que Amenhotep tuviese que morir. Sentí que un escalofrío se asentaba como una presencia helada en mi espalda, a pesar del calor de la noche. Los invitados se sentaban y las risas resonaban, rebotando contra el techo del Gran Salón. La Fiesta del Nacimiento duraría toda la noche, pero quizá no tendría oportunidad de volver a conversar con el general. Dudé.
—Pensé que te quedarías en Tebas y vivirías una vida más apacible que esta —le dije.
—Ah, en Tebas la vida no es apacible. Nunca existe tranquilidad donde hay un palacio. Pero espero encontrar, algún día, a alguien que quiera compartir una vida tranquila conmigo. Lejos de Tebas, de Menfis o de cualquier otra ciudad con un Camino Real.
Miramos el salón y asentí, porque comprendía su deseo.
—Pero ahora que el templo está terminado, los soldados se preguntan qué sucederá a continuación. El faraón teme al ejército. No nos enviará a la guerra aunque los hititas asalten nuestras tierras en cada estación. Egipto seguirá sin ofrecer resistencia. Panahesi sirve a Atón y Amenhotep construye templos para glorificar el reinado de Atón. Con semejante panorama, tu padre ascenderá al trono de Egipto. Quizá no en forma literal, pero de alguna manera él es el faraón, miw-sher. Este es el momento en que debes decidir qué quieres de la vida: ¿tu nombre grabado en la piedra para la eternidad… o la felicidad?
—¿Y cómo sabes que aquí no soy feliz?
—Porque estás de pie en un rincón, conversando conmigo, mientras tu hermana se sienta en el trono de Horus y tu padre le allana el camino. Si estuvieras contenta, estarías allí.
Señaló la mesa de la familia real, presidida por mi madre y mi padre, que estaban rodeados de hombres calvos vestidos con las más bellas túnicas.
—¿Qué papel tienes en medio de todo eso, pequeña gata?
—Soy la dama de honor de Nefertiti —respondí secamente.
—Siempre estás a tiempo de cambiar de función… —Nakhtmin me miró, interesado, y luego agregó—: Casándote con alguien.
—Mutni, ¿me traes mi túnica?
Levanté la vista de mi partida de senet, pero me quedé en la silla.
—¿Dónde está Merit? ¿No puede traerte ella la túnica?
Nefertiti me miró con sus grandes ojos maquillados. Estaba junto a la nodriza que amamantaba a Meritatón. Acarició el pelo abundante de la princesa.
—No puedo dejar a Meritatón. ¿No me la traes? Está en la otra habitación.
—Ve, Mutni —dijo mi madre—. Ella está ocupada.
—¡Siempre está ocupada!
Mi madre me miró de tal manera que quedó dicho que tenía que hacerlo. Regresé con la túnica de mi hermana. Me detuve a mirar el rostro pequeño de Meritatón. Tenía el mismo color de su madre, del matiz de la arena, pero sus ojos eran verdes como las olivas, como los de Amenhotep. Era imposible aún saber si tendría la mandíbula de su madre o la altura de su padre. Pero su nariz ya era fina y larga como la de Nefertiti.
—Se parece a ti —dije, y mi hermana sonrió.
Se oyó un ruido inesperado. Los hombros de mi madre se pusieron tensos.
—¿Lo habéis oído? —preguntó, apartando la vista del tablero de senet.
Todas, hasta la nodriza que tenía a Meritatón en brazos, nos quedamos heladas. Podía oír el sonido al que se refería. Eran lamentos de mujeres unidos al toque de las campanas del templo.
Nefertiti se puso de pie.
—¿Qué es eso?
La puerta de la habitación se abrió de par en par. La sonrisa de Amenhotep era tan grande que nos dimos cuenta enseguida. Mi madre se cubrió la boca con la mano.
—Ha partido junto a Osiris —susurró Nefertiti.
Amenhotep la abrazó.
—El Grande ha muerto. ¡Soy el faraón de Egipto!
Mi padre entró en la habitación con Panahesi pisándole los talones. En su alegría, Nefertiti no advirtió la presencia de los hombres en su sala maternal. Mi padre hizo una reverencia.
—¿Debemos preparar la mudanza a Tebas, alteza?
—No nos mudaremos a Tebas —anunció Amenhotep—. Comenzaremos a construir la ciudad de Amarna de inmediato.
En la sala de partos se hizo el silencio.
—¿Vas a cambiar la capital? —preguntó mi padre.
Amenhotep, exultante, dijo:
—Por la gloria de Atón.
Mi padre miró a Nefertiti, que esquivó sus ojos.