Capítulo 12

Estábamos en lo alto de una colina, mirando el Nilo a su paso a través de Menfis. Un viento cálido nos agitaba las túnicas y golpeaba, en el aire, nuestras capas cortas.

—El templo tendrá dos pisos de altura y será del ancho de dos colinas. —Maya señaló con el dedo, más allá de las dunas iluminadas por el sol, que aparecían a nuestros ojos una tras otra, como conos de arena blanca que brillaban bajo el intenso azote del sol.

—¿De dónde traerán los materiales? —preguntó Nefertiti.

—Los constructores utilizarán las rocas de la cantera oriental.

Amenhotep estaba impaciente.

—¿Cuánto tiempo llevará la construcción?

Se levantó el viento, arrastrando las palabras del gran edificador. Panahesi y mi padre se acercaron.

—Ocho estaciones, si es que los hombres pueden trabajar a diario.

El rostro de Amenhotep se oscureció.

—Puede ocurrir cualquier cosa, hasta puedo ser asesinado en ocho estaciones —gritó.

Tal era su miedo desde que había asesinado al sumo sacerdote de Amón. Los guardias nubios, especialmente seleccionados para protegerle, lo seguían a todas partes. Aquellos hombres oscuros se quedaban de pie en la puerta mientras dormía y planeaban como cuervos detrás de su trono cuando comía. En ese momento también estaban con él, apretujados al fondo de la colina, con sus lanzas prontas a batirse contra cualquier enemigo del rey. En los pasillos del palacio, Nefertiti me había contado, en secreto, que Amenhotep temía a toda la gente que no lo quería. «¿Por qué?», le pregunté, y su mirada bastó como respuesta. Era por lo que le había sucedido al sumo sacerdote de Amón. Desde entonces, Amenhotep podía sentir la hostilidad de la gente común, y ninguno de los visires, ni siquiera mi padre, tenía valor suficiente para decirle que era cierto, que hacía bien cuidándose. Pero mi padre sí había advertido a Nefertiti. «¿Cómo lo sabes?», le preguntó ella, caminando por la habitación. Mi padre, como respuesta, nos había enseñado un dibujo de autor anónimo hallado en la feria. Representaba el cuerpo de una serpiente y la cabeza de un rey que se tragaba una estatua del gran dios Amón.

Amenhotep paseaba, irritado, por la cima de la colina. No entraba en razón.

—¡Ocho estaciones es un plazo inaceptable! —gritó, furioso.

—¿Qué quieres que haga, alteza? No hay muchos trabajadores capacitados para construir un templo.

Amenhotep apretó los dientes.

—Entonces tendremos que utilizar al ejército.

Nefertiti dio un paso adelante. Su voz sonaba entusiasmada.

—¿En cuánto tiempo podría hacerse si los soldados ayudan a construirlo?

Maya frunció el entrecejo.

—¿A cuántos soldados te refieres, alteza?

—Tres mil —respondió Amenhotep de inmediato, sin tener en cuenta la campaña que le había prometido emprender a Horemheb o las necesidades de vigilancia de las fronteras de Egipto, siempre amenazadas.

—¿Tres mil? —Maya trató de ocultar su sorpresa—. Podría llevarnos… —Se detuvo un instante, para calcular—. Con tantos hombres, bastarían sólo cuatro estaciones.

Amenhotep asintió, decidido.

—Entonces hay que reclutar para ello, esta misma noche, a todos los soldados que vinieron a Menfis.

—¿Y qué será, entonces, de las fronteras de Egipto? —preguntó firmemente mi padre—. Hay que defenderlas. Y hay que guardar el palacio. Utiliza mil —dijo, aunque yo sabía que la sugerencia de emplear soldados lo apenaba. Miró a mi hermana para advertirle que debía apoyarle, y ella asintió.

—Sí, mil es lo adecuado. No queremos que las fronteras de Egipto queden indefensas.

Amenhotep aceptó y luego miró a Maya.

—Pero informarás a los hombres esta noche.

—¿Y Horemheb? —inquirió mi padre—. No se sentirá satisfecho.

—Pues bien, ¡que no esté satisfecho! Es un militar, y los militares obedecen —dijo secamente Amenhotep.

Mi padre negó con la cabeza.

—Puede poner al ejército en tu contra.

Panahesi se acercó enseguida al lado de Amenhotep.

—Págale al ejército mucho más que lo que obtendría de los hititas como botín —sugirió—. Cálmalos de esa manera. Hay suficiente dinero tras la recaudación de los impuestos.

—Bien. Bien. —Amenhotep sonrió—. Los hombres me serán leales cuando sepan lo que voy a pagarles.

—¿Y el general? —preguntó de nuevo mi padre.

Amenhotep entornó los ojos.

—¿Qué general?

Al día siguiente, la Sala de Audiencias estaba repleta de funcionarios que querían hacer peticiones y aguardaban para ver al faraón. Ya había comenzado el proceso para la construcción del más grande de los templos. Los mensajeros llegaban portando rollos desde el lugar de la obra. Kiya se pavoneaba por los pasillos del palacio. Iba de un lugar a otro, de asiento en asiento, de corrillo en corrillo, como una vaca satisfecha —así la describía Nefertiti—. Los sirvientes también iban y venían con noticias sobre los primeros trabajos y medidas adoptadas por Maya, el constructor. Amenhotep se puso tenso cuando las puertas de la Sala de Audiencias se abrieron de par en par. Los guardias rodearon al recién llegado Horemheb, que rió.

—Luché contra los nubios cuando no era más que un niño —dijo, con desdén—. ¿Crees que quince guardias pueden detenerme? —Avanzó hacia el trono—. Su majestad me juró que habría guerra. ¡Por eso he entrado en los templos de Amón!

Amenhotep sonrió.

—Y yo te estoy muy agradecido.

«Si yo fuese rey, no provocaría a este general», pensé.

Horemheb se quedó al pie del estrado.

—¿Durante cuánto tiempo tienes planeado utilizar a los soldados de Egipto como albañiles?

—Durante cuatro estaciones —respondió Nefertiti desde su trono.

La mirada de Horemheb fue de Amenhotep a mi hermana. Temblé, pero ella no se asustó por su mirada.

—Las fronteras de Egipto deben estar bien defendidas. Eso implica utilizar a todos los soldados —advirtió Horemheb—. Los hititas…

—¡Los hititas no me importan! —Amenhotep bajó del estrado para enfrentarse a Horemheb, muy seguro de que estaba a salvo en aquella sala llena de guardias.

Horemheb contuvo la respiración. El cuero de la protección pectoral se agitaba, se pegaba al pecho, que se diría a punto de estallar de ira contenida.

—Su majestad me ha mentido.

—He dado a tus soldados empleos mejores y menos peligrosos.

—¿Para construir un templo para Atón? ¡Estás desafiando a Amón!

—No —Amenhotep sonrió de forma agria, inquietante—, fuiste tú quien desafió a Amón.

Las venas de los brazos y el cuello de Horemheb se hincharon.

