Capítulo 17
«Me temo que se quedará aquí, cuidando su jardín, el resto de su vida. Sin un marido, sin hijos…».
Desde el jardín podía oír las palabras de mi doncella. Tres meses atrás, el día en que había descubierto que alguien me había envenenado para matar al hijo de Nakhtmin, había encontrado esa villa, recién construida y deshabitada, en las terrazas doradas que miraban a la ciudad. Ninguna familia del palacio la había comprado todavía, así que me mudé a sus habitaciones y la declaré mía. Nadie se atrevería a sugerir que me echaran de allí.
Me había llevado tres meses de enterrar semillas, plantar y regar, pero en ese momento me estiraba, satisfecha, para tocar al fin las hojas de un joven sicomoro, cálidas y suaves. La voz de mi doncella se acercaba al jardín. «Está afuera, siempre lo está», decía, preocupada. «Cuidando sus hierbas. Así puede vendérselas a las mujeres».
Sentí su presencia detrás de mí. No necesitaba oír su voz para saber quién era. Podía oler su perfume de lilas y cardamomo.
—¿Mut-Najmat?
Me di la vuelta y me llevé la mano a la frente para echar sombra sobre mis ojos. Desde que había dejado el palacio, ya no usaba peluca. Mi cabello había crecido, largo y salvaje. Ipu decía que mis ojos eran como esmeraldas, piedras duras que podían cortar el vidrio.
—Majestad. —Hice una profunda reverencia.
La reina Tiy pestañeó, sorprendida.
—Has cambiado.
Esperé a que me dijera cómo.
—Me pareces más alta, más oscura.
—Sí. Paso más tiempo bajo el sol, al que pertenezco. —Dejé la pala en el suelo y ella observó los jardines mientras caminábamos.
—Esto es impresionante. —Apreciaba las palmeras de dátiles y la glicinia florecida. Sonreí.
—Gracias. Me ha costado tres meses de trabajo.
Entramos en la logia y mi tía se sentó. Yo había cambiado, pero ella estaba igual: pequeña y astuta, la boca apretada, los sagaces ojos azules. Me senté frente a ella, sobre un pequeño almohadón de plumas. Había llegado a Amarna con mi padre, dejando atrás la ciudad de Tebas, tal como él le había pedido. Trabajaba con él en el Per Medjat toda la mañana, estudiando papiros, escribiendo cartas, negociando alianzas.
Ipu dejó un poco de té caliente entre las dos. La reina lo tomó con sus manos.
—No he venido para llevarte de vuelta —dijo.
—Lo sé, eres demasiado sensata para eso. Comprendes que ya no tengo nada que hacer en el palacio. Con Nefertiti y sus estatuas y sus interminables intrigas.
La reina Tiy sonrió.
—Siempre pienso que elegí a la hermana equivocada.
Cerré y abrí los ojos, sorprendida de enterarme de que alguien me prefiriese a Nefertiti. Luego negué, firmemente, con la cabeza.
—No. Yo nunca hubiese querido ser reina.
—Esa es la razón por la que hubieses sido una reina estupenda. —Dejó la taza—… Pero dime, Mut-Najmat: ¿qué aconsejas para una anciana con dolor en las articulaciones?
La miré, inquisitiva.
—¿Has venido por mis hierbas?
—Como hemos convenido, no estoy aquí para convencerte de que regreses. Soy demasiado sensata. Además, ¿te irías de esta villa? —Miró a su alrededor, a las vides trepadoras y las altas columnas pintadas—. Es un santuario lleno de paz, lejos de la ciudad y de la política estúpida de mi hijo. —Inclinó la cabeza y las joyas pesadas de lapislázuli y oro que le rodeaban el cuello tintinearon con extraña musicalidad. Después se me acercó, en un gesto lleno de intimidad:
—Entonces, dime, Mut-Najmat: ¿qué puedo usar?
—Pero tus médicos de la corte…
—No estarán tan versados en el conocimiento de las hierbas como tú.
Miró, a través de las puertas abiertas, mi jardín cultivado: una hilera tras otra de senas y crisantemos, con hojas que brillaban, verdes, al sol. Había enebro para el dolor de cabeza, ajenjo para la tos. Todavía plantaba acacia para aquellas mujeres que la querían con desesperación. Aunque sabía que mis hierbas habían matado a mi propio hijo, no iba a negárselas.