—Seremos atacados —advirtió—. Los hititas entrarán en Egipto y, cuando eso ocurra, lamentarás que tus hombres sean mejores constructores que soldados.

Amenhotep se acercó más a Horemheb y se inclinó para hablarle de cerca. Sólo yo podía oír lo que se decían, porque estaba muy próxima, sentada en el último escalón del estrado.

—Los hombres te siguen de la misma manera en que seguían a mi hermano. No sé por qué. Pero tú seguirás a Atón. Le servirás a él y servirás al faraón. En caso contrario, te quedarás sin tu rango y sin un solo amigo en Egipto. Te llamarán Horemheb el solitario. Cualquiera que se relacione contigo será ejecutado. —Se irguió—. ¿Entendido?

Horemheb no dijo nada.

—¿Entendido? —gritó ahora Amenhotep, y su voz resonó en mis oídos.

Horemheb apretó los labios.

—Lo he entendido bien, alteza.

—Entonces, retírate.

Vimos que el general se iba de la sala y pensé: «Ha hecho algo muy estúpido».

Amenhotep contempló el revuelo de la Sala de Audiencias, ahora llena de agitación y murmuraciones, y declaró:

—He terminado. —Luego miró con dureza a un grupo de visires reunidos al fondo del estrado—. ¿Dónde está Panahesi? —preguntó.

—En el lugar de construcción del templo nuevo —dijo mi padre, ocultando su regocijo al comprobar que su rival no estaba cuando le necesitaba el rey.

—Muy bien. —Amenhotep se dirigió a mi hermana y le sonrió, con indulgencia—. Ven. Paseemos por los jardines. Tu padre puede encargarse de todo. —Hizo un gesto con el brazo lleno de brazaletes para señalar la larga fila de funcionarios que aguardaban a la entrada de la estancia a que atendieran sus peticiones.

Nefertiti me miró y se dio por sentado que yo también iría a pasear.

Cruzamos el patio hasta llegar a los grandes sicomoros, cuyos frutos ya estaban listos para la recolección.

—¿Sabías que Mutni puede identificar cualquier hierba del jardín? —preguntó Nefertiti.

Amenhotep me miró con recelo.

—¿Eres una curandera?

—He aprendido un poco en Akhmim, alteza.

Nefertiti se rió.

—Más que un poco. Es una pequeña médica. ¿Recuerdas lo ocurrido en el barco? —Amenhotep se quedó perplejo y me pregunté por qué le recordaba Nefertiti una cosa semejante—. Cuando yo tenga un hijo, ella será una de las que me atiendan —dijo Nefertiti, y en su voz había algo que hizo que el faraón y yo nos diéramos vuelta.

—¿Esperas un hijo? —susurró Amenhotep.

Nefertiti sonrió aún más.

—El primer hijo de Egipto.

Ahogué un grito, cubriéndome la boca con la mano. Amenhotep gritó bien alto y estrechó a Nefertiti contra su pecho.

—Una familia real, divina. Ningún hijo será tan adorado como el nuestro. —Apoyó delicadamente la mano sobre el vientre de mi hermana. Pensé, incrédula, que Nefertiti sería la madre de un faraón de Egipto a los diecisiete años.

Nefertiti me sonrió.

—¿Qué me dices?

No sabía qué decir.

—Que los dioses te bendigan —solté, al fin, entusiasmada, pero también inquieta por el miedo, y quizás algo de envidia. Ahora ella tendría una familia completa, con un marido y un hijo a quienes atender—. ¿Se lo has dicho a nuestro padre? —le pregunté.

—No. —Aún sonreía—. Quiero que bendigan a mi hijo en el templo de Atón —dijo, con gravedad, y la miré, conmocionada. ¿Qué estaba haciendo mi hermana?

Amenhotep puso cara seria.

—Entonces hay que terminar el templo en menos de nueve meses —dijo—. Tienen que concluirlo para Pashons.

Dentro del palacio ya había rumores entre los sirvientes. No habían encontrado sangre en las sábanas de Nefertiti y tampoco había manchas en sus túnicas. Era normal que yo no me hubiera dado cuenta. Ahora estaba a un patio de distancia de ella. Ipu, desde luego, no estaba sorprendida.

—¿Lo sabías y no me contaste nada? —Hice la pregunta a gritos. Ipu me quitó la túnica deslizándola por encima de mi cabeza y me puso otra, para la celebración de la noche.

—No sabía que querías que te contara los chismes, señora.

—¡Claro que quiero! ¡Y eso no es un chisme!

Ipu sonrió tanto que se le formaron hoyuelos en las mejillas.

—Mi señora sólo tenía que preguntar.

Los preparativos para el festejo en el Gran Salón comenzaron en cuanto Nefertiti le dijo a Amenhotep que esperaba un hijo. Sin embargo, parecía que las innumerables mesas y las lámparas parpadeantes de aceite habían sido arregladas de antemano. Semejante decoración tenía que haber sido llevada a cabo por un ejército de sirvientes, durante toda la tarde. Todos los cocineros de Menfis debían de haber comenzado a preparar los platos en cuanto llegó la noticia al palacio. El estrado, con los tres escalones que se elevaban hasta el trono de Horus, estaba tapizado de flores. En cada peldaño los sirvientes habían colocado dos sillas, de respaldo alto, bien mullidas, para los miembros más importantes de la corte real. Yo estaría sentada en una de esas sillas y en las otras ocuparían su lugar mi madre y mi padre, el sumo sacerdote Panahesi y la princesa Kiya, si es que asistía. La última silla estaba reservada para un invitado de honor.

A la hora de la comida, todos ascenderíamos a la mesa real. Allí, en lo alto del resplandeciente estrado, la pareja real comía sola casi todas las noches. Pero esta vez nos uniríamos a ellos. Era una noche de celebración para nuestra familia. La familia real de Egipto.

El sonido de las grandes tubas ceremoniales anunció nuestra entrada. Atravesamos el salón. Me aseguré de que todos los visires vieran cuántos brazaletes de oro llevaba y cuántas sortijas lucía mi padre. Kiya excusó su asistencia por su embarazo, pero Panahesi avanzó en la procesión hacia el estrado con nosotros. A los pies del trono de Horus, mi madre no podía dejar de sonreír.

—Tu hermana lleva en su vientre al heredero del trono de Egipto —dijo, con voz maravillada—. Un día será el faraón.

—Si es un niño —respondí.

Mi padre sonrió un poco.

—Espero que lo sea. Las otras esposas dicen que Kiya espera un varón y que esta familia no puede dar un pretendiente al trono.

El Gran Salón era pura animación, infinita charla. La gente reía. Habían acudido todos los nobles de Menfis. Nefertiti bajó del estrado y me dio el brazo para que camináramos juntas por el salón. Resplandecía en su triunfo.

—¿No puedes andar sola? —le pregunté.

—Claro que puedo, pero te necesito.