—Las mujeres dicen que te has convertido en toda una curandera. Te llaman Sekem-Miw —dijo, y eso significaba gato poderoso, lo que me hizo pensar, de inmediato, en Nakhtmin. Mis ojos se nublaron. Mi tía me observó con un gesto crítico y luego me dio unas palmadas en la mano—. Vamos. Muéstrame las hierbas.
Afuera, el sol cálido creaba motas de sombra en el jardín. El rocío de las plantas se secaba y el día se ponía más caluroso. Inhalé el aroma embriagador de la tierra. Me agaché y arranqué una baya verde, inmadura, de una planta de enebro.
—El enebro es bueno. —Le di la baya—. Puedo hacerte un té, pero no basta con uno, tienes que tomarlo dos veces por día.
Aplastó la baya entre el índice y el pulgar y se llevó los dedos a la nariz.
—Huele como las cartas de Mitanni —reflexionaba, evocadora, en voz alta.
La miré allí, a la luz. Tenía cuarenta años y aún era aliada de algunas naciones extranjeras y conspiraba con mi padre para gobernar el reino de la mejor manera.
—¿Por qué aún te dedicas a eso? —le pregunté, y ella supo, de inmediato, a qué me refería.
—Porque se trata de Egipto. —El sol se reflejaba en sus brillantes ojos color caoba y en el oro que rodeaba sus muñecas—. Una vez fui la dirigente material y espiritual de esta tierra. ¿Y qué es lo que cambió? He tenido un hijo estúpido que ocupa el trono. Pero aún están mis dioses, y mi gente. Por supuesto que si Tutmosis hubiera sido faraón…
—¿Cómo era? —le pregunté suavemente.
Mi tía se miró los anillos.
—Inteligente. Paciente. Un cazador feroz. —Movió la cabeza para ahuyentar aquel dolor que sólo ella conocía—. Tutmosis era un soldado y un sacerdote de Amón.
—Dos cosas que Akenatón no puede tolerar.
—Cuando tu hermana se casó con él, me pregunté si ella no era demasiado frágil. —Mi tía se rió bruscamente—. Quién hubiera dicho que Nefertiti, la pequeña Nefertiti, era tan… —Buscaba la palabra, con la mirada clavada en la ciudad que se abría a nuestros pies, como una perla blanca en la arena.
—Apasionada —sugerí.
Mi tía asintió, con pesar.
—No es lo que había planeado.
—Ni es como lo había planeado yo. —Me tembló la voz. Al ver mis lágrimas, mi tía me dio la mano.
—Ipu cree que estás muy sola.
—Tengo mis hierbas. Y mi madre viene todas las mañanas con pan. Pan de sésamo y buen shedeh del palacio.
Mi tía asintió, lentamente.
—¿Y tu padre?
—Él también viene y hablamos sobre las noticias del reino.
Alzó las cejas.
—¿Y qué te ha contado últimamente?
—Que Qatna ha suplicado que le envíen ayuda para defenderse de los hititas —dije. El rostro de Tiy se tensó.
—Qatna ha sido vasalla nuestra durante cien años. Dejarla a su suerte ahora equivaldría a decirle al reino hitita que no queremos luchar. Es la segunda de nuestras naciones vasallas que pide ayuda. Escribo cartas de paz y de guerra, y mi hijo envía, a mis espaldas, solicitudes para recibir vidrios de colores. Ellos quieren soldados —alzó la voz— y él les pide cristales. Cuando nuestros aliados hayan caído y ya no haya nada que se interponga entre nosotros y los hititas, ¿qué sucederá?
—Egipto será invadido.
Tiy cerró los ojos.
—Al menos tenemos el ejército en Kadesh.
Me sentí aterrada.
—¡Un ejército de cien hombres!
—Sí, pero los hititas no saben eso. Yo no subestimaría el poder de Horemheb o Nakhtmin.
Me negaba a creer que Nakhtmin pudiera regresar. Me senté en el jardín, a la sombra, y pensé: «Si regresa es porque vencieron en Kadesh y eso nunca sucederá». Dejé caer una hoja de manzanilla en mi té de la mañana. Aún, después de tantos meses, no podía dormir bien, y cuando pensaba en Nakhtmin las manos me temblaban sin parar.
—Señora. —Ipu apareció en la terraza—, ¡ha llegado un regalo del palacio!
—Devuélvelo, como los otros —ordené de inmediato.