No me necesitaba, en realidad. Disimulé mi alegría por aquella muestra de afecto y le di mi brazo. Todas las cabezas se volvían para mirar a las hijas de Ay, que caminaban por el salón. Sentí, por primera vez, el vértigo de sentirse poderosa y bella. Los hombres miraban a Nefertiti, pero también posaban sus ojos en mí.

—Qué hermosa criatura. —Nefertiti le acarició la barbilla a una niña gorda que estaba con su madre.

Miré a mi hermana. Era imposible que pensara que la niña era hermosa, pero su madre sonreía orgullosa e hizo una reverencia mucho más pronunciada que la de las otras mujeres de la corte.

—Gracias, mi reina. Gracias.

—¡Nefertiti! —le dije, con tono de divertido reproche.

Me pellizcó el brazo.

—Tú sigue sonriendo —ordenó.

Vi que Amenhotep nos miraba desde el trono. Nefertiti y la hermana de Nefertiti: encantadoras, adorables, deseables y deseadas. Bajó del estrado. Se había cansado de verla prodigar sus encantos a todos menos a él.

—La mujer más hermosa de Egipto. —Se inclinó y la apartó de mi lado. La escoltó de regreso a su trono de ébano. Ella resplandecía.

Sólo se hablaba del niño.

En los baños, en el estadio, en el interior del Gran Salón, Nefertiti les recordaba a todos que llevaba consigo al heredero del trono de Egipto. A mediados de Thot, hasta mi madre se había cansado de oírlo.

—Es de lo único que habla —dije, adelantándome en el asiento de piedra del jardín, mientras los gatos cazaban ratones entre la hierba crecida.

—Ha venido a eso —dijo mi madre—, a darle un hijo a Egipto.

—Y a controlar al príncipe —dije con toda la intención del mundo.

Miramos el lago. Vimos las flores de loto, los nenúfares que danzaban en la superficie. Sus capullos con forma de copa se reflejaban en el agua.

—Sólo espero que sea un hijo. —Eso era lo que preocupaba a mi madre—. El pueblo lo perdonará todo si hay un príncipe esperando para subir al trono y así se garantiza que no habrá derramamientos de sangre por la corona. Puede que hasta se olvide de que, mientras la familia real construye templos, los hititas avanzan por tierra egipcia en Kadesh.

La miré, sorprendida. Pero no habló más del tema.

—Vístete, Mutni. Vamos al templo.

Salí de entre las sábanas.

—¿Al templo de Amón?

Nefertiti hizo un mohín displicente.

—Al templo de Atón. Ya está terminado el gran patio y quiero ir a verlo.

—¿Lo han terminado en quince días?

—Por supuesto. Hay miles de hombres trabajando. ¡Date prisa!

Me apresuré a buscar mi falda, las sandalias y un cinturón.

—¿Y nuestro padre?

—Se quedará en la Sala de Audiencias, haciendo cumplir las leyes de Egipto. —Mi hermana, orgullosa, agregó—: El trío perfecto. El faraón, su reina y el visir competente.

—¿Y nuestra madre? —Me deslicé dentro de la falda.

—También viene.

—Pero ¿qué pensará Tiy?

Mi hermana dudó. Me pareció que había un arrepentimiento sincero en su voz. Dijo:

—Tiy está enfadada conmigo.

Sus mejillas se sonrojaron. Después de todo, la que había colocado la corona de Horus sobre su cabeza había sido Tiy. Pero ahora Nefertiti le debía lealtad a Amenhotep, y no a Tiy. Yo estaba segura de que ella lo veía así, pero nunca había conversado conmigo sobre el coste de su elección o de las noches que pasaba en vela, la cabeza apoyada en la palma de la mano, mirando la luna y preguntándose por las consecuencias de sus decisiones en la eternidad. Estaba sentada en mi cama y miraba cómo me vestía. Solía mofarse de lo largas que eran mis piernas y lo oscura que era mi piel. Pero en ese momento no tenía tiempo para insultos y juegos de niñas.

—Hasta ha enviado mensajeros para amenazarlo. ¿Pero qué puede hacer? El ha sido coronado. En cuanto muera el Grande, será faraón del Alto y del Bajo Egipto.

—Eso puede tardar años en suceder. —Hice la advertencia con la esperanza de que los dioses no oyesen el modo irreverente en que había alzado la voz al hablar de la muerte del faraón.

La seguí por el pasillo. Cuando llegamos al patio, la miré, sorprendida.

—¿Quiénes son todos estos hombres armados?

Amenhotep fue a nuestro encuentro desde los portones de arenisca labrada y me respondió:

—Tu hermana y yo debemos tener protección. No confío en mi padre.

—Pero estos hombres son parte del ejército —señalé—. Si no se puede confiar en el ejército…

—No se puede confiar en los generales —cortó Amenhotep, bruscamente—. Los soldados…, estos soldados harán lo que se les diga.

Se subió a su carro dorado, ofreciendo la mano para ayudar a mi hermana. Luego hizo restallar el látigo en el aire y los caballos se pusieron en marcha.

—¡Nefertiti! —grité, y como no pareció oírme, me dirigí a mi madre—. ¿Es bueno para ella ir tan deprisa?

Podía oír la risa de Nefertiti por encima del ruido de los cascos de los caballos y la vi perderse en la distancia.

Mi madre negó con la cabeza.

—Claro que no, pero ¿quién va a detenerla?

Los guardias armados nos invitaron a subir deprisa a nuestro carro. El trayecto hasta la obra del nuevo templo de Atón era corto. Cuando lo vimos, fue como si hubiésemos entrado en medio de una ciudad sitiada. Los bloques de arenisca yacían esparcidos y los soldados se abrían paso entre los escombros a base de empujones, gruñendo y dando órdenes a gritos. Panahesi estaba de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho. Su larga túnica ondeaba al viento. Impartía órdenes a los hombres. El patio ya estaba hecho, tal como había anunciado mi hermana. Llevaban pilares con la imagen de Amenhotep y de mi hermana para colocarlos en los lugares correspondientes. La pareja real descendió de su carro y Panahesi fue deprisa hacia ella, inclinándose.

—Alteza. —Vio a mi hermana y procuró ocultar su desagrado—. Qué amable y generoso te muestras al dignarte venir aquí.

—Nuestro plan es supervisar el edificio hasta que esté terminado —dijo Nefertiti, decidida, mientras miraba la obra.

Aunque inicialmente parecía un caos, bastaba una segunda mirada para darse cuenta de que la zona de construcción tenía su orden: estaba dividida en cuatro secciones distintas, para los pintores, los escultores, los portadores y los albañiles.

Amenhotep se colocó la capa por encima del hombro y echó un vistazo.

—¿Se han dado cuenta los hombres de que hemos llegado?

Panahesi dudó.

—¿Cómo dices, alteza?

—¿Se han dado cuenta los hombres de que hemos llegado? —gritó—. Nadie se inclina.

Los trabajadores que estaban cerca de nosotros oyeron el grito y se detuvieron. Panahesi titubeó.

—Pensé que su alteza quería que el templo al glorioso Atón se construyera lo antes posible, sin pausa alguna.

—¡No hay nada más importante que el faraón de Egipto! —Su voz resonó en los patios llenos de ajetreo.

Vi al general Horemheb al fondo. Su rostro estaba marcado por una amenaza silenciosa. Los martillos se detuvieron y los soldados se hincaron, de inmediato, sobre una de sus rodillas. Sólo un hombre permaneció de pie. Una furia, blanca como el fuego, cruzó el rostro de Amenhotep. Se adelantó. La multitud retrocedió a empujones para dejarlo pasar. Nefertiti suspiró. Me quedé cerca de ella.

—¿Qué va a hacer?

—No lo sé.

Amenhotep cruzó la distancia que lo separaba de Horemheb. Quedaron a la misma altura. Sólo uno de ellos contaba con el cariño del ejército.

—¿Por qué no te arrodillas ante el representante de Atón?

—Pones en peligro a estos hombres, alteza. Aquí se encuentra lo mejor de tus tropas, lo más escogido del ejército. Estos hombres, que llevan los carros en la batalla, tallan tu imagen en la piedra cuando tendrían que estar defendiendo nuestras fronteras de los hititas. No es un uso inteligente de estos hombres tan magníficamente entrenados.

—Yo soy quien decide qué es lo inteligente. Tú no eres más que un soldado y yo soy el faraón de Egipto. —Amenhotep se estiró cuanto pudo—. Inclínate ante mí.

Horemheb siguió de pie. La mano de Amenhotep voló hacia la daga que llevaba a un costado. Dio un paso adelante, amenazador.

—Dime —clamó, mientras desenvainaba el cuchillo—, ¿crees que tus hombres se levantarían en mi contra si yo estuviese a punto de matarte? —Miró a su alrededor, estaba nervioso—. Yo creo que seguirían de rodillas, aunque tu sangre empapara la arena.

Horemheb tomó aire.

—Haz la prueba, alteza.

Amenhotep dudó. Miró a ambos lados, a los miles de soldados de cuerpos poderosos enfundados en faldas, pero que no tenían armas. Guardó la daga y se alejó un paso.

—¿Por qué no me obedeces? —le preguntó.

—Teníamos un pacto —respondió Horemheb—. Obedecí a su alteza y su alteza traicionó a Egipto.

—No traicioné a nadie —respondió el joven faraón—. Tú me has traicionado a mí. Tú y tu ejército. ¿Crees que no sé que eras amigo de Tutmosis, que le eras leal?

Horemheb no dijo nada.

—¿Te hubieses arrodillado ante mi hermano? —gritó el rey—. Dime que no te hubieses arrodillado ante Tutmosis.

Horemheb permaneció en silencio. De pronto, Amenhotep blandió el puño y con él golpeó al general en el estómago. Horemheb se quedó sin aliento, pero sus piernas no se doblaron. Amenhotep miró de inmediato a los soldados que lo rodeaban. Sus cuerpos estaban tensos, listos para defender a su general. Luego agarró a Horemheb por el hombro y le dijo, enloquecido:

—Quedas relevado de esta misión. Regresa con mi padre. Pero harás bien en recordar que cuando el Grande muera, también seré el faraón del Alto Egipto.

La gente se apartó para que Horemheb pudiese ir hasta el carro. Los soldados giraron al mismo tiempo y miraron a Amenhotep.

—¡Seguid con la obra! —gritó Panahesi—. ¡Seguid!

Muy temprano, por la mañana, el fuego crepitaba ya en el brasero de la habitación. Nefertiti estaba sentada en una silla dorada, cerca de la fuente de calor. La luz de las llamas iluminaba el ojo de lapislázuli que llevaba colgado entre los pechos. Nuestro padre se echó hacia atrás en el asiento, con los dedos debajo del mentón. El resto del palacio dormía aún.

—¿No puedes hacer nada para controlar su temperamento?

Hubo un silencio. Sólo se oía el crepitar del fuego. Nefertiti suspiró.

—Hago lo que puedo. Odia al ejército.

—Es lo que lo mantiene en el poder —dijo mi padre, con tono adusto—. Horemheb no olvidará lo que ha hecho.

—Horemheb está en Tebas —respondió Nefertiti.

—¿Y cuando el Grande muera?

—Eso puede suceder dentro de diez años.

Estaba utilizando mis palabras aunque yo sabía que no creía en ellas.

—Egipto es débil sin su ejército. Vosotros sois afortunados: en Tebas aún hay generales que preparan a sus soldados para la guerra.

—Los de aquí sólo trabajarán en el templo cuatro estaciones —alegó ella.

—¿Cuatro? —Mi padre se incorporó, entre enojado y escéptico—. ¿Eran ocho y ahora son cuatro? ¿Cómo puede un ejército terminar un templo en un año?

—¡Espero un hijo! —Nefertiti se llevó las manos a la tripa—. Debe ser consagrado en el altar de Atón.

Mi padre la miró, enfurecido.

—Es lo que desea Amenhotep —agregó ella—. Y si no lo hago yo, entonces lo hará Kiya. ¿Qué sucederá si ella le da un hijo? —preguntó, desesperada.

—La meterán en la cama en siete días —advirtió mi padre—. Si es un príncipe, él lo celebrará. Habrá fiestas y procesiones.

Nefertiti cerró los ojos. Quería tranquilizarse, pero mi padre negó con la cabeza.

—Prepárate para eso. Los próximos días serán de Kiya.

Vi la determinación impresa en el rostro de mi hermana.

—Esta mañana iré con él a la arena. —Miró el armario donde guardaba su traje de montar y llamó a Merit.

—¿Irás en el carro con él? —pregunté—. ¡Hace días que no montas!

—Y ahora lo haré. Fue un error pensar que podía instalarme cómodamente, sin hacer nada durante el embarazo.

Revisó su armario hasta que llegó Merit. A esa hora temprana de la mañana, el kohol de su doncella estaba perfecto y su túnica maravillosamente lisa. Bruscamente, Nefertiti dijo:

—Mis guantes y mi casco, deprisa. Antes de que Amenhotep se despierte.

Mi padre se encaró a Merit.

—¿Está poniendo en peligro al niño?

Nefertiti miró, enfurecida, a Merit por encima de los hombros de mi padre. Acto seguido, Merit dijo:

—Es pronto para que haya peligro, visir. Sólo está de unos pocos meses.

Nefertiti se ajustó el cinturón.

—Quizá, si es niña, al montar mi sangre se acelere y lo convierta en un niño.

El 28 de Thot, Ipu entró corriendo en mi habitación. Yo estaba jugando al senet con Nefertiti.

—¡Está sucediendo! —gritó—. Kiya está dando a luz al niño.

Saltamos de nuestras sillas y corrimos por el pasillo hacia la habitación de nuestros padres. Mi madre y mi padre estaban sentados, uno al lado del otro, hablando deprisa, en susurros.

—¡Tendrá un niño! —murmuró Nefertiti.

Mi padre me miró, como si yo le hubiese dicho algo que no tendría que haber dicho.

—¿Por qué dices eso?