No lograrían comprarme. Nefertiti y yo ya no éramos niñas, ya no podía romper mi juguete favorito y después darme uno suyo como consuelo. Ella aún pensaba que no era para tanto, que Nakhtmin sólo era un hombre y que habría otros, pero yo no era como ella. No podía besar a Ranofer un día y dejarlo al siguiente.
Pero Ipu seguía mirándome.
—Se trata de algo que a lo mejor quieres quedarte.
Fruncí el ceño, pero dejé el té y entré en la casa. Había una canasta sobre la mesa.
—Por Osiris, ¿qué hay adentro? —exclamé—. Se mueve.
Ipu rió.
—Mira.
Ante el apremio de Ipu, levanté la tapa. Enroscado dentro, pequeño y asustado, había un pequeño gato moteado, de una raza que sólo podían costear los nobles más ricos de Egipto.
—¿Un miw? —La pequeña criatura me miró, gimiendo por su madre, y la saqué de allí dentro, contra mis convicciones. Era tan pequeño que cabía en la palma de mi mano y cuando lo puse contra mi pecho comenzó a ronronear.
—¿Ves? —dijo Ipu, orgullosa de sí.
Bajé el gato al suelo.
—No vamos a quedárnoslo.
—Es un gato. ¿Por qué no tenerlo?
—Porque es un regalo de mi hermana y ella cree que un gato pequeño puede reemplazar a un hijo.
Ipu abrió las manos, impaciente, con las palmas hacia arriba.
—Pero, señora, estás sola.
—No estoy sola. Tengo clientes todos los días. Y también vienen mis padres.
Puse el gatito en la cesta y cerré la tapa con cuidado. Su voz aguda se oía a través del entramado. Ipu me miró con frialdad.
—No me mires así. No estoy matándolo, sólo lo devuelvo.
Se quedó callada. Lo único que se oía era el maullido lastimero del pequeño gato.
Suspiré.
—Está bien, pero tú te encargarás de cuidarlo.
Cuando mi padre y mi madre llegaron en una carreta, su doncella traía una canasta llena de artículos de lujo del palacio que no necesitaba. Mi padre frunció el ceño al ver a Ipu agachada junto al diván, tirando de una cuerda y llamando con suavidad a algo que había debajo.
—¿Qué hace? —preguntó.
La sirvienta dejó la canasta sobre la mesa y los tres nos dimos la vuelta para mirar. Vimos el destello de una pequeña garra gris, luego oímos un grito de sorpresa y la cuerda desapareció.
—La criatura desobediente no quiere salir —gritó Ipu.
—¿Qué es? —Mi madre miró de cerca.
—Nefertiti me ha enviado un gatito —dije, impasible. Mi padre observó mi expresión—. Lo he aceptado sólo porque Ipu lo quería. —El gatito correteó por la sala.
Mi madre se rió.
—¿Qué nombre le has puesto?
—Es un macho. Su nombre es Bastet.
—El patrón de los felinos —dijo mi madre, aprobadora.
Mi padre me miró, sorprendido.
—Fue idea de Ipu.
Mi madre comenzó a sacar varios lienzos de la cesta y yo salí al jardín con mi padre.
—Me he enterado de que mi hermana vino ayer a visitarte.
—Cree que hay alguna posibilidad de vencer en Kadesh —le dije, esperando su respuesta.
Apoyó la mano sobre mi hombro.
—Puede ser, Mut-Najmat, pero no creo que suceda. Él se ha ido. Todos hemos perdido seres queridos que están con Osiris.
Traté de reprimir las lágrimas.
—¡Pero no de esta manera!
—Nefertiti no lo sabía —explicó mi padre—. Está desesperada. Su hijo tiene que nacer a fines de Thot y los médicos dicen que si no descansa y comienza a comer, va a perderlo.
«Pues bien, que lo pierda —pensé—. Que sepa lo que es despertarse y descubrir que te han quitado todo lo que querías». Sin embargo, el sentimiento de culpa me asaltó de inmediato.
—Espero que se tranquilice. —Bajé la cabeza—. Pero aunque no supiera nada de las hierbas, dejó que se llevaran a Nakhtmin.
Mi padre estuvo un rato sin decir nada. Después me advirtió:
—Querrá que estés presente en el parto.
Me mordí la lengua. Mi padre podía percibir la ironía implícita en su petición.
—Cuando llegue el momento —susurré.