—Porque lo soñé anoche. ¡Dará a luz a un príncipe de Egipto!

Mi madre se puso de pie y cerró la puerta. El palacio estaba invadido de mensajeros que aguardaban para proclamar las noticias en el reino.

Nefertiti entró en estado de pánico.

—¡Tengo que impedirlo! No permitiré que suceda.

—No puedes hacer nada —dijo mi padre.

—¡Siempre puedo hacer algo! —exclamó Nefertiti, y agregó, calculadora—: Cuando Amenhotep vuelva, decidle que no estoy bien.

Mi madre frunció el entrecejo, pero mi padre adivinó de inmediato las intenciones de mi hermana.

—¿Hasta qué punto estarás mal? —preguntó.

—Tan mal… —Nefertiti dudó—, tan mal que podría morir y, por lo tanto, perder al niño.

Mi padre me miró.

—Debes confirmar su historia cuando él te pregunte. —Se giró y le dio órdenes a Merit—. Llévala a su habitación y dale fruta. No te apartes de su lado hasta que no veas al faraón.

Merit se inclinó.

—Por supuesto, visir. —Me pareció ver una sonrisa en la comisura de sus labios. Le hizo una reverencia a Nefertiti—. ¿Nos vamos, alteza?

Me quedé en la puerta.

—¿Qué debo hacer?

—Cuida a tu hermana —dijo mi padre, con tono seguro—, y haz lo que te diga.

Fuimos en procesión a los aposentos de Nefertiti. Marchamos lentamente, de manera que quienes nos vieran pudiesen darse cuenta de que la reina no estaba bien. En su habitación, Nefertiti se postró, como una inválida.

—Mi cama. Ábrela.

La miré detenidamente.

—Sobre mis piernas, a los lados de la cama.

—Lo que haces es terrible —le dije—. Ya le has quitado a Kiya el afecto de Amenhotep. ¿No es suficiente?

—¡Estoy enferma!

—¡Le arrebatas el único momento que le pertenece!

Nos miramos, pero en los ojos de Nefertiti no había vergüenza. Me senté junto a su cama mientras Ipu hacía guardia en la puerta, acuciando a los criados para que le trajeran noticias de la habitación donde Kiya daba a luz. Esperamos toda la tarde. Finalmente, Ipu llegó corriendo. Cuando abrió la puerta, su rostro estaba muy serio.

—¿Y bien? ¿Qué es? —Nefertiti se sentó en la cama—. ¿Qué es?

Ipu bajó la cabeza.

—Un príncipe. El príncipe Nebnefer de Egipto.

Nefertiti se hundió entre las almohadas. Su rostro estaba realmente pálido.

—Ve y dile al faraón que su esposa principal está enferma —dijo, de inmediato—. Dile que puedo morir, que puedo perder el niño.

Apreté los labios.

—No me mires así —me ordenó.

Amenhotep vino en cuanto se enteró.

—¿Qué sucede? ¿Qué tiene? —gritó.

Pensé que las mentiras se agolparían en mi garganta, sin poder salir, pero en cuanto vi su miedo fluyeron con rapidez.

—No sé, alteza. Enfermó esta mañana y ahora sólo puede dormir a ratos.

El terror ensombreció su rostro. La alegría de tener un hijo se había ido.

—¿Qué has comido? ¿Lo preparó tu sirviente?

La respuesta de Nefertiti fue suave y débil:

—Sí… sí, estoy segura.

Amenhotep puso una mano en la mejilla de mi hermana y me miró.

—¿Qué sucedió? Tú debes saberlo. Vosotras dos sois uña y carne. Dime qué sucedió.

Me di cuenta de que yo no quería ser cruel. Estaba asustado, genuinamente asustado por su esposa.

Mi corazón se aceleró.

—Debe de haber sido el vino —improvisé rápidamente—. O el frío. Afuera hace mucho frío.

Amenhotep miró al otro lado de la habitación, a las ventanas, y luego a las sábanas que estaban sobre la cama.

—¡Que traigan mantas! —gritó. Las mujeres acudieron corriendo—. Y que busquen al visir Ay. Que traiga al médico.

—¡No! —Nefertiti se incorporó.

Amenhotep le echó hacia atrás el cabello que le había caído sobre la frente.

—No estás bien. Debe verte un médico.

—Sólo necesito a Mutni.

—¡Tu hermana no es médica! —Se inclinó sobre el lecho y le cogió el brazo, desesperado—. No puedes estar enferma. No puedes dejarme.

Ella cerró los ojos. Las largas pestañas se abatieron sobre sus pómulos hermosos y pálidos.

—Me he enterado de que tienes un hijo —dijo con voz calma, y sonrió, apoyando su pequeña mano en su vientre.

—Eres lo único que me importa. Construiremos templos para los dioses —juró el faraón.

—Sí, un templo para Atón. —Mi hermana sonrió débilmente. Hacía tan bien su papel que los ojos de Amenhotep se llenaron de lágrimas.

—¡Nefertiti! —Su grito de angustia era tan sincero que me dio pena. Se lanzó sobre la cama y sentí pánico.

—¡Detente! ¡Detente o le harás daño al niño!

Llamaron a la puerta. Mi padre llegó con el médico. Nefertiti lo miró, ansiosa.

—No temas —dijo mi padre, significativamente—. Sólo ayudará.

Noté complicidad entre ellos.

Nefertiti dejó que el médico le sacara sangre del brazo. El médico agitó el líquido oscuro en una taza para observarlo. Todos esperamos a que leyera los signos. El anciano suspiró. Miró a mi padre, asintiendo levemente, y luego al faraón.

—¿Qué es? —preguntó Amenhotep.

El médico bajó la cabeza.

—Me temo que está muy enferma, alteza.

El color abandonó el rostro de Amenhotep. Su preferida, su esposa verdadera, su apoyo más ferviente, ahora estaba enferma y esperaba un niño suyo. Amenhotep miró a su bienamada Nefertiti, cuyos cabellos se derramaban, como tinta negra, sobre la almohada. Estaba hermosa y parecía poder estarlo toda la eternidad, como una escultura mortuoria. Amenhotep se dirigió al médico.

—Haz todo lo posible —le ordenó—. Harás todo lo que esté a tu alcance para que se recupere.

—Por supuesto —dijo el hombre—, pero debe reposar. Nada debe molestarla, ni a ella ni al niño. Ninguna mala noticia, ninguna…

—¡Como quieras, pero cúrala!

El médico asintió, decidido, y se apresuró a buscar algo en su bolsa, de donde extrajo varios recipientes y un frasco de ungüento. Me acerqué para mirar y ver si podía reconocerlos. ¿Y si eran peligrosos? ¿Y si la hacían enfermar de verdad? Miré a mi padre. Su rostro permanecía impasible, y me di cuenta de qué era lo que contenían las botellas. Agua de romero.

El médico le administró una dosis y nos quedamos toda la noche con mi hermana, viendo cómo se embarcaba en el sueño. Llegó mi madre, y luego aparecieron Ipu y Merit, trayendo zumos frescos y sábanas limpias. Más tarde, mi madre volvió a su cálida habitación. Amenhotep, mi padre y yo nos quedamos.

Me llené de rencor mientras la veía descansar. Si ella no hubiese sido tan egoísta, mi padre y yo no hubiésemos tenido que participar en semejante farsa. No habríamos tenido que mantenernos de pie al lado de su cama, cual centinelas, calentándonos las manos junto al fuego mientras ella se abrigaba cómodamente entre las mantas y Amenhotep le acariciaba la mejilla. Cuando mi padre se fue, me miró y dijo:

—Mírala, Mut-Najmat.

Se cerró la puerta y Amenhotep siguió al lado de la cama de Nefertiti.

—¿Cómo está? —me preguntó el rey de Egipto. En la penumbra, su rostro era alargado y anguloso.

Disimulé mi miedo.

—Temo por ella, alteza. —No era mentira.

Amenhotep bajó la vista y miró a su reina durmiente. Era una perfecta belleza y supe que yo no sería amada con semejante obsesión en toda la vida.

—Los curanderos la salvarán —dijo, con esperanza—. Ella gesta a nuestro hijo. El futuro de Egipto.

Antes de poder pensarlo, le había preguntado:

—¿Qué pasa con Nebnefer, alteza?

Me miró de una manera extraña, como si se hubiese olvidado del heredero de Kiya.

—Ella es mi segunda esposa. Nefertiti es mi reina, y me es leal. Entiende mi visión de un Egipto más grande. Un Egipto guiado por Atón Todopoderoso. Nuestros hijos abrazarán el sol y serán los gobernantes más poderosos que hayan bendecido los dioses.

Sentía un nudo en la garganta.

—¿Y Amón?

—Amón está muerto —respondió—. Voy a resucitar el sueño de mi abuelo, el sueño de ver a faraones que no se dejen intimidar por el poder de los sacerdotes de Amón. Honraré su nombre y seré recordado por mi obra para siempre. Nos recordarán por nuestra obra —hablaba enérgicamente, mirando a Nefertiti, su compañera de lucha, su aliada incondicional. Cada vez que Kiya daba un paso hacia delante, Nefertiti ya estaba proponiendo hacer una estatua, un nuevo altar, un nuevo templo resplandeciente.

Se quedó junto a la cama de ella durante toda la noche. Yo lo miraba y me preguntaba por la naturaleza de la fuerza de ese hombre para destruir a los dioses del pueblo y elevar, en su lugar, a un protector del que nadie había oído hablar. «Codicia —pensé—. Le mueven el odio por todo aquello en lo que cree su padre y su ambición de poder. Sin los sacerdotes de Amón, podría controlarlo todo». Me senté en una silla de almohadones mullidos y lo vi acariciar la mejilla de mi hermana. Era tierno. Le pasaba la mano por el rostro, inhalando, con amor, el aroma de lavanda de su pelo. Cuando me quedé dormida, seguía a su lado, rezándole a Atón para que le concediera un milagro.

A la mañana siguiente sentía los ojos como dos pequeñas pesas incrustadas en la cara. En la puerta había un mensajero de Tebas, vestido de lapislázuli y oro.

—Nadie puede molestar a la reina —dijo Amenhotep, enérgicamente.

Panahesi apareció detrás del mensajero.

—Alteza, se trata del príncipe.

Amenhotep atravesó la habitación, antesala del cuarto de la reina.

—¿Qué sucede? La reina está enferma. Panahesi frunció el ceño y entró en la habitación. —Lamento enterarme de que su alteza ha enfermado. —Miró al otro lado de la alcoba, donde estaba el aposento de mi hermana, y entornó los ojos—. La reina Tiy y el Grande envían sus bendiciones a tu hijo —prosiguió—. La Fiesta del Nacimiento se hará esta noche, si su alteza lo permite.

Amenhotep miró la habitación de Nefertiti. La puerta estaba abierta y Panahesi podía verla postrada en la cama. Merit e Ipu revoloteaban a su alrededor.

—Ve —le dijo mi hermana desde la otra habitación—. Es tu hijo.

Amenhotep fue hasta ella y tomó delicadamente la mano de Nefertiti.

—No te dejaré.

—Los dioses te han dado un hijo. —Sonrió lánguidamente—. Ve y da gracias por ello.

Incorporándose, se acercó a él, toda belleza y magnificencia. Me di cuenta de la habilidad con que había montado la escena. Al cabo, era ella la que le daba permiso para ir, antes de que el faraón se viera obligado a decidir.

—Ve —susurró.

—Pensaré en ti toda la noche —prometió él.

En la antecámara, Panahesi me observaba.

—Lamento enterarme de que la reina ha enfermado, ¿cuándo fue?

Sentí que las mejillas me ardían de vergüenza.

—Anoche.

—Más o menos, en el momento en que nació el príncipe —señaló, con certera mala intención.

No dije nada. Amenhotep salió de la habitación de Nefertiti y Panahesi ensayó una sonrisa.

—¿Iremos a la fiesta, alteza?

—Sí, pero no estoy de ánimo para celebraciones —advirtió. En cuanto se fueron, Nefertiti se sentó en la cama.

—Panahesi lo sabe —le dije.

—¿Qué sabe? —preguntó ella, alegre, poniéndose de pie para peinarse.

—Sabe que mientes.

Giró sobre sus talones con tanta rapidez que el vuelo de la túnica se enredó en sus tobillos.

—¿Quién dice que miento? ¿Quién dice que no estoy enferma?

Me quedé en silencio. Estaba enfurecida por dentro. Podía engañar a toda la corte de Menfis, pero a mí no. La vi cambiarse la túnica por una nueva y llamar a Merit para que le llevase frutas.

—¿Cuánto tiempo vas a seguir con esta ficción? —le pregunté.

Una sonrisa comenzó a dibujarse en la comisura de sus labios.

—Hasta que se pase la novedad del nacimiento de un nuevo príncipe —se encogió de hombros—, y yo sea el centro de Egipto de nuevo.

La novedad no duró mucho. La construcción del templo de Atón tomaba preeminencia sobre todo lo demás. En tres días, de forma milagrosa, Nefertiti estaba bien. El médico proclamó que era un milagro. Mi padre le llevó un shedeh de la bodega, elaborado con las mejores uvas, y mi madre soltó un par de lágrimas para la ocasión. Yo empezaba a pensar que éramos un grupo de actores y no la familia que gobernaba Egipto.

—¿Cuál es la diferencia? —preguntó Nefertiti cuando compartí ese pensamiento con ella—. Ambas condiciones requieren el uso de máscaras.

—Pero es una mentira. Mentiste. A tu marido. ¿No lo quieres, ni siquiera un poco?

Se detuvo en el patio, donde nos esperaban los carros para ir a la obra del nuevo templo. La cobra de oro de la corona, anidada en su cabello oscuro, brillaba al sol.

—Lo quiero más de lo que podrá quererlo cualquier mujer. No lo entiendes. Sólo tienes catorce años. Amar significa mentir.