La reina Tiy me visitó por segunda vez. Subió las escaleras de la villa con siete doncellas detrás. Todas llevaban grandes cestas de sauce.
—¡Ipu, busca a Bastet! —grité—. No podemos dejar que ande por ahí y arañe o muerda los tobillos de la reina.
Era el nuevo juego de Bastet. Encontraba un mueble debajo del cual se escondía para salir corriendo y morder el tobillo de cualquiera que pasara.
—Bastet —gimió Ipu—. Ven aquí, Bastet.
Podía escuchar a las doncellas de la reina, que se acercaban.
—¡Bastet! —grité, y la pequeña bola de piel salió, haciendo cabriolas, de su escondite. Fue hacia mí como preguntándome qué quería.
—Ipu, llévalo a la habitación de atrás.
El gato miró a Ipu y soltó un gemido.
—¿Por qué responde a tu llamada y no a la mía?
Miré al pequeño gato orgulloso. Aunque la que lo alimentaba era Ipu, se sentaba bajo mi silla y se acurrucaba en mi falda, frente al brasero. «Gato arrogante, prefiere a la señora y no a la sirviente», pensé.
La llamada a la puerta resonó en toda la casa. Ipu se apresuró a abrir. Afuera, dos doncellas sostenían un parasol de plumas de pavo real para proteger a mi tía del sol.
—Reina Tiy —me incliné—, es un placer.
Mi tía me ofreció la mano para que la acompañara adentro. Los anillos de sus dedos eran deslumbrantes. Eran grandes trozos de lapislázuli engarzados en oro. Tomó asiento en la sala sobre un almohadón. Miró el tapiz roto que había en la pared. Palpó las hilachas.
—¿Fue el gato de Nefertiti? —Sonrió ante mi gesto de sorpresa—. En el palacio hubo rumores cuando vieron que no era devuelto.
Mi ira se desató de inmediato.
—¿Rumores? —pregunté.
—Alguien sugirió que todo había sido perdonado. —Me miró. Mis mejillas se sonrojaron.
—¿Y alguien sugirió, también, que un pequeño gato no puede compensar la pérdida de un hijo? ¿Nadie sugirió que no alcanza para devolverle la vida a un hombre?
—¿Quién le diría eso a tu hermana? Nadie desafía a Nefertiti. He descubierto que ni siquiera tu padre lo hace.
—¿Entonces hace lo que quiere? —le pregunté.
—Como todas las reinas. Sólo que ella es más apasionada en la construcción de ciudades y templos.
—No puede haber más construcciones.
—Claro que puede haber más. Habrá construcciones hasta que el ejército encuentre un jefe que lo conduzca a la rebelión.
—¿Pero quién posee el poder necesario para rebelarse contra el faraón?
Ipu trajo té con menta. Mi tía se lo llevó a los labios.
—Horemheb —dijo, con franqueza, tras una larga pausa.
—Y por eso enviaron a Horemheb a Kadesh.
Mi tía asintió.
—Era demasiado popular. Como Nakhtmin. Mi hijo vio peligro donde tendría que haber visto una ventaja. Es demasiado estúpido para darse cuenta de que con Nakhtmin en tu cama nunca hubiera corrido el peligro de padecer una revuelta.
—Nakhtmin nunca hubiera causado una revuelta —dije—, conmigo o sin mí.
Tiy sonrió.
—Él quería una vida apacible —añadí.
—¿Entonces no te contó que cuando estaba en Tebas, mientras Akenatón se preparaba para recibir la corona de su hermano, los soldados le pidieron que encabezara una rebelión, y que aceptó?
Bajé la taza.
—¿Nakhtmin?
—Algunos visires y soldados lo convencieron de que la única manera de dar a conocer que el príncipe Tutmosis, elegido de Ma’at, había sido asesinado era una rebelión.
Miré atentamente a mi tía, con la intención de saber si realmente decía lo que decía. Que Tutmosis había sido asesinado. Que no había muerto por caerse del carro, sino a manos de su propio hermano. Advirtió mi asombro y se puso tensa.
—Oí rumores de los sirvientes, como todo el mundo.
—Pero la caída del carro…
—¿Lo hubiera matado de todas maneras? Quizás. O podría haberse recobrado. Sólo Osiris y mi hijo vivo saben la verdad.
Me estremecí.
—Pero no hubo revuelta.
—Cuando llegó Nefertiti, la corte creyó que salvaría a Egipto de mi hijo.
Me senté de nuevo.