Amenhotep salió de entre los arcos, llevando a mi madre del brazo. Los dos reían. Me quedé quieta, impresionada.

—Tu madre es una mujer encantadora —dijo Amenhotep, cálidamente, y Nefertiti le sonrió a mi madre. Mi madre.

—Sí —convino la mentirosa reina—, los dioses me han bendecido con mi familia.

El faraón ayudó a mi madre a subirse a mi carro y ella se sonrojó, orgullosa. Después, él le tendió el brazo a Nefertiti y el cortejo se puso en marcha. Los jinetes de la caballería estaban armados y galopaban al lado de nosotros, camino a la obra. El viento templado del Faofi hacía ondear sus faldas. Quería inclinarme y preguntarle a mi madre qué era lo que había dicho Amenhotep para que ella riese. Luego pensé que quizá fuese mejor no saberlo.

Comenzamos nuestro ascenso por la colina. Abajo, a lo lejos, quedaban el Nilo y la inmensa y desnuda extensión de tierra. Amenhotep quería observar su obra desde el lugar que le ofreciese el mejor panorama. Los carros hicieron un alto repentino y los guardias armados formaron un abanico a nuestro alrededor. Bajamos de los carros y mi madre, incrédula, susurró:

—Osiris Todopoderoso.

Me quedé helada, pasmada ante el extenso paisaje salpicado de columnas que perforaban el cielo. «No deben de parar el trabajo nunca». Miles de albañiles gemían bajo la carga de las pesadas piedras y columnas, izándolas con sogas. El patio con columnas del templo de Atón, la capilla y el altar de granito estaban terminados. En esa ocasión, como se llevaba a cabo el trabajo pesado, Amenhotep no reclamó atención ni signos de obediencia.

Panahesi se presentó e hizo una profunda reverencia.

—Alteza. —Sonrió, adulador como siempre. Se dirigió a mi hermana con menos entusiasmo—. Mi reina, ¿hacemos una visita al templo del dios?

Nefertiti miró, triunfal, a Amenhotep, como si la visita o el templo mismo fuesen su regalo para él. Descendimos la leve colina para pasearnos entre el frenesí de los trabajos de construcción. Nefertiti quería ver cada pilar, cada mosaico, cada piedra pulida.

Amenhotep se detuvo en el campamento de los artistas.

—¿Qué es esto? —preguntó, displicente.

Un trabajador se puso de pie y se secó con la mano el sudor de la frente. Era fuerte como un jinete de carro, con brazos sólidos y un pecho amplio.

—Trabajamos en las estatuas de su alteza. —Hizo una reverencia.

Amenhotep se inclinó y vio las facciones cinceladas de los faraones, iguales que las que los artesanos habían dibujado durante siglos. La mandíbula perfecta, la barba larga, los ojos delineados con pinceladas de kohol. Se enderezó. Su rostro se volvió sombrío.

—Este no soy yo.

El hombre tembló. Había representado al faraón de Egipto tal como se había representado a los faraones los últimos mil años.

—¡No soy yo! —gritó Amenhotep—. Mis obras de arte tendrían que reflejarme, ¿o no?

El artesano lo miró, horrorizado, y luego se hincó sobre una rodilla, con la cabeza gacha. A su alrededor, el trabajo se había detenido.

—Por supuesto, alteza.

Amenhotep giró sobre sus talones para enfrentarse a Panahesi.

—¿Crees que quiero que los dioses me confundan con mi padre o con Tutmosis? —masculló, furioso.

Nefertiti dio un paso adelante.

—Haréis el resto de las esculturas a nuestra semejanza —les ordenó.

Panahesi suspiró.

—Los artesanos utilizan cuadrículas. Tendrán que…

—Que hagan lo que sea preciso —ordenó Nefertiti.

Envolvió el brazo de Amenhotep con el de ella y el faraón asintió, en señal de acuerdo. Luego, mi hermana se lo llevó entre el polvo y las piedras. Panahesi la miró, enfurecido. Después miró al hombre de los brazos gruesos.

—¡Arréglala!

—¿Pero cómo, gran sacerdote?

—Ve y busca a los mejores escultores de Menfis —gritó, enojado—. ¡Ahora mismo!

El hombre miró el grupo de los que trabajaban con él.

—Pero nosotros somos considerados los mejores —alegó.

—¡Entonces todos seréis despedidos! —rugió Panahesi—. Hallarás a un artista que pueda esculpir al faraón tal como él quiere o no volverás a trabajar.

El hombre se asustó.

—Hay un escultor en la ciudad, gran sacerdote. Es reconocido como gran artista. Es extravagante, pero su trabajo es…

—No le des más vueltas al asunto y tráemelo —dijo Panahesi, furioso.

Bajó la vista y miró aquella imagen de Amenhotep: un faraón que en apariencia no era distinto a los otros. Le dio una patada.

—No vuelvas a representar así a su alteza. Nadie es como él. No tiene comparación con ningún otro faraón.

Fui deprisa hasta donde se encontraban Amenhotep y Nefertiti. Los hombres trabajaban en un patio externo, levantando columnas con tallas del dios Sol grabadas en la piedra amarilla. Había muchos hombres para mucho trabajo. Miré al otro lado del patio. En el extremo opuesto estaba el general Nakhtmin. Me miraba. Amenhotep se le acercó y entonces él apartó la mirada de mí. ¿Qué hacía en Menfis? Debía estar en Tebas, con el Grande. Mi madre, con su ojo sagaz, no se había perdido nada.

—¿Ese general te miraba? —preguntó.

Negué con la cabeza, rápidamente.

—No… no sé.

Me miró a la cara.

—Al rey no le gusta el general Nakhtmin.

—Eso me han dicho.

—Ni sueñes con enamorarte de un soldado.

Miré hacia abajo, bruscamente.

—Por supuesto. ¡No estoy enamorada!

—Bien. Cuando llegue la hora, te casarás con un noble que cuente con la aprobación del faraón. Es el precio que pagamos todos por la corona —dijo.

La miré con rencor. Me la imaginé riendo con Amenhotep y me dieron ganas de decirle: «¿Pagamos o pago yo?», pero mantuve la boca cerrada.

A la mañana siguiente, Amenhotep entró repentinamente en la Sala de Audiencias, dejando sorprendidos a los visires y emisarios de Mitanni que se habían congregado alrededor de la mesa de mi padre. Lo seguían Panahesi y Nefertiti. Esta le dirigió a nuestro padre una mirada de advertencia. Mi padre se puso de pie de inmediato.

—Alteza, pensé que estabas montando a caballo en la arena.

Los visires y emisarios se pusieron de pie rápidamente para hacer una reverencia.

Amenhotep subió a grandes zancadas al estrado y se sentó en su trono.

—Los caballos de Babilonia no han llegado y estoy cansado de los corceles egipcios. Además, el sumo sacerdote de Atón ha encontrado un escultor. —Miró al extremo opuesto de la sala, a los dignatarios extranjeros de barba rizada—. ¿Qué es eso? —preguntó.