—¿Por qué me cuentas esto? —le pregunté.
Mi tía dejó la taza de té.
—Porque un día volverás al palacio. O regresas con los ojos bien abiertos o serás enterrada con los ojos bien cerrados.
Veinte días después, Tiy estaba sentada en una banqueta de marfil, entre los surcos de mi jardín. Me preguntaba por las plantas, para qué era útil, además de endulzar el té, la raíz de regaliz. Le conté que cuando se la utilizaba en lugar de la miel, ayudaba a prevenir la caída de dientes, y que para eso mismo se comía, también, cebolla en vez de ajo. Mi padre se acercó a nosotras entre las suaves y crecidas hierbas verdes. No lo había oído llegar, ni me enteré cuando Ipu lo recibió en la puerta.
Mi padre la miró primero a ella y luego me miró a mí.
—¿Qué hacéis?
Mi tía se puso de pie.
—Mi sobrina me enseña la magia de las hierbas. Tu hija es una joven muy inteligente.
Me di sombra en el rostro con la mano. Era difícil saber si la mirada de mi padre era de orgullo o de disgusto.
—¿Qué te trae por aquí? —le preguntó ella.
—Vine a buscarte. —La voz de mi padre era grave, pero mi tía había pasado por muchos momentos graves y permaneció impasible.
—Hay problemas en el palacio —adivinó.
—Akenatón planea que su funeral se haga en el este.
Tiy lo miró con seriedad.
—Ningún faraón ha sido enterrado en el este.
—Pretende que lo entierren por donde sale el sol, detrás de las colinas, y quiere que los miembros de la corte de Amarna dejen las tumbas que ya hayan hecho en el oeste.
La voz de mi tía se agravó por el enojo.
—¿Dejar las tumbas que ya construimos en Tebas? ¿Cambiar las tumbas de donde siempre han estado, a los pies del sol poniente, para ser enterrados al este? —Nunca la había visto tan enojada—. ¡No lo hará!
Mi padre abrió las manos.
—No podemos detenerlo, pero podemos hacer una segunda tumba y quedarnos con las que construimos en el Valle…
—Por supuesto que nos las quedaremos. No me enterrarán en la ciudad de Amarna —juró la reina.
—A mí tampoco —dijo mi padre, en voz baja.
Me hablaron:
—Eres nuestra custodia —me dijo Tiy—. Si morimos, tienes que asegurarte de que nos entierren en Tebas.
—¿Pero cómo? ¿Cómo voy a actuar contra los deseos de Akenatón?
—Echarás mano de tu astucia —dijo mi padre, de inmediato.
Me di cuenta de que hablaba en serio, y me estremecí de miedo.
—Pero yo no soy astuta. —Estaba preocupada—. Nefertiti es la astuta. Ella podría hacerlo.
—Pero no lo hará. Tu hermana se está construyendo una tumba con Akenatón. Han abandonado a nuestros ancestros y prefieren arriesgarse a que los entierren en el este. —Mi padre me miró con expresión seria—. Eres la que debe asegurarse de que las cosas se hagan de esta manera.
Levanté la voz, tenía miedo.
—¿Pero cómo?
—Mediante el soborno —respondió mi tía—. Los embalsamadores son fáciles de sobornar, como todos.
Vio que yo no entendía y me miró a la cara como si no pudiera haber ninguna joven tan ignorante.
—¿Nunca has oído hablar de las mujeres que les entregan sus hijos a las nobles estériles? Les dicen a sus maridos que el niño ha muerto y los embalsamadores envuelven a un mono como si fuera el niño. —Me recliné en el asiento, aterrada, y Tiy hundió la cabeza entre los hombros, como si todo el mundo estuviese enterado de lo que me había contado—. Ah, sí, en la Ciudad de los Muertos pueden hacerse milagros por un buen precio.
—Si es necesario —dijo mi padre—, sobornarás a los embalsamadores para que pongan un cuerpo falso en la ciudad de Amarna.
Las manos empezaron a temblarme.
—¿Y los llevo a Tebas? —Hablar de aquello me resultaba extraño. Parecía mentira. Parecía imposible. Mi padre y la reina nunca morirían. Mi padre me acarició los hombros, como si fuera una niña.
—Cuando llegue el momento…
—Si es que llega —agregué.
—Si es que llega. —Sonrió con ternura—. Entonces sabrás qué hacer. —Miró a Tiy—. ¿Nos encontramos mañana aquí?
—¿En mi jardín?
—La corte de Amarna está llena de espías, Mut-Najmat. Si queremos hablar, tendremos que hacerlo aquí. Akenatón no confía en nadie y las mujeres de Panahesi andan por todos lados, revoloteando por el palacio para llevarle noticias. Lo hacen hasta algunas de las doncellas de Nefertiti.
Me imaginé a Nefertiti sola en el palacio, rodeada de falsos amigos y espías, pero me negué a sentir lástima por ella. «Ha caído en su propia trampa».
A fines del mes de Epifi me mandaron a llamar del palacio. Vino un heraldo con una carta que ostentaba el pesado sello de mi padre y me la entregó en mano con carácter de urgencia.
—La reina, mi señora, ya está en trabajo de parto.
Abrí la carta. Nefertiti estaba a punto de dar a luz. Apreté los labios, doblé las páginas, incapaz de tolerar la noticia. El heraldo seguía mirándome.
—Bien, ¿qué quieres? —le pregunté secamente.
El joven no se inmutó.
—Quiero saber si vendrás, señora. La reina te ha llamado.
Me había llamado. Me había llamado, aunque sabía que mientras ella gestaba a su segundo hijo, el mío había sido asesinado. Apreté los papiros doblados. El heraldo me miraba con los ojos muy abiertos.
—Hay un carro esperando. —La voz del joven era suplicante.
Lo observé. Tenía doce o trece años. Si fracasaba y no me llevaba con él, podía ser el fin de su carrera. Sus ojos seguían abiertos y esperanzados.
—Espera, voy a buscar mis cosas —le dije.
Ipu estaba cerca de la cocina.
—Ella tiene médicos, no tienes por qué ir.
—Por supuesto que tengo que ir.
—Pero ¿por qué?
Bastet arqueó su cuerpo sedoso y lo frotó contra mi pantorrilla, como si me consolara.
—Porque es Nefertiti y, si ella muere, nunca voy a perdonármelo.
Ipu me acompañó hasta la habitación, seguida por Bastet.
—¿Quieres que vaya, señora? —se ofreció.
—No. Volveré antes de la noche. —Cogí mi cofre de hierbas, pero cuando ya me iba, Ipu me dio la mano.
—Recuerda que vas allí por el niño.
Tragué saliva, con amargura.
—Que tendría que ser el mío.
—Ella dijo que no tuvo nada que ver con eso —me recordó.
—Puede ser —respondí—. También puede ser que se quedase sentada, sin hacer nada, mientras alguien lo hacía.
El heraldo me llevó hasta su carro. Hizo restallar el látigo y los lustrosos caballos color avellana galoparon por el Camino Real. En todos los pilares y en cada uno de los cruces había estatuas de mi hermana. En las imágenes pintadas levantaba los brazos sobre la ciudad del desierto que había construido con su marido. Se la veía vestida con las ropas radiantes de Isis, y su rostro y el de Akenatón estaban en las entradas de los templos, allí donde siempre habían estado los dioses.
—Amón, perdona su arrogancia —susurré.
Habían construido una sala de partos, como en Menfis. Podía advertir la mano de Nefertiti en el diseño: las ventanas que iban del techo al suelo, los asientos acolchados, las vasijas con plantas, especialmente lilas, sus favoritas. Había docenas de sillas dispuestas alrededor de la sala, para las damas de la corte. Estaban ocupadas casi todas.
—La señora Mut-Najmat —anunció el heraldo y la charla y las risas que llenaban la sala cesaron.
—¡Mutni! —Nefertiti ahuyentó a sus doncellas. Las hijas de los visires, que se arremolinaban junto a su cama, se fueron con los ojos llenos de envidia.
Me detuve al lado de su cama. Estaba saludable y hermosa, acomodada contra una pila de almohadas, sin el más mínimo signo de dolor. Mis mejillas se enrojecieron.
—Pensé que estabas en trabajo de parto.
—Los médicos dicen que será hoy o mañana.
Una tormenta atravesó mi rostro.
—Tu mensajero dijo que era urgente.
Se dirigió a sus doncellas, que observaban mi pelo, mis uñas, mi rostro.
—Dejadnos. —Cuando dio la orden las vi salir, agitadas como polillas. Eran jóvenes que yo no conocía—. Claro que es urgente. Te necesito.
—Tienes cientos de mujeres que te hacen compañía, ¿por qué me necesitas?