Mi padre se inclinó.

—Son los emisarios de Mitanni, alteza.

—¿Qué nos importa Mitanni? Que se vayan.

Los hombres se miraron con ojos nerviosos.

Amenhotep repitió, en voz alta:

—¡Que se vayan!

Los emisarios se pusieron de pie, de inmediato, para irse y mi padre les susurró, con calma:

—Volveremos a vernos. Amenhotep se instaló cómodamente en su trono. En la Sala de Audiencias se había reunido un variado grupo: Panahesi, las hijas de los visires y las bandas de músicos. Panahesi había ido desde la obra para presentarle el nuevo escultor al faraón. Se colocó frente al estrado.

—¿Hago traer al artista, alteza?

—Sí, que pase.

Las puertas de la Sala de Audiencias se abrieron y toda la corte miró, expectante. El escultor entró. Iba vestido como un auténtico rey, con una larga peluca de cuentas doradas y más kohol que el considerado apropiado para un hombre. Se acercó al estrado e hizo una profunda reverencia.

—Alteza.

Era hermoso, como puede ser hermosa una mujer con su henna y sus mejores joyas.

—El sumo sacerdote de Atón ha dicho que tu palacio necesita un escultor. Mi nombre es Tutmose, y si sus majestades lo desean, haré que sus imágenes sean famosas por toda la eternidad.

En la corte se alzó un rumor de entusiasmo. Nefertiti se adelantó en su trono.

—Queremos que no tengan igual —advirtió.

—No tendrán igual —prometió Tutmose—, porque ninguna otra reina ha sido tan bella y ningún faraón ha sido tan valiente.

Amenhotep se mostraba receloso con aquel hombre más bello que él, pero Nefertiti estaba entregada.

—Queremos que nos esculpas hoy —anunció.

Amenhotep, fríamente, agregó:

—Y veremos si estás a la altura de tu reputación.

La corte se levantó y Panahesi se acercó furtivamente a Amenhotep cuando avanzábamos por los pasillos del palacio.

—Pienso que a su alteza le parecerá el mejor escultor de Egipto —predijo.

Habían improvisado un estudio para Tutmose. Panahesi mantuvo abiertas las puertas de este, que tenía grandes ventanas y varias mesas llenas de pinturas y arcilla. Allí se encontraban todos los materiales necesarios para el trabajo de un artista: lápices de caña, papiros, recipientes con polvo blanco y lapislázuli molido para utilizarlo como colorante. También habían erigido una especie de tarima, un estrado para los que iban a posar.

Tutmose le ofreció la mano a Nefertiti y la llevó hasta su trono. Los visires murmuraron ante esa muestra de familiaridad, pero no había nada de coqueteo masculino en ella.

—¿Qué haremos primero, alteza? ¿Una talla en piedra? —Movió ceremoniosamente su mano libre—. ¿O una escultura pintada?

—Una escultura —ordenó Nefertiti, y Tutmose asintió, obediente.

Cerca de cincuenta miembros de la corte tomaron asiento, como si se preparasen para ver a un grupo de bailarines o a una cantante con su lira. El artista se dio la vuelta hacia Amenhotep, inquisitivo.

—¿Y cómo le gustaría a su alteza que lo retrataran?

Hubo un momento de duda. Luego, Amenhotep respondió:

—Como a Atón en la tierra.

El escultor dudó.

—¿Como la vida y como la muerte?

—Como hombre y como mujer. Como el principio y como el fin. Como un poder tan grande que nadie podría alcanzar su divinidad. Y quiero que conozcan mi rostro.

Tutmose hizo una pausa.

—¿Tal como es, su alteza?

—Más fuerte.

La corte se agitó, hubo murmullos. Durante mil años, el faraón había sido representado en los templos y las tumbas como joven y esbelto, con el kohol perfectamente delineado y el cabello peinado en forma inmaculada, sin importar que fuese gordo, bajo o viejo. Pero Amenhotep quería que su rostro se enfrentara a los tiempos, con sus ojos sesgados, sus huesos estrechos, sus labios carnosos y su cabello rizado.

Tutmose, pensativo, ladeó la cabeza.

—Haré un boceto en papiro. Cuando lo termine, decidirás si el parecido te agrada. Si su alteza está satisfecho, entonces lo esculpiré en piedra.

—¿Y yo? —preguntó Nefertiti, ilusionada.

—Contigo seré fidedigno en todo —Tutmose sonrió—, ya que nada podría mejorar a su alteza.

Nefertiti se reclinó en el trono que le habían preparado para la ocasión y sonrió, complacida.

Vimos cómo el lápiz de caña del escultor trabajaba sobre el papiro. Había dos decenas de ojos críticos observando sus movimientos sobre el gran caballete de bronce, ubicado en medio de la sala. Mientras esperábamos que una figura surgiera del papel, Tutmose nos entretenía con la historia de su vida. Comenzaba con una infancia lúgubre en Tebas, una vida de trabajo duro. Su padre era un panadero. Cuando la madre murió, Tutmose ocupó su lugar en los hornos de su padre, trabajando y amasando pan y pastas. Las mujeres miraban al niño de cabello oscuro y ojos verdes y los hombres también, especialmente los sacerdotes de Amón. Un día, un famoso escultor fue a la panadería de su padre y cuando vio a Tutmose trabajando en el horno, vio también a su nuevo modelo para Amón.

—Bek, el famoso escultor, me preguntó si quería modelar para él. Me pagaría, claro, y mi padre me dijo que fuera. Tenía otros siete hijos, ¿para qué me necesitaba? Al entrar en ese estudio, di con mi vocación. Bek me formó como aprendiz y en dos años ya tenía mi propio estudio en Menfis.

Se alejó del papiro y nos dimos cuenta de que había terminado.

Los visires, que estaban en la primera fila, se adelantaron al unísono. Estiré el cuello para ver lo que había dibujado. Era una imagen del rostro de Amenhotep, con sus facciones leoninas medio ocultas en la sombra. Los ojos eran más grandes que en la realidad, su mentón se veía más largo e intimidante. En ese rostro había matices que lo hacían parecer femenino y masculino, enojado y piadoso, listo para hablar y para escuchar. Era un rostro cautivador, poderoso e impresionante a la vez. La cara de un hombre sin igual.

Tutmose hizo girar el caballete para que lo viera el faraón, que se adelantó en el trono. Contuvimos la respiración mientras esperábamos su veredicto.

—Es magnífico —susurró Nefertiti.

Los ojos de Amenhotep fueron de la imagen del caballete al rostro del joven escultor que lo había dibujado.

—Puedo comenzar a colorear la imagen con pintura, si eso le complace a su alteza.

—No —dijo con firmeza el faraón.

La corte contuvo la respiración. Miramos a Amenhotep, que se había levantado del trono.

—No hace falta pintarlo. Tállalo en piedra.

En el estudio hubo un murmullo de entusiasmo y mi hermana, jubilosa, ordenó:

—Harás dos bustos y los pondremos en el templo de Atón.