—Porque eres mi hermana —dijo, con tono grave—. Se supone que debemos estar unidas. Cuidándonos.
Me reí con sorna.
—¡Yo no te quité a tu hijo! —gritó.
—Pero sabes quién lo hizo.
No dijo nada.
—Tú sabes quién me envenenó. Sabes quién tenía miedo de que diera a luz a un niño, al hijo de un general…
Se tapó los oídos.
—¡No voy a escucharte!
Me quedé en silencio, mirándola.
—Mutni. —Me miró con sus lastimeros ojos oscuros, negros y grandes como estanques, segura de que con su encanto obtendría lo que deseaba—, quiero que estés conmigo cuando tenga este hijo.
—¿Por qué? Se te ve sana y feliz.
—¿Debería llevar impreso el miedo a la muerte en mi rostro, asustando a Akenatón para que así no me dé más hijos? ¿Para que las cortesanas vayan corriendo a decirle a Panahesi que la reina de Egipto se ha vuelto débil? ¿Qué mejor oportunidad para Kiya que la de mi caída en el miedo? ¿Qué otra cosa quieres que haga, sino aparentar felicidad?
Me maravilló que pudiera pensar en esas cosas cuando estaba a punto de dar a luz.
—Quédate conmigo, Mutni. Eres la única en quien confío. Tú sabrás lo que me dan las parteras.
La miré.
—¿No pensarás que van a envenenarte?
Me miró con cara de cansancio.
—Los médicos se darían cuenta si te envenenan —le advertí.
—¡Cuando ya esté muerta! ¿Para qué sirve eso?
—Panahesi pondría en peligro su vida si intenta hacer algo semejante.
—¿Y tú estarías allí para hacer la acusación? ¿A quién piensas que creería Akenatón? ¿A una comadrona chismosa o al sumo sacerdote de Atón? Y además están los sacerdotes de Amón —dijo, temerosa—. Ellos darían su vida con tal de asegurarse de que Akenatón no tenga un heredero.
Me imaginé a alguien envenenándola como me habían envenenado a mí. Me la imaginé retorciéndose de dolor, gritando, mientras Anubis se acercaba porque yo me había negado a estar con ella durante el nacimiento de su hijo.
—Me quedaré, pero sólo para el parto.
Sonrió. Me senté, contrariada.
—¿Cómo vas a llamarlo?
—Smenkhare —dijo.
—¿Y si es una niña?
Me miró, seria, bajo la sombra de sus largas pestañas.
—No será una niña.
—¿Pero si lo es?
Hundió la cabeza entre los hombros.
—Entonces, Meketatón.
Nefertiti era muy menuda, pero Nekhbet debía de haber bendecido su vientre, porque sus hijos parecían nacer sin dificultad. La comadrona atrapó el pequeño bulto, ensangrentado y gritón, en sus brazos, y las otras parteras de la sala se empujaban para ver de qué sexo era. Nefertiti se incorporó.
—¿Qué es? —preguntó con voz débil.
La partera miró hacia abajo. Mi madre aplaudió con alegría, pero cuando los sirvientes llevaban a Nefertiti a la cama, vi que el color había abandonado sus mejillas. Sus ojos se encontraron con los míos. Otra princesa. Respiré hondo y pensé con malicia: «Me alegro de que no sea un hijo». Recogí mi cesta y me dirigí hacia la puerta.
Mi madre me agarró del brazo.
—Debes quedarte para la bendición.
La habitación se llenaba de gente. Llegó un heraldo, seguido por Tutmose. Las sirvientas revoloteaban alrededor de Nefertiti, para lavar su cuerpo y ponerle la corona. Mi madre me tomó por el codo y me llevó a la ventana. Las campanas sonaban anunciando el nacimiento de la nueva princesa. Tres campanadas por la princesa de Egipto.
—Por lo menos espera hasta que le den su nombre —me rogó mi madre.
Nefertiti miró y nos vio juntas.
—¿No va a venir mi propia hermana a desearme larga vida y buena salud?
Todas las miradas de la habitación se posaron en mí. Podía sentir la mano de mi madre en la espalda. Me empujaba. Si le hubieran permitido estar en la sala de partos, mi padre habría hecho un gesto de disgusto ante mi falta de respeto. Dudé y luego avancé.
—Que Atón te sonría.
Todos dieron un paso atrás. Nefertiti abrió los brazos para estrecharme contra su pecho. La nodriza estaba en un rincón de la sala luminosa y alegre, dejando mamar a la pequeña princesa.
—Ven, alégrate por mí, Mutni.
Todos sonreían. Todos estaban exultantes. No era un niño, pero era una hija saludable y había nacido sin problemas. Cogí mi canasta y se la di.
—Para ti —dije.
Miró hacia adentro con interés y sus ojos se encendieron. Me miró y luego miró la canasta de nuevo.
—¿Mandrágora?
—Esta estación crecieron sólo unas pocas. La próxima estación mi cosecha será mejor.
Nefertiti me miró.
—¿La próxima estación? ¿A qué te refieres? ¡Volverás a vivir aquí! —No le respondí—. Tienes que regresar al palacio. ¡Tu familia está aquí!
—No, Nefertiti. Mi familia fue asesinada. Uno de sus miembros fue asesinado en mi vientre y el otro en Kadesh.
Giré sobre mis talones para no darle tiempo a reprocharme nada.
—Estarás en la bendición —gritó. No era un ruego.
—Si eso es lo que quieres.
Me fui de la sala de partos. Las puertas se cerraron detrás de mí.
Más allá del palacio, en toda Amarna, la gente lo celebraba. El nacimiento de un heredero implicaba un día de descanso, incluso para los constructores de tumbas, que trabajaban en las alturas del valle. Caminé hacia el patio externo, donde había carros reales que aguardaban para llevar a los dignatarios afuera y adentro de la ciudad.
—Llévame al templo de Hathor —dije, y antes de que el cochero pudiera decir que no conocía ningún templo prohibido, le puse en la mano siete lingotes de cobre.
Asintió de inmediato. Al llegar, miramos el patio rodeado de columnas, construido en la ladera de la colina.
—¿Estás segura de que quieres quedarte aquí, señora? Está abandonado.
—Todavía hay algunas mujeres que se ocupan del altar de Hathor. Estaré bien —dije.
El joven cochero estaba preocupado.
—Puedo esperar —se ofreció.
—No. —Tomé mi canasta y me bajé—. No vale la pena. Puedo caminar hasta casa.
—¡Pero eres la hermana de la esposa principal del rey!
—Y tengo dos piernas, como casi todos.
Se rió entre dientes y se fue.
En la colina, en medio de los salientes de roca y piedra tallada, todo estaba en silencio. Las pocas mujeres que guardaban el altar secreto de Hathor estarían en el pueblo, abajo, haciendo libaciones en honor al nuevo dios de Egipto y en agradecimiento por la llegada de la nueva princesa. «Pero no todos te hemos olvidado». Me arrodillé frente a una pequeña estatua de Hathor y deposité mi ofrenda de tomillo a sus pies. Aunque los altares de Hathor estaban prohibidos en Amarna, en las afueras de la ciudad las mujeres habían erigido, en secreto, pequeños templos como aquel. En algunas casas, como en la mía, las estatuas de la diosa estaban ocultas en nichos secretos en donde podía depositarse aceite y pan para que ella recordara a nuestros ancestros y a los hijos que nunca fueron.
Me incliné en señal de obediencia.
—Te doy las gracias por el parto de Nefertiti. Aunque ella no te ofrenda vino o incienso, yo lo hago en su nombre. Protégela siempre de las manos de la muerte. Ella está agradecida por el don de la nueva vida que le has dado, y por su rápida recuperación en el lecho de parturienta.
Coloqué las hierbas cerca de un tarro de aceite que había llevado otra mujer, y oí el crujido de la grava a mis espaldas. Alguien habló.
—¿Alguna vez rezas por ti?
No me di vuelta.
—No —respondí—, la diosa sabe lo que quiero.
—No puedes seguir haciendo esto —dijo mi tía. Un viento cálido me levantó el extremo de la túnica, que se enredó entre mis piernas—. En algún momento debes dejar que el ka del niño descanse. Ya no volverá.
—Como Nakhtmin.
La mirada de mi tía era solemne. Tomó mi mano entre las suyas y nos quedamos en el escalón más alto del templo, viendo toda la extensión del desierto hasta los juncos del río Nilo. Los campesinos de faldas blancas trillaban el campo y los bueyes tiraban de las pesadas carretas llenas de grano. Un halcón planeó sobre nosotras. Era la encarnación del alma. La reina viuda suspiró.
—Déjalos descansar.